Albert Chisholm había decidido exactamente cómo recibiría al jactancioso e insolente irlandés Joseph Armagh. Sentaríase serenamente en su despacho, tras la mesa que perteneció a su abuelo, con la ponchera de plata propiedad de su pariente lejano, Paul Revere, repleta de flores naturales, que a fines de septiembre lucían un color bronce y oro y recibiría al señor Armagh con calmosa dignidad y cortesía, ofreciéndole un cigarro. Le hablaría con entonación tranquila y modulada… estos irlandeses eran tan ruidosos y tercos, y así Armagh sabría por vez primera en su vida que estaba tratando con un caballero legítimo. Chisholm dio órdenes a sus secretarios. Conducirían inmediatamente al señor Armagh a su santuario interior, con discreción y no conversarían con él.
Chisholm tenía el respaldo de toda una vida de decoro, comportamiento adecuado y normas patricias, por lo cual no necesitaba esforzarse para que estas cualidades fueran evidentes. Eran automáticas. Llevaba su levita negra, pantalones a rayas, cuello almidonado de pajarita y corbata negra con el alfiler de perla, y discretos gemelos de oro, y su mostacho gris estaba netamente recortado y encerado, y sus claros ojos ostentaban serenidad. El día era frío y por esto un pequeño fuego chisporroteaba anaranjado en su chimenea de mármol negro, y tras él imperaba su inmenso armario de libros de derecho, todos precisamente encuadernados en piel azul oscuro, cantos dorados y rótulos carmesí, y la alfombra del suelo era Aubusson legítima, y el entarimado era de caoba al igual que los paneles de pared. El mobiliario estaba tapizado en cuero negro, y las limpias ventanas daban a la calle, con cortinajes rojo oscuro enmarcándolas. En conjunto, pensaba él, resultaba muy impresionante, y aunque él era uno de los tres socios de la firma, su abuelo dejó arreglado que tuviera a muchos jóvenes y ambiciosos abogados «bajo» él, y que eran los que realizaban ahora la mayor parte del trabajo. (Siendo jóvenes e insolentes, le llamaban «abuelo» a espaldas suyas y tenían en escaso respeto sus conocimientos jurídicos. «El abuelo se atiene a la ley», solían decir burlonamente, sabedores de que cualquier abogado inteligente tenía que acomodar las leyes en favor de los clientes de posición. Habían hecho prosperar mucho los ingresos, y el señor Chisholm creía que todo era debido a su recto proceder).
Un secretario asomó la cabeza anunciando al señor Armagh. El señor Chisholm se levantó con calmosa prestancia y aguardó. Temía que en pocos instantes la gran estancia resonaría con los ecos de una ruda voz irlandesa, con interjecciones tabernarias, gritos y agresividad verbal. Había encargado una escupidera de bronce que estaba ahora cerca del sillón del visitante, al otro lado de la mesa, ya que indudablemente Armagh sería un fanático del tabaco de masticar y por tanto, escupidor. Chisholm había pensado en extender un periódico bajo la escupidera, pero finalmente decretó que aquello sería grosero. Entre suspiros había ya decidido que si Armagh estaba deseoso realmente de que su hijo se casara con Marjorie, y si ambos jóvenes, desgraciadamente, tuvieran la misma ansiedad, tal vez se dejaría persuadir para someter la cuestión a examen, aunque ofendiera sus normas y sus esperanzas para Marjorie, que había sido la «reina» de todos los cotillones y cuya presentación social fue mencionada en los periódicos de Nueva York y Filadelfia. Pero se crispaba con el pensamiento de que Marjorie pertenecería a una familia de aquella índole, expuesta a que su delicada sensibilidad fuera constantemente ultrajada.
Joseph entró en el despacho y el secretario cerró suavemente la puerta tras él. Chisholm permaneció un instante con la boca abierta. No podía creer lo que veía. El recién llegado no era en absoluto similar a los alcaldes irlandeses de Boston, tales como Viejo Meloso y varios otros políticos de la misma raza que el meticuloso Chisholm deploró tanto tiempo. El recién llegado era un hombre alto, flaco, impecablemente vestido de oscuro, su ropa blanca inmaculada y por encima de todo reproche, sus pocas joyas de excelente gusto, sus botas lisas y bien lustradas. Pero fue sobre todo el ascético semblante de Joseph el que atrajo la atención de Chisholm, aquel rostro reservado, impasible, del todo afeitado, severo y…, pues sí…, aristocrático. El mezclado rojo y blanco de su cabello estaba expertamente recortado, ni demasiado largo ni demasiado corto, y su expresión era a la vez dominante y de autodominio, y aquellos ojos eran los de un hombre sumamente inteligente e inconmovible. La íntima crispación de Chisholm se relajó un poco. ¿Sería tal vez posible que aquel irlandés inmigrante fuera un caballero? ¿Quizás escocés-irlandés, con antecedentes de firmantes de la reforma religiosa? Chisholm tenía algunos en su propia familia.
—¿Señor Armagh, supongo? —dijo Chisholm con voz cuidadosamente mitigada y tendió la diestra.
Armagh estrechó brevemente aquella mano. Chisholm advirtió que era muy fuerte, seca, larga y delgada. Chisholm no había premeditado decirlo, pero lo hizo:
—Lamenté mucho la noticia de la muerte de su hijo, en aras del servicio patriótico, señor Armagh.
—Gracias, señor —dijo Joseph.
