Con una amable ojeada de advertencia, mientras se vestía, dijo Rory:
—Tim, no lo tomes tan a la tremenda. Todo no está perdido. Lo que haya de ser, será.
—No seas tan fatalista —dijo Timothy.
—Procedo de una raza fatalista. Vamos, Tim, anímate. ¿Dónde está el irlandés que hay en ti? Quizá lo que diga esta noche ante este gran auditorio tenga… ¿cuál es la expresión…?, resonancia por todo el orbe. Toma un trago, Tim. Hasta puede que mis declaraciones me consigan el nombramiento. Necesito un trago.
—Ya has bebido bastante. Bueno, ya son las siete y media. Vayamos abajo.
Nunca había visto a Rory tan confiado, tan alerta, tan en forma. Parecía también más alto y ancho que de costumbre, como si algún poder en su interior fuera expansionándose. Sus ojos relucían de excitación. Hasta canturreó entre dientes mientras daba los últimos retoques a su corbata y ajustaba su chaqueta sobre sus amplias espaldas. Había cepillado su cabello hasta que brilló como un casco de oro rojizo. Ante tanta juventud y romanticismo, Timothy se abandonó nuevamente a adquirir un poco de esperanza. Era una desgracia que las mujeres no pudiesen votar. Se hubieran vuelto locas por Rory Armagh. Las más ásperas sufragistas afirmaban solemnemente que los hombres pensaban a través de sus vientres. Pero las mujeres pensaban a través de sus órganos de generación, y Rory era el ensueño erótico de las mujeres.
Mientras se dirigían hacia el ascensor escoltados por seis guardaespaldas, dijo Rory:
—Por vez primera, siento, y lo presiento de veras, que voy a conquistar el nombramiento. Existe un viejo refrán: «Dejad que el pueblo sepa». Tengo confianza en el pueblo americano y en su sentido común.
Pensó Timothy que ojalá aquella esperanza se confirmase, y pese a su escepticismo se esforzó en acariciar nuevamente ilusiones. Parpadeó el fulgor de los fogonazos de los fotógrafos que iban retratando a Rory cerca de los ascensores. Rory sonreía y ondeaba la mano, y hasta esos cínicos miembros de la prensa sentíanse displicentemente atraídos.
La enorme sala del hotel estaba poblada de pared a pared con cabezas, realmente nada más que cabezas, pensó Timothy, ya que el apretujamiento hombro a hombro obliteraba cuerpos y pies. Las cabezas se movían constantemente. Centenares de cabezas grises, pardas, amarillas, negras, rojizas, separándose, arremolinándose, desapareciendo, reapareciendo. El ruido era estruendoso, un clamor y alarido que solamente podía oírse en un parque zoológico donde sus habitantes hubieran sido dejados sin guardianes ni domadores. Sobre todas las cabezas flotaba una sólida y retorcida nube de humo.
La sala tenía damascos dorados recubriendo las paredes y medias columnas de nogal o caoba, y había muchas arañas destellantes, todas encendidas, todas oscilando como en viento de trópico. Hacía mucho calor en la sala y olía a tabaco, sudor y pomadas. Había pocas mujeres allí, y en pequeño número se agrupaban en busca de protección contra las paredes y distraídamente vigiladas por sus maridos que, de vez en cuando, seguían zanbulléndose en las torrenteras que rellenaban la mayor parte de la sala. Las puertas a ambos lados de la sala se habían dejado abiertas, y a través de ellas acudían a borbotones más hombres pugnando por unirse a los tropeles de gente aglomerada y aullante. En alto se enarbolaban blancos pendones de seda con el dibujo de un arpa verde y el lema: «¡Un Arpa como Arpón!». Una banda tocaba en alguna parte canciones y marchas patrióticas, y baladas irlandesas, inspirando a los más cercanos a cantar y reforzar la confusión general y el clamor tumultuoso. Había escaleras a cada lado de la sala, una conduciendo a los comedores, otra a la sala de baile. En sus peldaños se apostaban hombres blandiendo vasos de whisky, emitiendo joviales gañidos, riendo, remolineando arriba y abajo. Todos sudaban copiosamente y secaban sus frentes con pañuelos que parecían otros tantos pendones.
