Pasaban de las cinco de la tarde, cuando por fin Rory pudo regresar a sus habitaciones acompañado por el silencioso y desesperado Timothy. Dijo Rory:
—No me sermonees, Tim. Estoy demasiado cansado y tengo que pronunciar un discurso esta noche en la sala de baile… si es que necesito recordártelo.
La turbulenta, a medias despreciativa, burlona, escéptica y algo horrorizada Prensa se había marchado, tras una sesión de frenéticas preguntas, de silbidos sofocados, de ojos dilatados por la incredulidad y la excitación.
Uno de los representantes de la Prensa le había gritado a Rory, agitando ambos brazos en el aire:
—¿Guerra? ¿Con quién? ¿Por qué? ¿Habla en serio, senador?
—Creía haberles explicado todo esto, por lo menos dos veces —dijo Rory.
Parte de su esplendor se había apagado durante las pasadas dos horas y no fue ni una sola vez jocoso como era su costumbre, ni bromeó. Parecía mucho mayor. No se había sentado ni un instante durante la entrevista, sino que caminó arriba y abajo en dominada agitación.
—Ya he dicho que el «enemigo» todavía no ha sido escogido, pero creo que será Alemania. «Ellos» no me han contado mucho, porque sospechan de mí. Quizás —agregó— podrían ustedes mismos consultar al Comité de Estudios Extranjeros.
—Pero ¡si son solamente hombres de negocios, y financieros, y estudiosos y científicos de política! ¡Una organización privada! ¡Americanos! No tienen influencia política alguna…
—Podrán eventualmente enterarse, a costa de morir, que ellos poseen toda la influencia política habida y por haber —dijo Rory.
Otro periodista con un disimulado guiño a sus compañeros, preguntó:
—¿Está usted, señor, tratando simplemente de echar arena a los ojos de los votantes debido a que su Partido dio muestras de preferir al señor Woodrow Wilson, el gobernador de Nueva Jersey, a usted? O por lo menos éste es el rumor que circula. ¿Intenta usted una pequeña venganza personal… o influenciar a los delegados en su favor y no en el del señor Wilson?
Rory sentía la excepcional y desesperada impotencia que experimentan los hombres que intentan esclarecer la verdad a su pueblo, y comprenden finalmente que la verdad es algo que nunca será creído. Era una impotencia irremediable. Nunca la había experimentado hasta entonces, y le desalentaba profundamente. Había supuesto cierto escepticismo, cierto estupor y cierto espanto. Pero las miradas socarronas, las muecas de sabihondos, los meneos de cabeza, las ojeadas maliciosas, casi le abrumaban.
Un joven que parecía llevar la voz cantante inquirió:
—¿No esperará que nosotros informemos seriamente sobre todo esto, senador?
—Tuve la esperanza de que me tomarían en serio, porque les he dicho la verdad —dijo Rory—. Ya sé que no existe nada más increíble que la pura verdad… pero, por extraño que parezca lo que voy a decir, tengo la sensación de que algunos de ustedes… quizás solamente dos o tres… saben que les he contado la verdad, y son precisamente los que simulan acoger cuanto dije con las risas más fuertes y el máximo desdén. Yo no sé quiénes son éstos que menciono…, pero los aludidos sí que lo saben. Bien, señores, eso es todo.
Timothy muy pálido se levantó entonces y dijo:
—El senador hablará de lleno sobre esto esta noche en la sala de baile de este hotel. Les hemos concedido esta entrevista para que pudieran publicar algo en la edición de mañana por la mañana. Esencialmente lo que el senador les ha revelado será repetido esta noche y quizás ampliado. Eso es todo. Por favor, sírvanse disculparnos. El senador está muy cansado. Ha estado viajando hasta la extenuación por todo el país, pronunciando discursos y charlando con decenas de miles de ciudadanos y necesita descansar antes de su discurso de esta noche.
Fueron poniéndose en pie de mala gana cuando Rory abandonaba la sala y no hubo ni un simple aplauso ni demostración de respeto.
