XI

Joseph Armagh hizo construir una magnífica mansión para su hijo, Rory, y para Claudia y sus hijos en un bonito sector adjunto a su propia casa en Green Hills. La propiedad fue conocida más tarde como la «Colonia». Armagh. Claudia la encontraba «insípida». Aunque Bernadette estaba orgullosa de su nuera y alardeaba de ella, las dos mujeres se detestaban. Claudia se consideraba muy por encima de la familia Armagh, y resentía las «exigencias» de Bernadette. Aunque no era muy inteligente, Claudia poseía una excelente mímica, imitando a su suegra para diversión de sus amistades en Washington y Filadelfia. Bernadette consideraba a su nuera afectada y presuntuosa, lo cual era, y permanecía inmune al famoso encanto, que nunca vio. Cuando Claudia «se daba aires» con ella, Bernadette emitía una palabra ruda, y reía ruidosa y toscamente. Ella, y únicamente ella, era la gran dama de la familia Armagh, y no aquella muchacha descarada con su diminuto pecho, sus anchas caderas y sus gordas piernas. Bernadette había descubierto que Claudia tenía las piernas algo arqueadas, y esto era siempre excelente para uno de sus remedos, a los que también era adicta. ¿Al fin y al cabo quién era Claudia Worthington? Alardeaba de sus antepasados. Pero Bernadette era penetrante, y pronto descubrió que el abuelo de Claudia por parte de su madre fue un pobre y arruinado carpintero por más que se jactase de proceder de una familia británica aristocrática. El padre del embajador, a criterio de Bernadette, no valía mucho más. Comenzó como trabajador en las minas de carbón en Pensilvania, a ocho dólares por semana, pero había inventado cierta máquina que redujo el empleo de mujeres y niños en las minas. (Había robado el invento a un minero mucho más inteligente pero cándido, un hecho que los espías de Bernadette habían descubierto). En consecuencia, se hizo rico y educó a sus hijos en Harvard y Yale y había emergido como un aristócrata. En cuanto a las mujeres de la familia de Claudia, habían sido simplonas ignorantes. Así llevaba Claudia siempre sus famosos guantes blancos. Servían para ocultar el hecho de que poseía manos de camarera o esclava, angulares, nudosas, grandes y de mal color. ¿El notorio antepasado relacionado con la familia real inglesa? Por el amor de Dios, pero ¡si solamente fue un componente de la guardia del castillo de Windsor!

—No importa —le había dicho Joseph a su esposa, con sombría diversión—. Dejemos que prevalezca la ficción. ¿A quién perjudica? Si Claudia desea que la emparenten con la familia real inglesa, y ellos mismos son plebeyos, déjala. Puestos a puntualizar, tal como enseña la Iglesia, ¿no somos todos hijos de Adán y Eva?

—Oh, cállate —había contestado Bernadette riendo—. De todos modos, esta insignificante zamba no me va a agitar sus guantes ante la cara y parlotear jadeante creyendo que me impresiona. Le dije una vez por todas que lo sabía todo acerca de ella. La detesto, pero por el bien de la paz familiar no se lo diré a nadie más. Además, su familia es rica. Supongo que Rory hubiera podido casarse peor. Claro, ¡ella me exaspera con sus necios comentarios acerca de los «mezquinos políticos»! Y mi padre era senador y gobernador, cuando los de su familia estaban extirpándose trozos de carbón y astillas de madera de sus traseros. ¡Qué grandísima tonta es con sus suaves jadeos y su voz infantil! La he oído bramar a sus hijos… como una pastora de cerdos. Y también a la servidumbre, si se olvidan de los pétalos de rosa en sus lavamanos. Sus abuelas se lavaban en tinas de zinc y estaban contentas de poder tenerlas. Mi madre era una dama.

—Sí, me consta —dijo Joseph.

—Y tu familia era por lo menos decente, inteligente y de letras, en Irlanda —dijo Bernadette con una apasionada mirada amorosa hacia él—. Sí, lo sé. Y solía aguijonearte a este respecto, pero creo que estaba un poco envidiosa. Mi abuelo fue tan sólo un negrero.