Hombres uniformados de azul y púrpura, empleados por el hotel, trataban de engatusar a aquellos frenéticos bebedores chillones a que subieran las escaleras hacia la sala de baile, y había también un amplio contingente azul de la policía de Boston que trataban de conseguir la misma finalidad. Eran frecuentemente empujados. En sus manos les colocaban a la fuerza vasos y cigarros.
—Santo Dios —dijo Timothy a medias complacido y a medias asustado—. Esto es aún mucho peor que Chicago.
Los ascensores daban acceso a una poco profunda elevación dominando la sala. Los dos hombres permanecieron allí no avistados por unos instantes, y contemplaban la escena bajo ellos. Voces roncas brotaron hacia ellos, en clamoreo hirviente, y tumultuoso pandemónium jubiloso y ferviente. Y las cabezas se agitaron con creciente excitación, y los tropeles aumentaron con los que pugnaban por entrar a través de los apiñamientos en las puertas, y la banda, enloquecida, se dedicó principalmente a los tambores y trompetas, posiblemente en el último esfuerzo para hacerse oír. Ahora una ráfaga de aire llegó hasta Rory y Timothy impregnada con el olor del whisky, los sudores, pomadas y humo.
—Buenos veteranos politiqueros —dijo Rory al oído de Timothy. Tuvo que inclinarse y colocar los labios casi contra la oreja de Timothy para poder ser oído—. ¿Cuántos supones que habrá?
—Miles. No me extrañaría que empiecen a subirse por las paredes o se cuelguen de los candelabros del techo.
Sus guardaespaldas se movían incómodamente cerca de ellos en todo aquel calor y pestilencia, y nuevos grupos eran vomitados por los ascensores, todos vociferando y ondeando manos hacia nadie en particular, y todos bebidos, muy bebidos. Para ellos el pequeño grupo de hombres parados, silenciosamente cercanos, era un impedimento. Trataron de empujarles, imprecando, hasta abrirse paso, y sin reconocer a Rory.
Dijo Timothy:
—No hay modo de llegar al salón de baile salvo a través de esta maldita jungla.
—Vamos allí —dijo Rory—. Serías el primero en quejarte si el lugar estuviera menos lleno.
Aparecieron pancartas con el retrato de Rory subido en colores, y se elevó una aclamación atronadora:
—¡Rory! ¡Rory! ¡Rory! ¡Arpa como arpón! ¡Vivan los irlandeses!
Por fin habían sido reconocidos. Una oleada de hombres sudorosos hormigueó en torno a ellos, alzándoles literalmente en vilo, transportándoles con bramidos, vítores y roncos cánticos hasta el centro de la sala. Los guardaespaldas forcejeaban y apuñaban para mantenerse junto a los dos. La cabeza áurea rojiza de Rory oscilaba, hundíase, surgía, giraba a uno y otro lado, y su guapo y enrojecido rostro reía automáticamente. Timothy estaba casi junto a él, pero tenía dificultades para siquiera tocar el suelo.