El silencio que siguió fue truncado por uno de los periodistas:
—Sea lo que fuere, ¿qué tiene en contra del socialismo? ¡«Esclavitud»! ¡«Conspiradores»! ¡«Banqueros internacionales»! ¡«Conjura a escala mundial»! Oí asegurar que los Armagh eran unos bastardos muy juiciosos. Para ganar tanto dinero… —y se humedeció los labios con venenosa envidia—. El senador ha perdido algún tornillo del seso.
—¡Guerras! —rió otro—. ¿Pueden imaginarse a unos americanos estando de acuerdo con una guerra internacional, una guerra en Europa? ¡Por Dios! «Para promover el social-comunismo», dice él. ¿Quién hace ya el menor caso de Karl Marx? A este muchacho senador se le ha derretido el seso. ¡Guerras! ¿Acaso el gobernador Wilson no dijo tan sólo la semana pasada que el mundo ha entrado en una era permanente de prosperidad, paz y progreso? ¡Éste sí que es un hombre por el cual votaría yo!
—Y yo también —dijo otro—. Bueno, ¿alguno de vosotros va a publicar esta sarta de majaderías?
—Yo no —dijo uno y los demás denegaron también—. Mi jefe redactor me echaría a la calle preguntándome antes si estuve borracho. Bien, oigámosle esta noche, si es que podéis soportarlo. ¡Guerras! Está desquiciado.
Únicamente dos o tres sonrieron, pero intercambiaron miradas significativas. Y uno murmuró:
—«El Muchacho Dorado». Bueno, ya sólo le queda ir a enterrarse en los multimillones Armagh y olvidar su designación. Se ha decapitado él mismo por lo que se refiere a la gente sensata.
—Cecil Rhodes… Pero si todo el mundo sabe el gran filántropo que fue, humano y generoso…
—Todo fue ridículo. ¡Guerra! De todos modos nunca estuvo muy explícito ¿verdad? Bueno, algunos políticos lo intentarían todo para salir elegidos, pero este truco es el peor del que jamás oí hablar. Su papaíto debería llevarle a un alienista y dejar que lo recluyesen decentemente en un manicomio.
Abandonaron juntos la sala simulando una marcha, cantando burlones:
—¡Guerra, guerra, guerra! ¡A las armas!
Rory se desvestía en su habitación en el opresivo silencio que emanaba de Timothy sentado junto a la ventana, desesperado. ¿Qué se había apoderado del habitualmente discreto Rory? ¿Por qué no esperó siquiera por lo menos hasta las primarias?
No pudo remediarlo y volviendo la cabeza vio a Rory terminando de revestir su camisón de noche.
—¿Por qué no esperaste hasta los comicios preliminares?
—Porque no creo que llegue ni siquiera a la primera ronda.
El teléfono repicó y Timothy, imprecando, fue al aparato. Había dejado órdenes de no molestar para nada al senador, y sin embargo el condenado teléfono estaba campanilleando.
—¿Quién? —gritó Timothy—. ¡Nunca oí hablar de ella! Díganle que nos deje en paz. ¿Cómo? ¿Que insiste? ¿Qué es una «antigua amiga del senador»? Bien maldita sea, que deje su nombre, y presentaré mi queja por esta intrusión al director.
Rory estaba sentado en la cama quitándose las zapatillas. Timothy le miró con ojos destellantes de rabia desproporcionada a la «intrusión».
—Una condenada hembra que pide hablar contigo, Rory. El ayudante del director dice que ella es de una «antigua y notable familia de Boston». Conoce bien a esta familia y no quiere decirle a ella que cese la comunicación. ¿Bueno…? Ella está al teléfono. ¿Le digo que se vaya al infierno?
Maggie, pensó Rory inmediatamente, y su rostro macilento adquirió vivacidad y colorido. Se estremeció, fija la mirada, sentado al borde de la cama. Maggie.
—Alguna hembra con la que te acostaste en Boston, indudablemente —dijo Timothy, colérico. No podía sobreponerse a la impresión de aquella infernal entrevista y descargaba su rabia sobre Rory—. Tal vez trae entre cejas la idea de formar un escándalo contigo. Sería un buen artículo para la Prensa.
