XIII

Joseph estaba manteniendo una larga conversación con el gobernador que le temía y que no estaba muy a gusto en aquella charla.

—Usted sabe bien cuánto aprecio a Rory, Joe, y me constan sus buenas dotes y excelente inteligencia, pero Rory no se ha distinguido precisamente en sus dos períodos como representante ante el Congreso. En verdad no suscitó polémicas, pero tampoco se dijo nada positivamente elogioso acerca de él. Pareció creer que ser congresista era una francachela, un acontecimiento social constante, algo con lo cual un hombre rico y el hijo de un hombre rico se divierte. Fiestas sociales, reuniones y holgorios.

Frunció el ceño el gobernador antes de proseguir:

—Votó en contra de un impuesto federal sobre los ingresos y la renta, pero esto no le hizo más popular. Fue dicho en varios periódicos que hizo tal cosa por razones «egoístas», y que no quería que su propia fortuna fuera sometida a contribuciones.

—Resulta extraño —dijo Joseph, cuyo espeso cabello era ahora casi blanco, con sólo leves mechones rojizos—. La humanidad es la más egoísta de las especies que este mundo vomitó jamás de los infiernos, y exige constantemente que los vecinos y políticos sean «altruistas» y se dejen saquear… en beneficio de ellos. Nadie ladra más contra el «egoísmo público», y hasta el egoísmo particular, como ladra el avaro, al igual que las prostitutas son las más encarnizadas defensoras de la moralidad pública, y los ladrones del pueblo enaltecen la filantropía. He vivido mucho, pero mis prójimos me desconciertan cada vez más, lo cual es indudablemente cándido por mi parte.

«Lo cual tampoco te impide saquearlos», pensó el gobernador aviesamente. Pero le debía el cargo y su fortuna a Joseph Armagh. Dijo:

—Y votó contra la Enmienda para permitir la elección directa de los senadores en vez de ser designados por el Cuerpo Legislativo del Estado. De hecho, si mal no recuerdo emitió un discurso, notable por una sorprendente elocuencia y emoción, acerca de que sería «redundante», ya que entonces dos cuerpos de gobierno serían innecesarios, de efectuarse elecciones directas. Si mal no recuerdo dijo que el Senado servía la misma finalidad que la Cámara de los Pares, en Inglaterra, para controlar el «entusiasmo, la consideración fragmentaria, los criterios superficiales y la exigencia pública» de los congresistas que eran directamente elegidos por el pueblo y «por consiguiente, sometidos a las codicias, caprichos, romances y las presiones ignorantes de las masas; bajo el temor de ser derrotados en las siguientes elecciones. Hemos de disponer de una corporación en el gobierno, serena, ajena a presiones, moderada y juiciosa», agregó Rory, «tal como decretaron los padres fundadores, para controlar las impropias, histéricas e indoctas pasiones de las masas». Esto no le hizo grato a muchos en Washington, y hasta en este Estado. Ahora es conocido como «el monárquico».

—Rory deposita mucha fe en la legislatura de Estado aunque también ella fuera elegida —dijo Joseph, sin el menor esbozo de sonrisa.

Pero el gobernador rió desagradablemente y meneó la cabeza.

—Sea como fuere él fue proclamado como «constitucionalista», y gran parte del pueblo es ardientemente constitucionalista, y por lo tanto no opino que Rory sea demasiado impopular.

Meditó Joseph en sus coléricas conversaciones con Rory sobre estos mismos temas, y sus visitas a Washington para influir en su hijo. Rory, como siempre, le acogió sonriente y afable, relajando inocentemente sus párpados inferiores. Había dicho:

—Yo sé lo que quieren los electores decentes, pese a los alaridos de las masas. Si he de tener cualquier futuro político tendré que respaldarme en los hombres honrados de Norteamérica.

