Un visitante inesperado
Era una oscura noche de noviembre y hacía frío. Alice y yo estábamos sentados junto al fuego de la cocina en compañía de mi maestro, el Espectro. El tiempo iba haciéndose progresivamente más frío y yo sabía que, el día más impensado, él decidiría que había llegado el momento de emprender la marcha hacia su «casa de invierno», allá en el desolado páramo de Anglezarke.
Sin embargo, no me apremiaban las ganas de marcharme; era el aprendiz del Espectro sólo desde la primavera y jamás había visitado la casa de Anglezarke, pero no quiero decir con esto que me moviera la curiosidad. Aquí en Chipenden se estaba al abrigo y la vivienda era cómoda, de manera que habría preferido pasar en ella el invierno.
Levanté los ojos del libro de los verbos latinos que intentaba aprender y sorprendí la mirada de Alice, sentada en un taburete bajo junto a la chimenea mientras el cálido resplandor de las llamas le bañaba el rostro. Sonrió y le devolví la sonrisa. Ella constituía otro motivo por el que no quería irme de Chipenden, pues era lo más parecido a tener una amiga y, en el curso de los últimos meses, me había salvado la vida en varias ocasiones. Realmente disfrutaba de su compañía porque hacía más soportable la soledad que comporta la vida de un espectro. Pero mi maestro me había hecho una confidencia: Alice no tardaría en dejarnos. De hecho, él nunca había confiado en la niña, puesto que sabía que procedía de una familia de brujas. Y como estaba convencido, además, de que me distraería de mis lecciones cuando él y yo fuésemos a Anglezarke, ella no nos acompañaría. La pobre Alice lo ignoraba y yo no tenía ánimos para decírselo, por lo que de momento me limitaba a gozar de las maravillosas veladas que pasábamos juntos en Chipenden.
Pero resultó que esa tarde sería la última que pasaríamos juntos aquel año: mientras Alice y yo leíamos a la luz de las llamas y el Espectro daba cabezadas en su silla, la campanilla de la puerta rompió la paz en la que estábamos sumidos. Al oír su desapacible sonido se me cayó el alma a los pies. Aquello no significaba más que una cosa: algún asunto relacionado con el oficio de mi maestro.
Debéis saber que nadie se acercaba nunca a la casa del señor Gregory porque por algo estaba allí el boggart doméstico que custodiaba el perímetro de los jardines; él se habría encargado de despedazar al atrevido que lo intentara. Sin embargo, pese a la escasa luz y al viento helado, me correspondió a mí atender la llamada de la campanilla, situada junto al círculo de sauces, y averiguar quién necesitaba ayuda.
Me sentía reconfortado y a gusto después de la pronta cena y seguramente el Espectro debió de detectar mi resistencia a abandonar la casa. Hizo un gesto con la cabeza, como contrariado conmigo, y observé un brillo furioso en sus ojos verdes.
—¡Ya estás bajando enseguida, muchacho! —refunfuñó—. La noche es muy mala y quienquiera que sea seguro que no está dispuesto a esperar.
Al ver que me levantaba e iba a por mi capa, Alice me dedicó una sonrisa comprensiva. Se ponía en mi lugar, pero advertí también que se alegraba de poder quedarse allí sentada calentándose las manos mientras yo me veía obligado a enfrentarme con el desapacible viento.
Cerré con ímpetu detrás de mí la puerta trasera y, con un farol en la mano izquierda, atravesé a grandes zancadas el jardín de poniente y seguí colina abajo, afrontando el vendaval y sus esfuerzos para despojarme de la capa. Por fin llegué a los árboles cimbreantes, el punto donde se cruzaban los dos caminos. Estaba muy oscuro y el farol que llevaba proyectaba inquietantes sombras que retorcían los troncos y las ramas transformándolos en brazos, garras y rostros de duendes. Las ramas desnudas se agitaban y estremecían, y el viento gemía y sollozaba como un alma en pena o un espíritu femenino que anunciara una muerte próxima.
