XII

«Era tres años más joven que yo», pensaba Joseph, que asistía al funeral. «Confié en él más de lo que nunca confié en nadie en toda mi vida».

Harry fue enterrado en un día húmedo y ventoso de otoño, con las ráfagas amarillentas de las hojas terrosas arremolinándose por entre las lápidas en el cementerio. El cielo tenía color de peltre y vertía lluvia turbia.

—Yo soy la Resurrección y la Vida —entonaba el sacerdote.

Liza se hallaba junto a Joseph, sus hijos tras ella, y Joseph la mantenía por el brazo y pensaba en la chiquilla criada en la casa de Ed Healey y el muchacho de rebeldes rizos que le había salvado la vida, y que sabía reír valerosamente. Joseph vio de nuevo la estación en Wheatfield, la noche que conoció al pequeño Harry, y súbitamente lo veía y olía todo como si acabase de suceder.

No le parecía posible que Harry estuviera muerto. Formaba demasiado parte de la vida de Joseph. Si no se veían con mucha regularidad siempre se escribían o telegrafiaban o hacían uso del teléfono, y cuando se reunían era como si fueran unas vacaciones, con gran júbilo por parte de Harry que nunca perdió aquella curiosa mezcla de confianza infantil y sabiduría madura, y su rostro nunca se endureció ni corrompió, pese a las cosas que tuvo que hacer al servicio de Joseph Armagh. Era como un obrero que necesita emplear alquitrán en su trabajo, pero que, de regreso en su hogar, se limpiaba de toda mancha y no quedaba rastro.

Había veces en que parecía mucho más viejo que Joseph y otras en que parecía solamente un joven. Había muchos que dijeron que él era el agente criminal de un poderoso criminal, y Harry lo había oído con frecuencia y no le mortificaba.

—¿Qué es un criminal? —le preguntó una vez a un periodista—. Un hombre que no tuvo éxito en la criminalidad. Se hizo atrapar.

En otras ocasiones defendía rabiosamente a Joseph.

—¿Es culpa suya poseer la inteligencia para hacer fortuna? —solía preguntar—. Lo que le ocurre a usted es que se siente envidioso.

No había cumplido todavía los cincuenta y cinco, pensaba Joseph, viendo caer los húmedos y negros terrones sobre el ataúd de Harry y oyendo el llanto de Liza. (Ella tenía solamente cincuenta y tres años pero se había convertido en una anciana, de blanco cabello, recubierta de blanda y pesada carne, resultado de grasas acumuladas al transcurso de los años, de la satisfacción y de pensamientos sencillos, sin complicación y maternales). Los hijos se parecían a ella, teniendo los rasgos peculiares más bien vacuos y sin personalidad característica de la gente común, pero sus ojos eran los de Harry, negros y lustrosos, aunque no con la inteligencia de Harry. Eran lo suficientemente astutos y competentes para prosperar por sus propios méritos, y el mayor, por minutos, Jason, a veces ostentaba una expresión agudamente taimada. Consideraban a Joseph como a un tío, y así se dirigían a él al hablarle. Jason le escrutaba, aunque escasas veces, con un brillo especulativo en sus pupilas. Los dos jóvenes no eran bienvenidos en Green Hills, como lo averiguaron mucho tiempo antes de su propia madre, que una vez estuvo temerosamente intimidada por Bernadette que ante Liza se había referido a Harry llamándole «este turco». Los dos jóvenes eran de corta talla, fuertes, cuadrados y se movían con decisión si bien con cierta torpeza.

«Era una parte de mi vida», pensaba Joseph, sintiendo de nuevo el aproximamiento del viejo dolor. «Fue el primero que conocí en quien pude confiar. Me fue más íntimo y ciertamente más fiel que cualquier hermano. Fue mi amigo. Sólo me doy plena cuenta de ello, ahora».