Otro grupo pugnaba hacia ellos, ondeando brazos y asestando puntapiés y la banda ya histérica comenzó a interpretar «Kathleen Mavourneen!», y centenares de gargantas comenzaron a cantar la balada preferida de Viejo Meloso, exalcalde de Boston, exdiputado, exsaqueador en el Sur, que fue sorprendido con las manos en la masa de los fondos públicos. Quedó consignado a la «vida privada» pero nunca permaneció en ella. Execrado y adorado, increíblemente gordo, roja faz lustrosa, cordial y de temple meloso como siempre, y perpetuamente enzarzado en política, era echado de menos y jaleado por su público. Aunque pasaba de los setenta, casado y con diez fornidos hijos, que ahora le rodeaban pateando y empujando a ciudadanos demasiado entusiastas, tenía su «dama amiga», como era llamada ella con esquivez, y que le acompañaba ahora, una mujer alta y esbelta de brillante pelo rojo, grandes ojos verdes, rebosante de perlas y diamantes y arropada en su color virginal favorito, la seda blanca, y profusamente adornada con encajes y ostentando un enorme sombrero de plumas y flores. Rumores poco compasivos afirmaban que había sido la estimada «madam» de uno de los más caros burdeles de Joseph Armagh, y de hecho fue la reina del vodevil en Nueva York, aunque hubiera nacido en Boston. Sea lo que fuere, el Viejo Meloso era adicto a ella desde hacía casi dos décadas, estando ella ahora en sus lozanos cuarenta años, y su nombre era Kathleen, y él adoptó la antigua balada irlandesa «como apropiada para ella» y en su honor. Lo que decía la señora esposa de Viejo Meloso a este propósito no era pregonado. Ni tampoco era objetado el origen de su gran fortuna. Era de esperar que los políticos saqueasen. Sólo resultaba reprobable cuando eran atrapados por los que no fueran de su Partido.
Él y sus hijos, y su dama, cayeron sobre Rory. Rory fue envuelto en dos brazos enormes y gordos, y besado con chasquido en ambas mejillas.
—¡Jesús! —vociferó Viejo Meloso—. ¡Es para mí una regocijante visión, mozo, contemplar al hijo de este viejo pícaro de Armagh, haciendo campaña en mi propia ciudad! ¡Viejo Joe! ¡Dios le bendiga! ¡Nunca hubo un mejor irlandés en todo este maldito país, Dios le bendiga! ¿Qué tal está el viejo Joe?
Rory se había entrevistado con Viejo Meloso muchas veces, y siempre sintió por él simpatía divertida, porque había algo encantador en el viejo bribón, algo que era a la vez inocente y perverso, sinceramente bondadoso y cordial, y también implacable, piadoso y blasfemo, propenso a llorar, sinceramente, ante el relato de padecimientos y privaciones, y propenso a explotar y robar en el mismo día, hasta a aquellos que ya padecían de explotación y privaciones. En cierta ocasión, comentó Rory con su padre:
—Un irlandés nunca logra ser un perfecto Maquiavelo. No puede dominar ni su corazón, ni sus emociones, ni sus apetitos. No hay nada de tortuoso en nosotros. Seamos como seamos, lo somos con toda el alma, con mal genio y nuestras lenguas demasiado sueltas. Santo o pecador, lo somos circunstancialmente hasta el tope, con violencia, pese a que muchos de nosotros intentamos actuar como obispos de la Iglesia ortodoxa con polainas, bebiendo té y comiendo bollos dulces en amable sociedad. Pero finalmente, todo esto nos irrita.
Rory sabía cómo era Viejo Meloso, y le divertía, y se dejó zarandear cordialmente entre abrazos, y sabía que, por lo menos en aquellos momentos, Viejo Meloso era apasionadamente sincero en su acogida. (Lo que opinaría al día siguiente, y antes de las primarias, y en íntima consulta con sus compinches, era cosa totalmente distinta). Esta noche amaba a Rory como su hijo favorito. Esta noche estallaba de afecto por el «viejo Joe». Esta noche no deseaba otra cosa sino entronizar a Rory como ídolo de los irlandeses de Boston, y hacerle Presidente. Era algo evidentemente visible. Su ancha faz, semejando la de un niño feliz con traviesos ojos azules, contemplaban a Rory con deleite y afecto.
—Señor Flanagan —dijo Timothy y tuvo que repetirlo varias veces antes de que Viejo Meloso le oyese—. ¿Hay algún modo de conseguir llevar a Rory a la sala de baile antes de que sea pisoteado y machacado?
—¿Eh? —dijo Viejo Meloso, y miró a sus vigorosos y beligerantes hijos—. Claro que podemos. Chicos, despejen con puños y pies.
