Ann Marie tenía treinta y seis años, y su hermano «El Senador», vino desde Washington a Green Hills, a la «Colonia», para celebrar el aniversario conjunto de ambos. Su esposa vino con él, quejicosa como siempre y expresando su opinión de que aquello era una penosa obligación considerando que «la temporada estaba en plena floración, y necesitas ser visto, Rory». Sus hijos, desatendidos por ella y cuidados por sirvientas e institutrices bien pagadas pero indiferentes, la fastidiaban. Mentalmente una niña ella misma, consideraba a sus niños como rivales. Le recordó a Rory que sus padres habían planeado una reunión de cumpleaños para él en Washington, y que ahora debía ser pospuesta por varios días.
—Después de todo —solía quejarse a Rory— lo debes todo al hecho de que te casaste conmigo y yo soy de familia distinguida, mientras que tu padre es tan sólo un hombre de negocios.
No pudo ella comprender por qué Rory se rió tanto que casi tuvo un acceso de histeria.
Ann Marie parecía más que nunca una niña, sonrosada, rolliza, sonriendo inocentemente, balbuceando, jugando con sus muñecas. Rory, su mellizo, sentábase en sus habitaciones con ella intentando hallar en aquel rostro vacuo y los luminosos ojos, algún indicio de la hermana a la que quiso y que había crecido con él en el seno materno. Cierta vez en que estaban solos le dijo a ella muy suavemente:
—¿Ann Marie? ¿Te acuerdas de Courtney?
La rosada sonrisa habíase ensanchado. Pero repentinamente vio Rory en aquellos ojos brillantes una sombra, un terror, una angustia que le sobresaltaron. Después ya no quedó nada. Estaba intrigado. ¿Cuánto recordaba Ann Marie? ¿Estaba ella agazapada tras aquella rosácea y rolliza fachada, escondiéndose? La suave mano floja en la suya habíase tensado crispándose, y luego de nuevo estuvo inerte y ella hablaba de su nueva muñeca. Cuando él se levantó para irse, suspirando, ella alzó la vista desaparecida la sonrisa.
—¿Rory? —dijo lentamente.
Le había reconocido, entonces, aunque cuando apareció apenas hacía una hora ella le había mirado interrogante, con la tímida e inquieta sonrisa de niña, encogiéndose a la vista de un desconocido.
Se inclinó sobre su hermana.
—Sí, querida, dime.
Ella tendió sus brazos gordezuelos y él la abrazó, y sintió el temblor de la mejilla de ella contra la suya. Después gimió ella:
—Rory, Rory. Oh, Rory… Courtney —y se asía a él desesperadamente, y él no se atrevió a moverse ni a hablar.
Después dejó ella caer los brazos y él se incorporó y ella estaba de nuevo mirándole con dilatados ojos de niña muy pequeña, y riendo le tendió una muñeca, diciéndole:
—Besa, besa.
Su madre le dijo a Rory con una lasitud no del todo afectada:
—Ojalá tu padre permitiese que ella se fuera a una buena clínica privada. No puedes ni darte idea, Rory, de la desesperanza y la responsabilidad que supone tenerla aquí. Ann Marie está haciéndose cada vez más corpulenta, pesada, y las enfermeras se quejan y se van, no importa lo que se les ofrezca como paga. Cada vez camina menos y pasa más tiempo en la cama, y está tan gorda que no puedo comprender qué es lo que quieren significar los médicos con esto de la «atrofia». ¡Indiscutiblemente no está consumiéndose, ni fatigándose! Ya no puede salir de paseo. Es casi imposible llevarla arriba y abajo de las escaleras, y ahora su padre está instalando un ascensor para ella. Ella es como un bebé voluminoso. Es más de lo que puedo soportar. Háblale a tu padre. Cuando tenemos reuniones aquí, algunas veces chilla desde arriba y pone nerviosa a la gente, y algunas veces pelea con sus enfermeras y es indominable y grita que tiene que ir a los bosques. Realmente, Rory —y suspiró ella— cada vez está peor. Y… a veces el olor es tan desagradable, y me avergüenza hablar de ello. Todo el rellano superior, a veces… Degeneración completa, dicen los doctores, que están de acuerdo conmigo que estaría mucho mejor en algún sanatorio especial.
—¿Nunca habla acerca… de algo? —preguntó Rory.