Charles estaba también allí, en el viento y la lluvia y bajo el toldo que protegía a los asistentes, y Charles, como siempre, personificaba la distinción, y su cabello era todavía rubio ceniza, y su figura delgada y juvenil. Joseph pensó: «Charles es de mi misma edad, y me aproximo a los sesenta, y, ¿dónde se han ido los años, los años de nuestra juventud? ¿Es posible que Harry esté realmente muerto?». Joseph miraba fijamente dentro de la tumba y pensaba en las fosas que ya había contemplado antes, y sintió el deseo de volver la espalda y alejarse. Pero estaban allí los fotógrafos con sus placas, telas negras y cámaras, a corta distancia, ya que Harry Zeff había sido el poderoso secuaz del poderoso Joseph Armagh y su amigo más íntimo.

Los hijos de Liza se llevaron a su madre al carruaje que esperaba a la familia, y Joseph, habitualmente diestro en esquivar periodistas, se encontró repentinamente confrontando a tres jóvenes insolentes de rostros mojados por la lluvia, bajo el sombrero hongo, y plenos de resolución.

—Señor Armagh, por favor —dijo uno de ellos—, ¿es cierto que el señor Zeff se suicidó, tal como se rumorea?

Charles se abrió paso hasta hallarse al lado de Joseph y efectuó un ademán amenazante hacia los periodistas gráficos. Pero Joseph colocó su mano en el brazo de Charles. Contempló a los algo asustados jóvenes y su rostro ostentaba una glacial inexpresividad.

—Repítanme esto otra vez —dijo—. ¿Suicidio? ¿El señor Zeff? Deben estar ustedes fuera de sus cabales. Sus hijos son médicos. Uno de ellos firmó el certificado de defunción.

—Sí, ya lo sabemos —dijo el más joven y más descarado. Aquél era el temible señor Armagh, pero un reportaje siempre era un reportaje—. Esto es precisamente lo que parece curioso. Oímos comentar… anónimamente… que el señor Zeff se pegó un tiro. Y la señora Zeff llamó a sus hijos. No hubo ningún otro médico.

—Usted está completamente loco —dijo Charles—. El señor Zeff murió súbitamente de un ataque cardíaco. Oiga, ¿tendré que llamar a aquellos policías? Dejen de importunar al señor Armagh. Váyanse.

—O sea que el señor Armagh deniega este rumor —dijo el joven y se zafó expertamente fuera del camino de Charles—. Gracias, señor. Señor Deveraux, ¿no es cierto?

La lluvia y el viento repentinamente le parecieron a Joseph el estrépito de una catarata y un huracán, y caminó junto a Charles hacia el segundo carruaje, y oyó el frío chasquido y absorción del barro en sus tacones. Se instaló en el vehículo, con Charles a su lado, y los negros y mojados caballos emprendieron la marcha por las curvadas alamedas de los muertos bajo los árboles moribundos y a través del umbral de las verjas de bronce.

Joseph dijo:

—Es una mentira, naturalmente. Harry murió de un ataque al corazón.

Al no replicar Charles, volvió Joseph la cabeza hacia él rápidamente y preguntó enronquecido:

—Bien… Así fue, ¿no?

Charles contestó:

—Esperábamos mantenerlo secreto para usted, y entonces estos malditos periodistas… debieron haber oído algo, y no solamente un rumor. No. Harry no murió del corazón. Se pegó un tiro, como dijeron ellos. Trabajamos cuanto pudimos para que se mantuviera el secreto y no fuera publicado nada. Pero alguien habló. Posiblemente algún sirviente, que debió escuchar a escondidas.

Joseph estaba abrumado. La luz grisácea penetraba por entre los regajos de agua en las ventanillas y acentuaba la lividez del semblante de Joseph.

—¿Por qué? ¿Por qué tuvo que hacer algo semejante? ¿Estaba enfermo, muriéndose de alguna dolencia incurable?

Charles titubeaba. Después suspiró, quitándose su mojado sombrero y alisándose el cabello con la mano.