Pero la muchedumbre habíase dado plenamente cuenta de la presencia de Rory, y el hirviente torbellino le envolvió con los pendones, las pancartas, el calor y el humo. Su ropa fue agarrada y sus hombros. Con sus brazos se mezclaron otros; hubiera caído de existir un solo hueco donde caerse, un lugar desocupado. Pero cada palmo tenía pies y piernas, forcejeando contra pisotones, saludos rudamente afectuosos emitidos en los tonos más agudos y penetrantes, preguntas campechanas, peticiones de estrechar su mano, peticiones de ser escuchado, y un alboroto general le asediaban. La banda se contagió del frenesí haciendo atronar los sones de «El Arpa que Antaño» a un compás muy sincopado, que Timothy estimó equivalía a una improvisación. Estaba luchando junto con los hermanos Flanagan para evitar que Rory fuera entusiásticamente aplastado y estrujado hasta lo irremediable. Por encima de todo aquel torbellino y alegre furia la reluciente cabeza de Rory sobresalía y oscilaba, desaparecía, volvía a emerger. La multitud estaba tratando de transportarle a algún sitio, y contingentes rivales trataban de llevarse a otra parte, y brotaron algunas peleas alegres aunque fueran a puñetazos, entre jubilosos gritos de estímulo, y el humo fue condensándose hasta la dorada bóveda de la sala y el bochorno se hizo intolerable. Algo cayó estruendosamente en algún sitio, acrecentando los vítores, pero nadie parecía saber lo que era ni dónde.
—¡Ah, éste sí que es un gran día! —clamaba Viejo Meloso enlazando apretadamente uno de los brazos de Rory y dando diestras patadas contra los que presionaban adherentes—. ¡Dios bendiga a los irlandeses!
—Que así sea, o van a matarme —gritó Rory en respuesta.
Una manga le había sido casi arrancada y por el girón asomaba su camisa rasgada. Su corbata colgaba a un lado de su cuello como una soga de verdugo, y temía ser estrangulado. Sus pies habían sido pisados tan repetidamente que ambos ardían y a la vez estaban entumecidos. Su cabello cuidadosamente cepillado ahora desmelenado caía sobre su frente sudorosa dándole una apariencia muy infantil. Era espléndido ser aclamado de aquel modo, pero se preguntaba si sobreviviría. Estaba ya al borde del agotamiento, y tenía que pronunciar un sensacional y muy importante discurso, y la sala de baile estaba apenas más cerca que desde un comienzo, y el estrépito le producía palpitaciones en la cabeza.
Entonces los Flanagan se agruparon como un equipo de rugby, y embistieron contra los más cercanos a Rory, y muchos de ellos imprecando y esgrimiendo en alto los puños fueron hacia atrás desafiando a los Flanagan a «salir a la calle». Pendones y pancartas ondeaban frenéticamente, la banda estaba echando los bofes fuera y los tambores retumbaban como truenos. Pero Rory se encontró propulsado hacia el salón de baile con tres o cuatro de sus guardaespaldas y Timothy. Los remolinos humanos volvieron a girar de nuevo en masa tras Rory, y cada quien forcejeaba, luchaba y golpeaba para alcanzar en el salón de baile los mejores asientos. La banda intentó entrar pero estaba obstaculizada por sus instrumentos. Los tropeles continuaban luchando a través de los umbrales, gritando, aclamando.
El río humano hizo un breve alto en remanso al caer dos hombres y tratar de ponerse en pie y fueron a la vez pateados impacientemente y de nuevo arrojados en desequilibrio de un lado a otro. Rory inspiró a fondo porque sus pulmones le quemaban con tanto humo y calor. Miró a un lado, todavía sonriendo ampliamente. Y cerca de él, muy cerca, casi a distancia de la mano, estaba Marjorie Chisholm, riente, formándose hoyuelos en sus mejillas.
