Había sido un caluroso día de julio y se aproximaba el ocaso, pero el ciclo era de un cobrizo oscuro contra el cual los árboles destacaban con verdor poco natural, y las colinas se habían tornado tostadas. Todo se destacaba en aquella ominosa luz con hiriente viveza y claridad y aparecía demasiado cercano, demasiado insistente y detallado. Cada tallo de hierba era saliente, amenazador, como una navaja de esmeralda que pudiera cortar el pie, y los colores de las flores tenían una intensidad de pesadilla. Había una profunda quietud sobre todas las cosas; nada se movía, ni una hoja, ni una flor. Hasta las fuentes en los jardines habían dejado de murmurar, y no había pájaros a la vista.
El campesino que había en Joseph supo que la ausencia de pájaros en aquel momento del día presagiaba una tormenta. Bajó por la alameda hasta la verja y después por el camino hacia la casa de Elizabeth. El cobre en el cielo había adquirido una pátina, al oeste, como de latón. Un hálito ardiente rozó el rostro de Joseph y le olió a azufre y a sequedad quemante. Traspasó el umbral de la verja de la casa de Elizabeth. No había visto ni un carruaje ni una persona por el camino. Todo había tomado refugio instintivamente.
Había sillas y mesitas blancas bajo el enorme roble oscuro cerca de la casa y allí sentábase Elizabeth con un vestido blanco demasiado brillante para aquella siniestra iluminación. Tenía echado sobre los hombros un chal blanco. Su claro cabello tan severamente peinado, su quieto semblante y cuerpo, podían haber sido los de una estatua sentada. Al verle, ella no se movió. Solamente le miraba fijamente mientras él abandonaba la senda y acudía hacia ella. Entonces, cuando ya casi estaba rozándola se levantó arrojándose en silencio entre sus brazos y permanecieron enlazados sin una palabra, manteniéndose mutuamente como si estuvieran muriéndose. El frío rostro de Elizabeth se aferraba contra un lado de su cuello. Su pecho aplastaba el seno femenino, sus brazos eran como hierro en su delgada carne. Ella le enlazaba con la misma desesperación. No lloraba, ni gemía, ni emitía sonido alguno.
Ni siquiera pensaron en la posibilidad de gente al acecho, de cortinas apartadas, de ojos curiosos espiando. Desde su propia ventana, Bernadette pudo ver aquellas figuras distantes enlazadas intensamente en una agonía que a ella no le era permitido compartir con su esposo. Dejó caer la cortina de encaje y reclinando la cabeza a un lado de la ventana de celosías, lloró silenciosamente, las lentas y amargas lágrimas resbalándose rostro abajo sin un sollozo. Era su hija la que había muerto, pero Joseph había ido a otra mujer en busca de consuelo, y se fundía con ella como si formasen un solo cuerpo erguido, el blanco vestido de Elizabeth tan quieto como la piedra. Por vez primera Bernadette supo que Joseph nunca la amaría, y que lo más probable era que la abandonase. Cayó pesadamente de rodillas tras la ventana y reclinó la cabeza en el antepecho de mármol entregándose de lleno a la aflicción como si fuera una viuda y su esposo nunca hubiera de regresar.
Un viento furioso se elevó súbitamente, y hubo un fogonazo de relámpago y otro, y el retumbar estrepitoso del trueno. La luz cobriza fue barrida por la turbulencia de negras nubes. El relámpago fogueó una y otra vez, y los árboles sacudieron sus verdes crines como enfurecidos. Y llegó la lluvia, sábanas de reluciente plata en la opacidad del cielo, repicando, embistiendo con recio chasquido y velando toda visibilidad.
Joseph y Elizabeth se hallaban en la oscuridad y el fuego blanco que invadía la pequeña sala. Sentábanse juntos, entrelazadas las manos sin mirar a nada, sólo a medias escuchando el aullido de la tormenta, del viento y del trueno. Sentían consuelo en su proximidad, y compartir su dolor les atraía más cerca aún. Joseph le relató las últimas palabras de Ann Marie, y cómo las había exclamado como si pareciese «ver» a Courtney, y que él había «venido» en su búsqueda. Elizabeth escuchaba en silencio, y ahora sus ojos permanecían fijos con dolida absorción en el semblante de Joseph, alternativamente oculto para ella en la oscuridad y luego revelado por los relámpagos.
—Estoy contenta —dijo por fin con su voz serena que sólo temblaba levemente—. Creo… quiero creer… que mi hijo vino a recoger a tu hija. ¿Cabe otra explicación para el discernimiento de Ann Marie, y, como me has contado, su casi dichosa agonía?
