XVII

Antes de casarse con Claudia Worthington, Rory Armagh había asistido a clases de socialismo fabiano[35] en Oxford. De no haber estado ya, en cierto modo, enterado de la verdad, tal como su padre se la reveló, al igual que los «sigilosos y mortíferos hombres», los financieros, grandes industriales, aristócratas europeos y americanos, los banqueros y los colosalmente ricos, hubiera estado confuso, incrédulo, y finalmente agobiado, pese a su cinismo natural y su realista abordamiento de la vida.

Así, llegó a la conclusión de que la supuesta «lucha de clases», de la cual ya había escuchado hablar en su colegio laico, era una lucha artificial, creada y manipulada por la «Élite», en su vigorosa campaña para tener el poder y el dominio en todo el mundo. No existía realmente querella entre la clase trabajadora norteamericana y sus patronos, la clase media, ya que tenían un objetivo común que era el trabajo y la supervivencia y una pequeña porción de felicidad en un mundo que ofrecía muy poco para todos. No querían el poder. Querían paz, alojamiento, comida suficiente, una cantidad de dinero sobrante para menudos placeres, una cierta parcela de intimidad, familias y dignidad personal. Por encima de todo querían libertad para elegir sus vidas, su Dios y sus modestas ambiciones. No eran belicosos ni pendencieros. Eran hombres sencillos. No anhelaban particularmente inmensas riquezas y, en consecuencia, estaban contentos. En su simplicidad, en sus grandes agrupaciones, en sus creencias y deseos comunes, en su decencia nativa, tenían peso y eran formidables. En consecuencia, los tiranos en potencia eran impotentes para hacer uso de ellos, ya que tenían el perenne escepticismo del hombre ante los «ideales», ideologías y «causas» y protestas en masa. Si sus vidas eran duras, era el modo de ser de la propia vida, porque la competencia y la lucha por la supervivencia eran innatas en toda la naturaleza, bestias, plantas y hombre, y ellos lo sabían. Eran millones los que implícitamente creían en su religión, que el hombre había nacido para ganar su sustento con el sudor de su rostro, y que el trabajo en sí mismo tenía la dignidad de las causas naturales. La exhortación del cristianismo judaico, tal como fue reiterada por San Pablo, era honrada y comprendida por ellos: «¡Aquél que no trabajase, tampoco comerá!».

Si pensaban alguna vez en sus «superiores», los hombres de grandes riquezas heredadas, los banqueros y financieros, los «barones salteadores», no era con envidia o resentimiento, sino con una especie de respetuosa diversión. William Jennings Bryan no les había impresionado en demasía. Pero esta sanidad normal imperaba, ahora, únicamente en América. El socialismo había mordido en el corazón de Francia y Alemania, en Inglaterra hasta bajo el rey Eduardo y, en cierto modo, en Italia. En consecuencia, Francia había perdido su condición de potencia de primera clase. Bismarck casi había destruido a Alemania con su socialismo, pero los alemanes tenían las cabezas duras y habían comenzado a recuperarse en 1900 bajo un Kaiser más inteligente. Rusia había quedado inmune al socialismo debido a la vigilancia de los zares y su policía especial, la Duma, siempre recelando de las fantasías y el confusionismo occidental europeo. Pero el morbo del socialismo no podía ser fácilmente anulado, porque era el arma de la «Élite» contra toda la humanidad, y estaba apoyado por «intelectuales», llenos de envidia y codicia, y oportunistas.

La «Élite», a través de sus profetas, Marx y Engels, había creado la «lucha de clases», con la finalidad de dividir, debilitar y finalmente conquistar todas las naciones. Eran muy listos. Decidle al pueblo trabajador que son insoportablemente oprimidos, incita en ellos la envidia y el afán codicioso, y formarán grupo aparte de sus patronos. Por otra parte, indicad secretamente a los patronos que las uniones destruirán sus beneficios, su propia supervivencia, y que la clase trabajadora está propensa al socialismo, a la anarquía, a la indolencia y al saqueo, y habremos separado al patrono de su obrero. Cread un clima de odio, desconfianza, exigencias y enemistad…, la lucha de clases. Habéis preparado el campo para el colmillo del dragón, ya que las guerras depauperan la fuerza de una nación, dejándola apta para la explotación, para el despotismo final y la «tranquilidad» de la esclavitud bajo el régimen de una benigna «Élite».