—Pero fíjate en todo el dinero que tenemos —dijo Joseph, y Bernadette no pudo comprender su tono de voz y por qué se fue bruscamente.

Bernadette estaba encariñada con sus nietos que estaban habitualmente en la «Colonia», por considerarlos Claudia y Rory trabas en su vida social en Washington. Aquel cariño sorprendía a Joseph. No sabía que se componía en parte de indolente afecto y en parte de malicia. Daniel parecíase al padre de Bernadette, y ella sentíase particularmente atraída hacia él. Joseph, su tocayo, era un estólido muchacho gordo con la petulancia y pretensiones de su madre y su intolerancia con la servidumbre.

—La sangre habla —solía decir Bernadette—. Rosemary y Claudette no son más brillantes que su madre, y tienen sus piernas. Campesinas.

Pero ellas le tenían cariño, porque era muchísimo más indulgente con ellas que lo fue con sus propios hijos. Era desafortunado que ninguno de ellos se pareciese a Rory, tan vívido, cortés, el hombre de clase y prestancia, que podía encantar con un guiño. Cierto que las niñas tenían el cabello rojo y oro y grandes ojos de claro azul, pero no poseían el brioso atractivo de Rory. Ni ninguno de los tres parecíase a Kevin o a Ann Marie.

—No deben subir a burlarse de su pobre tía —solía decir Bernadette a sus nietos—. Ella misma es tan sólo una niña. Tuvo un accidente. No deben hacerla llorar, ni quitarle sus muñecas, ni empujarla ni hacerle muecas feas. La asustan.

—Moja sus calzoncillos como un bebé —decía Daniel, el mayor—. Se derrama por el suelo. A veces ella apesta.

—Niña sucia, niña sucia —cantaban las pequeñas.

—No lo puede evitar —decía Bernadette, pensando en aquel día en que Ann Marie se transformó de una encantadora joven en una idiota.

Bernadette lo reveló a su confesor, quien le aseguró que estuvo del todo acertada al informar a Ann Marie sobre la verdad. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Lo triste fue que la muchacha no hubiera sido informada cuando era una chiquilla. La conciencia de Bernadette quedó apaciguada. Todo había sido culpa de Elizabeth, aquella desvergonzada tunante. Y su desagradable hijo Courtney que ahora era un monje en Amalfi. El único hijo de Elizabeth: ¡un monje! Le estaba bien empleado.

Bernadette era reina de la «Colonia». La emperatriz, la dueña gobernanta de la dinastía. Se jactaba de que sus nietos la adoraban. Si Daniel, como decían algunos, tenía los dientes como los de una ardilla, no importaba. Si Joseph estaba siempre enfurruñado y lloriqueante, era solamente cuestión de carácter infantil. Si las niñitas eran rudas y no muy brillantes, por lo menos eran lindas en cierto modo. Le seguían el rastro a ella como sus propios hijos nunca lo hicieron. Porque ella era siempre benévola, y siempre, especialmente ante un auditorio, era la clásica abuela dulcísima. Daniel, el más inteligente era un cínico nato, y sonreía burlón pero entraba también en el juego, ya que la abuela estaba siempre dispuesta a dar un obsequio y algún dólar, si quedaba complacida. Los niños se agrupaban en torno a Bernadette, ante una concurrencia, y todo el mundo quedaba profundamente emocionado. Aquélla sí que era una familia íntimamente unida, encariñada, plena de devoción y lealtad. En privado, Bernadette amonestaba a los muchachos: «Tenemos un nombre con el cual hemos de vivir en conformidad. Debemos hacerlo todo correctamente. Tenéis un futuro». A las muchachas les decía: «Debéis hacer buenos matrimonios. Es vuestra obligación para con vuestro padre y abuelos». La comprendían apenas, dada su edad, pero sentían por ella cierto respeto, lo cual era más de lo que experimentaban por sus padres. Bernadette todavía tenía «mano dura», como dijo una vez Joseph.