Joseph la besó suavemente en la helada mejilla. Le relató entonces cómo su madre moribunda había «visto» aparentemente a su difunto padre, que venía en su busca. No obstante tenía el convencimiento de que eran únicamente coincidencias, el último deseo de los moribundos. Esto no se lo dijo a Elizabeth, pero ella captó su resistencia.
—¿No crees que Courtney vino a buscar a Ann Marie, Joseph? ¿No crees que su padre vino a recoger a tu madre?
No quería él acrecentar su pena. Titubeó al decir:
—He oído hablar de clarividencia. Pudo ser solamente esto.
—Pero ¿qué es la clarividencia? Es una palabra, y tenemos la costumbre de recubrir lo inexplicable con una palabra y después creer que hemos resuelto el asunto dándole un nombre. Hemos añadido tan sólo más oscuridad al misterio. Yo creo… yo creo… Por vez primera creo de verdad. He sido solamente una católica de nombre, escéptica y a distancia, sonriendo ante la información de milagros y simples misterios, y ahora creo que yo era una necia. Una sofisticada necia, que era demasiado estúpida para maravillarse y pensar… y esperar. Me has dado esperanza, Joseph, y por favor, no sonrías.
—No estoy sonriendo —dijo él, y ella vio su rostro en otro estallido de relampagueo y pensó que tenía aspecto de muy enfermo.
Pensaba él en las tres tumbas de la parcela familiar, Sean, Kevin y Ann Marie, y la negra tierra que se había engullido a aquellos que amó y sabía que no podría creer que hubiera algo más que su carne muerta y que, sin embargo, estuvieran aún conscientes en algún lugar insondable más allá de las estrellas. Era algo contra toda sensatez, contra toda razón. Un perro vivo, dijo el rey David, era mejor que un león muerto, porque tenía el ser, y Sean, Kevin, Ann Marie, Harry y Charles ya no tenían más el ser, y habían cesado de existir. Pensó en Harry y en toda la vitalidad y chispa que lo había animado, y pensó en Charles, instruido, intelectual y pensador. Todo esto había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos y nada quedaba: ningún conocimiento de que hubieran jamás existido. Un hombre racional tenía que aceptar esto y no esforzarse en penetrar las neblinas y mitos impulsado por la tortura de su corazón.
Pero las mujeres eran diferentes. Tenían que ser amparadas por mentiras consoladoras y hacerlas creer en lo irracional. Por esto dijo Joseph:
—Puede que sea verdad que estén ahora juntos, ya que Ann Marie no disponía de ningún medio de saber que Courtney estaba muerto…
Por vez primera pensó Joseph en la madre de sus hijos, y ella había perdido a dos de ellos, y había querido a Kevin y estuvo inconsolable durante meses, y podía él oírla llorando en la noche, posiblemente no por su hija sino por la inmensa desgracia de los años de lenta agonía de su hija. «Maldita sea», pensó, «ni siquiera la tomé nunca en consideración. Ella sabía, estoy seguro, dónde iba yo esta noche. Bernadette no es tonta. Quizás ha sabido lo de Elizabeth y yo todo el tiempo. Tendría que haber sido una idiota para no saberlo».
Había sentido compasión por Bernadette tan sólo en muy pocas ocasiones en su vida conjunta, una acre y contenida compasión. Pero ahora sentía un hondo malestar en espasmo de lástima por su esposa. Sabía que ella le amaba, y realmente amaba solamente a él, y se sublevó, como siempre, contra aquel amor, pero ahora era también con lástima, aun cuando esta lástima estuviera matizada de su habitual impaciencia. Sentía horror ante la idea de regresar a aquella casa y a su esposa, y confrontar de nuevo su dolor, su insoportable dolor, en el silencio de sus aposentos. Sabía qué se sorprendería a sí mismo escuchando en espera de algún rumor desde las habitaciones de su hija, algún balbuceo infantil, algún grito llamándole a él, como los oyó durante muchos años cuando estaba en casa. Pero tan solamente la noche le contestaría.
«Toda la maldita tierra es una tumba», pensó, «y nosotros los caminantes sobre incontables tumbas. Habríamos estado mejor si ninguno de nosotros hubiera jamás nacido, para pasar a través de tanto, y ¿para qué? ¿Para poder tener unos pocos días de risas, de esperanza, de ambición, de estímulo, y después nada? ¿Vale la pena vivir por tan poco? ¿Cómo le había llamado Charles a esto? “La negra noche del alma”. Pero tenemos negras noches del alma la mayor parte de nuestras vidas, y solamente un breve amanecer o dos, o un poco de música, o el roce de una mano viviente en ocasiones, y por lo que a mí respecta, no creo que valga la pena considerando toda la duración de la existencia».