Eran muy pocos los que sabían que el socialismo y su retoño el comunismo, eran las formas más antiguas, más primitivas de gobierno en el mundo, y fueron inventadas en la Edad de Piedra por los moradores de cavernas que vivían en comunidades. La humanidad a través de los siglos había progresado desde un social-comunismo hasta una civilización dignificada donde los hombres eran comparativamente libres. Había indudablemente desigualdades e injusticias, ya que el hombre era imperfecto y siempre lo sería, pero viviría en paz en un ambiente de creciente libertad y elección y sus imperfecciones serían más o menos corregidas, aunque nunca hasta llegar a una imposible utopía. La naturaleza humana siempre permanecería: era lo único inmutable en el mundo. América, aunque afligida por el trabajo infantil y los insostenibles salarios bajos, en su mayoría impuestos por los grandes barones de la industria, estaba tanteando su camino con seguridad, aunque lentamente, para salir libre de las principales injusticias. Se había reído de los socialistas, los independientes y los populistas, aunque admirándoles por su frenética vehemencia y pintoresquismo, y había comprendido que sus ideas eran absurdas y peligrosas para la supervivencia de la raza humana y de la libertad de la mente. En consecuencia, la libertad iba creciendo en América, y el deseo de paz y su prosperidad asombraban al mundo. Donde los hombres eran libres podían efectuar su elección, y cuando elegían con sentido común y entendimiento, como hacía la mayoría en América, disponían de natural poder, libertad, movilidad y fuerza.

Por consiguiente, América era el enorme obstáculo en la senda hacia el poder de la «Élite». Debía ser infectada con socialismo y «lucha de clases». ¿Cómo podía lograrse esto, cuando los americanos eran el pueblo menos revolucionario del mundo? A través de guerras, al igual que mediante una insidiosa, diabólica e inteligente propaganda desde las capitales de Europa y desde Nueva York y Washington, toda ella respaldada por riquezas ilimitadas y una dirección siempre en la brecha, políticos escogidos e «intelectuales».

Cuando de joven estudió el socialismo en Harvard, Rory se había preguntado cómo podía resultar creíble que los muy ricos pudieran unirse a fuerzas con una ideología tal como el socialismo, que amenazaba sus propias riquezas y sus existencias. Por entonces sólo tenía dieciocho años. Pero, lentamente, a través de su padre y de los hombres que conoció en los años siguientes, había llegado a comprender que no existía la menor disensión entre los muy ricos y poderosos y el socialismo. El socialismo era su objetivo. Por ello comprendió Rory, con cinismo bienhumorado, por qué sus profesores no atacaban directamente a los propietarios de grandes fortunas. Eran los instrumentos de la «Élite». No era contra la riqueza que se dirigía el socialismo, sino contra las masas del pueblo y sus libertades. Pese a las protestas en sentido contrario, la verdad persistía. El socialismo era una sociedad planificada para la completa esclavitud de la mayoría de los pueblos. Prometía la seguridad y tranquilidad del sepulcro, la disolución del espíritu humano. Todos los que negaban esto eran tontos, o conspiradores secretos. Nunca antes en la historia del mundo hubo una conspiración tan concentrada, tan poderosa, contra la humanidad como la que floreció en el siglo veinte. Moisés había gritado al liberar a su pueblo de la esclavitud: «¡Proclamad la libertad a través de la tierra y a todos sus habitantes!». Pero la libertad era el enemigo de la «Élite». Debía ser destruida y restablecido el bárbaro socialismo.