—No seas un condenado majadero —había replicado Joseph. Después estudió a Rory—. Escucha, ahora, Rory, nada de bromas. Tú y yo sabemos que los hombres honrados en cualquier nación son escasos. Y son totalmente impotentes. No puedes dar cuerda atrás al reloj y volver a la época de McKinley. La vasta masa del pueblo norteamericano quiere un impuesto federal sobre los ingresos y renta, para tomarse un desquite sobre aquellos que llaman «los que mandan», es decir, los inteligentes que han hecho fortuna de un modo u otro. Si ellos no creen, tal como les has dicho, que este impuesto eventualmente les irá saqueando y será empleado para esclavizarles, despojarles, y usado en promover guerras en pro del imperio y la tiranía, ¿son dignos de que nadie luche por ellos? No. Déjales que chapoteen más tarde en su propia esclavitud y mueran en guerras. Es todo cuanto se merecen.

—Por lo menos eres sincero, papá —dijo Rory—. Puestos a mencionarlo, siempre lo fuiste. Heredé esta condición de ti.

—Pero no le digo las verdades al público imbécil. Ellos quieren creer en fantasías. Déjales. Tales fantasías son beneficiosas… para nosotros. Fue un desliz tonto el que cometiste cuando citaste textualmente a Lord Acton: «El poder de imponer tributos es el poder de destruir». ¿Hizo esto meditar a la gente? Todo lo contrario. Gritaron que tú querías ser un «lord privilegiado». ¡Cómo Lord Acton! Así es como razona el pueblo. Una vez objeté privadamente cuando Vanderbilt dijo: «¡Al diablo con el pueblo!». Pero ¿qué otra cosa se merece?

Rory no replicó, pero pensaba: «Hay algo que te sorprendería, papá. Resulta que yo amo a mi país, por cándido, ignorante, infantil, emocional, irreflexivo y turbulento que sea. Aun así es mejor que cualquier otro país, aunque algunas otras naciones puedan jactarse de poseer un electorado más inteligente. Pero este famoso electorado inteligente, ¿qué otra cosa trae a otros pueblos, sino la opresión, el establecimiento de una perversa “Élite” y guerras, constantes guerras? Los electorados inteligentes no son una garantía como el imperialismo, de hecho, lo promueven, ni lo son contra la violencia, la tiranía, el desorden y la anarquía. Están habitualmente en contra de todo lo que establece orden, justicia, tolerancia y libertad. Esto amenaza el afán maniático de la “Élite” por el poder. Papá, no debiste hacerme conocer a los mortíferos hombres de Zurich… y otras capitales».

Rory sabía desde largo tiempo que su padre era «telepático» como muchos irlandeses y por ello no le sorprendió cuando su padre dijo quedamente:

—¿Rory? Olvida tus abstracciones. Nada en la vida proporciona un placer muy duradero. Pero el poder proporciona el máximo. Posee un elemento de revancha.

Rory no había compadecido nunca realmente a su poderoso padre hasta entonces, pero de pronto lo compadeció profundamente. Se prometió a sí mismo que haría cuanto pudiera para complacer a su padre… pero no con total sumisión. Sus altercados serían privados.

Joseph le dijo al gobernador:

—No nos apartemos del tema importante. Quiero que mi hijo sea designado senador por la Cámara Legislativa. Lo sabía usted ya desde un principio.

—Pero, Joe, fue usted el más influyente en la designación de Lloyd Summers para este puesto. Ejerció usted mucha presión en nuestro Partido. Éste sería únicamente su segundo período. Usted así lo arregló. Ahora quiere que se esfume por el escotillón.

—Sí. No tengo nada en contra de Lloyd. Usted puede encontrarle fácilmente un cargo en la Administración estatal. Pero quiero que mi hijo sea senador. Así es de sencillo. Cumplirá los treinta en marzo. Estamos a febrero. Le sobrará tiempo después de marzo cuando él alcance la edad constitucional.

—¿Qué diablos voy a decirle a Lloyd? —preguntó el gobernador.

—Vamos, vamos, Jim. Sabe condenadamente bien que los políticos no han de escarbarse mucho el seso para mentir. Nacieron con este don.

No resultó en absoluto difícil. Poco después de cumplir sus treinta años, Rory fue delegado como el próximo designado por su Partido por la Cámara Legislativa, para la augusta corporación del Senado en Washington. Su designación fue debidamente confirmada. El senador Rory Daniel Armagh se trasladó a una morada más suntuosa en Georgetown. Su esposa comentó eufórica y jubilosa:

—Rory, ¡si no te hubieses casado conmigo nunca hubieses llegado tan lejos!