Pensó Chisholm que su voz podía resultar un poco demasiado melodiosa, con cierta cadencia notable en los irlandeses, ¡pero era la voz de un caballero! Ni demasiada enfática ni monótona y muy controlada.
—Hágame el favor de sentarse, señor Armagh —invitó Chisholm, levemente bien predispuesto.
¡Caramba, comparado con aquel hombre, Rory Armagh, el hijo, era un peón de albañil! La madre, quizá, era una mujer vulgar, y esto explicaba la ancha risa escéptica de Rory, su vitalidad, vibrante pintoresquismo, y la sonrisa cínica que prodigaba y su modo de burlarse tenuemente de sus mayores. De todos modos la sangre contaba y el señor Armagh era evidentemente un hombre de «sangre». Chisholm sintióse reanimado. El señor Armagh era también muy, muy poderoso, y muy, muy rico. Tal vez podía llegarse a un compromiso… Se rumoreaba que algunos irlandeses descendían de reyes; también de caballeros hacendados. Joseph habíase sentado, una larga y flaca pierna cruzada sobre la rodilla de la otra, y estaba mirando a Chisholm, todavía en pie, con penetrante intensidad.
—¿Coñac, señor Armagh? —ofreció Chisholm señalando un pequeño armario cercano.
—No, gracias. No bebo —dijo Joseph.
¡Vaya! ¡Un irlandés que no bebía! Chisholm bebía discretamente, algo de coñac y los mejores vinos, pero respetaba a los hombres que no bebían.
—¿Un cigarro? —sugirió Chisholm cada vez mejor predispuesto.
—No, gracias. No fumo.
Chisholm era un experto en discernir a los plebeyos que afectaban restricciones aristocráticas, y captó que Joseph no era afectado en su rechazo de coñac, y cigarros. Simplemente le tenían sin cuidado.
—Sé que es usted un abogado muy atareado —dijo Joseph, que estaba estudiando agudamente a Chisholm—. Por consiguiente le ocuparé el menor tiempo posible.
Había llegado rápidamente a la conclusión de que Chisholm no era muy inteligente, pero era un caballero y un hombre bueno algo indeciso. Bajo otras circunstancias Joseph habríase sentido propenso a conceptuarle favorablemente y pensar que Rory no había efectuado una mala elección con aquella familia. Miró rápidamente el marco de plato con la fotografía de Marjorie Chisholm sobre la mesa despacho. Una chiquilla encantadora de bonito rostro radiante y ojos traviesos, de ancha frente y abundoso cabello negro: nadie podía oponerse a reconocer que era una preciosidad.
Inclinándose abrió su portafolios y extrajo un pliego de documentos colocándolos sobre la mesa de Chisholm.
—He comprobado, como sin duda usted también, señor, que los documentos y pruebas son mucho más elocuentes que la conversación y ahorran mucho tiempo. ¿Puedo sugerirle que lea éstos?
Chisholm abrió de nuevo la boca sorprendido, y sentándose lentamente se ajustó los anteojos. Comenzó a leer. Joseph no le observó. Mirando en derredor pensó que aquello se parecía mucho a sus propias habitaciones en Green Hills. Sin embargo, allí no alentaba el aura del poder sino simplemente la meticulosa y fastidiosa ley, ponderosa y polvorienta.
En la repisa había un reloj de bronce dorado, y su blando tic-tac fue haciéndose cada vez más audible en el completo silencio de la estancia, y el leve crepitar del fuego era como el rumor de un cercano holocausto. Joseph comenzó a observar el rostro de Chisholm. Minuto tras minuto al ir volviendo sin ruido página tras página, su coloración fue esfumándose hasta la palidez total, y sus músculos faciales se aflojaron en súbitas crispaciones y su leve papada empezó a colgar a medida que inclinaba la cabeza. Repentinamente era un hombre viejo y disminuido, y su mostacho tembló, mientras iba hundiéndose más en su sillón. Sus manos comenzaron a temblar, hasta que parecieron atacadas de parálisis. Sus labios se habían tornado de un gris purpúreo. Joseph frunció el ceño. No había esperado aquella reacción. Había pensado que afrontaría a un hombre pomposo muy comedido y resuelto que estaría de acuerdo con él y aceptaría con altivez sus argumentos. Pero Chisholm parecía quebrantado, desintegrado. Recordó Joseph de pronto lo que su padre había dicho: «Los caballeros no pelean. Llegan a un acuerdo». Joseph se había reído ante esta presunción, aun cuando sólo tenía once años. Siempre se burló de tal suposición…, hasta ahora. Si hubiese estado más enterado sobre el verdadero carácter de Chisholm, le habría abordado de modo distinto. Maldito Charles. Charles era un caballero. Debió advertir a su patrón.
Chisholm giró lentamente la última página. Miró a Joseph. Joseph había esperado ver unos ojos escandalizados y aterrorizados, pero los de Chisholm eran los de un hombre herido y desprovisto de temor.
—Queda comprobado que mi hija está casada con su hijo Rory. Yo la prohibí verse con él. No sabía nada, pero barrunté que podía resultar una catástrofe. No estaba equivocado. Señor Armagh… no tenía usted necesidad alguna de amenazarme a mí, ni a Marjorie.
—No sabía con quién iba a tener que tratar, señor Chisholm, o mi entrada en materia hubiera sido distinta. Permítame ser breve. Tengo otros planes para mi hijo. Él es todo cuanto me queda. Debe conseguirse un enlace influyente para él. Su hija no puede darle esta influencia.