Eran muchas las personas que se preguntaban por qué el resplandeciente Rory Armagh, con su sagacidad, clase y prestancia, su atractiva figura de hombre guapo, se había casado con Claudia Worthington. (Eran las personas inmunes al especial encanto de ella y que encontraban su voz infantil fastidiosa y sus amaneramientos algo ridículos, y que la consideraban escasamente atractiva). Si le hubiesen preguntado a Rory hubiera contestado:

—Yo mismo me lo pregunto a menudo —y habría sonreído en su peculiar estilo jocoso, pero bromeando sólo a medias.

Ya aturdido por la muerte de su hermano menor, la inexplicable deserción de Marjorie, que seguía encontrando increíble, le hizo sentirse por muchos meses como si no estuviera viviendo, sino soñando en una oscura pesadilla de la cual no pudiera despertar. Su apatía era frecuentemente sacudida por salvajes rebeliones, odio, rabia, como fogonazos de relámpagos escarlatas en una noche que no quería terminar nunca. Se había consumido en meses de asedio, sin resultado, y que fueron obsesionados por el impulso del suicidio. Después la apatía se adueñó de él, reduciendo en mucho su volubilidad y buen humor para el resto de su vida. Todavía conservaba el pisito, que guardó durante seis meses, y lo visitaba casi diariamente con la esperanza de que encontraría allí a Marjorie aguardándole para darle plenas aclaraciones. Permanecía tendido en la polvorienta cama en un estado de agotamiento físico y emocional, mirando fijamente el mohoso techo. Cuando se levantaba sentíase tan viejo como la propia muerte, y quebrantado. Ella no dejó nada suyo sino las joyas que vendió de inmediato. Ni siquiera había una horquilla del cabello o un pañuelo, aunque rebuscó afanosamente. Era como si nunca hubiese cantado y reído allí mismo, o yacido entre sus brazos. El pisito se convirtió en una tumba para él, y al final comprendió que si no se recobraba de aquel desolado horror, aquella terrible nostalgia, aquel llanto íntimo, aquel letargo, moriría.

No fue hasta que empezó a odiar a Marjorie por lo que le hizo a sangre fría, con indiferencia y rechazo, como pensaba él, cuando su cuerpo y su mente juveniles pudieron responder de nuevo a los estímulos exteriores. La conducta de ella seguía siendo inexplicable, pero como decían con frecuencia sus amigos, las mujeres en sí mismas eran inexplicables. No cabía la menor duda de que ella ya le había olvidado. Para ella fue una frívola relación, sin consecuencias duraderas, o de lo contrario su padre no hubiese podido influir para que le abandonase y se las compusiera para aquella execrable anulación. O bien ella era más débil y menos inteligente y más casquivana de lo que pudo jamás pensar. Ella le hizo hacer el ridículo, y el orgullo de Rory, finalmente, le salvó, haciéndole recuperar de nuevo el interés en la vida exterior. Una maldita ramera… mintiéndole, riéndose de él a sus espaldas, sintiéndose superior a él, engañándole, ¡hasta cuando se acostaba con él! El amor propio prevaleció haciendo que la odiase, de modo que así pudo volver a la existencia normal. Pero nunca más su risa fue tan honda, sus sonrisas tan amplias y escépticamente generosas, ni su cordialidad tan espontánea, ni sus pies estuvieron tan ansiosos por bailar ni sus oídos tan dispuestos para la música alegre.

—Por fin Rory está madurando —dijeron algunos de sus muchos amigos en Harvard.

Percibieron, con aprobación, que súbitamente se había vuelto más sensato, más atento en las discusiones y menos alegremente beligerante, más reflexivo y más reservado. Si su rostro se hizo más tenso, y sus claros ojos azules menos risueños que antes, esto también fue notado con aprobación. Era por fin un hombre, y ya no un muchacho.