Su padre ya no era embajador ante la Corte británica. Ocupaba un cargo muy lucrativo en el Gabinete del Presidente Theodore Roosevelt. El cargo no le exigía mucho tiempo. Pero sus reuniones eran famosas, al igual que sus mujeres. Confesaba que aunque había disfrutado de la pompa y del boato del Imperio en Londres, era fiel adicto a la «democracia». Se convirtió en miembro del Comité de Estudios Extranjeros, en Nueva York, y de la Sociedad Scardo.

—En conjunto —dijo Jay Regan, el financiero neoyorquino—, opino, por consiguiente, que estamos satisfechos con el presidente Roosevelt. Al principio teníamos ciertas dudas a su respecto, pero tras sostener varias conversaciones con él, Joseph, le encontré un hombre eminentemente razonable. Creo que estaba justificado el apoyo que le prestamos.

—Estimado viejo Teddy —dijo Joseph, y Regan rió.

—¿Sigue usted preocupado por sus irrupciones en Sudamérica? Bien, ¿no lo planeamos así? Sus muy ultrajantes ataques al presidente Cipriano Castro de Venezuela han inspirado la nativa beligerancia de los norteamericanos. Su lenguaje… «Este execrable mico villano». Y también su afirmación: «Les enseñaré a estos dagos[33] a comportarse decentemente». Esto fue verdaderamente inspirador… para las masas americanas. Les gustan los hombres fuertes y ruidosos, aunque algunos llamen a tales hombres «Césares». Cariñosamente. Pero ¿acaso todo el mundo no admira a César? Pues, sí.

—También les gustan los ladrones, los grandes ladrones —dijo Joseph.

Regan continuó sonriente pero sus ojos se entornaron fijándose penetrantemente en su interlocutor. Aquel Armagh daba frecuentemente la impresión, por su modo de hablar, de que era «poco de fiar» y por consiguiente no confiaban en él plenamente. Tenía también un modo de hostigar irónicamente a sus asociados, y por esta razón su hijo Rory todavía no había sido admitido en lo que era ambiguamente designado como «el Círculo». El senador exteriorizaba todos los síntomas de ser tratable y útil, pero había algunos en el Comité de Estudios Extranjeros que declaraban que parecía tomar «notas mentales» lo cual podía resultar «peligroso». Rockefeller, por ejemplo, había declarado abiertamente que el joven le producía cierta inquietud.

—Tengo la sensación —le dijo Joseph a Regan— que no estamos inspirando precisamente cariño por los Estados Unidos en Sudamérica. La toma por Roosevelt de Santo Domingo en 1904, por una supuesta deuda extranjera de diecinueve millones de dólares, de los cuales ni un centavo era adeudado a Norteamérica, no nos va a favorecer mucho en el futuro. Esta propaganda: «El Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe…». Se me antoja que pasé por alto algo en nuestras últimas reuniones, o quizá no me lo comunicaron, Jay. Últimamente he sospechado frecuentemente que no me invitan a todas las reuniones.

—Vamos, vamos —dijo Regan—, naturalmente que sí. Pero hay reuniones que son de pura rutina.

—También me extrañó que Teddy brincase de alegría cuando el Japón atacó a Rusia. ¿Y qué dijo? «Quedé plenamente complacido por la victoria japonesa, ya que el Japón está jugando nuestro juego». Me perdí esta sugerencia que debió partir de alguna de nuestras reuniones. Sí, ya sé. Finalmente y no hace mucho, intervino y solicitó que las dos naciones firmasen la paz. He oído decir que va a conseguir el Premio Nobel de la Paz casi inmediatamente. ¿Quién lo arregló?

—No tengo la menor idea —aseguró Regan encendiendo un habano—. No tenemos influencia en este terreno.

—Ja, ja —silabeó Joseph adustamente.

