XXIII

Nunca había estado Viejo Meloso tan magnífico, tan teatral, tan elocuente ni había recreado tanto a la prensa. Vinieron periodistas de todo el país a entrevistarle, para después escribir columnas sensacionales. El suceso era de por sí suficientemente dramático, pero Viejo Meloso era no solamente un antiguo congresista, muy rico y poderoso políticamente, sino que era teatralmente irlandés y descriptivo y nunca ni por una sola vez repitió el relato con las mismas palabras que las veces anteriores. Siempre había recordado algo, algo añadido, imaginado algo. Esto condujo a su ulterior nombramiento como senador al año siguiente por la Asamblea, y a un acrecentamiento de su fortuna. Queenie, su «dama amiga», era su anfitriona en Washington, asistiéndole con gran discreción. Era bien sabido que la señora esposa de Viejo Meloso no era aficionada a la política, era muy retraída, muy caritativa, y una joya para su párroco, y le disgustaba Washington. También era una señora y nunca mencionaba a Queenie excepto como a «la asistente de mi querido esposo».

Viejo Meloso relataba con diversas variantes:

—Ahí estaba yo, con mis muchachos, y mi estimado joven amigo, Rory Armagh, el senador… como un hijo para mí… y estábamos todos riendo y la banda tocaba, y cientos, quizás miles, luchaban por llegar junto a Rory y estrechar su mano y gritarle su adhesión, y ahí estaba él, brillando como el maldito sol, y muy agradable de ver hasta para los ojos más cansados… su papá era mi mejor amigo… y les aseguro, señores, que soy un cínico y un viejo politiquero, pero había lágrimas en mis ojos, de gozo. No hubiera estado más orgulloso o feliz de ser Rory de mi propia carne y sangre. Le conocía desde que era un mozo chiquito, y siempre estaba a punto con una sonrisa, una broma, una chispa ocurrente. Un hombre instruido y un caballero, además de senador. Si Rory hubiera vivido habría sido elegido, sí, señor, y habría sido el mejor de todos los malditos presidentes que este país jamás tuvo. Es una pérdida para América, señores, aún mayor que la pérdida que supuso para sus padres, a quienes ojalá Dios consuele en su infinita misericordia.

»Bien, discúlpenme este minuto, mientras me he secado estos viejos ojos míos. Después de todo, es algo terrible, toda aquella vitalidad y guapeza y vigor, un hombre joven, por añadidura, con una encantadora esposa y cuatro hijitos… mi corazón se rasgó por aquellas criaturas y la joven viuda, tan valiente y bonita y nunca descompuesta, aunque podía verse que su corazón estaba hecho trizas, en pie junto a la tumba en sus negros velos como una estatua, y no derramando ni una lágrima. Es el dolor definitivo el que llora, nunca el profundo. Bien, como estaba diciendo, ahí nos encontrábamos en la sala rebosante de aclamaciones y la banda y la gente manando por las puertas sólo para ver al mozo, y entonces, de pronto, él se movió… debió ver alguien a quien quería estrecharle la mano… y quedó al descubierto tan sólo por un instante, y yo estaba ahí con mis hijos y su escolta, y entonces hubo un chasquido… ruidoso como el de un petardo. Esto es lo que creímos que era, durante un minuto, y maldecimos al majadero que lo arrojó en medio de tanta gente.

Tomaba aliento y su entonación se hacía más lúgubre:

—Entonces restalló otro chasquido. Todos estábamos como estatuas, boquiabiertos, no sabiendo dónde mirar, y después la gente empezó a correr en todas direcciones. Aquello era el mismísimo infierno, poblado de aullidos, empujones y caídas y alguien chilló: «¡Asesinato!». Y, señores, esto fue.

Lágrimas sinceras asomaban en sus astutos ojos por un instante, a causa del cuadro que acababa de bosquejar. La emoción ponía trémolos en su voz sonora.

—Bien, señores, ahí estaba Rory en el suelo… y una joven, una joven muy bonita, estaba arrodillada junto a él, sosteniéndole entre sus brazos. El caso es que yo conocí muy bien al papá de esta joven señorita; un viejo y justipreciado amigo, un distinguido caballero, el señor Albert Chisholm, abogado de una antigua firma en Boston, honorable, una firma intachable. La señorita Marjorie Chisholm. Ella había conocido a Rory en Boston cuando él estudiaba en Harvard. Hubo rumores que por entonces estuvieron comprometidos en noviazgo. Amor de juventud. La señorita Chisholm nunca se casó.

Viejo Meloso miraba entonces en semicírculo, elocuentemente, suspiraba y meneaba la cabeza.