—Ven a Nueva York la próxima semana —le dijo a Elizabeth, pero sin apremio, porque era mucho el peso y la desesperación en su pecho.
—Sí —dijo ella, y sabía lo que él experimentaba, porque lo sentía en ella misma.
La tormenta había pasado. Elizabeth no le pidió que se quedase cuando él se puso en pie, porque sabía que ningún ser humano podía darle consuelo. Joseph inclinándose la besó con la gentileza de una angustia compartida, y salió al exterior en la cálida y decreciente lluvia y en la casi violenta frescura y fragancia de la noche nueva tras una tormenta. Una luna llena estaba ahora corriendo locamente a través de guiñapos de negras nubes, y Elizabeth permaneció en su umbral y observó a Joseph todo el tiempo en que pudo aún divisarle en aquella entremezcla de blanco brillo y máxima oscuridad. Había deseado con toda su alma que llegara aquella noche porque estuvo acometida por un gélido terror y desesperada. Necesitaba consuelo y promesas de que nunca la dejaría. Porque justo antes de recibir la noticia de la muerte de Courtney, se oyó decir que tenía un cáncer imposible de operar y que disponía, a lo sumo, de unos seis meses de vida. De no haber muerto tan recientemente Ann Marie y Courtney, ella se lo habría revelado, reposando en la fuerza y seguridad de sus brazos. Pero ahora él estaba tan desolado como ella misma y no podría soportar, en aquellos momentos, aún más dolor. Le confortó no habérselo dicho. Nunca se lo diría. Compartir sufrimiento y temor no los aminoraba; sólo añadían mayor peso a la carga ya que entonces eran dos sufriendo en vez de uno. «Debo tener valor», se dijo a sí misma, mientras comprobaba que Joseph ya no estaba más a la vista. «Lo que tenga que ser, será, y no hay nada que alguien pueda hacer. Al final, estamos solos, tal como nacimos».
No había rumor alguno excepto la actividad de los sirvientes en la gran mansión blanca, mientras Joseph subía a la planta alta. Pasó ante la alcoba de Bernadette. La puerta estaba abierta y no había luz alguna. Se detuvo. La luz de la luna penetraba en el cuarto y vio entonces a Bernadette yacente en el suelo cerca de la ventana, sin moverse, sin hablar. Se dirigió hacia ella doblando una rodilla junto a ella y cuando la luz de luna volvió a relucir vio su húmeda e hinchada cara y la pena y el anhelo en sus ojos.
Colocó sus brazos tras sus espaldas y la atrajo hacia él manteniéndola y ella lloró contra su pecho sin decir nada. Él sintióse avergonzado y ya no sentía impaciencia. Dijo:
—Vamos, vamos, querida, después de todo ha sido para lo mejor. No llores así. —Pero sabía que ella no estaba llorando en aquellos momentos por Ann Marie, y añadió—: Créeme, Bernadette, nunca te abandonaré. Lo juro ante Dios. Nunca te abandonaré.
La campanilla para la cena tintineó suavemente y, por último, bajaron juntos la escalera, asidos de la mano, y el ancho rostro colorado de Bernadette estaba más radiante y rejuvenecido que lo estuvo durante años.
Joseph había enviado a Rory un cablegrama comunicándole la muerte de su hermana gemela apremiándole a que no regresase de inmediato, sino que continuase en su misión. Añadió en su cablegrama que no había nada que Rory pudiera hacer, y que la muerte no había sido inesperada, y que estaba agradecido por haberse hallado en Green Hills cuando Ann Marie murió.
