XX

Joseph se había abstenido cuidadosamente de aparecer en ningún sitio con su hijo. Algunos periódicos podían murmurar sobre «las Empresas Armagh, muchas de cuyas actividades son reputadamente nefastas», pero nunca podrían imprimir: «Joseph Armagh viaja con su hijo y financia sus apariciones públicas por todas partes». Nadie ignoraba la verdad, pero como Joseph parecía desinteresado en los fulgurantes viajes de su hijo por toda la nación, no hacían comentarios que pudieran ser adversamente citados, no concedía entrevistas y solamente sonreía brevemente a los periodistas que algunas veces le asediaban, y no hablaba públicamente con ninguno. No era posible, en consecuencia, ser abiertamente acusado ni denunciado. Sólo en una ocasión accedió a responder a un grupo de periodistas, en Filadelfia:

—¿Mi hijo Rory? Oh, él es un político nato. Yo, personalmente, encuentro pesada la política, ahora. Si nuestro Partido desea nombrarle…, después de todo creo que tuvo un buen historial como diputado y senador…, esto queda enteramente en manos de los delegados el próximo año. No proyecto asistir a la convención. No, señores, gracias. No tengo nada más que decir.

No le creyeron, y no le importó. Por lo menos, no podían citar ninguna afirmación suya en ningún sentido.

Esto no impidió que ciertos periódicos influyentes implicasen que se estaban gastando millones de dólares en el senador Armagh en un esfuerzo para influir en las primarias y en los delegados al año siguiente. De pronto se habían vuelto desdeñosos y agresivos, y ya no satirizaban con afabilidad como antes hacían llamándole a Rory «El Muchacho Dorado», Últimamente los editoriales habían perdido su habitual humor campechano empleando ahora áspera ridiculización y caricaturas malintencionadas. Joseph no estuvo en absoluto sorprendido cuando periódicos que escribieron favorablemente sobre Rory estaban ahora expresando «serias dudas», como decían, y algunos eran definitivamente hostiles. «El Circulo» había comenzado a actuar. Los ataques contra Rory y su padre aumentarían en intensidad hasta los nombramientos. Por otra parte, diversos periódicos se hicieron más calurosos en su admiración por Rory. Joseph pensaba que en aquella partida dos podían jugar, y se preparó además a actuar en otros terrenos, planeando.

Decidió que Claudia no acompañaría a Rory a Boston. Al fin y al cabo era demasiado exótica para las damas de Boston. No se trataba de que fuera demasiado a la moda, demasiado primorosa o demasiado evidentemente sofisticada. Era que resultaba demasiado encantadora, aunque fuera incapaz de poner en juego este encanto por su voluntad. Brotaba como en una especie de trance, en sortilegio, cuando menos se esperaba, y fascinaba tanto a mujeres como a hombres. Pero las damas de Boston eran diferentes.

—Pues entonces, gracias le sean dadas a Dios por los pequeños obsequios —dijo Rory piadosamente a Timothy, guiñándole.

—Esta vez no habrá juergas por lo alto, muchacho —le advirtió Timothy sonriente—. Nos comportaremos seriamente, con recato, en Boston, y si te sientes inspirado demostrarás elevación de miras, acatamiento a todo lo tradicional, y por encima de todo, el apropiado y digno, caballero.

—No hace falta que me lo adviertas —dijo Rory—. ¿No viví años entre ellos, en Harvard, y… en las oficinas de mi padre? Convenceré a los brahmanes de que me baño a diario y puedo saborear licor de cerezas tan elegantemente como ellos, y que mis botas pueden estar tan discretamente lustradas como las de ellos. Pero no te olvides de los irlandeses de allí, Tim. Alguna que otra balada del terruño. Pero nada demasiado ruidoso, y que no resulte como el Viejo Meloso, que baila una jiga irlandesa sobre cualquier mesa. Por cierto, estará ya bastante viejo el bribón. Su canción favorita es «Kathleen Mavourneen» y ésta la aprovecharemos. ¿Y qué te parece «Killarney»? No. Algo más ligero y obsesionante… ¿Qué opinas de «El Arpa que Antaño por los Salones de Tara»…?