—No. Si no la veo por unos días, y Dios sabe que ahora siempre estoy aquí, y voy a sus habitaciones, ella me mira fijamente y gimotea y no me reconoce a mí, su propia madre. Es muy extraño. Reconoce en cambio a tu padre, no importa lo largas que sean sus ausencias. Tengo la sensación de que hay una maldición sobre esta familia, Rory, una maldición.
—Por favor, madre —dijo él, pero frunció el ceño. Y no habló de estas dos conversaciones con su padre.
Joseph trataba de estar en Green Hills por lo menos una semana cada mes para ver a su hija, intentando encontrar a la que fue su hija, descubrir aquella «alma» que habitó antaño en aquella carne hinchada. Pero era como acechar el interior de un hondo pozo donde solamente los reflejos rizaban la superficie. Acariciaba aquel suave cabello castaño, notando las franjas grises que iban ensanchándose, y las crecientes arrugas en el blando rostro rosado. Algunas veces ella parecía tener sesenta años, casi maciza en su gordura, inerte, pestañeando, sin ver, sin reconocer nada.
Volvió a Green Hills una mañana de junio tan cálida, tan radiante, tan rebosante de claridad, que era como una promesa de júbilo venidero. Recordó aquel día de primavera en que vio por vez primera Green Hills. ¿Qué se dijo a sí mismo, entonces, qué se prometió? No pudo recordar. «Soy un hombre viejo», pensó. «Estoy fatigado, y viejo, y mi cabello es blanco, y es una carga agobiante despertarme cada mañana y afrontar el día. Sin embargo, debo hacerlo. ¿Por qué? No lo sé. Todavía tengo que descubrir qué es lo que nos impulsa y conduce». Barruntaba que la fatiga de su cuerpo procedía de su mente y no de su cuerpo, todavía flaco y vigoroso y con sus músculos aún ágiles, pero esto no aminoraba la lasitud, la ascendente sensación de futilidad que le recorría como una ola de pleamar cuando se encontraba en condiciones de máxima vulnerabilidad. No tenía mayor interés en sus nietos, de los cuales siempre estaba hablando Bernadette, que el muy escaso que tuvo cuando sus propios hijos tenían aquella misma edad. Su ocasional presencia en su casa le aburría y fastidiaba. Había, por aquellos días, una creciente moda caprichosa por «los niños», y la encontraba detestable e irritante, y cuando sus amigos hablaban de sus nietos los consideraba fatuos y necios, y sabía que ellos se daban cuenta que se comportaban de tal manera.
Cuando Joseph mencionaba a sus nietos, generalmente por estar chillando por toda la casa en Green Hills, Rory solía decir con curiosa sonrisa:
—No creo que sean demasiado malos. Admito que no son muy inteligentes, pero tampoco lo es su madre. Y fuiste tú quien quisiste que me casara con su madre, ¿no es cierto, papá? Cuestión de herencia. Por lo menos igualan ahora a Claudia en mentalidad, si es que esto sirve de algún consuelo, que no lo es.
Los hijos de Marjorie, pensaba Rory, hubieran sido brillantes, ingeniosos y plenos de espíritu, y no «bultos ruidosos» como calificaba Joseph a sus nietos. Los hijos de Marjorie habrían rebosado radiante travesura, pero a la vez habrían sido gentiles, buenos, comprensivos, intuitivos. «Marjorie. Marjorie, cariño mío», pensaba Rory, observando a sus hijos de pálidos ojos azules y grandes dientes. Rosemary tenía apenas más nociones de la vida que Ann Marie. Algunas veces babeaba ella:
—¡La sangre siempre asoma!
Rory le decía entonces rotundamente a su padre, con una extraña mueca:
—La sangre de Claudia.
Pero no podía comprender por qué entonces su padre tenía un aspecto tan sombrío y se alejaba, ya que nunca sospechó que Joseph hubiera tenido nada que ver en la anulación de su matrimonio. «No se puede hacer un bolso de seda con la oreja de un cerdo», solía pensar Rory, contemplando a sus hijos y a la madre de ellos. «Si tan sólo pudiera desembarazarme de Claudia y no poner en peligro mi carrera. ¡Esta mujer necia con su gran trasero, sus gordas piernas arqueadas y sus aires y monerías!».
Ya no veía más su encanto, su formidable poder de hechizamiento. No le agradaba particularmente su madre pero resentía las malignas imitaciones que Claudia hacía de ella, en sus características irlandesas. Una vez le dijo a Claudia:
—Cuando tus antepasados estaban destripando terrones para los hacendados ingleses y serrando madera, mis antepasados eran nobles en Irlanda.