Timothy Dineen, sólido, cabello gris, calmoso y pétreo, había reemplazado a Harry en la gerencia de los negocios de Joseph y vivía ahora en Filadelfia. No se había casado. Había amado a Regina Armagh constantemente durante todos aquellos años, con la obstinada dedicación del irlandés. No supo hasta estar en Filadelfia que ella le había escrito a su hermano dos veces al año y que Charles estaba obligado a destruir las cartas. Tampoco había sabido que Charles tomó para sí la responsabilidad de escribirla brevemente algunas veces cada año informándola de las novedades en su familia. Ahora, como secretario confidencial de Joseph, y como gerente de las Empresas Armagh, abría las cartas dirigidas a Joseph durante su ausencia. Abrió la de Regina, y pese a todo el tiempo transcurrido reconoció la clara delicadeza de su caligrafía. Le dio un brinco el corazón. Había dado por muerta a Regina desde hacía años, ya que Joseph nunca había hablado de ella, y al principio le costó pensar en ella como Hermana Mary Bernarde. Al ir leyendo su carta sintió el antiguo dolor y añoranza; dedujo que ella ignoraba que Joseph no leía sus cartas. Ella creía, únicamente, que no las contestaba por sí mismo, sino que delegaba en otros hacerlo. Sin embargo, aparentemente, Bernadette, lo mismo que Charles, le habían escrito y también Rory, su sobrino. Se dirigía a Joseph con profundo cariño y devoción llamándole «mi más querido hermano», y suplicaba al final que él pudiera eventualmente hallar en su corazón la misericordia de perdonarla por «cualquier dolor involuntario que yo haya podido causarte, mi querido Joseph, al hacer lo que tuve que hacer. Estás siempre presente en mis oraciones».
Exponía que Rory la había escrito sobre las muertes de Charles Deveraux, Harry Zeff y Ann Marie algún tiempo antes, pero que al hallarse ella misma enferma por entonces, no pudo enviar una carta de pésame. No mencionaba la naturaleza de su dolencia pero a instantes su caligrafía oscilaba como si ella estuviera todavía débil y trémula. Toda su carta estaba plena de amor, ternura y consolación, y una fe simple que hasta el propio Timothy encontró un poco ingenua y adolescente. No se condolía por los muertos, sino que únicamente compadecía a los vivientes por sus pérdidas. «Las almas de aquellos que amamos han ascendido para pasar al cuidado y misericordia de Dios», escribía. «No debemos perturbarles con nuestras lágrimas y nuestra aflicción. Debemos tan sólo rezar por ellos y confiar en que ellos rezan por nosotros».
Timothy no vislumbraba el rostro de una mujer de cincuenta y cinco años, sino el semblante de la joven Regina, bonito por encima de toda imaginación, con aquella luminosa mirada que era tan conmovedora y patética, y la masa de lustroso cabello negro. Pensó: «Nunca vivió en absoluto en este mundo, en ningún momento, y sigue todavía sin vivir en él, y está resguardada no solamente por su claustro sino por su inocencia y fe. Quizá solamente por su inocencia». Comprendió entonces que aun cuando no hubiera vivido en un convento en su niñez hubiera sido inevitablemente atraída hacia aquella vida de reclusión… y escapismo. El mundo no era lugar para seres como Regina Armagh. Pensó en algunas de las monjas que conoció durante su propia infancia, monjas como Regina. Posiblemente la Iglesia comprendía a estas mujeres y por misericordia les ofrecía un refugio contra una lucha y una batalla de las cuales nunca habrían sobrevivido, porque eran las sempiternas «párvulas», pese a poseer inteligencia y decisión. En consecuencia, la crónica nostalgia que Timothy había albergado todo aquel tiempo se acentuó y contestó a la carta de Regina como si fuera un bondadoso hermano mayor y manifestó que Joseph estaba bien. Tomó la sencilla estampa sagrada con la oración que Regina había enviado a Joseph y la colocó lentamente en su cartera.
Se reclinó cuidadosamente en su silla, ya que ahora era corpulento, y reflexionó sobre un rumor que oyó recientemente acerca de que la familia Armagh estaba «maldita». No podía recordar quién mencionó tal cosa, y se rió de ello. Todas las familias, al ir envejeciendo, sufrían desgracias y defunciones, excepto las muy afortunadas, que eran escasísimas. Sonrió ante su propio pensamiento: «¡Espero tan sólo que la “maldición” no se extienda a mí, como parece haber hecho con Harry y Charles, que no pertenecían a la familia!». Rió mientras se santiguaba.
En cuanto a Joseph, la progresiva amplitud de su fortuna daba vértigo aun entre sus propios semejantes los «barones salteadores». Esto debía contener su propia consolación, pensó Timothy…, lograr aquello que uno se había propuesto conseguir. Era probablemente el único consuelo que el mundo tenía por ofrecer.