—No. No había nada de esto. Sus hijos me lo afirmaron. Simplemente, la otra noche… sé dirigió a su esposa en su alcoba de cama doble y la besó deseándole las buenas noches, y le dijo a ella… bien, algo que parecía una divagación acerca de que siempre la amaría y estaría cerca de ella… y después bajó a su biblioteca y se atravesó el corazón de un balazo. No en su cabeza… donde podría verse claramente. Debió apuntar cuidadosamente. Liza oyó el disparo y llamó a los sirvientes, y no les dejó entrar en la biblioteca, permaneciendo vigilante como una tigresa, según me contaron los hijos, y ellos acudieron. No había nada escrito. Ninguna explicación. Harry disfrutaba de excelente salud. Era multimillonario. No dio muestras de depresión alguna, dijo todo el mundo. Se comportó como todos los días, dicen. Lo siento, Joe. Esto es todo cuanto puedo decirle. Tal como me ha sido contado.

—Ladrones. Asaltantes —dijo Joseph, y su voz era tenue y remota—. Yo mismo vi a Harry hace menos de dos semanas. —Se interrumpió y sus facciones cambiaron sutilmente, mustiándose, y Charles lo notó. Prosiguió Joseph—: Yo me sentía… deprimido… y se me ocurrió preguntarle a Harry para qué vivía un hombre. El hombre corriente. Y también nosotros. Trabajamos todas nuestras vidas, luchamos, planeamos, nos forjamos objetivos, dirigimos nuestras actividades. Ésta es nuestra principal ocupación. Algunas veces nos gusta lo que hacemos y nos absorbe. Pero por lo general, no es así. En consecuencia, le pregunté a Harry para qué demonios vivíamos. ¿Por nuestro pan cotidiano, el trabajo interminable, y casarse y tener hijos, y decepciones o aun cosas peores? ¿Cuáles son nuestros placeres? Unas pocas horas de libertad cada semana, tanto si vivimos en una mansión como en una choza, unas pocas oportunidades de adulterio y unos pocos placeres fastidiosos para los cuales la mayoría de nosotros estamos demasiado cansados para poder disfrutarlos. Entonces nos morimos, y esto es todo lo que hay. Hasta aquellos nacidos entre grandes riquezas, lujos y ocios… ¿para qué viven? Fiestas, reuniones sociales, envidias, viajes, vestuario… y las mismas monótonas recreaciones que un minero, un dependiente, un oficinista, o un obrero de fábrica. ¿Esto es todo lo que contiene la vida de un hombre? Si es así, le dije a Harry, entonces no vale la pena vivir.

Charles percibía su sombrío perfil y no dijo nada.

—Y Harry me contestó —agregaba Joseph— que hay pequeños placeres a lo largo del camino, pequeñas satisfacciones, y yo le pregunté si valía la pena vivir por ellas. Meditó y luego me dijo: «Mi abuela era una vieja analfabeta libanesa, y una vez me dijo que vivíamos para y por el amor». Ambos nos reímos. Ésta fue toda nuestra conversación. Dios mío, ¿no crees que Harry quedó influenciado por esta conversación, Charles?

Charles meneó la cabeza.

—No. Harry era demasiado inteligente. Sabía que todos vivimos porque morir es algo infinitamente más duro de enfrentar… para la mayoría de la gente. Podrá no haber ninguna satisfacción en vivir… yo no he encontrado mucha… pero una eternidad en la nada, en el no ser, es peor todavía que la vida más mísera. No ser. No existir. No es de extrañar que los muy enfermos se agarren febrilmente y resistan hasta el último aliento.

—Pero Harry no lo quiso así —dijo Joseph—. Prefirió morir. ¿Por qué?

—Quizás estuviese cansado de vivir. Millones de nosotros alcanzan esta etapa.

—Pero Harry era un hombre saludable, no caprichoso ni complicado.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Charles—. ¿Quién sabe ni la menor cosa de cualquiera de nosotros, incluyéndonos nosotros mismos? —y miró a través de la ventanilla. El aire tenía el color de la melancolía. El viento hacía bambolearse el carruaje.

—¿Crees que Harry pudo haber sido asesinado por ladrones, Charles?

—En absoluto. La casa estaba guardada como una fortaleza.

—¿Por qué? —inquirió rápidamente Joseph.

—¿Por qué? ¿No están bien cerradas sus puertas y ventanas de noche en su casa?