Como si no hubiese oído a Joseph dijo Chisholm:
—Si Marjorie y yo no damos nuestro consentimiento para la anulación de este matrimonio, usted avergonzará a mi querida hija demostrando que no estuvo casada en absoluto…, ella era menor…, y que el pastor fue «embaucado». De hecho, el pastor era un fraude y no un clérigo debidamente ordenado. El secretario de ayuntamiento que registró la boda fue también engañado. Nunca registró la boda. Todos los registros han sido destruidos en aquel pequeño pueblo. No hay registros. En consecuencia, Marjorie ha sido culpable de fornicación con su hijo. Usted sabe perfectamente que todo esto son mentiras, señor Armagh. Ha hecho usted uso de su influencia. Si Marjorie y yo damos nuestro consentimiento a una anulación legal, efectuada calladamente de modo que nadie se entere, no habrá represalias. ¿Estoy en lo cierto, señor Armagh?
—Está usted en lo cierto, señor.
—Si no estamos de acuerdo… —y Chisholm fue acometido por un violento acceso de tos— usted me arruinará. Ha efectuado sus investigaciones muy bien, señor. Es completamente verdadero que el pánico del año 93 me obligó a contraer deudas y no he amortizado el déficit. Usted tiene en su poder mis pagarés bancarios. Usted exigirá la liquidación de estos pagarés. Esto me reduciría a la penuria. Yo supuse que mis banqueros… eran caballeros.
—Los banqueros nunca son caballeros.
—Ahora me doy cuenta. Veo terribles ramificaciones… Mis antepasados lucharon por la independencia de América… Bien, no importa ahora. Eso le aburriría. Señor, si Marjorie acepta en silencio una anulación de este fatídico matrimonio, y queda garantizado se obtendrá sin publicidad, ¿retirará usted sus amenazas contra mi hija y contra mí?
—Sí —y Joseph levantándose se dirigió a la ventana, mirando afuera.
—¿Y si informamos a su hijo Rory, tomará usted represalias?
—Sí. Él nunca ha de saberlo. Su hija debe solamente decirle que el matrimonio queda extinguido por motivos particulares de ella.
Reflexionó Chisholm, y dijo por fin:
—Usted quiere a su hijo y yo quiero a mi hija. Yo estaba dispuesto a que este matrimonio siguiera su curso. Pero usted no. Después de pensarlo bien, señor Armagh ahora deseo que mi hija no esté relacionada con usted para nada. Con usted, señor. Ni aun a través de su hijo. Ella no sería capaz de soportarlo. Ella ha sido educada en una honorable familia.
Joseph se revolvió hacia él tan bruscamente que Chisholm se encogió.
—También yo —dijo Joseph—. Una familia honorable, temerosa de Dios, decente y propietaria de tierras. Una familia, una nación, una religión, antiguas en la historia. Pero, señor, fuimos arruinados tan implacablemente como los siervos rusos lo son por sus dueños. Fuimos perseguidos y abatidos como animales, como alimañas, sin otro motivo salvo que deseábamos ser libres, como nación, y practicar nuestra religión. Esto era un horrendo crimen, ¿no es así? Ser libre es ser condenado. Buscar la libertad es ser un criminal. Sublevarse contra los opresores es morir. Sí, lo sé. Los propios antepasados de usted abandonaron Inglaterra precisamente por el mismo motivo. Pero usted lo ha olvidado. Sus antepasados eran labradores ingleses que fueron agobiados y solamente querían paz y servir su religión. Esto les fue denegado. En consecuencia emigraron… aquí. Mucho antes que sus antepasados fueran un pueblo concreto, señor, los irlandeses eran ya una antigua y orgullosa raza. Nunca fuimos esclavos, como ustedes los anglosajones lo fueron, ¡y nunca, por Cristo, seremos esclavos!
Chisholm se reclinó en su sillón y sus pensamientos eran confusos. Después, siempre mirando a Joseph, dijo:
—Usted está tomándose la venganza.
Joseph regresó a sentarse.
—Es usted muy sutil, señor Chisholm.
—Nunca supe que lo fuera —dijo Chisholm, casi con humildad—. Pero sí me consta que no habrá paz ni civilización en este mundo hasta que olvidemos nuestras rencillas y trabajemos juntos como hombres y no como vengadores.
—Esto tendrá lugar quizá dentro de un milenario —dijo Joseph y sonrió incisivamente—: ¿No tenemos todos motivos para ser vengadores?
—Yo no —dijo Chisholm, y lo creía. Sentíase humilde, enfermo y avergonzado, y, muy extrañamente, sintió compasión por Joseph Armagh.
«Entonces», pensó Joseph, «no tienes coraje ni espíritu».
—Mientras tanto alberguemos odio hacia alguien —dijo Chisholm, asombrándose ante su nueva forma de pensar— no somos en absoluto hombres. Somos bestias. Es contrario a la dignidad de los hombres que odiemos. Es contrario a las leyes de Dios.
«Eres un cándido insensato», pensó Joseph, con cierta compasión. «No tienes ni la menor idea de lo que está fraguándose. Si te lo dijese te caerías muerto de horror y desesperanza. Quizá tu Dios sea misericordioso y nunca permitirá que lo sepas».
Chisholm le estaba mirando en forma extraña.
—Señor Armagh, carece usted de toda religión ¿verdad?
Joseph permaneció en silencio unos instantes y por fin dijo:
—Así es. No he creído en nada desde que era un chiquillo. El mundo me enseñó a ser así, señor.
—Esto supuse. Señor Armagh, uno de estos días se verá usted impulsado hasta el mismo borde de la resistencia a la desesperación.