A lo cual ella había replicado:
—¿De veras? Nadie se toma en serio a los irlandeses. Albañiles, cargadores y similares.
A ella le encantaba el vino. Siempre se quejaba del vulgar whisky que tomaba Rory.
—El whisky no es bebida de personas cultas —solía decir— ni civilizadas. Solamente los brutos lo beben.
Rory miraba intencionadamente las manos de ella y sonrojándose profusamente ella las escondía.
Ahora en junio, Rory y Claudia estaban en Devon, «¡Para escuchar a los ruiseñores!», cantaba Claudia, echando atrás la cabeza y mostrando todos sus blancos y grandes dientes. (Dientes de caballo, decía Bernadette). Rory estaba en Inglaterra para otro asunto distinto a los ruiseñores de Devon, concerniente al Comité de Estudios Extranjeros, y era el emisario de su padre.
—¡Asuntos de caballeros! —gorjeaba Claudia con su voz infantil, cuando Rory iba cada semana a Londres.
Tenían alquilada una mansión en Devon cada verano, ya que Rory, por una razón que no explicaba a Claudia, se negaba a comprar una casa en Inglaterra, aunque se alojase en la casa de su suegro cuando estaba en Londres. Ignorándolo, hasta su mismo padre se las componía para visitar también unos días Irlanda, yendo a Carney donde había nacido Joseph. La pobreza y miseria de los irlandeses le producía frunces de rabiosa amargura en sus facciones.
Sus hijos permanecían en la «Colonia» durante el verano, ostensiblemente bajo la devota atención de Bernadette, su abuela, que gustaba de hacerles desfilar brevemente recién aseados, ante sus amistades, pero sólo brevemente.
—No vengo aquí muy a menudo —le decía Joseph—, ¿y es necesario que ellos estén chillando en mi casa cuando vengo? Mándales a su casa. Les compré una muy bonita, y déjales que se queden allí.
Los niños le temían; le miraban siempre a hurtadillas, odiándole, pero le obedecían siempre y nunca refunfuñaban como hacían con Bernadette. No podía soportar las constantes muecas de las niñitas que mostraban los grandes dientes blancos que habían heredado de su madre, y el lloriqueo de Daniel y sus exigencias de consentido le enfurecían.
—Me temo que las muchachas son idiotas —le decía Joseph a su esposa— y Daniel es un afeminado y Joe es un palurdo. Mantenlos alejados de mi vista.
Venía a Green Hills para estar con su hija y con Elizabeth cuando ella estaba en casa. Ella no le visitaba ya con frecuencia en Nueva York o Filadelfia o Boston.
—Me aproximo a los sesenta, querido mío —le decía a Joseph— y me canso fácilmente ahora y viajar es fatigoso. No comprendo cómo te las compones para viajar tanto.
Había conservado la figura de su adolescencia, grácil y flexible, y Joseph pensaba que ella seguía pareciendo una mujer joven aunque el bonito cabello sedoso era ahora más plata que oro claro y su tez se había marchitado. Pero sus verdes ojos eran puros, resueltos y serenos.
—Eres mucho más joven que yo —comentaba Joseph, manteniéndola apretada entre sus brazos—. No deberías estar siempre tan cansada.
Ninguno de los dos hablaba de Courtney, el monje en un claustro de Amalfi, que raramente escribía a su madre y sólo para agradecerle alguna donación que ella había enviado a su monasterio. Pero Joseph sabía que el dolor de Elizabeth por el alejamiento entre madre e hijo nunca quedó cicatrizado. Ella solía decirle a Joseph:
—No tengo a nadie en el mundo salvo a ti, querido mío. Nadie, ni hermana ni hermano ni primos ni sobrino ni sobrina. Sólo te tengo a ti.
Su agotamiento parecía más pronunciado cada vez que Joseph volvía a verla y empezaba a sentirse alarmado. Elizabeth sonreía:
—Estoy perfectamente de salud, Joseph, pero después de todo dejé de ser joven.