Pero eran cosas que no me preocupaban demasiado. Había estado otras veces de noche en aquel sitio y, en mis correrías con el Espectro, tuve que enfrentarme a situaciones capaces de poner los pelos de punta al más pintado. Por eso no estaba dispuesto a que unas simples sombras me perturbaran porque, además, esperaba encontrarme con alguien mucho más inquieto aún que yo; probablemente, el mozo de algún granjero enviado por su padre, perseguido por los fantasmas y necesitado desesperadamente de ayuda, un mozo lo bastante asustado para acercarse a la casa del Espectro desde un kilómetro de distancia.
Pero me detuve estupefacto al comprobar que quien esperaba junto a los árboles cimbreantes no era el mozo de una granja, sino que debajo de la cuerda de la campanilla había una persona alta, cubierta con capa y capucha de color oscuro, que empuñaba un cayado en la mano izquierda. ¡Era otro espectro!
Como el hombre no se movía, me acerqué y me detuve a dos pasos de donde se hallaba. Tenía anchas espaldas y era un poco más alto que mi maestro, pero apenas podía verle el rostro porque la capucha se lo mantenía en la penumbra. Me dirigió la palabra antes de que yo tuviera tiempo de presentarme.
—¡Seguro que él está calentándose junto al fuego mientras tú tienes que afrontar el frío! —dijo el desconocido con evidente sarcasmo en la voz—. ¡Las cosas no han cambiado!
—¿Es usted el señor Arkwright? —pregunté—. Yo soy Tom Ward, el aprendiz del señor Gregory…
La deducción era lógica. Mi maestro, John Gregory era el único espectro que yo conocía, pese a saber que existían otros; el más próximo era Bill Arkwright, que ejercía su oficio más allá de Caster y cubría las regiones del norte del condado. Era, pues, muy probable que ese hombre fuera él, aunque no me era posible adivinar el motivo de su visita.
El desconocido se retiró la capucha y dejó al descubierto la cara, una barba negra veteada de hebras grises y un mechón rebelde de cabellos plateados en las sienes. Sonrió ligeramente, pero su mirada era fría y dura.
—No es de tu incumbencia quién pueda ser yo, chaval, pero tu maestro me conoce bien.
Y diciendo estas palabras, buscó debajo de la capa y sacó un sobre, que me tendió. Le di vueltas entre las manos y lo examiné someramente; lo habían sellado con cera e iba dirigido a John Gregory.
—Bien, tú a lo tuyo, muchacho. Entrégale la carta y adviértele que volveremos a vernos pronto. ¡Lo espero en Anglezarke!
Hice lo que me ordenaba y me guardé el sobre en el bolsillo de los calzones, más que feliz de apartarme de aquel desconocido cuya presencia me inquietaba. Pero así que hube dado unos pasos, la curiosidad me incitó a volverme y me sorprendí mucho al no ver ni rastro del hombre; pese a no haberse podido alejar demasiado, se había desvanecido entre los árboles.
Desconcertado, eché a andar aprisa, ansioso de volver a casa y resguardarme del penetrante viento helado. Me pregunté qué diría la carta, pues había detectado un tono amenazador en la voz del hombre y, por lo que había dicho, tampoco debía de ser ningún desconocido para mi maestro ni el encuentro con él tan cordial.
Mientras todas esas cavilaciones me rondaban por la cabeza, pasé por delante del banco donde el Espectro me daba clases cuando lo permitía el buen tiempo y llegué a los primeros árboles del jardín de poniente. Entonces oí algo que me heló de espanto.
Emergiendo de la oscuridad de la arboleda, un rugido de rabia hirió mis oídos; sonaba tan furioso y aterrador que me obligó a detenerme. Era una especie de bramido vibrante que debía de oírse a kilómetros de distancia y que yo conocía de otras veces. Sabía que se trataba del boggart del Espectro, cuya misión era defender el jardín. Pero ¿de qué me protegía? ¿Acaso me habían seguido?
Giré en redondo, levanté el farol y escruté la oscuridad, angustiado. ¡Quizá el desconocido venía tras de mí! Como no vi nada, agucé el oído y presté atención a fin de captar hasta el más leve ruido. Pero los únicos sonidos que me llegaron fueron el susurro del viento entre los árboles y el ladrido distante de un perro. Convencido finalmente de que nadie me seguía, proseguí mi camino.