—Cada uno de nosotros en la Sociedad dispone de un senador, que trabaja para nuestros intereses —dijo Regan—. Pero ¿para quién trabaja Rory?

—Para mí —afirmó Joseph.

—Vamos, vamos, Joe. Dudo siquiera que trabaje para usted. Ha llegado al término de su primer período, y sin duda alguna volverá a ser designado. Sin embargo, ¿qué ha hecho de valía?

—Ha adquirido una reputación de honradez, que ni siquiera los periódicos hostiles pueden negar.

—Muy astuto por su parte. Pero la honradez no sirve a nuestros intereses privados, ¿no es cierto? Opino que no hay nada más valioso para un senador o cualquier otro político que adquirir una reputación de honor y honradez… para el consumo público. Esto puede lograrse fácilmente, con la ayuda de unos cuantos periódicos, un poco de dinero, y comprando críticos y políticos de segunda clase, y con amplias donaciones al Partido. Pero es algo totalmente distinto cuando un senador se toma tan en serio que ignora o rechaza servir…

—A sus verdaderos amos —atajó Joseph.

Sonrió Regan:

—Solamente un tonto cree que el electorado es el dueño de sus políticos. «Servir al pueblo», Joe…

—Ya sé. Una vieja monja que conocí siendo yo un muchacho solía decir «pero esto no sirve para comprar patatas», aunque no creo que lo emplease para aplicarlo a lo que estamos hablando. De todos modos, es válido.

Asintiendo dijo Regan:

—Además, el pueblo es muy desagradecido. Bien sabemos que un político que sirve al pueblo, sirviéndole realmente por convicción e idealismo, es eventualmente despreciado por la gente como un cándido imbécil. Pero un pícaro pintoresco, que puede inventar algunos aforismos personales lapidarios, y puede reír, guiñar y bromear, se gana su adoración, y aun si después es expuesto como realmente es, un ladrón, un embustero, un oportunista, el público se pone histérico ante estos «ataques» contra él. De hecho, el público atacará a los ultrajados atacantes de su estimado. Pero, Joe, usted ya sabe todo esto. Lleva en este negocio casi tanto tiempo como yo. Escuche, Joe, yo soy irlandés como usted, aunque protestante. Tenemos lo que mi abuelita solía llamar «una lengua aguda». Más irlandeses han sido ahorcados por sus lenguas que por sogas. No podemos resistir el ser sarcásticos o irónicos, en los peores momentos.

—En resumen, ¿me está dando un aviso, Jay?

Regan, ancho, gordo y rubicundo, encendió otro de sus enormes habanos y pareció estar rumiando. Dijo por fin:

—No, Joe. Estoy simplemente aconsejándole. Usted quiere que Rory sea el primer presidente católico de los Estados Unidos. Todos lo sabemos. Debería usted anular su tendencia a los alfilerazos. Nosotros, «el Círculo», sabemos que no es usted tortuoso ni sutil, y que cuando dice algo…, ¿lo llamaremos inquietante?…, expresa su intención, y nunca lamenta los filos hirientes. En consecuencia tiene fama de no ser «el caballero completo». En otras palabras, no es usted suave, urbano y serpentino, y tiene un modo de burlarse abiertamente de los delicados eufemismos de «el Círculo», y reírse de sus… ¿las llama usted pretensiones?… de «servir en su esencia final a la humanidad». Sí. No existe un asesino que no sienta que ha servido a alguna finalidad al asesinar, ni un ladrón que no crea que está justificado, ni un general que deplore jamás una guerra. Los hombres, hasta los que son como nuestros colegas… y sabemos lo que son… desean ser considerados como filántropos políticos, de enorme intelecto y comprensión, sin más objetivos que la paz, la armonía y el gobierno justo. No importa lo inteligente que sea un hombre o un país, siempre anhelan creer que las infamias son cometidas en nombre de un mayor beneficio para la humanidad. Aristófanes nunca escribió una comedia tan dilatada, y estoy constantemente divertido ante el espectáculo.

Miró a Joseph que le escuchaba con sombría expresión.