—Un arpa para arponear —bromeó Timothy.

Rory se echó a reír, y Timothy siempre lo recordaría, porque era una risa honda, musical, varonil y sin afectación.

—Eso es, Tim —dijo de pronto Rory—. Haz imprimir carteles solamente para el distrito irlandés. «Un arpa por arpón». Es bueno, Tim, realmente bueno.

Cantó unas líneas de la famosa balada, y los brillantes ojos escépticos de Timothy se empañaron levemente.

El arpa que antaño por los salones de Tara

llevó el alma de la música

de puerta en puerta,

cuelga ahora tan muda como los muros de Tara,

como si aquella alma única estuviese muerta…

Añadió Rory:

—Y luego citaremos a los israelitas llorando en el cautiverio de Babilonia. Todo irlandés llora siempre por Irlanda, y su «exilio», aunque escasos son los que jamás vuelven. Pero plañirse le sienta bien al corazón. Todo tibio, melancólico y lloroso por dentro. Los judíos y los irlandeses son los pueblos más sentimentales del mundo, pero tampoco se les puede embaucar. Exacto, sí, «un arpa por arpón».

—Bueno, pero recuerda en Boston que eres un americano —dijo Timothy.

Rory le asestó una rápida y aguda mirada y su rostro se hizo compacto como si los músculos se hubieran tensado bajo sus facciones.

—¿Es que crees que voy a olvidarlo nunca ni por un minuto?

Timothy sorprendióse no sólo por la expresión y la pregunta de Rory, sino por algo que ahora era intangible pero real, casi sombrío, en Rory.

La banda les precedió hacia Boston. La adecuada y satisfactoria concurrencia fue convocada para acudir al tren en que viajaba Rory, y que no era el vagón privado de su padre. Hombres, mujeres y niños recibieron banderines americanos. Era una calurosa mañana de agosto, reluciente y placentera, porque había una leve brisa refrescante. La banda restalló en cobres, trompetas y tambores interpretando: «Las Estrellas y Listas siempre». (Himno Nacional EE. UU.). Las aclamaciones resonaron. Había centenares de caras irlandesas. Timothy hizo una señal y la banda tocó suavemente en ritmo obsesionante al ir interpretando «El arpa que antaño por los salones de Tara»… Apenas la mitad de los irlandeses presentes había oído alguna vez aquella canción plañidera y conmovedora, pero la música era familiar para sus espíritus primitivos y algunos lloraron abiertamente, y otros que conocían la letra cantaron con trémulas voces.

Y Rory se erguía en los peldaños del tren, ondeando su sombrero hongo, aureolada su cabeza rojo y oro por el sol de la mañana, sonriente y radiante el guapo rostro. Timothy le había visto en aquella postura, con aquel mismo aire y sonrisa, en múltiples ocasiones durante los pasados meses, y no obstante por alguna razón la apariencia de Rory aquella mañana nunca se borraría de su memoria. ¿Hubo alguna cualidad especial en Rory, entonces, una irradiación especial? Timothy nunca sería capaz de contestarse a su propia pregunta.

Fueron a un hotel casi nuevo, cercano al centro comercial de Boston. Rory había pasado muchos años en la universidad próxima a Boston. Había pasado semanas cada año, hasta ser diputado, en las oficinas de su padre en aquella ciudad. Sin embargo, desde que Marjorie le abandonó, la ciudad se la había hecho extraña, ajena a él, como la fotografía de una realidad que antaño conoció y ahora semiolvidada contemplaba con indiferencia. Se detuvo tras una de las ventanas de su «suite» y miró hacia abajo a los árboles de la gran plaza.

—¿Como en tiempos antiguos, eh? —dijo Timothy, observándole.

—No particularmente, nada de nostalgia —replicó Rory.

Repiqueteaba con los dedos en el antepecho de la ventana. Había estado de buen temple casi siempre, por cuanto heredó la animación física de su madre. Sin embargo, repentinamente, la luz solar le pareció menguar y los árboles volverse fríos y parduscos, monótonos. Sacudió la cabeza como para despejar un velo de sus ojos.