Cuando Rory regresó de Europa, después de la muerte de su hermana, sostuvo una larga y serena charla con su padre.

—Asistí a una sesión del Parlamento en Inglaterra, una sesión en uniforme de gala. Se denunció a Alemania, que con su industria superior y su genio industrial, está «invadiendo» el «tradicional mercado mundial británico».

—Sí —dijo Joseph.

—O sea que se avecina una guerra.

—No de inmediato —dijo Joseph—. Quizás en 1914 o en el año 1916. He visto ya los mapas bosquejados de los puntos de ataque. Pero América no puede comprometerse en una guerra sin dinero. Por esto… ha de haber un impuesto federal sobre los ingresos y la renta. Esto ya lo sabes desde hace años.

Asintió Rory. Los párpados inferiores se le relajaron, arteramente.

—El gran movimiento, la gran jugada —comentó—. Impuestos y guerras crearán disensiones en América, debilitándola. Ya hemos hablado de ello frecuentemente, ¿no es así?

—Así es —dijo Joseph. Contempló adustamente a su hijo y no prosiguió sobre el tema.

Pero Rory insistió:

—Y eventualmente llegaremos a la bancarrota nacional. Muy hábil la maniobra, indudablemente.

Al inicio de la campaña para asegurarse el nombramiento de su Partido para la Presidencia, dijo Rory:

—Conozco todos los objetivos. Estoy de acuerdo con ellos sin reserva alguna.

—Excelente —dijo Joseph, pero su semblante era más tenebroso que nunca.

—No creo que consiga el nombramiento.

—Lo conseguirás —afirmó Joseph—. Hay millones de dólares en tu apoyo.

«Y las personas adecuadas», pensó Rory, y sonriéndole a su padre, dijo:

—Dinero fastuoso y faustiano.

—Rory, recuerda siempre que ningún hombre tuvo el menor tropiezo por refrenar su lengua. Debes aceptar las cosas tal como son.

—Oh, ya lo hago, ya lo hago así. Te lo aseguro, papá —y le sonrió afablemente a su padre—: Es realmente una lucha entre dinero y sangre, ¿no es así? ¿Y no es afortunado que las masas lo sepan… afortunado para nosotros?

—Ningún hombre murió de una superabundancia de dinero —dijo Joseph.

—Recuérdalo. En comparación la sangre no es nada…, si se traduce en torrentes de dinero. La sangre va barata. El dinero es todopoderoso. Conocí una vez a un hombre muy rico que además, aunque parezca increíble, tenía principios. Su hijo rebosaba idealismo y fe en la naturaleza humana, y gran desprecio por el dinero que su padre había ganado, atesorado y aumentado. Por lo cual el padre le dijo a su hijo: «Mañana ya no recibirás tu amplia pensión. Quiero que vayas a la ciudad con los bolsillos vacíos, por una sola semana. Amas a la humanidad; me has hablado de la natural compasión y generosidad entre los hombres. Vas a acudir como un mendigo a tus famosos compañeros los hombres».

Rory sonreía con espontaneidad mientras oía a Joseph que proseguía:

—O sea que el hijo, sonriendo de oreja a oreja, y armado con su necia fe en sus prójimos, abandonó la casa de su padre. Considero suficiente decir que todas las puertas le fueron cerradas, ricas o pobres, y fue zaherido como mendigo. No podía permitirse tomar un coche para acudir en busca de un trabajo, y así caminó hasta que sus suelas menguaron agrietándose. Pero como no tenía oficio ni destreza alguna artesana, sino solamente mucha instrucción adquirida en libros, no pudo obtener trabajo. Padeció burlas, odio y hambre, porque no tenía dinero ni siquiera para una comida en una cantina. Conoció cara a cara la maldad de la humanidad contra los indefensos, la crueldad que es parte de la naturaleza del hombre, y el escarnio hacia el indigente. Finalmente le dieron una escoba, a diez centavos la hora, para que barriese un taller. Descubrió que su amoroso hermano era un animal y, peor aún, carecía de compasión y caridad.