Tenía treinta y tres años, y parecía una muchacha con su vestido gris y su alegre sombrero de cintas rosas. Sus negros ojos, risueños, brillaban de amor y dicha al verle, y su roja boca formó un beso que sopló hacia él. En aquel instante ya no era el senador Rory Armagh, marido, padre, un hombre aspirando al nombramiento por su Partido. Era Rory Armagh, el estudiante de derecho en Harvard, y se había citado con Marjorie allí y en un momento la tendría entre sus brazos, y no habría nada más en el mundo ni nunca lo hubo, y todo su cuerpo empezó a palpitar como un solo pulso gigantesco.
—¡Maggie, Maggie! —gritó por encima del alboroto.
Estaban poniendo en pie a los dos caídos, maldiciéndoles, y hubo milagrosamente un poco de espacio cerca de Rory, y olvidándose de todo se abalanzó hacia Marjorie, llamándola repetidamente, y su semblante era el de un muchacho que ve a su amor, y estaba iluminado por la pasión y el apremio. Ella dio un paso hacia él, tendidas las enguantadas manos y tampoco veía ella a nadie más y todo sonido se extinguió para sus sentidos salvo la voz de Rory, y no veía nada excepto su semblante.
Alguien asió con fuerza el brazo de Rory. Nunca supo quién era. Se sacudió con impaciencia aquel brazo y volvió la cabeza furiosamente. Fue su último gesto consciente.
Porque un disparo restalló, atronador, detonante, y por unos instantes cesó el vocerío y el bullicio aminoró. Alguien llamaba quejumbrosamente, y alguien denunciaba indignado que estaban lanzando petardos. Los hombres miraban en su derredor confusos, súbitamente inmóviles, fija la expresión interrogante. Hubo otro disparo, un gran grito dolorido, y a continuación un remolino de terror, de pánico, de intento animal de fuga.
—¡Dios mío! ¿Qué fue esto? —preguntó Timothy.
Se volvió hacia Rory. Le vio de pie, descolorido, parpadeando, oscilando a uno y otro lado, ciegos los ojos que aún buscaban a alguien, abierta la boca. Después cayó como un poste derribado, pero no tocó el suelo. Cayó entre los brazos de media docena de hombres que le sostuvieron, y que repetían incesantemente:
—¿Está herido? ¿Alguien más está herido?
Estalló una terrible mezcolanza de exclamaciones y llamadas:
—¡Asesinato! —chillaron muchos, que todavía no habían visto nada y solamente habían oído.
—¡Avisen a la policía!
—¡Un asesinato!
—¡Atrapen a aquel individuo!
—¿Quién es aquel tipo, tendido allí?
—¿Cómo… qué… qué…?
El anterior alboroto no era nada comparado con el estruendo que ahora invadió la sala, en oleadas de clamores, imprecaciones, forcejeos, alaridos y maldiciones. Cada hombre intentaba correr en dirección distinta a la de su vecino, y chocaban, se tambaleaban, luchaban, empujaban y hasta mordían, en su pánico cerval, sus ojos sobresaliendo de los pálidos rostros húmedos, sus bocas abiertas y emitiendo gruñidos, chillidos y gritos. Retemblaban suelo y paredes de la sala. Los estandartes agitaban el aire en su nuevo uso como armas defensivas. Aquellos que habían buscado las paredes como amparo se agrupaban apiñados, jadeantes, rechazando con los brazos a los que caían contra ellos, pataleando. Por encima de todo el estrépito, dominaban las roncas preguntas:
—¿A quién le dispararon? ¿Quién disparó?
La policía estaba empleando sus cortos bastones, alzándolos y abatiéndolos sin discriminación. Iban cayendo hombres; otros se apilaban encima de ellos, retorciéndose como un montón de gusanos frenéticos. La policía trepaba por encima de ellos, y seguía avanzando con bastonazos que derribaban y con el instinto de la ley se desplazaban firmemente hacia donde Rory y su escolta y Timothy y Viejo Meloso estaban en pie poco antes. Sus semblantes eran impasibles, ni amenazadores ni malhumorados. Miraban únicamente en dirección a Rory como objetivo a proteger, sus cascos invulnerables a los golpes, sus brazos alzándose y abatiéndose como palancas de máquina.