Apenas había tenido tiempo de dar otro paso cuando volví a oír aquel rugido furioso, esta vez mucho más cercano. Noté que se me erizaba el vello de la nuca y tuve mucho más miedo al darme cuenta de que las iras del boggart apuntaban contra mí. Pero ¿a qué obedecía su furia? Yo no creía haber cometido ningún error.
Me quedé completamente quieto, sin atreverme a dar un paso más por temor a que el movimiento más insignificante pudiera provocar su ataque. A pesar de ser una noche gélida, tenía la frente bañada en sudor porque me veía en verdadero peligro.
—¡Soy Tom! —grité por fin dirigiéndome a los árboles—. No hay nada que temer. Simplemente le llevo una carta a mi maestro…
Se oyó un gruñido por toda respuesta, esta vez mucho más apagado y más lejano, por lo que después de unos pasos vacilantes eché a andar con mayor rapidez. En cuanto llegué a la casa, vi la figura del Espectro enmarcada en la puerta trasera, con el cayado en la mano. Había oído al boggart y quería averiguar qué pasaba.
—¿Estás bien, muchacho? —preguntó.
—Sí —le grité—. No sé por qué, pero el boggart se ha puesto furioso. Menos mal que ya se ha calmado.
El Espectro asintió, entró de nuevo en la casa y dejó el cayado detrás de la puerta.
Cuando llegó a la cocina, se puso inmediatamente de espaldas a la chimenea para calentarse las piernas, y yo saqué el sobre del bolsillo.
—Era un desconocido, pero iba vestido como un espectro —le expliqué al tenderle la carta—. No me ha dicho cómo se llamaba y sólo me ha pedido que le entregara esto…
Mi maestro se me acercó y me arrancó la carta de la mano. En ese mismo momento la vela de la mesa titiló, el fuego de la chimenea se atenuó e invadió la cocina una repentina frialdad, indicios todos de que el boggart no estaba de buenas. Alice pareció alarmarse y casi se cayó del taburete. Pero el Espectro, con los ojos muy abiertos, rasgó el sobre y leyó la misiva.
Al terminar, frunció el entrecejo y reflejó su preocupación. Farfullando algo entre dientes, arrojó la carta al fuego, donde fue rápidamente consumida por las llamas, pero el papel, retorcido y chamuscado, cayó detrás de la parrilla de hierro. Miré a mi maestro con sorpresa: presa de indignación, temblaba de pies a cabeza.
—Mañana temprano saldremos hacia mi casa de Anglezarke, antes de que empeore el tiempo —soltó mirando directamente a Alice—, pero tú, niña, sólo nos acompañarás una parte del camino. Te dejaré cerca de Adlington.
—¿Adlington? —inquirí—. ¿No es donde vive ahora su hermano Andrew?
—Eso es, muchacho, pero Alice no se quedará con él. En las afueras del pueblo viven un granjero y su mujer que me deben algunos favores. Tuvieron varios hijos, pero murieron todos salvo uno. Y para colmo de desgracias, se les ahogó una hija. El chico trabaja fuera la mayor parte del tiempo y, como la salud de la madre ha comenzado a flaquear, le iría muy bien contar con una ayuda. O sea que ésa será tu nueva casa.
Alice lo miró con ojos agrandados por la sorpresa.
—¿Mi nueva casa? ¡No estoy conforme! —exclamó—. ¿Por qué no me puedo quedar con usted? ¿Acaso no he hecho todo cuanto me ha ordenado?
Alice no había tenido un solo fallo desde que, en otoño, el Espectro la autorizó a vivir con nosotros en Chipenden. Se ganó el sustento haciendo copias de algunos libros de la biblioteca del señor Gregory y me enseñó montones de cosas que le transmitió su tía, la bruja Lizzie la Huesuda, de las que yo tomé nota a fin de ampliar mis nociones de brujería.