Meditó de nuevo sobre lo que Joseph le dijo unos días antes:
—No es excesivamente prematuro para empezar ya a fomentar el ambiente en favor de Rory como Presidente para 1911. Por consiguiente, quiero que selecciones un personal competente para esta finalidad. No ha de escatimarse dinero alguno. Bastará con que me lo pidas. Te harás cargo de sus jiras yendo con él en los comicios preliminares. Necesitarás varios especialistas en publicidad… Contrátalos. Y también técnicos en relaciones públicas. Secretarios. Diversos entendidos en campañas, que concertarán cenas, discursos, reuniones, mítines con el público y los políticos de todas las grandes ciudades, y también en las más pequeñas. Lemas. Carteles. Entrevistas. Rory tiene gran personalidad. Es una lástima que las mujeres no puedan votar, pero también les cae bien a los hombres. Debe ser presentado como el amigo del pueblo… El hermano de un héroe de la guerra. Steve Worthington lo está promocionando desde dentro… —Joseph hizo una pausa mirando a Timothy con fijeza, pero el rostro recio de Timothy era cuidadosamente blando. Añadió Joseph—: Ya sabes lo que tienes que hacer. Cada irlandés es instintivamente un político.
—Costará un montón de dinero —dijo Timothy—. Y usted sabe, Joe, que la nación es muy «antipapista». Bastará que brote un leve susurro de que Rory está disponiéndose a conseguir la designación en representación de nuestro partido y habrá una inundación nacional de perversas difamaciones, acusaciones histéricas y denuncias. Será aún peor que la propaganda antibritánica en la nación, y Dios sabe lo violenta y enconada que es. He estado efectuando por mi cuenta una pequeña y cautelosa investigación, sabiendo que usted tenía el propósito de que Rory tratase de ser designado por nuestro Partido. Dejé caer insinuaciones aquí y allá por Chicago, Nueva York, Boston, Filadelfia, Buffalo, Newark, y otras muchas ciudades. Y la respuesta fue muy…, digamos, acérrima, en rotunda oposición, aun entre los políticos de nuestro Partido y aun entre los católicos. Me han preguntado: «Pero ¿es que Armagh quiere llevar a la ruina a nuestro Partido?». Hasta me han preguntado si es que usted se propone desatar una guerra religiosa en esta nación de supuesta libertad de cultos. El prejuicio es ahora todavía peor que lo fue hace treinta, veinte años, pero esto lo sabe usted. Simplemente, los católicos romanos no somos estimados, Joe.
—No lo ignoro —dijo Joseph con impaciencia—. Pero te olvidas del ingrediente más valioso de cualquier campaña: dinero. Estoy dispuesto a gastarme veinte, cuarenta, cincuenta millones de dólares, y más si es necesario, para hacer a mi hijo Presidente de los Estados Unidos. Ni siquiera los Rockefeller aportarían tanto dinero para ninguno de sus hijos. ¿Para qué te crees que he estado viviendo y trabajando?
Timothy sobresaltóse ante la colérica pregunta. Le había intrigado con frecuencia, cavilar en qué era lo que impulsaba a Joseph Armagh, y ahora ya tenía una idea. Era un rostro tenso y vengativo el que estaba contemplándole, los hundidos ojos azules rebosando fuego y resolución. El cabello de Joseph podía ser blanco, pero era todavía espeso y vital, y la cara era la de un joven, invencible. El padre de Timothy fue un risueño y jovial irlandés, pequeño, rotundo y alegre, pero había mencionado con frecuencia, con melancólicos meneos de cabeza, los «sombríos irlandeses» que carecían de humor pero eran implacables, llenos de misticismo, imperiosos.
—Éstos nunca olvidan, Tim —solía decirle su padre—. Claro que puestos a pensar, nunca olvidamos…, al amigo o a un enemigo. Es lo más sensato mantenerse fuera del camino de ellos, opino yo, mozo.
Pero tenían una terrible fascinación, pensó Timothy. Nunca se rendían y en cierto modo tenían grandeza al igual que el mismísimo orgullo del Diablo. Los reyes irlandeses debieron ser así, hasta que fueron asesinados por los ingleses.