Maggie, pensaba Rory, y logró ponerse en pie con esfuerzo para ir a asir el teléfono. Se movía como deslumbrado y no miraba a Timothy. Durante un instante no pudo ni hallar la voz. Después casi susurró:
—¿Maggie?
—Oh, Rory —dijo ella, y su entonación era lastimera—. Oh, Rory, Rory.
—Maggie —silabeó él. La voz femenina sonaba por encima de los años, de todos aquellos largos años. Y los años se esfumaron—. ¿Dónde estás, Maggie?
—En casa, Rory. No sé lo que me impulsó a llamarte, pero tenía que hacerlo.
Timothy no podía creer lo que estaba viendo. El exhausto semblante de Rory se iluminaba sonriente y emocionado. Era de nuevo un muchacho, excitado, estallando de alegría, transfigurado. Sostenía el auricular entre ambas manos como si apresara la mano de una mujer amada.
—Maggie, Maggie. ¿Por qué me abandonaste, Maggie, cariño mío?
—Tuve que hacerlo, Rory. Rory, sigo siendo tu esposa. Tu esposa, Rory. No me importa que te casaras de nuevo. Eres mi marido. Te he sido siempre fiel, Rory. Siempre te he amado —y su voz se truncó, y él pudo oírla sollozar.
—Fue tu padre quien nos separó, Maggie. Lo consiguió, el muy…
Le interrumpió ella frenéticamente:
—¡No, Rory! Ya es hora de que sepas la verdad. Ya no me importa lo que suceda ahora. Papá y tía Emma han muerto. Estoy sola… tu esposa, Rory. Fue tu padre quien lo hizo todo, quien amenazó a papá y a mí… y a ti, Rory. Lo hice por ti, Rory. Te habría arruinado, echado a la calle, Rory. Tu propio padre. Supimos que lo haría, que no eran amenazas vanas.
Y por esto lo hice, por ti más que por papá y por mí misma.
Permaneció él en silencio de aturdimiento durante unos instantes. Hasta que Marjorie dijo:
—¿Rory? ¿Sigues oyéndome, Rory?
—Sí.
Miraba ahora la pared, y sus claros ojos azules estaban dilatados y fijos, relajadas las facciones. Nada revelaba su expresión, y no obstante, Timothy, observándole con súbita intensidad, percibió que estaba mirando a un rostro mortecino y peligroso, una máscara que era terrorífica.
—Has de creerme, Rory —y Marjorie estaba llorando—. Nunca te he mentido, excepto en aquella última carta. Tenía que hacerlo por ti, mi queridísimo Rory.
—¿Por qué no me lo revelaste antes, Maggie?
—No podía en tanto que papá y tía Emma estuvieran con vida. Papá murió hace un mes. Rory, tal vez después de todo no debí decirte nada. ¿Qué bien puede reportar ahora? Pero leí que estabas aquí. Vi tu fotografía en los periódicos. ¡Oh, Rory, debo estar fuera de mi cabal juicio para hablarte ahora! Pero no pude dominarme; tenía que oír tu voz por última vez, Rory. Tendré que contentarme con ello para el resto de mi vida, me temo. Oh, Rory.
Se removió él como sacudiéndose de encima años polvorientos, y yerbas muertas y surgiendo renovado, después de un largo sueño tenebroso.
—No, Maggie —dijo—, no será la última vez, Maggie. Esta noche he de pronunciar un discurso aquí…
—Lo sé, querido. Voy a ir a escucharte. Me debería haber contentado con esto y no inmiscuirme, imponerme… en este último día. Rory.
—Maggie, después del discurso, sube a mis habitaciones. —Hizo una pausa—. ¿Querrás, Maggie?
Timothy estaba atónito ante la parte de la conversación que oía. Por lo que parecía, una zorra. Pero Rory tenía cierta afición por las zorras. No era aquel momento en su carrera el adecuado para hacer ostentación de rameras ante la opinión pública. Tuvo que ser una amante excepcional y memorable para agitar de aquel modo al experimentado Rory. Estaba realmente temblando.