—A lo que voy a parar, Joe, es que si usted desea que Rory sea Presidente tendrá que ponerle freno a su lengua y servimos a nosotros, como le servimos a usted, a pleno corazón, y dejar de ser sardónico. Confieso que frecuentemente tengo sus mismos pensamientos pero soy lo bastante sensato para no expresarlos. De todos modos, ¿qué ventaja saca con ello? ¿Favorece a sus intereses? No. Solamente acrecienta la desconfianza.

—Yo les he servido condenadamente bien —dijo Joseph.

—Sí, y es visible que le benefició sobremanera.

Joseph se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo del enorme despacho de Jay Regan, en Nueva York. Dijo:

—¿No fue Sófocles quien afirmó que cuando una inmensa fuerza o potencia penetra en los asuntos de los hombres, abierta o secretamente, aporta consigo una maldición?

—Hemos estado metidos en negocios largo tiempo, Joe, nuestros padres y abuelos antes que nosotros, y nuestros hijos ocuparán nuestro sitio. Tenemos lo que los romanos llamaban «gravitas». Si usted cree que nuestro creciente y tremendo poder es una «maldición», entonces no puedo estar de acuerdo con usted, ya que yo también creo que la humanidad no puede subsistir en lo que llama «democracia» sino que debe ser gobernada por el despotismo. Es el irlandés que hay en usted quien desprecia cualquier clase de despotismo, y debe usted refrenar su lengua.

Pareció de pronto fastidiado.

—Joe, fue usted convocado en Washington para responder al cargo de que usted representa un «monopolio». Le ayudamos a salir con bien de esto, del mismo modo que hemos ayudado a otros. No demostró usted la menor gratitud.

Al no replicar Joseph, añadió Regan:

—Ocasionalmente ha objetado usted nuestra promoción de revoluciones a través del mundo. Sin embargo, usted sabe que las revoluciones acrecientan el poder del Estado, y las grandes revoluciones hacen al Estado absolutista. Éste es nuestro objetivo a lo largo de todo el mundo. En muchos aspectos somos realmente filántropos. Suprimiremos el poder histérico, inestable y molesto del electorado… que de todos modos tampoco quiere este poder… y le daremos un gobierno firme, benigno, que, para alivio de la humanidad, anulará la necesidad de la opinión, del pensamiento… particularmente el pensamiento… y la responsabilidad. Vamos, Joe, todo esto ya lo sabe. Ahora le estoy hablando como un amigo y no meramente como colega.

Pero Joseph había estado pensando en algo distinto. Dijo:

—¿Es cierto que Roosevelt no buscará renovar su nombramiento en 1908? Continúa insistiendo en este punto.

—Ya ha cumplido todo cuanto podía dar de sí —dijo Regan—. Ha bastado un poco de persuasión… El problema con Roosevelt, Joe, es que empezó a tomarse en serio olvidándose de quién le puso realmente en el poder. Sus ataques a los «monopolios» llegaron demasiado al punto de roce en el caso de Morgan, Rockefeller, Depew, Mellon, Armour y en el suyo también. Y en el mío. No podemos fiar en un político. Fabriquémosle, aun contra todas sus inclinaciones, como un benefactor de la Humanidad, un combatiente por la libertad, y eventualmente llegará él mismo a creérselo y actuar en conformidad. Está trabajando para hacer Presidente a William Howard Taft. Taft no es nuestro hombre, pero es afable, confiado y vulgar.

—Nunca sabrá quién maneja los hilos —dijo Joseph—. Por lo menos, esto sí que podemos ahorrárselo.

—Joe, son esta clase de comentarios los que le enajenan a la gente. Ya le avisé antes, como amigo. Si sus planes para Rory no han de derrumbarse, y quizás usted con ellos, y también Rory, aprenda a tener un poco de discreción.

Miró muy duramente a Joseph, y sus claros ojos grises tenían gran intensidad.

—Rory es un buen marido y padre, católico. Ya hemos trabajado para que así sea propagado, como usted sabe. Estamos también mencionando de continuo que la intolerancia es malvada, y que los católicos son tan buenos norteamericanos como los protestantes, pese a todo el anticatolicismo romano…

—¡Qué todos ustedes iniciaron y estimularon para sus propósitos! —no puedo evitar exclamar Joseph.