—En la ciudad, sí. En Green Hills, no. Estás soslayando la cuestión, Charles. Y de una vez por todas, tutéame y facilitaremos así la charla. Tú sabes, como ya lo sé, que Harry se mató deliberadamente, de acuerdo a lo que me has contado. La pregunta sin contestar es… ¿por qué?

Charles suspiró de nuevo.

—Escucha, Joe, les hice esta misma pregunta a Jason y a Simeon, en privado, cuando me pidieron que no te lo dijese. Saben el afecto que le tenías a Harry. No querían que te causase trastorno, o te pusieras como ahora mismo, a sondear, a interrogar, a causarte tú mismo aflicción. Me dijeron que no podían pensar en una sola razón por la cual decidió su padre suicidarse. No había el menor barrunto ni indicio. Harry había sido el de siempre, riente y alegre, la noche anterior, en la cena, a la cual ellos y sus esposas habían sido invitados. Hasta habló de comprar un yate nuevo el año próximo. Les pidió opinión a sus hijos. Simplemente una reunión de familia.

Volvió a mirar a través de la ventanilla.

—Recuerdo lo que san Pablo manifestó acerca de… la negra noche del alma. Supongo que nos llega a todos nosotros, en ocasiones muchas veces en nuestras vidas, otras solamente una vez. Quizá le llegó a Harry solamente esta única vez, y no tenía ninguna experiencia previa similar para emplearla como punto de referencia. Tal vez estaba… anonadado. Después de todo, los hombres de nuestra edad, según tengo oído, padecemos tormentas del espíritu, para calificarlo con cierta fantasía, cuando comenzamos a sopesar nuestras vidas y tratamos de descubrir su significado, quiénes somos y para qué hemos vivido. Apostaría lo que fuese a que muy pocos de nosotros logran una respuesta satisfactoria. Muy pocos.

—¿La conseguiste tú, Charles?

—Pues no —dijo Charles casi jovialmente—. Pero ¡qué demonios!, aquí estoy y lo mismo da que disfrute del panorama, como decimos en el Sur. Es como viajar. Miras, observas, comparas, te interesas y diviertes, es instructivo o aburrido o excitante… brevemente. Y después vuelves al hogar de origen.

—Allá atrás —y señaló Joseph por encima del hombro con el pulgar—. Una lápida en un cementerio olvidado.

—¿Has averiguado para qué has vivido, Joe?

Joseph meditó y luego contestó con lenta entonación sombría:

—Pensé saberlo. En otro tiempo. Pero de algún modo u otro lo he olvidado. Ésta es quizá la verdad de todos nosotros Olvidamos nuestro punto de destino. Probablemente es lo mejor. Tan sólo una tumba al final.

—Cuando uno es joven nos creemos que el mundo es todo nuestro, glorioso, fascinante, lleno de promesas, clarines y tambores y marchas y nuevos mundos —dijo Charles—. No nos preguntamos entonces para qué vivimos. Lo sabemos. Pero más tarde lo olvidamos o bien todo se nos antoja como un sueño loco y necio. Bien, ya hemos llegado a casa de los Zeff. ¿Debo dejar que Jason y Simeon sepan que ya te lo he contado?

El cochero había abierto la portezuela, mientras decía Joseph:

—Tengo la sensación de que ésta es una conversación muy banal que ya ha tenido lugar diez mil millones de veces antes de ahora, entre otros hombres. De hecho, hasta oigo ecos universales, pobres pedestres trajinantes que somos todos.

Charles emitió una apagada risa.

—En estos días es muy popular el viejo persa Ornar Khayyám. Me gusta uno de sus versos, en particular:

Saquemos el mayor partido

de aquello que todavía consumir podemos,

antes que también nosotros al polvo bajemos…

Polvo dentro del polvo, y bajo el polvo yacer,

sin canción, sin vino, sin cantante y sin fin.

Cuando estaba a punto de apearse, añadió Charles:

—Cándidamente, creo que la vagancia es la mejor existencia que pueda vivirse. Si hay algo de cierto en la reencarnación, seré un vagabundo en mi próxima existencia. Ésta sí que es vida, Joe. Los vagabundos terminan en el mismo sitio que nosotros, pero por el camino han tenido mucha diversión y han gozado de plena libertad.