Hizo Joseph la pausa final, antes de epilogar:

—Regresó a la casa de su padre.

—Un hombre entristecido es un hombre más sabio —dijo Rory—. Un viejo aforismo y verdadero.

—Es un relato tan viejo que se ha convertido en parte de todas nuestras creencias. El dinero lo es todo. Rory. No hay nada más. Cuanto antes asimiles esta verdad tanto antes adquirirás la sabiduría.

—Lo sé —admitió Rory—. Me lo has dicho con frecuencia, citándome la Biblia: «El dinero es la respuesta a todas las cosas». Dios bendiga el dinero.

Más tarde, Claudia le dijo, fulgurantes de excitación los ojos:

—¿No es delicioso? ¡Serás Presidente de los Estados Unidos! ¡Viviremos en la Casa Blanca! Voy a dar tal clase de fiestas de gala, ballets y actuaciones artísticas, que dejarán asombrado a todo el mundo por su sofisticación. Al fin y al cabo somos todavía una nación tosca. Ya es hora de la cultura en los asuntos políticos, y la selección y el estímulo de las artes.

—Todavía no he sido, siquiera, nombrado candidato —dijo Rory.

Rara vez conversaba con su esposa. Le inspiraba ella tanta indiferencia como a su padre le fue indiferente su madre. «Por lo menos mi madre no es una tonta», solía pensar. «En cambio mi esposa se llevaría todos los premios de honor en una escuela para imbéciles, y matrícula de honor de los débiles mentales». Pero Claudia era una maravillosa anfitriona, graciosa, encantadora, sonriente, acogedora y tenía buen gusto y cierta astucia. Cautivaba a casi todo el mundo, incluidos políticos cínicos del partido de la oposición. A veces afectaba una seductora modestia, y todo el mundo comentaba su «admirable recato». Que todo esto ocultaba un poderoso ego, una táctica a sangre fría para sobresalir, era algo que muy pocos sabían. Indudablemente una dama tan gentil, con tanta sagacidad para las cosas adecuadas, incapaz de ser torpe aunque fuera norteamericana, refinada, cultivada, sofisticada y fascinante, debía tener el alma de una «margarita empapada por el rocío». Cuando Rory oyó esta expresión en boca de un diplomático poeta, tuvo un acceso de íntima hilaridad. Después iba a visitar a su dama del día, de la semana, o del mes, donde por lo menos podía encontrar honradez. Hasta la honradez sincera podía ser comprada con dinero. En cambio, Claudia era un fraude aun cuando no tuviera la suficiente inteligencia para comprender que era fraudulenta y meramente un eco. Puro cartón piedra, pensaba de ella Rory. Elegantemente vestida y enjoyada y con gestos y gracias maquinales, pero en definitiva cartón piedra, salvo por el culto nativo a la codicia y a la conveniencia.

Claudia estaba positivamente convencida de que sería designado candidato por su Partido, aunque Rory estuviera escéptico pese al poder y al dinero de su padre. Pero al ir acumulando peso y persistencia la «promoción» a través del país, al irse gastando dinero en grupos de gerentes y otros políticos, para la campaña, y al aclamarle nacionalmente docenas de periódicos, Rory tuvo que admitir que el sueño de su padre podía ser posible. El dinero lo era todo. Realizaba milagros, hasta en una nación obstinadamente obsesionada por el «papismo» y los prejuicios religiosos. Los periódicos de la oposición comenzaron a mencionar cada vez menos su religión, como si estuvieran avergonzados de su parcialidad.

