—¿Vas a ir a Boston la semana próxima cuando Rory hable allí? —le preguntó Joseph a su nuera.
—Si así lo desea usted… —dijo Claudia, que encontraba muy estimulantes aquellas incursiones.
—No lo sé todavía —dijo Joseph.
Claudia era excesivamente a la moda y sofisticada, por lo menos en aspecto y modales, para Boston. Boston no era susceptible al encanto. Tampoco le agradaban los irlandeses, aunque estaban creciendo en poder y riqueza en esta ciudad. Pero esta misma riqueza y potencia resultaban sospechosas. Sin embargo, Claudia no era irlandesa, y tenía modales. Joseph cavilaba sobre la cuestión. Había comenzado en contra de su voluntad a admirar a Claudia que tenía el talento de decir lo adecuado en el momento apropiado. Los votantes le eran muy adictos. Quizá Boston, que sabía del presunto «pedigree» aristocrático de Claudia, pudiera ser influenciado. Valía la pena intentarlo. Habría tés para las señoras. Los hombres, naturalmente, nunca eran invitados. Las reuniones eran encantadoras, femeninas, recatadas y delicadamente influyentes. Joseph decidió que Bernadette no iría a Boston. Era demasiado pedestre para las damas de Boston, aunque muchas de ellas también lo eran, además de rudas y codiciosas. Hasta las damas irlandesas podían sentirse ofendidas por Bernadette, y de ser invitadas se considerarían a sí mismas iguales a ella y, en consecuencia, poco dignas de ser tomadas en serio.
Por entonces recibió Joseph una repentina si bien cortés invitación para asistir a «una reunión muy importante» del Comité de Estudios Extranjeros en Nueva York.
Tenía más que razones para sospechar que no había sido invitado a las cuatro últimas reuniones, y hasta cierto punto sabía el porqué, o creía saberlo. El Comité era apolítico. Apoyaba a cualquier político que sirviera para sus propósitos, y los propósitos de sus colegas europeos. Para ellos no había ni demócratas o republicanos, ni populistas, o «independientes, o campesinos-obreros». Eran únicamente potenciales y obedientes sirvientes, tanto si fueran presidentes o bien oscuros delegados, alcaldes de grandes o pequeñas ciudades, diputados o senadores, o gobernadores. Cada hombre era meticulosamente escrutado, estudiados sus antecedentes, analizadas sus tendencias. Emitido su dictamen, un hombre prosperaba políticamente o caía ignominiosamente. Habían respaldado a Rory como diputado y senador, aprobándole, o más bien aprobaron a su padre, su colega. Nada dijeron en contra de Rory en su licitación para el nombramiento de su Partido. Pero, por el momento, Joseph sabía que tampoco lo habían aprobado abiertamente. La actitud que ostentaban era de tanteo. Habían charlado frecuentemente con Rory quedando aparentemente bien impresionados, tributándole elogios a Joseph por su espléndido hijo.
—Católico nominal o no, podría ser elegido —le dijeron a Joseph—. Si es… correcto.
Joseph no tenía motivo alguno para creer que hubieran hallado súbitamente «incorrecto» a Rory.
De todos modos, sentía cierta aprehensión. Sin embargo, su inexorable propósito le hacía ser firme, aunque admitía que no tenía base real para «empinar mi espinazo». Todo había ido suave y perfecto hasta entonces. Un miembro del Comité hasta le había escrito a Rory unos cuantos de sus más elocuentes discursos, que había pronunciado con elegancia y espontaneidad. «¿Por qué diablos preocuparme?», se preguntaba Joseph en camino hacia Nueva York. «Si han cambiado de idea, lo cual no es posible, no significará nada para mí. Mi hijo será Presidente de los Estados Unidos. Él es todo cuanto me queda. Él es mi justificación».
—Mi hijo será Presidente de los Estados Unidos —anunció a sus colegas en Nueva York, después del suntuoso almuerzo, con los vinos mejores en la sede local—. No tengo nada más que añadir.
Se había levantado en la sala de conferencias, alto, magro, ascético, con su rostro severo y enjuto bajo la densa masa de su blanco cabello. Sus ojos azules ardían, y les había mirado a todos, uno tras otro, y ellos habían percibido su fuerza y ahora, su dominio.
—Y ahora les pregunto, ¿quién demonios es Woodrow Wilson? —dijo, y habló con frío desdén.
Se lo aclararon de nuevo, razonablemente, quedamente y sin reticencia. Nunca hablaban ambiguamente.