Había alguien que le observaba con persistencia, y era su padre, Joseph, que comprendía exactamente lo que su hijo estaba sufriendo. Ya superaría aquella crisis, pensó Joseph, pero él mismo se sorprendió ante la tenacidad del amor de su hijo por aquella preciosa criatura que no habría podido hacer progresar la fortuna de los Armagh. Los jóvenes pletóricos como Rory, enamoradizos, no permanecían largo tiempo adictos a una sola mujer, y Joseph sabía lo enamoradizo que era Rory, y supo de sus aventuras pasajeras aun durante su matrimonio con Marjorie. Pero Rory resultó tener una emotividad más honda de la que supuso Joseph con toda su percepción, y Joseph, que no podía atreverse a ofrecer ninguna clase de simpatía sino que debía permanecer aparentemente sin enterarse de aquel infortunado matrimonio, estaba preocupado. Rory tenía frecuentes accesos de sombrío silencio cuando venía a casa para las vacaciones y fines de semana, y tenía un modo muy perturbador de efectuar largos y solitarios paseos por Green Hills, inclinada la cabeza, manos en los bolsillos, asestando puntapiés indiferentes a las piedrecillas del camino. Joseph le observaba.

Entonces, y para alivio de Joseph, tras muchos y largos meses, Rory pareció «salir a flote de aquel marasmo». Ya no irradiaba como el sol ni su voz, exclamaciones y risas suscitaban ecos por toda la casa… pero quizás era mejor que estuviera más apaciguado. Cuando Rory obtuvo el título universitario de leyes, Joseph le obsequió con el gran viaje por el extranjero y Rory fue a Europa recorriéndola durante varios meses. Los asociados y amistades de Joseph en el extranjero le tuvieron informado secretamente de la actividad y vagabundeos de Rory. Cuando le fue informado a Joseph que Rory se había aficionado apasionadamente de una hermosa joven italiana con aspecto levemente de matrona, en Roma, y estaba enzarzado en frenética relación con ella, Joseph sintióse hondamente aliviado. Después hubo una cortesana de categoría en París, un interludio idílico en Berlín, otro muy tumultuoso en Budapest, y algo parecido a una orgía en Viena con varios otros jóvenes ricos y un enjambre de jóvenes damas, de las más encumbradas, en la llamada vida alegre.

Rory había ido después a Londres y visitó al embajador y su familia y Claudia seguía allí. El embajador ofreció una serie de fiestas suntuosas en honor del joven. Claudia desplegó su pleno y seductor encanto misterioso ya que estaba enamorada de Rory y lo deseaba febrilmente por marido. Fue confortante para él ser perseguido por una muchacha tan encariñada, con aquel embrujo especial, y que a su vez era perseguida por hordas de jóvenes muy destacados en la sociedad, incluyendo a varios de la alta nobleza de Inglaterra. Era también halagador. Se obligó a tomar conciencia del comportamiento de Claudia y a no ejercer su espíritu crítico. Ella le era plenamente devota. Sus ojos se iluminaban haciéndose muy bonitos cuando le miraba fijamente y en silencio. Para Rory, cuyo orgullo fue tan lacerado, aquello era como una onda de tibieza en una fría noche amarga. El compromiso fue anunciado. El matrimonio tuvo lugar sin que transcurriese mucho tiempo. Hasta Bernadette quedó pasmada e impresionada por el esplendor de la ocasión y los notables y famosos invitados, aunque expresó a Joseph, despectivamente, que su hijo pudo seguramente conseguir mejor esposa que aquella pesada y jadeante muchacha de feas manos.