Se puso en pie. De nuevo era majestuoso, pero no con arrogancia ofensiva. Dijo:
—Señor Armagh, lo que usted desea será consumado. Puede quedar plenamente seguro de ello. No estoy impresionado por sus amenazas contra mi hija y contra mí. Yo deseaba ya que esto terminase. Tengo la firme esperanza de no volverle a ver a usted nunca más.
—Ojalá hubiera conocido a los de su clase cuando era yo un niño, señor. Hubiéramos podido llegar a las mismas conclusiones.
En su expresión había un sincero pesar, sin que por ello quedara sofocado el sentirse fríamente divertido en su interior.
Abandonó el despacho y Chisholm le contempló mientras salía. De nuevo se compadeció y humildemente pensó: «Dios nos perdone, por cuanto nos hacemos los unos a los otros».
En su estudio hogareño, Chisholm le dijo a su hija Marjorie:
—No solamente nos arruinará a nosotros, cariño mío, sino que destruirá a su hijo Rory también, a menos que estemos de acuerdo con lo que pide. A tu elección queda.
—¿Quieres decir, papá, que estás dispuesto a aceptar lo que yo elija? —preguntó Marjorie.
No había derramado una sola lágrima. Habíase sentado junto a su padre en su estudio, con su secretario confidencial y abogado personal, Bernard Levine exactamente tras ella escuchando. Bernard estaba enamorado sin esperanzas de Marjorie desde hacía unos años; era un joven delgado de inteligente y calmoso semblante, ojos y cabello castaños, que escuchaba más que hablaba.
—Esto quiero decir justamente, cariño —dijo Chisholm—. Sin importar los resultados, a ti te pertenece decidir y solamente a ti —y pensó cuánto se parecía ella a su madre.
Había convocado aquella noche en su estudio a ella y a Bernard, y había entregado sencillamente los documentos que Joseph le dejó. Solamente una vez exclamó ella indominablemente, y fue ante la revelación de su matrimonio con Rory.
—¡Oh, papá! —había gritado, con entonación de hondo remordimiento y afecto—. Siento tanto haberte engañado. Pero era a causa de Rory, porque su padre…
—Conozco todo lo relativo al señor Armagh —dijo Chisholm con melancolía—. Ojalá él y yo nos hubiéramos conocido antes.
Esto le resultó tan enigmático a Marjorie que le miró fijamente, intrigada, pero él no dio más aclaraciones ni ella las pidió.
Ahora le daba a ella la elección, para arruinarle a él, y quizá a Rory, para salvar su matrimonio. Dudaba que Joseph «destruyese» a Rory, su único hijo superviviente, impulsado por la ambición decepcionada y sus famosos arrebatos de cólera. No era tan caprichosamente colérica, como Rory comentó a menudo. Sus primeros arrebatos, le contó Rory, eran más tarde modificados por el pragmatismo y su peculiar sensatez. Pero aun y así, Rory no se atrevió a incurrir en aquella cólera revelándole su matrimonio. Marjorie sentíase helada, mareada y frenética de angustia. Indudablemente todo aquello quedaría reducido a una pesadilla. Ahora le estaban pidiendo que renunciase a Rory, que nunca volviese a ver a Rory, que permitiese la destrucción de su matrimonio.
—¡El señor Armagh no haría lo que amenaza hacer, papá! ¡Quiere a Rory, y Rory le quiere! ¡Rory es todo cuanto tiene!
Chisholm percibió con pesadumbre que Rory, y no él, era el primero en sus pensamientos.
—Me temo, querida, que haría exactamente lo que afirma —y Chisholm se volvió hacia Bernard—. Tú viste al señor Armagh, hoy en nuestra oficina. Sabes perfectamente, por los periódicos y sus insinuaciones, de lo que es capaz el señor Armagh y quién es, Bernard, ¿crees tú que en este caso particular él llegaría… a ablandarse, a convenir un acuerdo, a la aceptación?
Bernard titubeó. Le desgarraba ver a Marjorie tan angustiada, pese a su aparente calma. Pero dijo:
—Por lo que conozco del señor Armagh y su historial, ya que el hombre me fascinó desde hace tiempo por algún motivo, y he leído casi todo lo que le concierne…, sí, yo creo que llevaría a cabo sus amenazas. Con ocasión de la muerte de su hermano Sean Paul, leí que durante muchos años ignoró por completo su existencia antes de su reconciliación debido a que Sean Paul no quiso acomodarse a sus normas y ambiciones. Existe también el rumor de que tiene una hermana en un convento, de la que no quiere saber nada en absoluto. Y hubieron hablillas, nuevamente en circulación, de que fue la causa de la muerte de su suegro, hace largo tiempo. Tengo entendido que ha arruinado a muchos en persecución de sus objetivos. Esto no son simples murmuraciones. Son hechos. Ha declarado en estos papeles aquí presentes que tiene «otros proyectos» para su hijo. Creo que podemos decir con toda seguridad que si dichos proyectos son alterados hará lo que ha amenazado hacer. Nunca he oído decir que amenazase a nadie sin llevar a cabo lo que manifestó. Son muchas las cosas que conozco del señor Armagh por mi prolongada lectura sobre sus actos.
—¿Solamente en periódicos y en revistas, Bernie? —preguntó Marjorie y ahora estaba aún más pálida y tensa.