Comenzó a ser llamado «el Senador del Pueblo», aunque eran muy escasos lo que pudieran recordar y destacar cualquier cosa que hubiera llevado a cabo en este sentido. Rory, bajo una dirección astuta, decidió rectificar esto. Timothy Dineen, con acre y comprensiva sonrisa, conferenciaba con él constantemente. Timothy afirmaba:

—Estoy en desacuerdo con Abraham Lincoln. Si se es lo bastante listo, se puede engañar al pueblo siempre, y encima te lo agradecerán. No te sonrías burlonamente, Rory. No eres ni mucho menos el peor político en América. Ni siquiera eres un bribón de primera clase. Nunca robaste nada ni aceptaste sobornos.

Rory sostenía también numerosas consultas con el Comité de Estudios Extranjeros, cuya rama norteamericana decidió llamar, interiormente, La Conspiración. Le consideraban serio y aparentemente consagrado a sus objetivos internacionales, respetuoso, flexible, inteligente y agradable.

—Podemos hacerte Presidente —le dijo Jay Regan— si comprobamos que mereces toda nuestra confianza. Creo que eres más de fiar que el viejo Joe, tu padre, que tiene una lengua irlandesa demasiado aguda y una ironía que no puede predecirse… y es incómoda. No debes nunca desconcertar a nuestros amigos extranjeros, ¿sabes? No tienen sentido del humor.

—Mi padre tiene un humor negro, y le gusta ejercitarlo. Pero usted le encontró responsable, ¿no es así?

Fue a partir de entonces cuando Regan comenzó a estudiar a Rory. El joven deseaba ser designado y elegido. La cuestión para Regan era: ¿por qué? Las respuestas habituales ahora no encajaban. Había algo más. A Regan le desagradaban las cosas intangibles. También desconfiaba de la naturaleza humana y de la peor de todas sus manifestaciones: la capacidad de emplear un criterio independiente. Sospechaba que Rory practicaba tal capacidad, aunque no tuviera pruebas.

Una vez le dijo Rory afablemente:

—¿Qué sucedería si los periódicos averiguasen algo y todo… el asunto… fuera expuesto públicamente?

—No lo harían. Son propiedad nuestra, Rory. No se atreverían a oponerse contra nosotros. Bien, si hubiera la menor insinuación, siempre podemos exclamar: «¡Nosotros no! ¡Los culpables son los banqueros judíos!». Esto resolvería el problema. La gente cree posible cualquier cosa acerca de los judíos.

Rory meditó. Recordaba que el gobierno británico había desviado así la opinión popular. Le dedicó a Regan una sonrisa angelical, y esto desconcertó bastante a Regan.

Rory dispuso de un vagón particular de ferrocarril.

—La gente simula estimar la campechana sencillez y las tendencias democráticas en sus políticos y dirigentes —dijo Joseph—. Pero de hecho si un hombre es sencillo, rudo y sincero, y tiene dinero y posición, le desprecian y le consideran inferior a ellos. Después de todo, razonan, ¿serían ellos sencillos, rudos y sinceros si estuvieran en su posición? No. Serían ostentosos, majestuosos y altivos. Este hombre no es así. Por consiguiente, él no es superior a ellos, y entonces, ¿por qué iban ellos a ensalzarle?

Por consiguiente, Rory tuvo su vagón privado, y otro para sus gerentes y secretarios y publicistas y técnicos en relaciones públicas. En otros trenes los vagones eran ocupados por sus «hombres de avanzadilla», que recorrían toda la nación para preparar el camino al que secretamente llamaban «el joven jefe» con risas burlonas, pero también con adulación. Arrendaban locales, eran entrevistados por periodistas tan escépticos como ellos mismos, compraban planas enteras de anuncios en los periódicos, tenían folletos y carteles impresos. El rostro lleno de colorido de Rory aparecía por doquier, en farolas, en paredes y empalizadas, sonriente, chispeante, guapo, atractivo. Los recalcitrantes alcaldes, gobernadores y delegados del Partido, fueron sigilosamente sobornados, intimidados y pronto averiguaron que los sobornos eran muy generosos y las amenazas no eran en vano. Rory disponía de varios directores de campaña. Anunciaron su propósito de aparecer en todos los concilios primarios. Comentaron en todos los tonos su personalidad, su talento, su intelecto, su devoción al pueblo, su determinación de rectificar «toda injusticia», su antagonismo contra toda explotación, su desprecio por «los hombres de gran fortuna que no tenían la menor consideración con sus trabajadores sino que los trataban como a ganado». Aunque era hijo de un hombre poderoso y riquísimo, él no buscaba un cargo público por las ganancias sino para la obtención de la «equidad y justicia» y por un celo patriótico en servir a su país y a sus conciudadanos.