Woodrow Wilson era un inocente. Lo habían vigilado y estudiado durante muchos años. Era ingenuo, un idealista y un «intelectual». Por consiguiente era el hombre que necesitaban. Nunca sabría quién lo manipulaba. Habían sostenido numerosas conversaciones con él recientemente, y le habían impresionado con su gran solicitud por América y a su vez él les impresionó por su solicitud. Les había felicitado emocionadamente por sus publicaciones, «interesadas en el progreso de América».
—No lo dudo —dijo Joseph—. ¿Adivinó ni por un instante quiénes somos? ¿Y lo que pretendemos?
Ignoraron estas preguntas con expresiones apenadas. Era su intención hacerle sentirse tosco, lo cual no lograron. Ellos eran caballeros, implicaban. Lamentaban que él no fuera un caballero. Joseph sonrió. Miró a Jay Regan, quien le guiñó gravemente. Pero él sabía que a pesar de esta aparente camaradería, Regan se alinearía con sus colegas y no con Joseph Armagh. Juntos, tenían muchísimo más dinero que Joseph e infinitamente más influencia. Después de todo, él era únicamente un miembro. No era el Comité.
Los acontecimientos recientes le fueron resumidos con voces moduladas, como si hubiera violado el decoro impulsado por basta insolencia e idiotez, y como si todo cuanto fue dicho allí hasta entonces hubiera escapado a su débil comprensión. Sentado les escuchó con una parodia de atención. Esto no los conturbó. Ni siquiera le miraban sino que contemplaban fijamente los documentos que tenían ante sí en la gran mesa ovalada, mientras en la Quinta Avenida el tráfico bramaba y el calor del avanzado verano hería las ventanas.
Era intención del Comité que ningún republicano fuera elegido en 1912, y ningún demócrata, excepto quien ellos eligiesen. Taft era «imposible». No era «tratable». Había disputado con Roosevelt, quien recientemente había clamado que Taft era un «hipócrita».
—¡He lanzado mi guante al cuadrilátero! —había gritado Teddy—. La pelea ha comenzado y estoy en cueros hasta donde permite la decencia.
—Ya sé, ya sé —dijo Joseph con impaciencia—. Tenemos que dividir al Partido Republicano con dos candidatos: Taft y Roosevelt. Y entonces, se da por supuesto que ganará Rory.
Le ignoraron con esmerada paciencia.
—Roosevelt presentará su candidatura por el nuevo Partido Progresista. Hemos acuñado una frase para él, «el Nuevo Nacionalismo». Los votantes están intrigados. Les gusta la palabra «nuevo». El propio Roosevelt ha dicho que desea «un juego limpio». Es una expresión de póquer, y les gusta a los votantes. La gente le aprecia mucho. Tiene una maravillosa sonrisa. Infecciosa. Hemos sugerido una frase para él: «El Partido del Alce Macho». Para citar su propia expresión, él está «encantadísimo».
—Sí, sí —aprobó Joseph—. Todo esto se proyectó en beneficio de mi hijo.
Simularon no haberle oído.
Le informaron, en resumen, de todo cuanto sabían acerca de Wilson. Había establecido la primera célula socialista en Princeton a mediados de 1880, cuando fue profesor allí. Hombre bastante rico y de gran instrucción, fue muy sensible en todo lo referente a Karl Marx y había comprendido todo lo que era necesario para la aparición de una «Élite» en América. Desconfiaba del hombre común, aunque públicamente era el paladín de ellos, no habiendo conocido a su paso por seis universidades, en las cuales estudió y enseñó, ni a un solo hombre común. Era un aristócrata por cuna, y esto le hacía ser respetado por el hombre común. Temía y odiaba a los «hombres comunes» que componían el Congreso y había asimilado rápidamente lo que le fue sugerido referente al poder reservado al Congreso para la acuñación de moneda.
—¡Es un monopolio del dinero! —había proclamado.
Se declaró en favor de un Sistema independiente de Reserva Federal, una organización privada que tendría el poder supremo de acuñar el dinero de la nación.
—Ya sé, ya sé —dijo Joseph—. Hemos estado trabajando mucho tiempo para quitarle el derecho de acuchar[37] y emitir dinero al Congreso, y dárselo a los banqueros, que emitirán dinero por mandato y sin garantía. Si tienen algo nuevo que contarme, por favor, háganlo —y su corazón latía más aceleradamente a impulsos de la cólera.