Timothy y él estaban a solas en la alcoba de Rory, pero en los cuartos contiguos se oían las voces ruidosas, excitadas, de los políticos discutiendo con vehemencia, algunos gritando, otros riendo. El humo debía ser espeso allí, y el whisky y la ginebra sin límites. Estaban esperando a Rory desde hacía horas, y pronto tendría que pasar a aquellas habitaciones y charlar con ellos en una algarabía de saludos, palmadas en la espalda, dedos hincados en costados, gritos, aclamaciones, preguntas rudas y bromas aún más rudas. La mayoría de ellos eran irlandeses y estaban en alegre disposición de ánimo. La puerta de la habitación de Rory tenía una entrada particular desde el vestíbulo, y sabía que en el exterior había dos de sus escoltas armados, hombres calmosos y vigilantes que conocían su oficio. Irritaban a Rory. Era demasiado pletórico por naturaleza para temer el peligro, o aceptar objetivamente su posibilidad. Si un asesino acudía dispuesto a balear a un hombre, este asesino cazaba a su hombre, aunque fuera un Presidente, y él, Rory Armagh todavía no había sido ni designado por su Partido. Indudablemente el Comité, de Estudios Extranjeros había declarado su preferencia por Woodrow Wilson, y Rory sabía que ellos no se conformarían con métodos de discreta violencia, si fuera necesario. Pero primero esperarían a los resultados de la Convención, como era lógico. Por entonces, él esperaba haber conseguido muchas victorias en las primarias. Entonces sí que sería el momento de los escoltas armados, en el caso de que fuera designado candidato.

Su cambiante carácter derivaba ahora hacia la melancolía. Sin mirar a Timothy, dijo:

—Tengo la curiosísima sensación de que no sólo nunca seré Presidente de esta nación sino que ni siquiera seré designado candidato.

—Pero ¿qué pasa contigo? —indagó Timothy, sorprendido—. Naturalmente que sí. Serás ambas cosas. Tu padre está echando fuera millones sobre millones y juega sobre seguro. No empieces a pensar siquiera en el fracaso. Esto es fatal. Apenas pienses que puedes ser derrotado, acabarás por serlo. Y ningún Armagh se hace derrotar, ¿cierto?

—No. Se hace matar —dijo Rory, pensando en su tío Sean y en su hermano.

Timothy se puso en pie bruscamente y su agradable rostro cuadrado, curtido por el sol occidental, empalideció.

—Maldita sea, Rory. ¿Qué pasa contigo?

Rory se volvió de espaldas a la ventana y se echó a reír. Pero Timothy no le imitó. Miraba fijamente al joven al que instruyó desde niño y al que quería como a un hijo, y sus anchas facciones se removían penosamente.

—¡Vaya cosa más infernal que se te ocurrió decir! —añadió.

—¿Qué, qué dije? Ah, acerca de Sean y Kevin. Y de mi nombramiento. Bien, puedo tener mis dudas, ¿no?

Pero Timothy no contestó. Fue hacia la puerta y comprobó que estaba cerrada. Abriéndola, miró al exterior. Los dos escoltas se pusieron inmediatamente alertas. Rory observaba todo aquello divertido manos en los bolsillos. Se reclinó indolentemente contra la ventana Timothy cerró la puerta, echando el pestillo. Comentó Rory:

—Tal vez pienses que necesitaría también una niñera.

—Ya no vas a dormir solo en esta alcoba. La voy a compartir contigo.

Rory estalló en una carcajada. Desde abajo llegaron los compases de «El Arpa que Antaño por los salones de Tara»… Los hombres en los cuartos contiguos empezaron a cantar, emocionados, apasionada y ruidosamente. Rory meneó la cabeza, acrecentada su diversión. Su temple había cambiado nuevamente, desde aquella indescriptible melancolía irlandesa a la jovialidad.

—Consígueme un trago, quieres, Tim, pero no dejes entrar todavía aquí a nadie de esa chusma. Quiero primero almorzar. No se puede confiar en ningún político con el estómago vacío.