—Sí, niña, has hecho lo que te he pedido, o sea que no tengo ninguna queja de ti —dijo mi maestro—. Pero ése no es el problema. Aprender mi oficio es cosa difícil y lo último que necesita Tom es que lo distraiga una chica. En la vida de un espectro no hay sitio para las mujeres. De hecho, es lo único que tenemos en común con los sacerdotes.
—Pero ¿por qué me dice eso así, de repente? ¡Yo he ayudado a Tom, no lo he distraído! —protestó Alice—. Imposible trabajar más de lo que he trabajado. ¿O es que le ha escrito alguien diciéndole lo contrario? —preguntó, enfurruñada, indicando con el gesto la parte de atrás de los hierros, donde había ido a parar la carta quemada.
—¿Qué? —se extrañó el Espectro, enarcando las cejas con aire de desconcierto, aunque enseguida entendió a qué se refería—. No, por supuesto que no. Pero mi correspondencia privada es un asunto que no te incumbe. No obstante, ya lo tengo decidido —sentenció mirándola con fijeza—, y no hablaremos más del asunto. Empezarás desde el principio. Una ocasión que ni pintada para ayudarte a encontrar tu lugar en el mundo, niña. ¡Y tu última oportunidad, además!
Sin decir palabra y ni siquiera mirarme a mí, Alice dio media vuelta y subió ruidosamente la escalera para irse a la cama. Me levanté para seguirla y brindarle unas palabras de consuelo, pero el Espectro me llamó.
—¡Espera, muchacho! Tenemos que hablar antes de que vayas arriba, así que siéntate. —Hice lo que me ordenaba y tomé asiento junto al fuego—. ¡Nada de lo que digas cambiará mi decisión! Acéptalo y todo será mucho más fácil.
—Las cosas son como son —respondí—, pero hay muchas maneras de decirlas. Seguro que habría podido darle la noticia de forma más suave.
—Tengo cosas más importantes entre manos que los sentimientos de esa jovencita.
No se podía hablar con él cuando se ponía de aquel modo, por lo que decidí no malgastar esfuerzos. Aunque estaba disgustado, sabía que era irremediable, pues seguro que mi maestro lo tenía decidido desde hacía varias semanas y no iba a cambiar de actitud. Personalmente, yo tampoco tenía claro por qué debíamos ir a Anglezarke. ¿Por qué ahora, tan de repente? ¿Tendría algo que ver con el desconocido y su carta? El boggart también había reaccionado de una manera extraña. ¿Era porque sabía que yo llevaba encima aquella carta?
—El desconocido dijo que se vería con usted en Anglezarke —le espeté—. No me pareció un hombre muy cordial. ¿Quién es?
El Espectro me lanzó una mirada fulminante y por un momento pensé que no me respondería. Pero volvió a hacer un gesto con la cabeza y musitó algo por lo bajo antes de hablar.
—Se llama Morgan y durante un tiempo fue mi aprendiz, un aprendiz fracasado, debería añadir, pese a que lo tuve estudiando conmigo casi tres años. Como sabes, no todos mis aprendices consiguen el título. No estaba a la altura de la misión y por eso se siente frustrado, eso es todo. No lo verás cuando estemos allí pero, si te lo encontraras, apártate de su camino; sólo te buscaría problemas, muchacho. Y ahora ya puedes subir. Como ya te he dicho, mañana saldremos temprano.
—¿Por qué tenemos que pasar el invierno en Anglezarke? ¿No podríamos quedarnos aquí y estar más cómodos en esta casa? —Yo seguía sin encontrarle la lógica.
—¡Ya has hecho bastantes preguntas por hoy! —respondió el Espectro, irritado—. Pero voy a decirte una cosa: no siempre hacemos las cosas porque nos apetece hacerlas. Si es comodidad lo que buscas, este trabajo no es para ti. Te guste o no, la gente nos necesita… sobre todo cuando cae la noche. Y basta con que nos necesiten para que acudamos. Y ahora, a la cama. ¡Ni una palabra más!
No era la respuesta que yo esperaba, pero el Espectro siempre aducía buenas razones para todo lo que hacía y yo no era más que el aprendiz, lo que quería decir que tenía que aprender. Así pues, con una inclinación obediente de cabeza, fui a acostarme.