—Hemos hecho a Wilson gobernador de Nueva Jersey.
—¿De verdad? —dijo Joseph, arqueando sus cejas rojiblancas—. ¡Vaya, no lo sabía!
Suspiraron. Odiaban el sarcasmo. Odiaban en particular la ironía y siempre habían deplorado esta tendencia de Joseph.
Uno de los reunidos expuso:
—Wilson comprende que América ha de abandonar su tradicional aislamiento de los asuntos mundiales. Debemos emerger como una potencia mundial.
—Para resumir —dijo Joseph—, Wilson ayudará a involucrar a América en una guerra.
Lamentó inmediatamente haber dicho esto, y muchos pares de ojos le miraron en herida reprimenda como a un niño al que se le ha dicho repetidamente un hecho evidente por sí mismo.
Dijo otro de los asistentes:
—Wilson comprende que América ya no puede permanecer por más tiempo indiferente ante las injusticias mundiales.
Asintió Joseph:
—Muy bien por Wilson. Está ahora en nuestro jardín de infantes, ¿no es cierto? —y estaba tan enfurecido que perdió cautela—. Me he perdido algunas reuniones. ¿Es Alemania la que ha de ser el «enemigo», o es Francia? ¿O Inglaterra? Barrunto que será Alemania, naturalmente.
Bajo su poblado mostacho que emboscaba su labio dijo Regan:
—El Kaiser es realmente un hombre insoportable.
—Teddy Roosevelt simpatiza con el Kaiser —dijo Joseph—. ¿Ésta es la razón por la que no va a tener nuestra ayuda?
No le contestaron. Uno de ellos dijo:
—Wilson nos ha enseñado su programa para lo que llama «las Nuevas Libertades» para América.
—Yo creía que el pueblo americano tenía todas las libertades que podía abarcar —dijo Joseph, cada vez más soliviantado—. ¿Qué más quieren?
Quedó algo desconcertado cuando ellos rieron decorosamente.
—No quieren libertad, Joe —dijo Regan afablemente—. Quieren un César. Pero esto ya lo sabe, ya que lo hemos comentado a menudo durante todos esos años. Por consiguiente, les ayudaremos. Les daremos un César, el señor Wilson, un hombre suave y nada sofisticado, que seguirá nuestras instrucciones. No sabrá que es un César, pero lo será. Porque… nosotros somos el César. Vamos, Joe, usted sabe que éste ha sido nuestro objetivo durante largo tiempo. ¿Qué ocurre con usted ahora, Joe?
Joseph volvió a ponerse en pie apoyando los puños crispados sobre la mesa.
—O sea que Wilson es el que ha de ser nuestro candidato, nuestro pelele, nuestro lacayo que tocará la música que le indiquemos. Wilson, el defensor del hombre común, al que desprecia. Wilson, que nunca efectuó una sola jornada de honrado trabajo con sus manos en toda su vida, y no sabe ni una palabra de trabajo y obreros.
Les fue mirando a todos lentamente.
—¿Qué pensarán los jefes democráticos de todo esto?
Algunos rieron suavemente, y uno especificó:
—Todavía no les hemos dicho qué es lo que tienen que pensar y opinar, Joseph.
Impulsado por su cólera, cometió Joseph un error fatal. Dijo:
—Quizá Rory pueda decirles a ellos la pura verdad.
Un silencio absoluto y mortífero llenó la gran estancia.
Nadie le miraba. El aire se hizo pesado, inamovible, estancado. Joseph lo percibió. Empezó a sudar levemente. Notó gelidez en su carne. «Cristo me condene por mi maldita lengua irlandesa», pensó. Nadie le miraba. Sentóse lentamente, pero sus crispados puños permanecieron sobre la mesa. Comenzó a hablar calmosamente:
—Rory ha seguido todas las órdenes. Está hablando por todo el país en favor de las enmiendas para un impuesto Federal sobre los ingresos, un Sistema de Reserva Federal, y la elección directa de los senadores por el pueblo y no por designaciones de la Asamblea Legislativa. Ustedes lo saben. Han leído sus discursos en los periódicos. Ha seguido todas sus órdenes. Todas sus instrucciones. Nunca se desvió de ellas. Le han escrito discursos para que los pronunciase. Nunca, hasta ahora, han indicado que no fuera aceptable. ¿Por qué, ahora?