—No. Recientemente leí algo acerca de banqueros internacionales. El señor Armagh es directivo de muchos grandes Bancos en los Estados Unidos, por lo cual no cabe duda que está en estrecho contacto con los banqueros de América y Europa. Todo ello estaba expuesto en un… libro. Oí decir que más tarde fue sacado de la circulación y quemado, cuando empezó a venderse demasiado. No sé si el señor Armagh es uno de dichos financieros internacionales, pero indudablemente está relacionado, implicado, con ellos.
Miró a Chisholm desmadejado en abatida aflicción en su sillón. Chisholm parecía incrédulo.
—Bernard, lo que estás insinuando, ¡resulta increíble!
—Hoy mismo precisamente, señor, leí en el «Boston Gazette»…, un periódico que no le interesa, señor…, que nuestro gobierno está muy metido en deudas con los banqueros por esta guerra pasada, y que el Tribunal Supremo pronto declarará nuevamente anticonstitucional el impuesto federal sobre la renta. La guerra, aunque corta, costó varios billones de dólares. Los banqueros de Nueva York son dueños de todo el papel moneda emitido por el gobierno. En una entrevista con el señor Morgan declara que el único medio de ser «solvente» es tener un impuesto federal permanente sobre ingresos y renta. En resumen, si hemos de sostener guerras…, aunque no dijo esto, naturalmente…, la población debe contribuir a ellas pagando fuertes impuestos. Si no hay impuestos, no hay guerras. También he leído un folleto puesto privadamente en circulación acerca de la existencia de algo llamado Sociedad Scardo, formada por eminentes políticos e industriales norteamericanos, que ya han decidido que las guerras son necesarias para la prosperidad en esta época progresivamente industrial.
Encogió los hombros.
—Han sido también muchas las insinuaciones en este aspecto y sobre estas cosas en los periódicos de Nueva York. Sea lo que fuere lo que está tramándose, señor, está siendo mantenido muy secreto, y aquellos que tan sólo lo sospechan levemente son ridiculizados, ignorados o suprimidos. Es ciertamente muy siniestro todo esto, señor, y concretamente no sé nada. Pero sí sé que los críticos en los periódicos ridiculizaron y atacaron violentamente el libro que mencioné, calificando al escritor de creyente en fantasmas. Hubo una curiosa similitud en todos los ataques.
Chisholm permaneció sumido en profunda y agitada meditación, y Marjorie pensaba: «¡Oh, Rory, Rory! Nada nos debe separar, Rory, nunca, nunca». El gran clamor dentro de ella se dilató en sus ojos, secos y doloridos, y sintió un sofoco en su garganta. Estaba invadida por la desolación, rebelión, odio y desesperación.
Chisholm emergió de su meditación meneando la cabeza.
—Celebro no ser ya joven y no tener hijos —dijo—. Por vez primera en mi vida siento temor por mi país. Sin embargo, me resulta casi imposible creerlo. Estoy seguro de que nunca tendremos un impuesto federal sobre los ingresos individuales; estoy seguro de que ya no tendremos más guerras. En La Haya lo repiten así constantemente… Bien, olvidémoslo por el momento. Debemos resolver nuestro propio problema. Marjorie, querida, ¿qué has decidido?
—No puedo creer que un hombre pueda ser tan monstruoso como para amenazar a un caballero inofensivo como tú, papá, y a una inofensiva chica como yo… ¡y a su propio hijo! ¡Su propio hijo!
Chisholm no podía soportar mirar a su bienamada hija, tan pálida, trémulo el rostro, engrandecidos los ojos por el sufrimiento, y tan tensa en el borde de su silla. Su boca, habitualmente sonriendo con travesura, afecto y gracia, era la boca de una mujer atormentada, implorando restableciesen su confianza.
Chisholm odiaba ahora a Joseph Armagh con el primer odio real de su vida. Comprendía ahora por qué algunos hombres podían matar, algo que siempre le había parecido increíble antes. Pensaba entonces que solamente los locos, los desequilibrados, los analfabetos, los de baja tracción, los ignorantes y estúpidos y bestiales, mataban. Ahora podía comprenderlo.
Pero dijo con bastante calma:
—Me temo que se propone hacer lo que dice, Marjorie. No me gustaría ponerlo a prueba. En cuanto a mí, no era joven cuando me casé con tu madre; soy lo bastante viejo para poder ser tu abuelo, amor mío. No temo por mí, ya que ¿cuánto más tiempo puedo aún vivir? Siempre dispondré de lo suficiente para mantenerme. Pero temo por ti, hija mía. Indiscutiblemente, él te arruinaría a ti y a tu…, tu… marido. —Odiaba ahora a Rory que había conducido a Marjorie a aquella espantosa situación, colocándola bajo la amenaza de un hombre malvado—. Bernard, ¿qué opinas?
Bernard contemplaba sus manos entrelazadas crispadamente.
—Coincido con usted, señor. No debemos correr el riesgo. Si Marjorie quiere que este matrimonio continúe, basta con que lo declare así. Estoy seguro, pese a lo que… él… afirme en estos documentos, que la legalidad del matrimonio puede ser demostrada. Quizá sea dificultoso, pero opino que una prueba judicial y un requerimiento de los testigos a careo sacaría la verdad a flote. Después de todo, el perjurio sigue siendo un delito severamente castigado. Marjorie posee su certificado de matrimonio, con los nombres de los testigos, del secretario de ayuntamiento y del pastor. No todos ellos serían capaces de mentir ante un tribunal con convicción. Además, señor, usted tiene renombre de caballero justo.