Aquel junio le pareció a él que había en Elizabeth una transparencia que no había percibido un mes antes, un matiz translúcido en su cara que la hacía aparecer etérea. Ella le tranquilizó diciéndole que había visitado a su doctor recientemente y que su salud no estaba afectada. La pasión no se había agotado entre ellos, pero había alcanzado una etapa de tranquilidad, de profunda aceptación, de absoluta confianza. Podían permanecer sentados o tendidos, durante horas, sin hablar, unidas sus manos, y era la única placidez y paz que Joseph conociera o conocería jamás. El único terror que alentaba en Elizabeth era que él muriese y la dejase sola. Tenía que tranquilizarla repetidamente afirmando que no permitiría él tal cosa, y le sonreía. Procedía de una raza resistente, longeva, a pesar de las tempranas muertes de sus padres.
—No se puede matar a los irlandeses —decía— excepto con una bala o por una excesivamente larga ancianidad. Estamos hechos de acero y cuerda. Hemos tenido que aprender por siglos cómo sobrevivir.
Elizabeth pensaba en Bernadette, a sus cincuenta y cinco años, toscamente vital si bien enormemente gorda y caminando pesadamente, con su tez densamente roja, su recia voz y el cabello tan sólo levemente gris. Elizabeth había visto mujeres como ella en los mercados de Europa, tan fuertes y vigorosas como hombres. Elizabeth suspiraba. Bernadette viviría hasta convertirse en una anciana muy robusta, nonagenaria, comiendo y durmiendo con deleite y pasión animal. Elizabeth nunca había sabido del gran amor de Bernadette por su esposo que no se había debilitado en absoluto con el paso de los años.
—Pasas más tiempo con esta mujer del que concedes a tu propia familia —se quejaba Bernadette a Joseph, añadiendo apresuradamente—: Dirigiendo y administrando sus asuntos. ¿Es que no tiene abogados. Dios mío? Sí, ya sé que mi padre te hizo uno de los albaceas de su Banco, pero aun así… Ella vive como una monja en Green Hills. Sus antiguas amistades apenas la ven. Debe estar poniéndose muy, muy vieja, viviendo así como una reclusa.
»He oído decir que Elizabeth no se encuentra muy bien. Hay quien dice que parece un esqueleto. Ya no va… a la ciudad… mucho. Bien, a su edad… Sí, ya sé que es más joven que tú, querido, pero ella no es irlandesa. Los ingleses se marchitan pronto. Ya no tienen fibra. Realmente están en decadencia. Toda la fuerza parece haberse agotado en ellos. Son tan flojos ahora como los franceses.
Joseph pensó en una reciente reunión que sostuvo con sus colegas en París. Sus facciones se tensaron. Dijo:
—Creo que en una guerra, los ingleses, a quienes detesto, se comportarían muy bien. Realmente muy bien. No son tan decadentes como nos gustaría creer que son. Los anglosajones pueden ser siempre una vieja pandilla muy dura. Y los franceses, pese a sus sempiternas guerras, pueden ser tan dogos de presa como los ingleses, si no más.
—Bueno, ya no habrá más guerras —dijo Bernadette.
Hacía ya cerca de doce años desde que fue muerto Kevin, pero ella lo recordaba. Había sido el único hijo que casi amó, aunque estaba orgullosa de Rory y se vanagloriaba de él. Había veces en que realmente sentía cariño por él, ya que todo el mundo mencionaba su sobresaliente personalidad, su afable temperamento y su inteligencia.
—Es exactamente como mi padre —solía decir ella con orgullo—. Era el senador más guapo en Washington, y cuando era gobernador nadie podía resistírsele. Rory es su verdadera imagen. Esperamos cosas maravillosas de Rory.
Bernadette hasta podía soportar a Claudia cuando Rory estaba en casa, pero ahora Rory estaba en Londres y Claudia en Devon. «¡Esta criatura engreída, tonta y afectada!», pensaba Bernadette. «Cada año está peor. ¡Con su tez tan oscura y áspera, y sus guantes! Sangre plebeya. Ahora le ha dado por hablar todo el tiempo en francés a sus hijos, y hasta a su servidumbre, y su acento es realmente abominable. Es como una colegiala retrasada. Podrás impresionar a la gente ignorante e inferior, muchacha mía, pero no a mí, a mí no. Y todo el mundo sabe lo avara que eres, excepto para tus vestidos y joyas, y cómo raspas hasta las cortezas de queso. Vergonzoso. Una criatura consentida, con menos sesos que una pava real. Por lo menos una pava real es bonita, cosa que no eres tú. Pobre Rory».