—Ya sé, señores, que al principio fue designada «la mujer misteriosa», pero no había el menor misterio acerca de la señorita Chisholm. Fue Bella de Boston cuando hizo su presentación en sociedad. La policía la reconoció inmediatamente. Ella no permitió durante largo rato que le quitasen a Rory de sus brazos; lo tenía realmente abrazado en ellos. Era enternecedor y digno de compasión. Después ella fue con él al hospital con el cura, el viejo Padre O’Brien, viejo amigo mío. Pero Rory ya estaba muerto. Discúlpenme un instante, señores.

Viejo Meloso se sonaba las narices ruidosamente.

—Todo cuanto podía decir la señorita Chisholm una y otra vez era: «Rory, Rory Rory». Como en una letanía. El socio de su padre tuvo que ser llamado para lograr llevársela de ahí. Un tal señor Bernard Levine también abogado…, amigo de toda confianza de la familia.

Ante la nueva pregunta, Viejo Meloso arqueaba las cejas profusamente.

—¿El asesino? Bien, señores, nunca lo vi. Pero le hallaron en su bolsillo la «negra bandera de la anarquía», como la llaman, una banderita negra y una cartulina diciendo que pertenecía al grupo de Trabajadores Mundiales Independientes. Ahora bien, señor, yo mismo siempre estoy al lado del obrero. ¿No luché siempre en favor del obrero cuando yo estaba en Washington? Caballeros, ¿querrán creerme si les digo que es mi convicción, con plena certidumbre del corazón, de que el asesino nunca fue miembro de ningún grupo de trabajadores? Rory siempre defendió al trabajador, cuando era senador. Siempre habló en defensa del trabajador, por todo el país. Y otra cosa, señores, no había ni una sola pieza de documentación que identificase a este inmundo asesino, ni una. Hasta el nombre en la cartulina era falso. Nunca perteneció a ninguna unión, y el grupo que se mencionaba en el escrito nunca oyó hablar de él. ¡Ni tampoco había siquiera una huella dactilar suya en la cartulina! ¿Qué más prueba quieren? Una cartulina tan limpia como la boca de un bebé, y nueva como si acabase de salir de la imprenta. Dicen que era un tipo joven, con una barba. Unos veintiún, veintidós años. Nunca lograron descubrir quién era. Ni creo que lo descubran nunca, opino yo.

Otra pregunta le hacía tender las manos en gesto de desamparo.

—¿Quién le disparó inmediatamente después que mató a Rory? Tampoco nadie logrará descubrir esto jamás. Las pistolas de los guardaespaldas de Rory no habían sido disparadas. Ningún policía disparó. El balazo procedió, como dicen, de «fuente desconocida». Bueno, ahí dentro había centenares, miles de personas. Cualquiera pudo haber matado al asesino. Y luego esfumarse, como manteca en plato caliente, escurriéndose fuera de la multitud. He oído que algunos periódicos le llamaron «héroe», por matar al asesino, pero si es tal héroe, ¿cómo es que no se presenta para ser alabado? Todo lo que ahora puedo decir es que aquí es donde radica el verdadero misterio…, dejando aparte el motivo por el cual fue asesinado Rory. Si este asesino no hubiera sido muerto, tal vez le habríamos podido sacar la verdad. La policía aquí en Boston, y me enorgullecen estos muchachos, tienen medios para hacer hablar a los criminales. Ahora nunca sabremos la verdad… acerca de quién ordenó el asesinato de Rory.

Viejo Meloso entornaba los párpados, suspirando.

—¿Qué es lo que dijo, señor? ¿«Juventud descontenta»? Oiga, y le pido perdón, ¿qué demonios significa exactamente esto? Sólo palabras. Palabras vacías. La juventud descontenta, o no, tiene cosas más importantes que le atraigan que dedicarse a matar. ¿Cómo? ¿Qué insinué la posibilidad de una conspiración? Señores, no tengo la menor idea. ¿Quién iba a «conspirar» contra Rory? El joven caballero más estupendamente cristiano que jamás conocí, un mozo encantador, que jamás hizo daño a nadie en su corta vida. Bondadoso, caritativo, lleno de buen humor, el mejor de los hijos y maridos. El Senado entero se conduele de su pérdida, lo mismo que sus amigos. Ya leyeron los panegíricos. No eran nada comparado con lo que fue dicho ante su tumba. En el cementerio familiar, en Green Hills. Bien, muchos de ustedes estuvieron allá también, y por lo tanto no tengo que repetir lo que fue dicho. El Subsecretario de Estado estaba allá, y varios senadores, y dos o tres gobernadores.