La esperanza volvió a plasmarse en el atormentado semblante de Marjorie. Prosiguió Bernard:
—No creo, sin embargo, que debamos olvidar al propio Rory Armagh. No tiene un carácter como su padre. La presión que sería ejercida sobre él podría ser insoportable. Por lo que he oído de él en ciertas esferas de Boston, sería posible que recordase la fortuna de su padre y que él es el heredero…
—¡No, no! —exclamó Marjorie volviéndose hacia él—. ¡Éste es su último año de derecho! ¡Después, apenas obtenido el título, le diría a su padre que ya está casado! Éste fue nuestro convenio. Rory me ama. Nunca me abandonaría, voluntariamente, y estaría yo dispuesta a apostar mi vida en ello.
Bernard especificó:
—Pero su padre también le ha amenazado y es conocido como mantenedor de sus amenazas. Nada le detendría… hasta separarte a ti y a Rory. Su padre tiene sobrada influencia para que Rory nunca tuviera acceso a ninguna firma de abogados de cualquier reputación en ningún sitio. Si ejerciese por su cuenta como abogado independiente… conseguiría muy pocos clientes. Señor —le dijo a Chisholm—, usted mismo, ¿se arriesgaría a aceptar al joven señor Armagh en su firma, ante la oposición de su padre?
Chisholm meditó. En sus asociados, en su clientela. Dijo finalmente:
—No, no me atrevería a hacerlo. Ni me lo permitirían mis socios.
—Pero tengo fortuna propia, papá —dijo Marjorie—. No tardaré en cumplir los veintiuno. Está en tus manos permitirme disponer del dinero de mamá por entonces.
El color en el arrugado semblante pálido de Chisholm, desapareció por completo. Inclinó la cabeza.
—Marjorie, debo confesarte algo. Yo… yo tenía libre acceso a la fortuna de tu madre ya que ella confiaba en mí. Durante el pánico, hace unos años, dispuse de su dinero como garantía colateral para deudas, para adquirir préstamos… No está perdido. En pocos años, espero, estoy seguro de recuperar el pleno valor de mis inversiones, y regresaré el dinero a tu… herencia. Pero el señor Armagh ha amenazado con hacer que esto me sea imposible…, ya que está en posesión de mis pagarés que adquirió de los Bancos…
Se cubrió el rostro con las manos.
—Perdóname, mi niña —dijo, y su voz se truncó.
Marjorie ya estaba arrodillada junto a él, abrazándole, besándole frenéticamente.
—¡Oh, papá! ¡Oh, papá, no importa! ¡No me importa! Por favor, papá, mírame. Te quiero, papá. Lo demás no tiene la menor importancia.
—En pocos años…, tu herencia estará intacta, con intereses —dijo Chisholm y estaba entre los brazos de Marjorie como un niño viejo, su cabeza sobre el hombro de ella—. Nunca lo habrías sabido, cariño mío, si esto no hubiera ocurrido.
—Todo es culpa mía —dijo Marjorie—. Si no me hubiera casado con Rory tal como lo hicimos no estaríamos viviendo esta pesadilla. Perdóname, papá. Si puedes hacerlo, perdóname. ¡Oh, cómo he podido acarrear esto sobre ti, amenazado por un hombre ruin y malvado, tú, un caballero, tú, mi padre! Me odio a mí misma, me desprecio. Ojalá estuviera muerta.
Ahora, por vez primera, sentada sobre sus tacones, estalló en llanto. Dejó caer su cabeza en las rodillas de su padre y gimió.
—Querida mía —dijo Chisholm—, no te hagas reproche alguno. Tu abuelo, el padre de tu madre, se opuso también a nuestro matrimonio. Nunca supe por qué. Pero nos casamos, a pesar de eso, y nunca lo lamenté, y el viejo caballero terminó aceptándolo cordialmente. Pero no creo que Armagh haría tal cosa —y alzando el rostro de Marjorie entre sus manos fue besándolo suavemente—. Vamos, cariño mío. No puedo soportar oír… tus sollozos… Vamos, cariño mío. Eres joven. Habrá un medio… Eres joven.
Bernard aguardaba, sufriendo con ellos, hasta que Chisholm ayudó a sentarse de nuevo a Marjorie en su silla. Dijo Bernard:
—Armagh ha mencionado en estos escritos que Marjorie no tenía la edad legal ni poseía el consentimiento escrito de su padre cuando ella, «supuestamente», según dice él, se casó con su hijo. Y que, aparentemente, el matrimonio no fue consumado. —Bernard carraspeó—: En estos escritos se expone que Rory Armagh y Marjorie Chisholm nunca… cohabitaron.
Miró a Chisholm.
—Por consiguiente, nos deja escasa elección. Marjorie puede solicitar judicialmente la anulación de su matrimonio que nunca fue consumado, muy calladamente, en New Hampshire. Ningún nombre será mencionado en la prensa, dice Armagh. Todo será secretamente arreglado. Muy delicado, muy refinado por parte de Armagh, ¿verdad? —y Bernard torció los labios en mueca de disgusto—. Esto es para salvar, dice él, la reputación de la señorita Marjorie Chisholm y de cualquier futuro matrimonio que ella pueda contraer. Yo creo que ha demostrado esta «generosidad» con la finalidad de evitar una demanda judicial que confirme el mantenimiento del matrimonio, que pudiera…, aunque sea escasa la posibilidad…, ser fallado en favor de Marjorie, a pesar de toda la influencia de Armagh. También opino que quiere evitar una confrontación pública ante los tribunales, con la resultante notoriedad y escándalo. He leído que Armagh es un hombre que ante todo aprecia la reserva de su vida privada.