—Rory —dijo Timothy—. ¡Esta noche, no, por el amor de Dios, Rory! ¡Estás en Boston!
Rory le miró por encima del hombro.
—Estoy hablando con mi esposa —dijo, y su voz rebosaba de enorme y exaltada impaciencia—. Cállate.
Timothy estaba incorporándose. Cayó pesadamente en su silla, zumbándole las sienes. ¡Su esposa! Los pensamientos de Timothy formaron torbellino con frenéticas conjeturas de bigamia, de locura súbita, de poligamia, de escándalo amenazador, de una retahíla de desconocidos mocosuelos, de chantaje. ¡La prensa! Se llevó las manos a la cabeza, gimiendo.
Rory estaba dando el número de su «suite». Ahora su voz era la de un muchacho, hablando con su primer amor, exuberante, dichoso, excitado. Su semblante era el de un enamorado. Su cansancio quedaba olvidado. Se inclinaba sobre el teléfono como si quisiera besarlo, devorarlo. Sus ojos brillaban, convirtiéndose en hondamente azules. Irradiaba deleite. Su voz salía ronca, conmovida, tartamudeante. Por fin, dijo:
—Hasta esta misma noche, cariño mío, mi Maggie.
Colgó el auricular con lentitud y renuencia, escuchando hasta el final cuando solamente había silencio. Se volvió hacia Timothy. Intentó hablar, luego sentóse en la cama, aferrando sus rodillas con las manos, mirando fijamente al suelo. Su garganta se movía. Dijo:
—Era Maggie. Mi esposa. —Entonces su cara cambió, haciéndose salvaje y terrible—. Este hijo de perra. Mi padre.
Le contó todo al despavorido Timothy. Hablaba sin emotividad, pero Timothy podía percibir la carga de rabia y odio que alentaba tras su voz que era lenta y sin énfasis.
—Todos esos años… Todos esos años dilapidados. Yo no estaba vivo. Sólo parcialmente vivo. Me hizo esto a mí, y yo creía que él… creía que tenía cierto afecto hacia mí. Me hizo esto a mí. Debió saber lo que esto significaría, pero no le importó. Podría matarle. Quizá lo haré. —De nuevo cambió su mirada y en su rostro era elocuente la tristeza, el desespero y la incrédula aceptación—. Me hizo esto a mí, su hijo.
—Bueno, espera un minuto, Rory —dijo Timothy que sudaba por sus propias emociones—. He conocido a tu padre por largo tiempo, desde que eras sólo un chiquillo. Si hizo esto, entonces lo hizo por ti. Una excelente muchacha de Boston, pero que no podía encajar en las ambiciones que él albergaba por ti. Debías tener a alguien que fuera… importante… y espectacular, aunque me resulte odiosa la expresión. Alguien que fuera conocida, de quien pudieras sacar orgullo, como diría tu padre. Alguien perfecto para tu posición. Claudia es todo esto. Perfecta para esposa de un político. Vamos, Rory. Eres un hombre, no un muchacho en su primera pubertad. Debes comprender que tu padre lo hizo por ti.
—¿Por mí? ¿Para qué?
Timothy intentó sonreír y resultó una mueca de disgusto.
—Ya sabes lo que dijo Kipling acerca de las mujeres. Una mujer es tan sólo una mujer. Pero tú eres un hombre, con un futuro. Tu padre lo sabía. Dale lo que le es debido, Rory. Yo sé que te debió lastimar mucho… cuando sucedió. Pero ya no eres un chaval. Has de ser realista. Si la joven está… dispuesta a ello, bien, retoza con ella esta noche, aunque sabe Dios cómo me las compondré para evitar el escándalo. Tampoco ella debe ser ninguna chiquilla. ¿Cuántos años? ¿Treinta y tres, treinta y cuatro? Debería tener más sentido común, y no haberte llamado a ti, un hombre casado con cuatro hijos. ¡Mujeres! Una mujer de mediana edad, más vieja que Claudia.