Timothy, que nunca conoció el hambre, el frío, la adversidad, grandes penas o la insoportable desesperación, comprendió súbitamente y por vez primera estuvo orgulloso de su raza que había sobrevivido a todas estas calamidades. Él mismo era un poco anglófilo, y simpatizaba con los ingleses y la misma Inglaterra cuando viajó por el extranjero. Le había agradado el aura de enorme potencia del Imperio Británico que detectó en Londres. Le gustaba el realismo de los ingleses, su impulso de conquistar y dirigir. Había admirado la sensación de inmutabilidad en Londres, la increíble potencia, y la serenidad que solamente el poder trae consigo. Los ingleses literalmente dominaban el mundo. Podían ser caballeros, en su gobierno y clases dirigentes, pero tenían un admirable sentido de las realidades, del dinero y del dominio, sabiendo que no tenían rival en el mundo. Firmes materialistas, habían creado la revolución industrial. El trono de Inglaterra era el centro del universo y a los ingleses no les importaba un comino la opinión de «aquellas castas inferiores fuera de la ley». Preferían, si necesario era, ser odiados y temidos más que apreciados y meramente aceptados. Tal pragmatismo había llamado la atención de Timothy.
Sin embargo, ahora, observando a Joseph Armagh, Timothy se dijo que los irlandeses tenían todas las cualidades de los odiados ingleses, y algo más, que era intangible, pero formidable. Quizá fuera la negativa a aceptar lo que otros llamaban lo inevitable y «los límites». Para los irlandeses, o por lo menos así era en el caso de muchos de ellos, no existían límites que no pudieran ser traspasados, ni aspiraciones que no pudieran ser colmadas si uno las deseaba con suficiente fuerza y nunca se desviaba ni titubeaba. Joseph era uno de ellos y Timothy comenzó a creer que era enteramente posible que Rory Daniel Armagh pudiera convertirse en Presidente de los Estados Unidos si su padre lo quería así. Joseph lo quería así.
—Tengo a la mitad de Washington en mi mano —dijo Joseph, y sonrió acremente—. Te consta, Tim. O sea que entremos en acción. El dinero lo puede comprar todo. ¿Crees que he estado inactivo todos estos años? Sé lo que conozco. Por lo tanto, ponte al trabajo, Tim, y pide todo cuanto necesites.
—Los mugwumps[34] y los populistas, en Washington, no le tienen simpatía a Rory —dijo Timothy—. Le califican de monárquico y cosas peores. Nunca ha apoyado una medida «para el bien público», como dicen los socialistas. Le han acusado de ser un aristocrático «miembro de las clases dirigentes». Se opuso al proyecto de Trabajo Infantil y de las Uniones, entre otras cosas.
—Ahora superará al propio Bryan, el idealista —dijo Joseph—. Desde hoy mismo en adelante. La legislación social va a ser respaldada con celo, y elocuencia, por el senador Armagh. No es vulnerable como Bryan. No es tonto…, y tenemos dinero. No hay nada en Rory que pueda ser ridiculizado; nunca se comportó como un imbécil. No puede ser satirizado; sabe contratacar satíricamente y admirablemente. Tiene ingenio, buena apariencia e inteligencia… y dinero.
Al asentir Timothy silenciosamente, en la pausa, prosiguió Joseph:
—Ahora, como primer movimiento comenzaremos una campaña contra los prejuicios…, contra cualquier hombre, por cuestiones de raza o de religión. Haremos un llamamiento al famoso sentido del juego limpio de los norteamericanos. Publicaremos que Rory ha sido invitado a visitar y conocer al Papa…, y que Rory declinó la invitación. Si, ya sé que no es verdad, pero producirá un impacto en los norteamericanos. Rory mencionará que no está en favor de la «educación parroquial», aunque debería ser tolerada en nombre de la libertad de elección. Rory atacará a los hombres de gran fortuna «que no tienen sentido de las obligaciones hacia su patria y hacia los pobres». Rory será el paladín de los trabajadores y de la justicia social. Lo hará con fervor. El pueblo no se reirá. Tiene dinero. Ha aprendido mucho. Ya le llegó el momento de que se ayude él mismo, de acuerdo a los consejos que recientemente recibí.
Mirando a un lado, más neutra la voz, agregó Joseph:
—Rory tendrá el respaldo de muchos de mis amigos. Esto puedo prometerlo. Rory será más americano que el americano corriente. Será tan americano…
—Como un vaso de cerveza de cinco centavos —dijo Timothy.
Joseph emitió su breve y ronca risa.
—Sí. Bien, comienza a trabajar tan pronto como sea posible, Tim. He efectuado ya mucho trabajo de zapa yo mismo durante muchos años. No olvides mencionar a Tom Hennessey, «el amigo del pueblo, el enemigo de los privilegios», el abuelo de Rory.
Se puso en pie.
—Puedo repetirte de nuevo… que mis amigos respaldarán a Rory. Ellos saben lo que yo quiero.
Timothy había conocido a Rory desde su temprana infancia. Se preguntó si Joseph Armagh conocía realmente a su propio hijo.