La familia solicitó que Joseph estuviera presente cuando fuera leído el testamento de Harry. El día era frío y tenía el color y el brillo del acero. La casa era opulenta y casi oriental en su suntuoso mobiliario y decorado, y siempre le había causado opresión a Joseph. La familia sentábase en la biblioteca, sollozante Liza y llorosos los hijos, ya que eran personas muy emotivas. Había un considerable fondo en fideicomiso para Liza, otros mayores para los hijos, y la casa para Liza y el dinero para mantenerla. Pero el remanente de los bienes era legado, para asombro de Joseph, a obras de caridad bajo la administración de la Archidiócesis de Filadelfia.

Un paquete fue colocado en manos de Joseph, envuelto en papel marrón y desgastado. Lo abrió. No podía creer en lo que veía. Era un misal muy usado. Liza interrumpió sus sollozos para mirar intrigada.

—Nunca lo vi antes —dijo con voz quebrantada—. ¿Era de Harry? ¡Pero si nunca iba siquiera a la iglesia!

Joseph pensaba que ya se había sentido antes de ahora devastado por la desolación, pero no era nada comparado con lo que ahora sentía. Con el misal abierto entre sus manos y vio que había sido abierto muchas veces en aquel espacio, y un pasaje estaba subrayado:

«Cordero de Dios, que cargaste con los pecados del mundo, Ten misericordia…».

Joseph tuvo una terrible percepción íntima mientras permanecía con el libro abierto por aquel pasaje ante sus ojos. Se dijo: «Él odiaba lo que hacía por encargo mío, pero como era para mí, lo hacía. Y esto le causó finalmente la muerte».

Harry nunca le había hablado de religión a él ni a nadie, hasta donde podía saber Joseph. Sus hijos recibieron educación laica. Nunca reveló ningún interés religioso ni dudas especulativas. Sin embargo, éste era su misal, envuelto años antes para ser entregado a Joseph.

¿Era aquello una advertencia? De ser así, ¿por qué?

Sintióse de pronto desesperadamente cansado. Los años empezaban a pesar fuertemente, pensó, mientras el notario confortaba a los afligidos. Charles permanecería varios días en Filadelfia para consultar con el posible sucesor de Harry. Joseph debía ir a Nueva York. Entonces, súbitamente, pensó en Elizabeth, sintió nostalgia de ella con anhelo hambriento.

Regresó a Green Hills, en el tren más rápido que bramaba majestuosamente a través de la noche. Entonces sintió la pena de su pérdida, la pena agazapada, expectante. Ni aun la muerte de Kevin le había lacerado tanto como la reciente desaparición de Harry, ni la pérdida de Sean y Regina, ni la destrucción mental de su hija. Porque Harry había sido más que hijos, hermano y hermana. Había sido la mayor parte de la vida de Joseph, y posiblemente la más activa y la más plenamente corpórea, y la más juvenil. Joseph, en el transcurso de todos aquellos años, había dudado de todos aquellos a quienes quiso. Pero nunca dudó de Harry. Ahora Harry había muerto a causa de su lealtad hacia él, y de un afecto que Joseph nunca sospechó.

Exhausto por la pena reclinó su cabeza contra la ventanilla y soñó que estaba en aquella habitación calurosa y polvorienta de Washington muchos años antes, quemando los documentos concerniendo al senador Bassett. Oyó al senador hablándole, pero sin verle:

—Demasiado tarde —decía el senador—. Demasiado tarde.

Una semana después, cuando Charles estaba de regreso a casa desde Filadelfia, su tren descarriló por acto de sabotaje de huelguistas, y quedó parcialmente destrozado. Tres hombres murieron en el siniestro. Uno de ellos era Charles.

—Cristo, Cristo —repitió Joseph al recibir el telegrama comunicándole desde Filadelfia el accidente mortal.

Subió a sus aposentos y se recluyó en ellos durante tres días con sus noches y no salió para nada. Nunca contestó a las llamadas. Nunca tocó siquiera las bandejas que le eran dejadas ante la puerta. Si durmió o no nadie lo supo. Ni tampoco supo nadie que por segunda vez en su vida se embriagó.