—Es mi esposa —dijo Rory—. Nunca tuve a ninguna otra esposa, todos esos años. Cometí la peor especie de bigamia cuando me casé con Claudia.
—Que resulta ser muy adicta a ti —dijo Timothy con lástima.
—Claudia solamente ama a su propia imagen en el espejo —dijo Rory, y con esto la descartó—. Maggie. Hazla pasar aquí esta noche, Tim. Ella es lo único que tengo, y lo digo de todo corazón.
Se arrojó de bruces en la cama removiéndose inquieto, como si sus pensamientos fueran demasiado tumultuosos para permitirle estarse quieto. Dijo:
—Lo pasaré todo en revista con mi querido papá cuando llegue a casa. Me divorciaré de Claudia. Me casaré de nuevo con Maggie y al diablo con todo. «¿Casarme de nuevo con ella?». Pero, si siempre estuve casado con ella, mi Maggie, mi cariño.
—Jesús —dijo Timothy alzando las manos—. Todos estos años de proyectos y planes, ¡para terminar así! Rory, piensa un minuto en tu futuro, sólo un minuto.
—Estoy pensando —dijo Rory, y sonrió, tumbándose a un lado, y durmióse como un niño complacido, satisfecho por fin tras una larga y fatigosa jornada.
¿Cómo era posible que un hombre renunciase a todo un porvenir por una mujer? ¡Una mujer! Increíble, de pesadilla, pensaba Timothy observando al durmiente en silencio, hasta que sintióse quebrantado por la desesperanza. No solamente Rory había hecho confidencias devastadoras a la Prensa aquella tarde y probablemente hablaría en el mismo sentido por la noche, aunque el propio general había insinuado la discreción, sino que además acababa de comprometerse en una situación imposible y escandalosa. Sin duda alguna aquella mujer hablaría recatadamente a los periodistas con sonrisa afectada, llamando a Rory «mi esposo», para destacar y hacerse importante a los ojos del público, y al infierno con las perspectivas futuras de Rory. Timothy ya se la imaginaba, simulando ser mansa y quejumbrosa, con ojeadas coquetas, humedeciéndose los labios, afectando pudor y ardiendo de ambición. Contonearía su pequeño trasero seductoramente, bajas las pestañas, y agarrándose públicamente del brazo de Rory, y todos los proyectos de años irían a parar al cubo de basura. La Prensa, ya hostil recientemente a Rory, se pondría frenética.
—Jesús —gimió Timothy.
Ahora todo se había acabado, excepto por el griterío. Podía ver los negros y grandes titulares por todo el país. Podía oír el clamor de incredulidad e indignación. El Comité de Estudios Extranjeros quedaría fríamente complacido.
Timothy tuvo un pensamiento repentino. Era muy posible que aquella ambiciosa mujer fuera inducida a hacerle esto a Rory Daniel Armagh… por una buena suma de dinero. Timothy intentó entrar en contacto con Joseph por teléfono. No estaba en Green Hills. No estaba en Filadelfia. ¿Dónde diablos estaría?, pensó el atribulado y desesperado Timothy. ¿Dónde? Nadie lo sabía. Tal padre, tal hijo, se dijo amargamente Timothy. Probablemente en algún hotelito discreto con una ramera, precisamente esta noche entre todas las noches. Para vergüenza suya, Timothy fue acometido por un infantil deseo de llorar. Había servido a los Armagh la mayor parte de su vida, y sentíase lleno de pena por ellos, no por él.
Pudo oír la lejana banda interpretando «El Arpa que Antaño». Repentinamente le sonaba como una endecha, un fúnebre lamento de siglos de melancolía. «¿Por qué demonios elegimos esta maldita balada?», se preguntó Timothy, y secándose los ojos de un revés de mano. «Ya lo único que faltaba es oír los gemidos de los “banshee” (fantasmas irlandeses agoreros) anunciando el fin de las ambiciones de los Armagh… y de toda la vida de un hombre». Pensaba en Joseph Armagh. Ahora sorbió por las narices y derramó las amargas lágrimas de un hombre, escasas y escocientes.