Y Viejo Meloso hacía una pausa para añadir en forma impresionante:

—También estaban muchos de los socios del viejo Joe, grandes financieros y hombres de negocios y banqueros…, nunca vi una reunión tan formidable. El propio señor Jay Regan estaba junto a Joe Armagh, asiéndole de un brazo, y nunca olvidaré lo que le dijo a Joe, con aquella honda voz suya, en el funeral: «Joseph, recuerde que tiene cuatro nietos». Esto, señores, opino que fue muy conmovedor entonces. Recordándole a Joe que todavía tenía obligaciones, aunque sus tres hijos yacieran en sus tumbas ante él, su hijo Kevin el héroe de guerra, su hermosa hija Ann Marie, y ahora Rory. Y ahí estaba también la tumba de su hermano Sean Armagh, conocido por millones de personas como Sean Paul. El más grande tenor irlandés en el mundo entero, y no voy a negarlo.

Tendía la cabeza de lado como si no hubiese oído bien.

—¿Qué contestó Joe? Bien, se limitó a volverse un poco y miró al señor Regan, el gran financiero de Wall Street…, y fue como si hubiera un incendio en su cara durante un minuto…, por serle recordados sus cuatro nietecitos, y que tenía un deber hacia ellos, aun cuando su pobre corazón estuviera roto. Joe está hecho de acero, señores. Como siempre decimos nosotros, el mismo fuego que derrite la manteca endurece el acero. Y Joe miró fijamente al señor Regan, uno de sus queridos amigos, y sonrió. Consolado, allí mismo ante la tumba, pensando en los niñitos, los hijos de Rory. Sonrió.

Sacando su amplio pañuelo lo pasó por sus húmedos ojos.

—¿La pobre madre de Rory? Ah, ésta es la tragedia. Perdió el juicio. Está ahora en un manicomio, en Filadelfia, la pobre. La enviaron allá la semana pasada, inmediatamente después del funeral. Dios envió a sus ángeles para consolarla. La encontraron en la negra noche…, salió errante de la casa…, yacente sobre la tumba de su hijo Kevin. Sin llorar, simplemente enmudecida. Como una criatura muerta, pobre señora. Conocí muy bien a su padre, el viejo senador, cuando yo era joven. Un hombre maravilloso.

Se pellizcó el lóbulo de una oreja ante otra pregunta.

—Ah, sí que es todo una gran tragedia. La esposa de Rory está con sus padres y los niños. Bajo los cuidados particulares de un doctor, en la casa de su padre. Declaró cuando supo la noticia por vez primera que Rory había «muerto por la causa del trabajador». Los derechos del trabajador, decía ella. Bien, ¿quién conoce mejor el corazón de un marido que su propia esposa? Por consiguiente, ¿quién sabe lo que habría hecho Rory de haber llegado a Presidente, en pro de los derechos civiles de todos los americanos?

Un suspiro hondísimo y terminaba:

—Llevamos todos luto por la gran pena de la familia Armagh. Pero, caballeros, debemos también deplorarlo por América que ha sufrido esta tremenda…, repito, tremenda…, pérdida. Dios, en su sabiduría, como decimos, es el mejor juez. Podemos tan sólo tener esperanza. Y por favor, señores, por misericordia pura, no repitan nada más acerca de «la maldición sobre los Armagh». ¿Qué maldición? Nunca hicieron daño a nadie.

Estaba muy adelantado el invierno, pero en Maryland el tiempo era seco y relucían las colinas bajo un agrio sol. Había escasa nieve, y se esparcía en manchas por los pardos campos y las acequias.

Timothy Dineen sentábase en un cuarto austero oliendo a cera e incienso. La luz llegaba en tenues y débiles sombras a través de las ventanas manchadas. Ante él había un biombo y detrás podía ver únicamente la borrosa silueta de una monja. La voz de ella era baja y clara, la bienamada voz tan recordada, la voz juvenil no endurecida por los años, la melodiosa voz irlandesa que adoró en su juventud. Era firme y amable con valor, fe y consolación. «Pero yo», pensaba él, «estoy viejo, viejo, tan viejo como la muerte y tan cansado».

—Dices, Tim, que el querido Joseph murió de un ataque al corazón hace un mes, en su cama, de noche. Yo creo que murió por causa de su destrozado corazón. Has de saber, querido Tim…, que Joseph nunca vivió un solo día para él mismo. Nunca pensó en sí mismo, en toda su vida. ¿Acaso es un pecado? Estimamos el propio sacrificio…, pero también debemos recordar que uno tiene su propia alma que salvar. ¡Ah, querido Joseph! Vivió para mí y para Sean, y después para sus hijos. Recuerdo los días de mi niñez en el orfanato. La Hermana Elizabeth nos contaba a Sean y a mí todos los sacrificios que por nosotros hacía Joseph. Sean…

La voz gentil titubeó.