Tras una ojeada a las inexpresivas miradas fijas en la mesa, habló Jay Regan:
—Joe, seamos razonables. Rory es magnífico, pero es joven. Y los jóvenes son rebeldes por naturaleza…, y tienen sus propias ideas. En cambio, Wilson acatará sin discusión nuestras órdenes, dadas discretamente a través de muchos políticos que conocemos. Por ejemplo, el coronel House. Es nuestro hombre, como usted sabe. Wilson ha tenido un largo aprendizaje… en socialismo. Está maduro para nosotros. Rory, no. De nuevo, Joe, seamos razonables. Dentro de ocho años, muy probablemente, volveremos a tener en cuenta a Rory. Este intervalo le hará un poco más maduro, un poco más comprensivo de nuestros propósitos.
—Ha hablado con frecuencia con Rory —dijo Joseph—. ¿Por qué se ha vuelto contra él?
Regan volvió a consultar las miradas algo más expresivas.
—Joe, odio tener que decirlo, pero tenemos la sensación de que en este momento particular, Rory no es por completo… de confianza.
—¿Y Wilson lo es, tanto si lo sabe como si no? Resumiendo, él es lo bastante estúpido, lo suficientemente cándido para tragarse cualquier cosa que ustedes le digan. Cualquier frase noble, cualquier aforismo altisonante, los adoptará. Temen que Rory no. Creen que se reiría, y haría luego lo que mejor le pareciese. Ya han tomado en consideración a Taft. Es un político viejo y capaz. He oído decir que sabe mucho acerca de nosotros. No será tratable. Pensaría primero en América. Es receloso. Teddy Roosevelt es demasiado extravagante. Pudiera también tener pensamientos individualistas y personales. Es un internacionalista, como lo ha demostrado. Pero aun así, pensaría en América en sus momentos templados, cuando no está de caza. Por consiguiente, Taft y Roosevelt quedan descartados. Potencialmente, son «indignos de confianza». Y también Rory.
Se puso en pie de nuevo, y concentró en él todas las miradas.
—Estoy perdiendo mi tiempo. Tengo solamente que decirles lo siguiente: estoy invirtiendo toda mi fortuna para conseguir que Rory sea designado y elegido. Me importan un comino nuestros colegas europeos, que quieren a Wilson, como me han dicho. Esta vez actuaré independientemente. Rory va a ser Presidente de los Estados Unidos.
Escuchaban atentamente. Hubo otro silencio. Por fin dijo Regan:
—Joe, no es el momento en la historia para vendettas personales. Yo sé que tiene usted una vendetta pendiente. Espere, Joe. Hágase a la idea que Wilson gobierna dos mandatos como Presidente. Después apoyaremos cordialmente, de todo corazón, a Rory. ¿Qué más podemos prometerle, en toda justicia, en toda razón? No hemos abandonado a Rory. Solamente pedimos que él, y usted, sepan esperar ocho años. Vamos, Joe, sea sensato.
Joseph les miró detenidamente. Dijo:
—Comparados con nuestros colegas europeos, somos niños pequeños. Ellos tienen siglos de manejos políticos, terror, revoluciones y caos tras ellos. Tiene siglos de tiranías. Son viejos. Son muy poderosos, más poderosos de lo que somos. Saben lo que quieren. Son ustedes los que están siguiendo órdenes recibidas, no dándolas.
Le miraban sin hablar. Joseph aspiró a fondo.
—¿Cuándo van a ponerse en movimiento contra Rusia?
Fue como si hubiese proferido una obscenidad en presencia de clérigos.
—Una pregunta tonta, ¿verdad? —dijo, cuando no contestaron—. Ya está planeado, ¿verdad? Así me lo informaron de otra fuente. Sí, estoy perdiendo mi tiempo y el de ustedes. Pero de nuevo debo decírselo. Rory va a ser Presidente de los Estados Unidos, así me cueste hasta el último centavo que poseo, y así tenga que gritar la verdad desde los tejados y alertar a América…
Uno de sus oyentes indagó con su más suave entonación:
—¿Contra quién?
—Contra ustedes —dijo Joseph.
Sin mirarles más ni añadir palabra alguna, abandonó la estancia. Estaba descompuesto por el furor, pero no frustrado. No sentía miedo alguno. Sabía lo que sabía.
Nadie habló tras él marcharse. Uno de ellos arrugó uno de sus documentos. Evitaban mirarse entre sí. Algunos suspiraron. Fueron mirando a Regan. También él suspiró. Después extendió la mano, el pulgar hacia abajo, gesto conocidísimo en tiempos de los antiguos Césares.