Rory quedó bajo la tutela y enseñanzas de políticos realistas. No iba a ser otro Bryan, un necio llamativo y vociferante. No iba a colocarse en un plan de igualdad con el populacho que acudía a oírle en los parques, en las calles y los locales de conferencias. Sería amable atento y simpático, pero no abiertamente democrático. Esto último le acarrearía desdenes. En todos los momentos se comportaría como un caballero abordable hasta un cierto punto, pero sin tolerar extralimitaciones. Al pueblo le gustaban los líderes, no un hombre igual que ellos. Admiraban a los héroes, pero no a los procedentes de la tropa, aunque fueran héroes. Querían hombres en quienes pudieran confiar, pero no que caminasen codo a codo con ellos. Les encantaban las bromas, pero también querían dignidad y un aura de potencia. Todo cuanto debería vestir era examinado cuidadosamente. Tenía que vestir con distinción, prendas caras pero con estilo y sin nada extremado. Cuando hablase, basándose en discursos meticulosamente escritos por astutos redactores, podía dejar que su natural elocuencia añadiera énfasis, pero nunca debía ser grosero. Un aire de candor, sí, y a veces hasta un poco de ingenuidad acompañada de risueños guiños. Pero nunca nada de familiaridad. Si era interrogado por individuos demasiado familiares y agresivos tenía que sonreír fríamente y contestar con breve formalidad. En todo momento debía emanar fuerza y decisión. Si era hostigado sobre su religión, tema que a ser posible nunca debía mencionarse, tenía que decir aproximadamente que todos los hombres honran a un Dios y le adoran, ¿y no era claramente poco americano y antidemocrático decidir en nombre de todos los hombres de qué modo debían honrar y adorar? Tenía que asumir una expresión de lástima, como si el interrogador hubiera demostrado fanatismo, algo que no debía constituir en absoluto un rasgo norteamericano. «Todos somos norteamericanos. Honramos a Dios y a nuestra patria, tanto si somos presbiterianos, metodistas, católicos, bautistas, judíos o episcopales, y tan sólo insinuar que cualquiera de éstos no ama a su patria devotamente y puramente ya es un deshonor para todos los norteamericanos».

Clérigos ortodoxos en muchas comunidades campesinas no creían en la sinceridad de Rory. Si llegaba a ser elegido Presidente… ¡«Dios nos preserve de tal calamidad»!…, el Papa tomaría por residencia la propia Casa Blanca, en Washington, y pronto dominaría al Senado y al Congreso, introduciendo la Inquisición española y sus aparatos de tortura, y en menos de un año, América, la América protestante, sería un satélite del Vaticano.

—¿Acaso nuestros antepasados no huyeron de tales calamidades? —gritaban desde los púlpitos—. ¿Huyeron para que sus nietos lleguen a ser esclavos del papismo, la idolatría y los sacerdotes?

Los auxiliares de Rory empleaban este mismo fanatismo para sus propósitos con una artería que era admirable y sutil. Hasta publicaban los desvaríos de los fanáticos y los invalidaban al solicitar del pueblo americano que sintiesen vergüenza por tener tales elementos en su inmaculado y tolerante ambiente. Lograron que efectivamente multitudes sintieran vergüenza y al ver a Rory sintiesen un impulso de afecto y protección hacia él, para demostrarse a ellos mismos que eran hombres justos y no necios ignorantes llenos de odio y espíritu vengativo. El otro Partido, en consecuencia, quedó desarmado. Si mencionaban la religión de Rory era sólo de paso, pero los periódicos los vituperaban y por lo menos muchos de ellos lo hacían así para demostrar su tolerancia. El Partido de la oposición se quedó casi sin un argumento hostil. Solamente les quedó mencionar que Rory no hizo nada notable en Washington como senador, pero los auxiliares de Rory emplearon con talento esta misma carencia a modo de propaganda. ¡No había hecho nada que fuera perjudicial para el pueblo, aunque estuvo en posición de poderlo hacer!