En silencio, Timothy abrió una puerta interior comunicante y al momento todo quedó invadido en una oleada de bramidos, canciones, risas, gritos y nubes de humo. Rory tuvo un rápido vislumbre de hombres sudorosos, arremolinándose, ondeando vasos, fumando enormes cigarros, y le pareció que cada hombre era obeso y tenía un rostro colorado de ojos saltones. Eran estos hombres, los ayudantes de los caciques, los políticos mezquinos, los jefes gremiales, los bribones exigentes, los que decidían quién habría o no de ser designado, y no los presidentes de las comisiones estatales o nacionales, pese a todas sus pretensiones, corteses sonrisas y conspiraciones.

«Bien, ¿y por qué no?», pensó Rory tranquilamente. «Democracia en acción. Larga vida tenga. Puede apestar a veces, y fuertemente, pero es lo mejor que tenemos y probablemente será siempre lo mejor». Alguien llamó a la puerta exterior y Rory instintivamente se dirigió a ella. Habría quitado el pestillo abriéndola de no haber entrado de nuevo Timothy en la gran habitación iluminada por el sol. Timothy lanzó un bramido y Rory se detuvo con la mano en el puño de la puerta.

Timothy dejó sobre la mesa el whisky, la soda y los vasos, exhaló un hondo resuello, y dijo:

—¡Maldita sea, Rory! ¿Es que no tienes sentido común? ¿Crees que tu padre cuando nos advirtió estaba jugando a indios y colonos?

Su rostro estaba pálido y rabioso. Fue hacia la puerta y bruscamente empujó con el hombro a Rory a un lado, obligándole a adherirse a la pared. Era robusto aunque Rory fuera más alto. Gritó a través de la cerrada puerta:

—¿Quién es?

Uno de los escoltas replicó:

—Soy yo, Malone, señor Dineen. Alguien ha hecho subir una tarjeta para el senador. ¿Quiere que la eche por debajo de la puerta?

Timothy dedicó a Rory un vistazo airado, ya que Rory había vuelto a reírse.

—¡Sí! —exclamó Timothy.

Un sobre delgado fue deslizado bajo la puerta y Timothy, gruñendo, se inclinó para recogerlo. Dentro había una tarjeta elegante, tenuemente cremosa, y magníficamente grabada en relieve. Leyó Timothy en voz alta:

—General Curtis Clayton, Ejército de los Estados Unidos.

Al reverso estaba escrito con letras rotuladas con precisión: «Ruego al senador Armagh me conceda unos minutos. Urgente».

Arrancó Rory la tarjeta de la mano de Timothy leyéndola, y dijo:

—Vaya, nada menos que el general. ¿Qué crees que quiere? Hasta el Presidente le teme a este viejo bastardo.

—¿Le reconocerías si le vieses, Rory?

—Naturalmente. Nos hemos visto en varias fiestas y reuniones, aunque nunca hablamos. Barrunto que me supone simplemente un muchacho jugando a ser senador. Pero simpatizó mucho con Claudia. Bien, déjale subir.

Timothy colocó la cadenilla en la puerta y cautelosamente la entreabrió, diciéndole a los dos escoltas:

—El senador verá al general Clayton… unos minutos.

Hizo una señal de asentimiento al botones que estaba mirando fijamente con pasmo a los hombres evidentemente armados junto a él.

—El senador concederá graciosamente una audiencia al general Clayton… unos minutos —se burló Rory—. Tim, éste es el sujeto más poderoso en Washington, aparte del Presidente. Cuando eructa, soplan los clarines, redoblan los tambores, los batallones se ponen firmes, las autoridades civiles se esconden bajo las mesas y las banderas trepan por los mástiles. Hasta Teddy «Bear». (Oso). Roosevelt corre a ponerse a cubierto, cosa que no haría ante un elefante embistiendo. Los gabinetes ministeriales retiemblan por donde camina. Tiene porte y presencia, Tim. Un viejo guerrero. Y odia a los paisanos, especialmente los senadores que impugnan sus presupuestos militares. ¿Nunca oíste hablar de él?