Los doctores de Ann Marie intentaron consolar a Joseph. Bien era verdad, dijeron, que ella estaba degenerando físicamente, pero podía vivir todavía años. Bien era verdad, expusieron, que ella tenía ahora que ser ayudada para llegar hasta las sillas y a la cama y apenas podía caminar. Pero su salud era magnífica, tomando todo en consideración. Su apetito era bueno, aunque su alimento fueran papillas, como las de un infante. Pero era una nutrición muy completa. Su mente, decían, no había mostrado más degeneración, lo cual era una señal esperanzadora.
—¿Esperanzadora, de qué? —les preguntó Joseph con amargura, y ellos no contestaron.
El ascensor había sido instalado, y Ann Marie era trasladada a su interior por jadeantes enfermeras ayudadas por el mayordomo, y era llevada por los jardines casi cada día, para rellenar un sillón, sonriendo a la luz del sol y pidiendo flores… que en seguida desmenuzaba en pedazos entre sus gordos dedos rosáceos chillando todo el tiempo como un infante. También lloraba tan fácil y ruidosamente como un infante, algo que los doctores no le dijeron a Joseph, un llanto que para ellos significaba lo mismo que la total pérdida de razón. Era solamente cuando dormía que al despertarse súbitamente, sollozaba como una mujer, y llamaba, llamaba con incoherente y confusa pronunciación. Últimamente requería horas de mimos… y sedantes, para tranquilizarla y que recobrase el sueño, y cuando dormía después del acceso, su rostro era el rostro de una mujer acongojada y transida de dolor.
Joseph pasaba horas con ella todos los días de aquel junio, leyendo libros o periódicos a la sombra de los árboles, algunas veces escuchando los balbuceos de su hija, otras asiéndole la mano, y a veces hablándole simplemente. Ella tomaba el sol en su presencia, y sonreía, y si él tenía que abandonarla por unos minutos, ella lloraba, cayéndole los lagrimones por las mejillas. Tenía después que apaciguarla pacientemente, mientras ella se aferraba a su mano cuando regresaba. ¿Era imaginación o estaba ella mostrando ahora un nuevo temor, un nuevo entendimiento de su desolación? Le era imposible concretarlo.
Cuando venía a Green Hills le traía, invariablemente, una nueva muñeca, un nuevo juguete, que ella recibía con deleite y chillidos de placer. Esta vez le trajo un Teddy Bear (Oso de Peluche) que había sido creado en honor de Theodore Roosevelt. Lo apretó contra su fláccido pecho musitándole, y Joseph, con su libro en la mano, la observaba con una inquietud que nunca se atenuaba. En aquel junio sabía que la larga esperanza que tuvo había finalmente desaparecido. Su hija se había ido largo tiempo atrás, aquel día fantasmal en los bosques de la cumbre de la colina. Pero ¿dónde se había ido? Aquella lastimosa criatura no era Ann Marie. Era solamente un animal que hacía mucho tiempo había perdido cualquier parecido con la esbelta y tímida muchacha en su primera juventud, excepto sus ojos. Allí, en aquellos ojos, Joseph imaginaba con frecuencia que había una minúscula figura remota, la figura de Ann Marie, tan desesperanzada como él, solitaria, aislada, existiendo en un limbo especial.
Cuando miraba los ojos de su hija saludaba mentalmente la figura infinitesimal de ella en las claras pupilas, y a menudo se imaginaba que le devolvía el saludo, joven, dulce, llena de cariño y de aquella delicada ternura hacia él que había conocido durante unos años demasiado breves y dolorosos para recordar.
Nunca había alentado un día de junio tan perfecto en temperatura, radiante quietud y fragancia, y los jardines estallaban de rosas y había un manantial canturreando cercano, formando arcoiris al sol. Las sombras del follaje salpicaban el rostro de Ann Marie mientras alternativamente le musitaba a su nuevo osito, o le golpeaba enojada, o lo acariciaba. Su áspero cabello entre gris y amarillento estaba trenzado y sujeto con cintas rosas, y las trenzas yacían sobre su voluminoso seno incongruentemente. Estaba todavía más gorda que su madre, pero sus músculos eran blandos, débiles y fláccidos. Sus piernas, cubiertas por una ligera manta azul, no se movían. Llevaba pañales, como un bebé. La gran mansión relucía esplendorosamente como alabastro a la luz solar y las sombras se movían radiantemente sobre blancas paredes, rojos techos y pulidas columnas. La suave brisa hacía ondular verdeantes los lejanos árboles que parecían ascender ligeramente colina arriba.