Habían despejado un sitio para tender a Rory en el suelo. Su pecho latía escarlata. Sus ojos estaban abiertos y vagamente escrutaban, aunque velándose rápidamente. Solamente su cabello conservaba su condición esplendente. Su rostro tenía el color de la arcilla mojada. Su boca se movía levemente.
—Oh, Cristo, Cristo, Cristo —dijo Timothy arrodillándose junto a Rory y asiéndole una mano. Contempló aquel rostro moribundo y prorrumpió en llanto.
Viejo Meloso, manos sobre sus rodillas, se inclinaba sobre Rory, murmurando incoherentemente, boquiabierto a instantes. Se elevó un grito:
—¡Un médico! ¡Un sacerdote!
—¡Han baleado a Armagh! ¡Armagh cayó! ¡Armagh ha muerto! —vociferaron centenares, y se detuvieron en su fuga al comprender, despavoridos, lo que gritaban y lo que significaba.
—Oh, Cristo, Cristo, un médico —gemía Timothy—. Un cura. ¿Rory? ¿Rory?
Varios policías habían llegado junto a ellos, y Timothy alzó su crispada faz implorándoles:
—Un médico, un cura. Rory está malherido —y lo repetía incesantemente apretando la mano de Rory y un aturdimiento comenzó a cegarle y fue gimiendo—: No, no, no.
Un círculo de rostros consternados se inclinaba sobre él y les suplicó que ayudasen, y finalmente alguien dijo:
—No se preocupe, señor Dineen. Ya vienen el médico y el cura.
Varias manos le tocaban tranquilizadoras, viendo su agonía, pero nadie tocó a Rory. Nadie quería ver lo que habían hecho con él, y muchos hombres en torno a él, comenzaron a llorar como niños, volviéndose a un lado, inclinando sus cabezas, crispadas con muecas sus facciones. Viejo Meloso se tambaleaba entre los brazos de dos de sus hijos y presionó la cara contra el pecho de uno de ellos y lloró y gimió, y le daban palmadas, sombríos.
Timothy, que sentía que estaba muriéndose él mismo, vio vagamente a una mujer arrodillándose al otro lado de Rory. Había alzado su cabeza para reposarla en su rodilla, revestida de tejido gris. Había perdido su sombrero; su negro y lustroso pelo se desparramaba sobre sus hombros. La sangre de Rory cubría sus manos enguantadas, su vestido. Atrajo ella su cabeza contra su seno. Dijo:
—Rory. Soy Maggie, Rory. Maggie.
Su bonito rostro estaba petrificado y blanquísimo. Se echó atrás el cabello. Inclinó la cabeza para besarle en la mejilla, en la relajada boca abierta.
—Rory, cariño mío, soy Maggie.
Nadie intentó apartarla. Estaban todos paralizados ante la visión del hombre moribundo en los brazos de aquella desconocida mujer joven, manchada con su sangre, enlazándole como si quisiera retener un tesoro.
Rory se encontraba en un lugar oscuro y giratorio, surcado de fogonazos escarlata. Era mecido hacia un negro mar, irremediablemente. No podía ver nada. Pero pudo oír la voz de Marjorie, y creyó contestar:
—Oh. Maggie, Maggie, amor mío. Oh, Maggie.
Pero no emitió sonido alguno. Murió un instante después entre los brazos de Marjorie.
Ahora un sacerdote se arrodillaba junto a ellos, santiguándose, murmurando las preces para los agonizantes, para los muertos. Y Marjorie seguía arrodillada y supo que todas sus esperanzas estaban finalmente tan muertas como el hombre que ella abrazaba, pero hasta el último instante no permitió que se lo llevasen.