Marjorie escuchaba atentamente, y su semblante estaba calmo, muy sereno, aunque siguieran resbalando por sus mejillas las lágrimas. Parecía no darse cuenta de ellas. Dijo entonces con una voz sin emoción alguna:
—Solicitaré la anulación. Papá, tú lo arreglarás como es debido.
—Mi niña —murmuró entrecortadamente su padre con honda emoción.
—No voy a pensar más en ello —dijo Marjorie—. Ha quedado ya resuelto. Soy tu hija, papá, y espero tener un poco de tu valor y fortaleza. Me esforzaré, por lo menos, en no pensar lo que considero ya decidido.
Joseph no había mencionado para nada en la documentación lo referente al pisito secreto en Cambridge, pero Marjorie no tenía la menor duda que él lo sabía. ¿Por qué se abstuvo de mencionarlo? ¿Para acelerar la anulación de su matrimonio por falta de consumación? Éste era el motivo, indudablemente. Pensó en aquel bienaventurado pisito que a ella le había parecido siempre tan pleno de luz a pesar de su lobreguez, y sintió que algo se quebraba y hacía añicos en su interior. Nunca volvería allí, a cocinar para Rory, esperándole. Nunca volvería a ver a Rory, nunca más oír su voz, sentir sus besos, yacer en la desvencijada cama con él, en sus brazos. Apretó fuertemente los párpados para cerrar los ojos contra la angustia. No, no debía pensar más en esto, todavía. De otro modo iba a morirse, a perder el juicio, a traicionar a su padre. «Oh, Rory, Rory», musitó íntimamente, «no sufras demasiado, mi Rory». Podía ver su rostro, su sonriente boca sensual, sus ojos, y podía oír su voz.
—Le escribiré esta misma noche a Rory —dijo, y su voz nunca estuvo tan serena—. Será más fácil que decírselo. No creo que pudiera confiar en mi firmeza, si le hablase. No, no podría.
Nunca le contaría a su padre lo referente al pisito en Cambridge. Debía dejarle en la creencia de que el matrimonio nunca fue consumado. Si él lo supiera, insistiría en que se mantuviera la continuación del matrimonio, ya que era un hombre honorable.
Aquella noche escribió a Rory:
«He llegado a la conclusión, después de largas meditaciones, querido mío, que nuestro matrimonio estaba condenado desde su inicio. Ambos engañamos a nuestros padres, y por lo tanto incitamos la calamidad. No voy a mentirte y decir que no tuve por ti un considerable cariño, pero ahora debo confesarte que este cariño ha ido constantemente declinando. He intentado reavivarlo, pero he fracasado. Por consiguiente, solicitaré la anulación. Nadie necesita saber que convivimos en aquel piso de Cambridge. Por misericordia, mi querido Rory, espero que no me expondrás a la mortificación de tener que aparecer ante ningún tribunal sometiéndome a litigio impugnando mi palabra. Quedaría para siempre avergonzada e incapacitada para rehacer de nuevo mi vida, como debo. Vivimos en pleno desatino y nuestras esperanzas eran infantiles. Te recordaré con afecto, como a un estimado amigo, como a un hermano. Fue una equivocación desde el principio. Solamente nos queda reemprender nuestras vidas desde ahora, y te recordaré siempre, con cordialidad. Te devuelvo las joyas que me diste, porque en conciencia no puedo conservarlas, ahora que cualquier amor que tuve por ti, o lo que pensaba yo que era amor, ya no existe. Por favor no intentes verme. Por favor no me escribas. Nada puede hacer cambiar mi decisión. Si alguna vez me amaste, por favor, atiende mis ruegos y deseos, y no me causes más dolor».
Al día siguiente fue al oscuro pisito dejando la carta y las joyas en la almohada de la cama. Después le acometió un profundo desaliento. Se arrojó de bruces en la cama apretando las almohadas contra su desolado corazón y permaneció tendida, agobiada y silenciosa durante largo tiempo, intentando reunir la fuerza suficiente para abandonar para siempre aquel lugar. Encontró una corbata que Rory había dejado olvidada, una corbata bastante usada, y se la llevó consigo abandonando el piso y ni una sola vez miró atrás.
Cuando Rory leyó aquella carta dijo roncamente para sí mismo:
—Es mentira. Todo es mentira.
Tan sólo hacía dos días que él y Marjorie estaban tendidos en aquel mismo lecho, entrelazados en un gozoso y apasionado éxtasis de amor, y Marjorie había exclamado:
—¡Nunca me dejes, Rory, nunca me dejes! ¡Júrame, Rory, que nunca me abandonarás! ¡Me moriría, Rory, si no volviera a verte jamás!
Su Marjorie, su amor, su cariño, su pequeña y radiante esposa con su travesura, su ingenio, su inteligencia risueña, su Marjorie que nunca mentía: pero ahora estaba mintiendo. De algún modo, aquel viejo bastardo del padre de ella había descubierto el asunto, obligándola a escribir esta carta, amenazándola. Bien, él, Rory, no iba a permitir que esto les sucediese a él y a Marjorie, fuera cual fuere el riesgo.
Durante seis meses consecutivos efectuó intermitentes asedios a la casa de los Chisholm, cuya puerta permaneció resueltamente cerrada para él. Durante seis meses escribió frenéticas cartas acusatorias al señor Chisholm, cartas llenas de desesperación y denuncias, de odio y amenazas. Escribía a Marjorie a diario. Sus cartas eran devueltas sin abrir. Intentó sorprenderla al acecho, pero nunca la vio. Fue adelgazando y empalideciendo. Pensó en agenciarse la ayuda de su padre. Los Armagh, meditó vengativamente, eran rivales muy peligrosos para aquel viejo puritano de Chisholm.