Un notable y famoso pastor en Filadelfia expuso tímidamente la siguiente cuestión: ¿el vínculo predominante de fidelidad de Rory sería hacia su nación o hacia su religión? Lo expuso privadamente, pero sus colegas le dieron publicidad. (Fueron magníficamente recompensados). El hombre había sido notable por su intelecto y su integridad, su justicia ante todas las creencias religiosas existentes en América, su bondad y caridad. Era una desgracia que hubiera resbalado esta sola vez, y lo deploró de inmediato como indigno de él. Pero los auxiliares de Rory lo proclamaron por todo el país a través de la prensa, y el pastor fue vehementemente condenado como «intolerante» y «antiamericano». Sus propios seguidores le declararon el ostracismo. Cuando era abordado con simpatía por furibundos fanáticos los rechazaba con cólera hacia sí mismo y disgusto hacia ellos, y de este modo se ganó aún más enemigos. Nunca recobró la autoridad y posición que estuvo antaño en su poder, y lo admitió como un justo castigo por su necio y privado desliz. Tenía muchos amigos que eran sacerdotes católicos, y que estaban indignados por la injusticia cometida con él, pero les suplicó que no intervinieran en su favor.

Claudia y sus hijos fueron empleados como una baza más a su favor. Aparecía ella con Rory y su prole en la plataforma posterior del vagón privado, una visión deliciosa y a la moda con sus hijos agrupados en torno a ella. Los auditorios quedaban encantados. Ella tenía una habilidad natural para la publicidad, y por ello sentíase en la gloria. Sabía mantener la vista baja recatadamente como convenía en una mujer, y con tímida sonrisa declaraba que no era una feminista y no creía en el voto para las mujeres, y que era solamente una esposa y una madre. Miraba con amor apasionado a Rory, a su lado, y tocaba gentilmente su brazo con su mano enguantada. Pero nunca se inmiscuía, nunca hacía valer sus derechos, nunca expresaba nada que no fueran las opiniones más apropiadas. Pedía los votos para su esposo, «porque yo conozco su profundo amor por este país y por la justicia social, la paz y el progreso. Ha conversado conmigo a menudo sobre estas cosas, después de haber acostado yo a los niños y oído sus inocentes plegarias. Somos gente sencilla y les hablamos con sencillez». Habiendo sido bien asesorada, hablaba prudentemente con granjeros, obreros, empleados y patronos, sobre sus «problemas». Rory los rectificaría. No sería un «instrumento» de políticos venales y establecidos. Serviría a su país y a sus hijos. Estaba por encima de toda política. Sería el Presidente del pueblo, sin distinción de partido, raza o credo. Había tomado sobre sí esta carga, no por el dinero ni la posición, ya que poseía ambas cosas en enorme cantidad. Deseaba solamente ofrecer su vida y sus talentos a América.

Hasta las sufragistas que le tenían resentimiento a ella por antifeminista, quedaban encantadas con Claudia. Daba concurridas sesiones de té para mujeres, aunque no pudieran votar.

—¿Para qué ocuparse de ellas? —había preguntado a los auxiliares de Rory.

Le expusieron muy gravemente que si bien las mujeres no podían votar ejercían sin embargo una gran influencia sobre sus maridos. Con desacostumbrada perspicacia les replicó ella:

—Pues yo no, caballeros —y pareció sinceramente melancólica. Pero estos intervalos sentimentales eran escasos. Sus ojos estaban fijos en la Casa Blanca.