—Con frecuencia estamos ciegos, y nuestros oídos nos engañan, o nos engañamos a nosotros mismos. Pero yo siempre supe, aun de muy niña, todo lo que Joseph hacía por su familia, y cómo se negaba a sí mismo los sencillos placeres y disfrutes de la juventud para que nosotros pudiésemos tener un hogar seguro. Era muy joven cuando se convirtió en el cabeza de familia. Solamente trece años, querido Tim. Pero, él era un hombre. Y esto es algo extraño y raro, maravilloso. Un hombre. Nunca pidió compasión ni ayuda. Nunca pidió a nadie que fuera generoso o bueno con él. ¡Ni siquiera nos pidió a Sean y a mí que lo quisiéramos! Pero nos quería. Nos quería mucho. ¡Ah, que Dios me perdone por no haberlo comprendido por completo! Mi juventud no era excusa, ninguna excusa, querido Tim. A diario hago penitencia por mi falta de comprensión. Fui atraída inexorablemente a esta vida de claustro, y siempre lo fui desde mis recuerdos más tempranos. Pero quizá fui demasiado estúpida para lograr hacérselo comprender a Joseph. Siempre creyó él que yo deserté de su lado…, como Sean le había ya abandonado. Debo hacer penitencia hasta el fin de mis días.

Timothy sentíase viejo y quebrantado. Recordó:

El tumulto y el vocerío se extinguen

los capitanes y los reyes mueren.

Permanece tu antigua inmolación,

un humilde y contrito corazón.

Si las plegarias de alguien fuesen oídas por Dios…, si realmente había un Dios que oyera y escuchase…, entonces Él escucharía las plegarias de la Hermana Mary Bernarde porque aunque ella se acusase de «estupidez y dureza de corazón» era tan limpia de pecado y tan buena y pura como ningún ser humano que él conociese llegó a ser, aun incluida su madre.

Después pensó: «¡Pero los “capitanes y los reyes” no han muerto!». Eran más fuertes que nunca desde el asesinato de Rory Armagh. Continuarían creciendo en fuerza, hasta tener al entero y tonto mundo, al entero y crédulo mundo, en sus manos. Quienquiera que los desafiase, que intentase desenmascararlos, sería asesinado, ridiculizado, llamado demente, o ignorado, o denunciado como creador de fantasías. «Al infierno con el mundo», pensó Timothy Dineen. Quizás aquellos «mortíferos hombres silenciosos» eran todo cuanto se merecía. Se merecían las guerras, las revoluciones, las tiranías, el caos. Para los hombres perversos siempre existía la esperanza del remordimiento y la penalidad. Para los estúpidos no había esperanza alguna en absoluto. Los estúpidos sacrificaban invariablemente a sus héroes y erigían estatuas a sus asesinos. Al infierno con el mundo. Él, Timothy Dineen, estaba ya muy viejo. Vería el comienzo de la última batalla del hombre contra sus asesinos, pero, a Dios gracias, no vería la catástrofe final. Ésta quedaría para la venidera juventud entusiasta y efervescente, que seguiría cualquier bandera y moriría en cualquier guerra planeada, y asesinaría a cualquier salvador en potencia.

—Hermana, rece por mí —dijo.

Y quedó atónito, porque acababa de tener la convicción de que las plegarias de la Hermana Mary Bernarde ¡podían tener alguna eficacia! Era tan sólo una monja enclaustrada, aislada del mundo, viviendo en un ambiente de sencilla devoción y fe, ignorante de los terrores que alentaban fuera de su convento, ignorante de todas las ramificaciones de la vida de su hermano sobre las cuales nada le podía contar a ella, ya que no las comprendería y solamente servirían para confundirla. No obstante había dicho:

—Rece por mí.

—Rezaré por todo el mundo —dijo ella—. Y especialmente por Joseph, querido Tim, y por ti.

Salió al exterior donde lo recibió la fría tarde invernal. El carruaje de alquiler le esperaba para llevarle a la estación. Oyó el blando tintineo de campanas por el desolado paisaje. Las viejas campanas, las antiguas campanas, las voces más viejas del mundo. ¿Quién podía saberlo? Tal vez eran eternas.

Se reclinó contra la puerta que se había cerrado suavemente tras él y lloró. Pero no lograba entender claramente por qué lloraba.

Dos meses después del asesinato de Rory Daniel Armagh, el general Curtis Clayton intentó dirigir la palabra al Senado «para revelar lo que sé». Le fue denegada toda audiencia. Escribió un libro. Nunca fue publicado, y nunca fue encontrado el manuscrito después de su muerte. Suplicó ser recibido por el Presidente, y el Presidente nunca le dio respuesta a su petición.

Intentó convencer a la prensa y los periodistas le escucharon con rostros graves y ojos burlones. Nunca escribieron nada de lo que dijo.

Murió en el Hospital del Ejército en Camp Meadows la víspera de la elección de Woodrow Wilson. Algunos dijeron que se suicidó. Pronto fue olvidado.