—Sí. Y ahora que lo mencionas, si es un viejo guerrero, como dices, ¿por qué se opuso a la guerra con España?

—Lo ignoro. Teddy prácticamente le llamó traidor. Desde entonces, le ha infundido un santo pavor a Teddy Bear. No sé cómo. Alguien que pueda hacerle esto a Teddy merece la Medalla de Honor del Congreso por heroísmo extraordinario bajo el fuego enemigo.

Hubo otra llamada en la puerta. Timothy la entreabrió dejando la cadenilla puesta. Le hizo una señal a Rory que vino a atisbar a través de la rendija. Exclamó:

—¡Vaya, vaya, general! ¡Es verdaderamente un honor!

El general Clayton, no de uniforme, entró después que Timothy hubo quitado la cadenilla. Observó cómo volvía a colocarla Timothy, y dijo con voz grave:

—Una excelente idea, señor, una excelente idea.

Después, el general volvióse hacia Rory y estrechó la mano del joven en rápida sacudida, militar y precisa.

—Senador —dijo lacónicamente.

Aunque con ropa de paisano, el general no podía ser confundido sino que resaltaba como un hombre de disciplina, orden, aplomo y fuerza. Era casi tan alto como Rory, pero de recia complexión compacta, y aunque se aproximaba a los sesenta años, un dominio de sí mismo y una vida de continencia le hacían aparecer mucho más joven y sosegadamente vigoroso. Su cara era absolutamente rectangular, lo mismo que sus facciones, hasta la forma de sus cuencas oculares. Su cabello rapado en corto era castaño grisáceo. Hombre cortés, su voz era honda y fuerte.

—General, le presento a mi gerente Tim Dineen. Tim, el general Curtis Clayton.

Timothy y el militar se estrecharon las diestras sobriamente. El general estudiaba a Timothy. Aceptó la invitación de Rory de beber algo y vigiló a Rory mientras escanciaba, y sus ojos se entornaron reflexivos mientras recorrían el rostro de Rory, su traje magníficamente cortado y su cuerpo atlético. No le habían inducido a error, pensó. El muchacho senador era un hombre, maduro anticipadamente. El general volvió a sonreír dedicando una breve inclinación de cabeza a Rory al aceptar su vaso. Sentóse y Timothy se instaló cerca de él. Pero Rory se sentó en la esquina de una mesa. Escucharon por unos instantes el creciente alboroto tras la puerta contigua. Dijo Rory:

—Mis muchachos. Todos politiqueros. No se escuchan unos a otros, sino solamente su propio vocerío. Si braman como toros corriendo tras una ternera en celo, es tan sólo su modo de ser, general.

—Estoy bien relacionado, quizá demasiado, con los políticos —dijo el general—. «Control civil de los militares», como dice la Constitución, y es excelente cosa… la mayor parte de las veces. Pero ahora me pregunto…

Rory aguardó a que continuase, pero quedó completamente en silencio, fijos los ojos en el vaso que empuñaba. Por lo cual dijo Rory:

—¿Qué le trae a Boston, general?

El general alzó la vista.

—Usted, senador.

Rory arqueó las cejas y dedicó toda su atención al militar.

—¿Yo?

—Si bien nosotros los militares estamos bajo el control de los políticos, vigilamos a los políticos. No nos atrevemos a más. En consecuencia he estado leyendo algunos de sus discursos, senador, pronunciados por todo el país. Los he estudiado muy de cerca, por cierto, muy cuidadosamente.

Alzó Rory más las cejas y Timothy concentró más su atención. Dijo Rory:

—General, los discursos estaban destinados solamente a las tropas, como usted mismo diría. Generalizaciones alegres. Hermosas promesas vagas. Hostigando a Taft y a Roosevelt. Emisión de principios, animadores, no muy bien definidos —y encogiendo los hombros, agregó—: Ya conoce a los políticos.

—Los conozco —dijo el general—. Todos ustedes son tramposos geniales y expertos mentirosos. El pueblo no quisiera que fuesen de otra manera. Pero el motivo por el cual estoy aquí es porque creo que usted será elegido Presidente.