También Bernadette fue enrolada para prestar servicio. Era, de lejos, mucho más política que Claudia. Nadie tenía que decirle lo que debía hacer. Gorda, «sin pretensiones», y evidentemente matrona y madre, era directa y activa, y atraía a las madres, quienes a su vez trataban de atraer en sus maridos, hostigándolos. Hablaba únicamente de niños a las mujeres, manifestándoles la preocupación de su hijo acerca del trabajo infantil y la explotación de los niños.

—Los hombres, atareados con todos sus negocios, ignoran a veces estas cosas. Es necesario que nosotras las mujeres, les aconsejemos.

Daba a entender que Rory estaba realmente interesado en los votos para mujeres. Sus tés eran deliciosos y eran concurridos y su risa campechana y su «sincera sencillez» era aplaudida en muchos periódicos. Fue mencionado el historial de su padre en el Senado, aunque vagamente, ya que nadie podía recordar exactamente dicho historial. No obstante, se insinuó que fue ejemplar y guiado por su honda preocupación por el carácter americano y la justicia para todos. El señor Lincoln había intercambiado a menudo confidencias con él.

Si Rory charlaba alguna vez, como lo hacía privadamente, con miembros de la Sociedad del Sagrado Nombre y los Caballeros de Colón, no se mencionaba en la prensa.

La dualidad de su carácter era un elemento de buen éxito para él. Hablando ante hombres exigentes y brutales era sinceramente exigente y brutal. Podía ser áspero y cínico cuando era necesario, y hasta vengativo, y después con otros era suave, evasivo, refinado, cordialmente intelectual. Todos sus rostros eran igualmente sinceros. Sus consejeros admiraban esta cualidad suya, proteica, pero nunca dejaban que fuera desplegada inadvertidamente ante auditorios que no fueran los apropiados.

Era incansable. Parecía inmune a la fatiga. Si su juventud era a veces mencionada en tono de duda, contraatacaba afirmando que el saber no procedía necesariamente de la edad y que quizás ésta debía ser la Era de la Juventud. Con abordamientos nuevos. Con el entendimiento de que América era un país joven, y ¿por qué no iba a hablar también la juventud en los cónclaves de los asuntos nacionales? Después de todo, añadía con un guiño jocoso, la juventud era una enfermedad que el tiempo curaba. Mientras, la juventud tenía algo que decir a América. Citaba la Biblia… cuidadosamente, la versión del rey Jaime, al efecto de que los «viejos tenían sueños, y los jóvenes visiones». Ambos eran necesarios. América había nacido de sueños y de visiones. Sin ellos, una nación era un pueblo muerto. «Un pueblo sin una visión debe perecer». Éste era el toque personal de Rory, y suscitaba la creciente admiración de sus cohortes.

Nunca aparecía fatigado. Podía hablar a la medianoche, y después hallarse en plena forma para hablar al amanecer en las estaciones de ferrocarril, desde la plataforma de su vagón privado, a grupos de agricultores y obreros. Era elocuente y fogoso, humorístico y lisonjero, divertido y preocupado. Algunas veces sus propios secuaces se preguntaban:

—¿Qué es lo que realmente le impulsa? —y nunca lo supieron.

Pero había algunos que tenían barruntos[36], conociendo tanto a Joseph Armagh como a su hijo. Éstos, sin embargo, no se hallaban entre los auditorios de Rory. Se reunían en Nueva York y Washington. Leían largas cartas aparentemente confusas, procedentes de Europa, y discutían fríamente su contenido.

Aparentemente no existía límite para los millones de dólares que Joseph derramaba para Rory. No eran gastados ostentosamente. Pero el poder y peso de aquellos millones esparcidos surtía su efecto.

—Ganaremos —le decía Joseph a su hijo, y Rory comenzó a creerlo—. Ya no me queda nada en el mundo, salvo tú. Nada.