Regan encogió los hombros suspirando.

—Sirvió a nuestros fines. Pero ahora estamos interesados en Rory. Pasarán algunos años antes de que nadie lo tome seriamente como candidato. Le concedo a él una ventaja: no posee su lengua de bisturí, Joe. Es diplomático, complaciente, tortuoso, conciliador, lo cual es una gran listeza por su parte… y civilizado. Si tiene pensamientos especiales, se los guarda sabiamente para él mismo. Quizás hasta las cosas que hace en contra nuestra puedan ser aprovechadas en nuestro beneficio. Como sabe, somos proteicos. Rory nos ha impresionado bien. Pero podemos arruinar a Rory, si lo deseamos. Sabemos de su previo matrimonio… y su anulación.

«Debí suponerlo», pensó Joseph, dominando su temor. Dijo:

—Esto terminó por completo y nada significa. ¿Saben también cuántas veces pedorrea Rory?

Regan rió cordialmente.

—También, también, Joe.

Y de nuevo endureciéndose, expuso:

—Si Rory desea ser Presidente, entonces debe comenzar ahora a servirnos a nosotros… y no solamente a usted, si es que de veras le sirve, Joe, lo cual pongo en duda. Por ejemplo, debe oponerse a este nuevo proyecto nefasto, que ha de ser votado pronto por la Cámara, acerca del Trabajo Infantil. Diablos, ¿para qué es alimentado el pueblo, sino para servir a sus dueños? ¿Y no tienen los padres el derecho de decidir el destino de sus hijos? ¿Sus hijos no son propiedad de ellos, y no del Estado? Si envían a sus jóvenes hijos a las fábricas a los seis o siete años de edad, esto es asunto suyo, ya que ¿quién de ellos no necesita dinero? He simplificado al máximo la cuestión. Joe. Usted se conoce todos los argumentos. Tenemos también al clero con nosotros, en este asunto. Puede mencionárselo a Rory. Este proyecto de ley debe ser atajado, si llega al Senado, aunque intentaremos abolirlo en la Cámara.

Fue como un eco para Joseph, y recordó al senador Bassett, en Washington, cuya muerte no había evitado la aprobación del Acta de Contratación de Obreros Extranjeros, en 1882. Dijo:

—De algún modo, tengo la sensación de que el proyecto sobre Trabajo Infantil será promulgado a ley, aunque le sugeriré a Rory que se oponga.

Más tarde le dijo a su hijo:

—Rory, tú y yo queremos que seas Presidente de este país. Hay rumores de que apoyarás el proyecto de ley sobre Trabajo Infantil, cuando se presente ante el Senado. No lo hagas. Repito, no lo hagas. Los argumentos en contra son excelentes, como ya sabes. «Los padres tienen el derecho de controlar a sus hijos, y el trabajo de sus hijos. Sus hijos son propiedad de ellos.» Sí. Te opondrás al proyecto.

Al no replicar Rory, sino limitarse a sonreír su fácil mueca radiante, dijo Joseph:

—Cuando seas Presidente, podrás, dentro de ciertos límites, apoyar lo que quieras y oponerte a lo que quieras.

—No, papá —dijo Rory, muy suavemente—. Sabes que no es verdad. Yo seré el más gran pelele de todos los habidos, y te consta. Si me niego… —y se pasó el canto de la mano elocuentemente a través de la garganta en gesto de rebanar—. Bien, no me voy a preocupar por esto. Ningún católico será jamás designado para la presidencia, y mucho menos elegido Presidente. Quizás debamos darle gracias a Dios por esto.

—Esta vez triunfaremos —dijo Joseph.

Rory adquirió una grave expresión y miró a su padre enigmáticamente:

—Tal vez esté interesado en la Presidencia, después de todo. Sí. Tal vez.

Votó contra el proyecto de ley sobre Trabajo Infantil.

—Es una violación de la suprema y divina autoridad de los padres sobre sus hijos —declaró.

Fue muy aplaudido y elogiado en los periódicos más importantes. Su padre fue felicitado por «el Círculo».