Pero solamente Rory supo que mientras estaba esperando cerca del altar la llegada de la novia sintió un súbito deseo desesperado y demencial de huir, de regresar a América, de obligar a Marjorie a verle, de llevársela a la fuerza, si fuera necesario, y hasta de golpearla sañudamente. Cualquier decisión antes que aceptar por mujer a aquella extraña muchacha arropada en blanco raso de Worth, con larga cola y mortajas de blancos velos y aquel mareante aroma de jazmín que flotaba en torno a ella como una nube, y que acudía del brazo de su majestuoso padre. La música y cánticos del coro se le antojaron los discordantes ruidos del infierno, y toda la capilla se convirtió en una caprichosa y abigarrada fantasmagoría para él, inclinada, ardiente, gélida y sofocante. Logró dominarse, pero estaba cubierto de sudor y pálido; su cuerpo temblaba y en su interior sólo un nombre alentaba: Marjorie.

Pero, por propio instinto de conservación ya había aprendido a no pensar demasiado profundamente en sí mismo o en cualquier otra persona. De otro modo, la vida tendería a ser inaguantable. Claudia le encontró muy atento durante su luna de miel, y fue adorándole más y más. Tenía un modo, fascinante para ella, de aparecer como ignorante de su presencia en muchas ocasiones, y ella que siempre fue perseguida ardientemente desde la pubertad por muchachos y jóvenes, encontró intrigante esta peculiaridad. Su marido era un hombre y no un sudoroso y cortejante jovencito. Rory no llevaba ni seis semanas de casado cuando le fue infiel. Esta vez buscó una prostituta de baja clase y sintió que se desquitaba a la vez de Marjorie y de Claudia. Después de esto siempre amaría a las mujeres por sus cuerpos despreciándolas como personas.

Ni resentía ni deploraba la manifiesta estupidez de Claudia, su embelesamiento por vestidos, joyas y apariencias, su afición a lo trivial, su pasión por los detalles ínfimos, su craso materialismo y su deseo de ser siempre notada, vista, comentada y admirada. Su fotografía salía por todas partes y para ella nada existía realmente, ni siquiera Rory, tan plenamente rotunda y en tres dimensiones como ella misma. Era como una actriz que supiera que solamente actores y actrices de menor importancia la rodeaban, y que únicamente el escenario y su propio papel era lo que tenía significado. El escenario, especialmente el decorado embellecido con su presencia, era de la más intensa importancia. El auditorio era, simplemente, lo secundario en importancia y siempre tenía que haber un auditorio, un público, para Claudia. Rory sabía todas estas cosas acerca de su esposa, y no le irritaba. Indudablemente aquella propia abstracción, aquella estupidez de hembra, era para él más cómodo que el ingenio, la tierna travesura y la inteligencia de una mujer. Por lo menos, aquellas condiciones nulas no efectuaban ninguna intrusión en él, y rara vez le exasperaba Claudia, como estuvo divertidamente exasperado a veces por Marjorie, cuyos penetrantes ojos habían profundizado, con frecuencia, demasiado hondamente en su carácter.

—No puedes engañarme a mí con todas tus artimañas —solía decir Marjorie, abrazándole y besándole—. Te conozco, Rory, amor mío. Bésame. Te amo aunque conozca todo lo referente a ti, cariño.

Claudia nunca le diría esto a él, ya que nunca le conoció en absoluto.

Rory vivió por algún tiempo a medias en el mundo, deslizándose sin profundizar por su superficie, disfrutándolo. Pensaba ¿qué otra cosa había en este mundo sino el placer para hacerlo soportable?

Regresó a la vida, a la penosa vida, con ocasión del asesinato del Presidente McKinley en Buffalo, en septiembre de 1901, cuando su hijo Daniel tenía un año y Claudia estaba preñada de Joseph. Fue como si despertase de algún sueño y se viera obligado a vivir de nuevo. Ya no quería volver a vivir una vez más como hasta entonces. Estuvo con las empresas de su padre en varias ciudades por algún tiempo, y era miembro de su personal jurídico, y viajaba mucho y tomaba su entretenimiento siempre que estuviera al alcance y asequible cualquier mujer bonita. Su padre no le habló en todo este tiempo de los financieros, banqueros e industriales que conoció en Londres y en Nueva York, y Rory había comenzado a tener la sensación que eran algo levemente irreal.