Sonrió Rory:

—Ojalá estuviera yo tan seguro, general.

—Yo sí estoy seguro. El Partido Republicano está siendo dividido por Roosevelt, aunque ignoro si lo hace o no a propósito. Por consiguiente, si es usted designado por su Partido será elegido. —Alzó una mano—. Déjeme terminar, por favor. No es solamente por la riqueza de su padre, aunque sea el factor principal. Usted será elegido porque los votantes quieren algo nuevo, quizás algo más vital que el promedio de los políticos, quizás alguien más joven, más atractivo y original. Usted no es un hombre aburrido, senador.

Rory miró a Timothy divertido, pero Timothy estaba escuchando tensamente al militar.

—No hubiese efectuado este viaje de incógnito a Boston si no creyese que usted será designado y probablemente elegido, senador. ¿Delegados? ¿Políticos locales? Su padre ya los ha comprado. O sea que demos por asumido confidencialmente que usted será designado y elegido.

Rory frunció algo el entrecejo y dijo:

—He oído rumores. Acerca del gobernador de Nueva Jersey, Woodrow Wilson, que puede contrarrestar mi nombramiento si es que los politiqueros me toman seriamente en consideración. Es tan sólo un rumor.

Los planos faciales del general se hicieron súbitamente pétreos, inexpresivos. Dijo:

—No es un rumor —y dejó el vaso sobre la mesa.

Como magnetizados tres pares de ojos contemplaron fijamente en silencio el vaso vacío. Por fin añadió el general:

—Pero tengo el pálpito de que usted ya sabe que no es simplemente un rumor, senador.

Las facciones de Rory se relajaron, herméticas. Aguardaba.

—Deseo referirme a los recortes de sus discursos —dijo el general—. Los periódicos principales dejaron traslucir un final muy sobresaliente de todos los discursos de usted. Solamente unos pocos y modestos periódicos lo imprimieron. Sin duda los periódicos principales estimaron que era superfluo resaltarlo por estos días que corremos. Usted termina sus discursos del modo siguiente: «Por encima de todo, trabajaré para la paz no solamente de América sino del mundo».

Los ojos del general adquirieron gran penetración al posarse fijamente en Rory. Agregó:

—Ahora bien, ¿por qué ha de hablar usted de paz en un mundo que está en paz, excepto por algunas pequeñas escaramuzas en remotas partes del globo, que siempre están guerrilleando? Hasta los Balcanes están apacibles. En La Haya ya no se mencionan más las guerras, sino únicamente una esperanza en una futura liga de naciones. Rusia está disfrutando una desacostumbrada era de bienestar, libertad y prosperidad, bajo un zar inteligente, y la elegida Duma. El Imperio Británico está bien reglamentado y es el péndulo del mundo. Alemania prospera enormemente. América se está recuperando del Pánico del año 1907. En resumen, senador, la paz es ahora un estado aceptable y garantizado en el mundo. Por lo tanto, ¿por qué habla usted invariablemente de la paz? No hay amenaza de guerra en ninguna parte. ¿Entonces, senador…?

Rory y Timothy intercambiaron una rápida ojeada que captó el general, quien reclinóse en su sillón con un suspiro, como aliviado. El rostro de Rory seguía blando e inescrutable. Sonrió ampliamente.

—Bien, general, no hace daño alguno hablar de paz, ¿verdad? Un pequeño florilegio o floritura.

El general dijo con deliberada lentitud:

—Senador, no le creo. Ésta es la razón por la cual estoy aquí, con esperanza. No le creo. Es mi opinión que usted sabe algo que solamente unos pocos conocen, incluyéndome a mí. Dígame, señor, ¿ha oído usted alguna vez mencionar el Comité de Estudios Extranjeros?

Antes que pudiera dominarse, notó Rory el cambio involuntario en su semblante, pero tras un momento dedicó al general su cándida y tranquila mirada azul.

—Me parece haberlo oído mencionar en algún sitio. ¿No es una organización privada dedicada al estudio de las tendencias extranjeras en negocios, asuntos bancarios y aranceles? ¿Cosas aburridas por el estilo?