No había siquiera a la vista ni un jardinero y el resplandor solar yacía ciegamente sobre las ventanas de la mansión y todo era brillante silencio y paz. Joseph intentaba leer sentado cerca de su hija en el prado. Su balbuceo, más blando ahora, era el único rumor en aquel esplendor.
De pronto Ann Marie se calló. Joseph leía. Era una carta confidencial de Rory, desde Londres, y aunque ambiguamente fraseada era importante. Carente de sentido para unos ojos fisgones, podía Joseph leer entre líneas. Casi se olvidó de Ann Marie mientras leía. Hasta que la oyó decir claramente:
—¿Papá?
—Sí, dime, querida —contestó él, sin apartar la vista de la carta.
Y súbitamente le vino al cerebro la penetrante percepción de que en la voz de Ann Marie hubo un extraño matiz nuevo, avivado, sensitivo, sabedor. Le cayó de las manos la carta al levantar la vista. Ann Marie le estaba contemplando, no con la embobada querencia de todos aquellos años, la querencia infantil, sino con cariño desconsolado de persona madura.
Estaba transformada. Las rollizas mejillas se habían aplanado, afilándose las facciones progresivamente. Los ojos se agrandaron, dilatándose, y Ann Marie estaba allí, inminente, al alcance de la mano. Había regresado, habitando de nuevo su cuerpo. Una mujer de edad mediana le estaba mirando, completamente consciente, completamente en el mundo, completamente adulta. El alma había avanzado desde espacios recónditos al presente. La boca relajada habíase tensado, y todos sus contornos eran inteligentes y femeninos, y temblaba.
Pero estaba muy pálida. No había color alguno ahora en su semblante excepto el de sus ojos, aquellos brillantes ojos que contenían a Ann Marie.
«Oh, Dios», pensó Joseph, «oh, Dios mío». Su cuerpo empezó a estremecerse y el sudor brotó en su frente. Se inclinó sobre su hija para asegurarse, atreviéndose a esperar, atreviéndose a aceptar este milagro. Y ella le devolvió la mirada sonriendo tenuemente, más abrillantados aún los ojos.
—Papá —repitió ella. El osito resbaló de su regazo cayendo a la hierba, y ella no se dio cuenta.
Joseph, con esfuerzo, se puso en pie, temblando como un viejo al borde de la parálisis. Dio un paso hacia Ann Marie, sintiendo un clamor en su cabeza y en sus oídos como si repicasen campanas y no apartaba la vista de ella por temor a que volviera a esfumarse. Cayó de rodillas a su lado. Tendió ella sus manos y asiéndolas la miró fijamente al rostro.
—Ann Marie —dijo—. ¿Ann Marie?
—Sí, papá —contestó ella, sonriéndole. El desconsuelo estaba en lo hondo de sus ojos—. Pobre papá.
Retirando una de sus manos le acarició el blanco cabello y suspiró. Su palidez iba acrecentándose. Había una fina pátina de humedad en todo su semblante, y comenzaba a jadear un poco, rápidamente, con honda inhalación de aliento. Un fuerte latido palpitaba en su maciza garganta.
—Has regresado, cariño mío —dijo Joseph, con voz entrecortada.
—Nunca me fui. Me escondí solamente —dijo Ann Marie. Su rostro parecía ya de blanco mármol húmedo—. Solamente dormía —añadió y su mano acariciaba suavemente el cabello de su padre—. Pero siempre te oía, papá.
—¿No volverás a irte más? —dijo Joseph, y su corazón latía tan furiosamente que sentíase al borde del desmayo—. ¿Te quedarás, ahora, Ann Marie?
Ella denegaba con la cabeza lentamente, pero seguía asiéndole de una mano, y la suya era fría y resbaladiza en la de él.
—Courtney está aquí; me está llamando. Voy a irme con él, papa. Ha venido a buscarme. No debes apenarte. Estoy tan contenta de irme… Me he quedado hasta ahora porque quería decirte adiós, y decirte lo mucho que te quiero y cuánto siento haberte causado tanta pena. Perdóname, papá. No pude evitarlo, pero perdóname.
Entonces su semblante irradió dicha, amor y éxtasis, y miró más allá de él, y exclamó:
—¡Courtney! ¡Courtney, me voy contigo!