Pero el Presidente McKinley había sido asesinado por un anarquista. Un anarquista, pensó Rory, devuelto de nuevo a la penosa realidad de la vida. Rory visitó a su padre en Filadelfia preguntándole:

—Ahora, dime, padre. ¿Qué hizo el Presidente para incitar el asesinato? —Sonrió torvamente a Joseph—. Un anarquista. ¿Significa un marxista, no es así, un socialista?

—Bien, no exactamente —dijo Joseph reclinándose en su envarado sillón del despacho y estudiando a su hijo—. En realidad un anarquista es un hombre que desea destruir a todos los gobernantes.

—Ya comprendo —dijo Rory—. Todos los reyes y emperadores… y presidentes. Abajo con los gobiernos debidamente constituidos. Pero ¿qué hizo el Presidente para merecer su muerte a manos de un anarquista? ¿Exactamente, qué?

—No estoy seguro de saber lo que quieres decir —afirmó Joseph dando la impresión de que sus ojos estaban encapuchados, aunque no lo estaban—. Hay mucha gente que le tenía una gran antipatía, aunque me es difícil creer que ellos… incitaron… a Leon Czolgosz a matarle. Si lo hicieron, nunca me lo dijeron. Después de todo, son caballeros, ¿no es cierto?, y los caballeros no se manchan las manos con sangre. ¿No leíste los periódicos últimamente? McKinley era acusado de ser «imperialista» por la prensa radical, y este calificativo inflama a hombres como Czolgosz. Oí comentar que McKinley insistía una y otra vez en que el patrón oro debía ser mantenido en América, si nuestra moneda tenía que permanecer válida; también dijo que la moneda sin garantía conduce a la quiebra nacional, y fue citado en la prensa por haber dicho en una conferencia que América nunca debía tener un impuesto federal sobre la renta, si quería permanecer libre. Creo que calificó dicho impuesto de «tiranía», y de «un gigantesco sistema de expoliación para saquear al pueblo su propiedad y, en consecuencia, su libertad». Tuvo gran influencia en la derogación del impuesto temporal después de la guerra…, lo cual, creo que fastidió a ciertas gentes. Estaba en contra del establecimiento de un Sistema de Reserva Federal para acuñar moneda fuera del dominio del Congreso. En resumen, yo diría que McKinley no era muy «progresista», ¿verdad?

—Por consiguiente, tenía que ser asesinado, de modo que el «progresista». Teddy Roosevelt pudiera ser Presidente —dijo Rory.

Joseph sonrió:

—Estás simplificando las cosas, Rory. Nada tan crudo fue «planeado». Oí comentar que sería mejor que fuera Presidente Roosevelt, pero no estoy seguro de dónde y cuándo lo oí comentar.

—Claro, claro —dijo Rory.

Joseph se atiesó más en su sillón y ahora sus facciones eran mucho más torvas que las de Rory.

—Tendrás que acostumbrarte a las cosas tal como son. Eres un abogado. Sabes que hay límites y estatutos en derecho, y que pueden ser alterados con demasiada frecuencia para que resulten seguros para nadie. Has de ser realista. Y no puedes permitir que tu imaginación te lleve demasiado lejos.

—Como por ejemplo imaginar golpes de estado.

—Exactamente —y de nuevo le estudió Joseph—. Siempre pensé que eras un realista. Me enorgullecí de ello. Nunca pensé que creías en un jardín de florilegios para niños, donde prevalece el honor y el mal es castigado siendo estimulado el bien. Para vivir en este mundo sobre seguro tienes que ser un hombre y no un niño cándido. ¿Me comprendes?

—Perfectamente —dijo Rory. Se observaron mutuamente un largo instante y después agregó Rory—: Nunca me creí un idealista. He sido un escéptico desde mi temprana infancia. No soy ningún caballero de blanca armadura resplandeciente. Yo también soy un oportunista. Pero en cierto modo la muerte de McKinley me ha perturbado. Comprendí que la comedia a la que asistí en Europa no era en absoluto una comedia. Era una realidad.