El general volvió a sonreír.

—¿Y sin duda, también, habrá oído mencionar únicamente por casualidad a la Sociedad Scardo en América, compuesta por autodeclarados intelectuales y «liberales»?

Rory encogió los hombros.

—Tal vez. Los políticos oyen de todo.

Pero el general seguía sonriente. Rory percibió un leve sudor entre los omoplatos.

—Su padre —dijo el general— pertenece tanto al Comité de Estudios Extranjeros como a la Sociedad Scardo.

—Si es así, yo lo ignoro, general.

El general cerró brevemente los ojos.

—Senador, no juguemos el uno con el otro, por favor. Intento ser lo bastante sincero con usted, pero usted no es sincero conmigo. No puedo ser más explícito. Ni tampoco es necesario. Usted sabe perfectamente de lo que hablo. Por consiguiente, demos por asumido que tenemos una mutua base de conocimiento, aunque sólo sea a modo de hipótesis.

—Únicamente a modo de hipótesis —asintió Rory.

El general se puso en pie y comenzó a pasear por la amplia estancia inclinada la cabeza como si estuviera a solas y reflexionando en voz alta para sí mismo.

—Hay quienes creen que los militares como yo mismo pueden solamente vivir y funcionar durante las guerras, y que estamos ansiosos por disponer de guerras. Esto es una falacia. No hacemos las guerras. La función de un militar es defender a su país, cuando es convocado por el Presidente de los Estados Unidos y el Congreso, quienes tan sólo… hasta ahora… tienen la facultad de declarar la guerra. Se está diciendo ahora, y es una mentira, y conozco el móvil para ello, que las grandes instituciones militares «provocan» las guerras. Son los paisanos quienes inducen a un gobernante a declarar la guerra, quienes trafican con armamento y municiones. Hasta la fecha, ninguna nación amenaza a otra. ¿Siguen mi razonamiento, señores? Estamos en el siglo veinte. Ninguna guerra será proclamada en este siglo excepto por la única inducción y beneficio de civiles… y no por la mera conquista de territorios ni siquiera únicamente para conseguir mercados mundiales.

Hizo una pausa, y añadió, casi con humildad:

—Los soldados no son elocuentes. Pasamos apuros ensartando palabras, y no somos políticos. Déjenme afirmar que las guerras de este siglo serán llevadas a cabo para controlar las mentes y almas de los hombres, para deshumanizar la humanidad. Será una guerra de poderosos civiles contra otros civiles.

Miró a sus dos oyentes.

—Pero esto ya lo saben. Conocen todo lo referente a Cecil Rhodes. Ya está muerto, pero sus ideas, y las de Ruskin, sobreviven y van acumulando mayor fuerza. Tales ideas resultan odiosas para militares como yo.

Se detuvo ante Rory y sus claros ojos pardos tenían casi fiereza.

—Las guerras no serán efectuadas por una nación agresiva contra otra. Serán guerras de gobiernos contra sus propios pueblos, para conseguir la tiranía sobre sus propias naciones.

Tendió las manos como en gesto de disculpa.

—Si no creyese que ustedes, señores, ya sabían todo esto, no estaría ahora aquí.

Aguardó los comentarios, pero los dos oyentes, apartaban la mirada reflexiva. Añadió el general:

—Yo fui discípulo de Rhodes —y sentóse como si estuviera agotado.

Ellos conocían todo lo referente al enormemente rico socialista fabiano, Cecil Rhodes. Sabían que sus ideas, propagadas a todo lo ancho del mundo, eran tan estériles como piedras desgastadas, tan antiguas como el polvo, y tan sin esperanza para la humanidad como la misma muerte. Pero los modernos estudiantes de política y muchos políticos las mencionaban como «nuevas, excitantes, progresivas, dinámicas y, por encima de todo, misericordiosas». Y las masas ingenuas les escuchaban como si fueran portavoces de bienestar humano.