Hasta que un día recibió un envío sellado conteniendo copias legales informándole que el matrimonio entre la llamada Marjorie Jane Chisholm y el llamado Rory Daniel Armagh había quedado anulado ante un modestísimo tribunal de New Hampshire.
—Ni siquiera hubo citación a comparecencia —fue monologando— y nunca me fue comunicado nada. Marjorie lo hizo a hurtadillas…, su padre la obligó.
Por vez primera en su fuerte vida juvenil enfermó teniendo que guardar cama varios días. Deseaba morir. Llegó a pensar en el suicidio. Le dedicó largas meditaciones a esta idea, ya que el tétrico impulso se agazapaba escondido en él tal como acechaba recónditamente en su mismo padre.
Un año después contrajo matrimonio con Claudia Worthington en la capilla privada del embajador. Claudia fue una novia espectacular y la prensa se extremó hablando del famoso padre del desposado y de la varonil guapeza de éste y su «grave compostura durante la ceremonia que fue oficiada por su Ilustrísima, el Obispo católico de Londres, en persona y tres monseñores». Hubo cerca de dos mil invitados, «todos distinguidos», y tres personajes reales, sin mencionar «muchos de la nobleza». El Papa envió una bendición pontificia para la misa nupcial. La boda fue el acontecimiento del año, tanto en América como en Inglaterra.
Cuando Claudia yacía junto a él en el tálamo nupcial, Rory pensó: «Dios mío, Marjorie, mi pequeña, mi amor, mi Marjorie, Dios mío, Dios mío.».
Un año después nacía su primer hijo, Daniel, al año siguiente su hijo Joseph, y dos años después dos hijas gemelas, Rosemary y Claudette.
Claudia Armagh era la más deliciosa de las anfitrionas y todo el mundo hablaba de su encanto y su gracia personal, su estilo, su buen gusto, su fascinación, su guardarropía, joyas, pieles, carruajes, y de su gran y sólida «limousine», una de las primeras en ser fabricada en Norteamérica; de su casa en Londres, de su casa en Nueva York, sus villas en Francia e Italia, «donde los más distinguidos miembros de la sociedad internacional se reúnen para sus fiestas, cenas y conciertos, que se consideran por encima de toda comparación. Los más famosos cantantes y violinistas aparecen en recitales a la convocatoria de la señora Armagh. Es clienta patrocinadora únicamente de Worth en cuanto a vestidos y de Cartier para sus joyas. Su buen gusto es impecable».
A Claudia le gustaba inmensamente Washington ya que su joven esposo era representante en el Congreso por Pensilvania. También es cierto que hubo algún alboroto en torno a la elección, la otra parte clamando que «los muertos en el cementerio habían votado por Rory Armagh, y bastantes hombres vivos fueron sobornados». El señor Armagh, no obstante, fue elegido por una mayoría de casi mil votos sobre su oponente, que pareció tomarlo no sólo con resignación sino casi con alivio. Después de todo era muy respetable la generosidad de un Armagh. Y su poder.
En cierta ocasión Claudia le dijo ásperamente a su marido:
—Ya sé que los caballeros no son siempre fieles a sus votos del matrimonio. Mi padre no lo era. No voy a oponerme a este hecho. Pero lo que desearía, Rory, es que no fueras siempre tan…, tan llamativo…, sino un poco más discreto.
Rory buscaba en cada mujer a Marjorie. Nunca la halló.
«Yo sigo siendo la esposa de Rory», solía pensar Marjorie en su solitaria cama blanca por la noche, en la casa de su padre. «El matrimonio fue consumado. No me importan los tribunales, abogados y anulaciones. Sigo siendo la esposa de Rory y siempre lo seré. Está casado con otra, pero es todavía mi marido ante Dios si no ante los hombres. Rory, Rory. Yo sé que me amas, y siempre me amarás como te amo. Nunca sabrás que te observaba desde una ventana alta cuando golpeabas en la puerta de papá, y que tuve que hacer un gran esfuerzo para no bajar corriendo y arrojarme a tus brazos, sin importarme lo que pudiera suceder. Rory, Rory. ¿Cómo puedo vivir sin ti, mi amor, mi muy querido? Papá cree que renuncié a ti por él, pero lo hice por ti. Quizás algún día lo sabrás, aunque nunca te lo diré. Oh, mi Rory, mi Rory. Mi marido, mi cariño. Nunca habrá ningún otro hombre en mi vida».
Nunca hubo otro. Su padre y su tía la imploraban para que «animase» a los jóvenes que la asediaban, pero solía contestar:
—No me interesan.
¿Cómo podía una esposa interesarse en cualquier otro hombre salvo su marido? Siquiera pensarlo era infame. Pensar en ello era adulterio. Por las noches apretaba la vieja corbata de Rory contra su pecho, besándola y acariciándola, y luego se dormía con ella bajo su mejilla. En cierto modo ella sabía que Rory también pensaba en ella, y que a pesar de lo que les separaba su amor les mantenía unidos a distancia y nunca podría ser destruido. Esto la confortaba. Rory era suyo y ella era suya. Entonces comenzó a vivir un sueño imaginativo. Algún día, más tarde o temprano, Rory regresaría. Esto la ayudó a través de los años.