Sus ojos eran como el propio sol. Retiró su mano de la de su padre y tendió los brazos hacia algo que solamente ella podía ver, y había un murmullo de embeleso en su garganta.
—¡Ann Marie! —gritó Joseph, sintió rondar la locura, el terror y una intensa frialdad—. ¡Oh, Cristo! —clamó roncamente, y enlazando entre sus brazos a su transfigurada hija la atrajo contra su pecho.
Había en él un estremecimiento de exaltado terror, una furiosa negativa de rechace, y el radiante día se tomó sombrío en su derredor. Ann Marie resistió débilmente, y quedóse inerte, desmadejándose contra él, y su cabeza cayó sobre el hombro de él, que ya no pudo oír su aliento.
Entonces suspiró ella, y todo su cuerpo retembló, una larga y honda ondulación de toda su carne, una convulsión final. Emitió un último rumor, un frágil lamento como un pájaro malherido.
Joseph, arrodillado, mantenía a su hija contra él, insensible al peso entre sus brazos. Solamente sabía repetir una y otra vez:
—Ann Marie, Ann Marie.
Pero solamente la brisa contestaba entre los árboles. Comenzó a acariciar la cabeza caída sobre su hombro.
Ann Marie Armagh fue enterrada junto a su hermano bajo la puntiaguda sombra del alto obelisco de mármol, y el sacerdote entonaba:
—Yo soy la Resurrección y la Vida…
La oscura fosa bostezaba y el pesado féretro de lustroso bronce fue lentamente arriado en su interior, rociado con agua bendita y tierra. Bernadette sollozaba junto a su marido. Las amistades permanecían cerca de ellos, mudamente. Observaban a Joseph, tan gris, inerte y erguido, pero inmutable y sombrío, y pensaron, diciéndoselo más tarde unos a otros, que no había mostrado ninguna pena y no intentó consolar a su esposa. Insensible, dijeron. Sin embargo se había rumoreado que «adoró» a su hija. Bueno, era misericordioso que ella hubiese muerto por fin. Era tan sólo una pesada carga para su pobre madre, que fue una esclava de ella todos aquellos años. La muchacha nunca había sido muy inteligente y el accidente habíase llevado su último vislumbre de intelecto. Las rosas, blancas, rojas y sonrosadas recubrieron la tierra recientemente removida. Las lápidas relucían lívidamente en el ardiente sol de junio.
Aquella noche Bernadette miró sollozante a su marido, exclamándose:
—¡Sí, hay una maldición sobre esta familia! ¡Lo he sabido por años! Ahora ya no nos queda más hijo que Rory. ¡Mi último hijo!
Había en ella más miedo que pena, un miedo supersticioso. Añadió:
—¿Qué será de nosotros si perdemos a Rory? Tengo un atroz presentimiento…
—Maldita seas tú y tus presentimientos —dijo Joseph, y la dejó.
Ella le perdonó como siempre, ya que solamente ella sabía lo perturbado que estaba y cómo merodeaba por la casa y los jardines de noche, y lo frecuentemente que iba al cementerio.
Pocos días después de haber sido enterrada Ann Marie, Bernadette acudió a los aposentos de Joseph, llevando un periódico entre las manos y su cara, aunque hinchada por el llanto, tenía una expresión excitada y agorera.
—¡Está en los periódicos! —exclamó—. ¡Courtney Hennessey, mi hermano, murió de un ataque fulminante el mismo día en que Ann Marie… falleció! Aquí está Joseph, ¡léelo tú mismo! Su madre recibió la noticia por cable. Fue enterrado en el camposanto del monasterio. Todo está aquí.
Empuñó el periódico con mano que parecía paralizada y entumecida. Leyó, borrosas las líneas ante sus ojos. Se dijo a sí mismo: «Entonces, era verdad. Vino a buscarla».
Arrojó el periódico al suelo y dio media vuelta.
—Lo siento por ella —dijo Bernadette—. Él era todo cuanto ella tenía. Mi hermano. Supongo que debería sentirme triste, y haré rezar misas por su alma, pero realmente no lo puedo sentir mucho. No mucho. Tal vez Courtney y su madre acarrearon sobre nosotros la maldición.
Joseph estaba abandonando el cuarto.
—¿Dónde vas? —preguntó ella, pero él no contestó, desapareciendo. Ella comenzó a llorar de nuevo, porque sabía dónde iba Joseph.