Dijo el general:

—Aunque apenas puedan hoy creerlo, naturalmente, yo fui un estudiante muy aplicado por aquella época. Pero un año en Inglaterra, como discípulo de Rhodes, ¡fue más que suficiente! Regresé ingresando en West Point. Fue mi manera de aprender a defender mi patria contra los hombres que me habían dado enseñanzas en Inglaterra durante mis años de estudio.

Rory y Timothy estaban ahora mirándole fijamente, pero siguieron sin decir nada.

Prosiguió el general:

—Pueden o no saberlo, pero la apertura de fuego contra la humanidad se iniciará dentro de pocos años, tal vez en 1917, 1918, o quizás antes. Debemos intentar enseñar a nuestro pueblo que América es el blanco final contra el que va dirigido el poder financiero del mundo, ya que sólo América, ahora, se interpone en el camino de los hombres ambiciosos. Ésta es la encrucijada crucial: poder militar contra dinero. Ésta es la moderna y oculta lucha. No hay otra.

Levantándose quedó erguido ante los dos hombres silenciosos. Dijo:

—Senador, sus amigos en las otras habitaciones han empezado a reclamarle a gritos con impaciencia. Ahora ya sabe por qué vine hoy. Creo que usted puede preservar a nuestra nación de toda guerra, y hasta evitar las guerras extranjeras. La diplomacia respaldada por la fuerza, y la voluntad de emplear esta fuerza para la supresión de las guerras serán suficientes. Bastará la simple amenaza. Cuando sea usted designado, podrá decirle la verdad a nuestro pueblo.

—¡Dios mío, no! —exclamó Timothy—. Esto nunca serviría para nada, general. Tal como están las cosas…, ellos… sospechan ya de Rory, aunque no sé por qué. Ha sido plenamente tratable. Ellos proclaman que están solamente «dubitativos» sobre su designación debido a su raza y religión. Usted y yo sabemos cómo se manipulan los golpes de Estado. Rory debe esperar hasta que sea Presidente, y aun entonces estaría siempre en constante peligro inminente… y esto también lo sabe usted, general.

—Un soldado siempre está en peligro —dijo el general—. Lo mismo que un hombre que insiste en decir la verdad. —Tendió la mano a Rory y su sonrisa fue repentinamente cordial—. Los irlandeses son rara vez, por no decir nunca, traidores. También saben que solamente los fuertes pueden mantener la paz.

—Sí —intervino Timothy—, pero Rory todavía tiene que conseguir la designación por su Partido, ¿sabe usted?, en contra de una muy… formidable… oposición.

—Lo conseguirá —dijo el general—. Y por esta razón deben tener el máximo cuidado… —y titubeó—: ¿Aceptarían un contingente de soldados míos, con ropa de paisano, como complemento a sus propios escoltas?

—Sí —dijo inmediatamente Timothy.

Pero Rory, riendo, dijo:

—No. Es ridículo. Aquí estoy simplemente dejándome ver por la gente a través del país para que vayan familiarizándose conmigo. He indicado sin ambages que me agradaría ser elegido Presidente el próximo año, pero todavía no he ingresado siquiera en la ronda primaria. Pero de todos modos, gracias por su oferta, general.

El general le miró con insistencia pensando en lo espléndido que era aquel joven tanto en aspecto como en magnetismo. Recordaría aquella última visión de Rory el resto de su vida.

Cuando el general se hubo marchado, Rory, desaparecida del rostro la expresión risueña, dijo:

—Hay abajo periodistas de Nueva York lo mismo que de otros sitios locales. Tráelos aquí arriba, Tim. Voy a decirles parte de la verdad.

Timothy quedó estupefacto durante varios segundos. Dijo por fin:

—¿Perdiste el juicio o qué?

—Pese a todo, sigo teniendo el presentimiento de que no obtendré la designación y menos aún seré Presidente, y por lo tanto debo decir algo de la verdad ahora… hoy… antes que sea demasiado tarde. Vamos, Tim. Tráelos aquí arriba. Hablo en serio.

Más tarde, Timothy se preguntaría si la entrevista con los periodistas tuvo o no que ver con lo que iba a suceder aquella misma noche.