Joseph no dijo nada. Rory sentábase en el borde de la mesa despacho de su padre, alto y esbelto, elegante en su traje negro. Había perdido su propensión a la carnosidad y hasta su madre admitía ahora que parecía «refinado».

—Todo era muy real —insistió Rory—. Y los actores son como Lucifer: han persuadido a la gente de que no existen ni nunca existieron.

—¿Quizá te gustaría informar al público y comenzar una cruzada? —insinuó Joseph.

Rory hizo una mueca burlona y sus blancos dientes destellaron y por un instante volvió a ser el Rory más joven.

—Podría, y realmente me gustaría, si pensase que existiera la menor posibilidad de que el público me creyese, y si tuviera bases de información más sólidas.

También sonrió Joseph.

—Pero no te creería nadie, y, ¿no es esto una realidad afortunada? El pueblo anhela seguir en su creencia de que el mundo es puro y bueno y hermoso, y que Dios está en su paraíso y que todo va perfectamente en el mundo. Quieren ser libres para dedicarse a sus sórdidos e ínfimos placeres, a sus pequeños goces animales, y de sus infantiles retozos y comer y dormir. Una nación nunca perdona a un hombre que intenta obligarla a pensar. Perdonará a los asesinos, embusteros, ladrones, explotadores, opresores y tiranos. Pero, en cambio, un hombre que les diga: «Dejadme que os hable de vuestros enemigos verdaderos, y lo que debéis hacer con ellos, en justicia, con fe, valor y fortaleza, a menos que queráis morir», morirá él mismo indudablemente. Su propio pueblo le matará. No será necesario ningún golpe de estado, como lo llamas.

—Sí, es la constante historia tan antigua, ¿no? —reconoció Rory—. Casi banal y siempre repetida. Opino que los santos y los hombres justos deberían ser estrangulados al nacer. Se empeñan en trastornar los planes de sus mejores y superiores, o por lo menos, intentarlo. Esto, naturalmente, es intolerable.

—Doy por sentado que estás entre las filas de estos imbéciles —dijo Joseph.

—Claro que no lo estoy. Prefiero vivir. Yo no hice este mundo, y debo simplemente llegar a un perfecto acuerdo con sus normas. Ésta es la última vez que sostenemos una conversación sobre este tema… Te lo prometo, papá.

—Excelente —aprobó Joseph—. Y ahora, pasando al terreno práctico de tu campaña para representante ante el Congreso. El pueblo, por una parte tolerará y hasta glorificará a un déspota, pero es un poco puritano acerca de los políticos que son demasiado patentes en lo que concierne a las camas de las esposas de otros hombres. Deja que un líder mate a medio millón de hombres en una guerra, y la gente le hará estatuas. Pero si dejas que un aspirante a político sea sorprendido sin pantalones en la alcoba de una mujer que no sea su esposa, su carrera habrá terminado y ni siquiera la muerte borrará esta «infamia». Te sugiero que te conviertas en un modelo de devoción conyugal por lo menos hasta que seas elegido. Llegan a mis oídos rumores poco tranquilizantes.

—Y todos ellos son verdaderos —dijo Rory—. Ya he decidido lo que he de hacer, papá. Tengo una esposa muy adicta. Ya me ha hablado sobre este tema. Es tolerante.

—Bien, entonces procura ser circunspecto —dijo Joseph.

Levantándose, Rory se tocó la frente en burlón saludo militar y abandonó el despacho, y a solas, Joseph siguió con el frunce en su entrecejo.

Una semana después Harry Zeff moría súbitamente de un ataque cardíaco en su mansión de Filadelfia, dejando muy apenada a su bienamada esposa Liza y a sus dos hijos gemelos, ahora ya médicos consagrados y muy probos aunque algo obtusos. Ambos estaban casados con muchachas de muy buenas familias, y ambos tenían hijos de corta edad. Harry estuvo muy orgulloso de sus hijos.