IX

Joseph disponía de la suficiente influencia poderosa para conseguir que el cuerpo de Kevin fuera embarcado de regreso a Green Hills con la mayor rapidez posible, en el féretro de bronce que había encargado. Le dieron escolta dos capitanes de la Flota Norteamericana desde Santiago y una compañía de marinos en uniforme de gala. El almirante envió un mensaje de condolencia:

«Fue verdaderamente un disparo al azar procedente de uno de los españoles en retirada, aunque todos se habían rendido. La bala, que fue extraída, era de la manufactura de Barbour & Bouchard, los fabricantes norteamericanos de munición. Lógicamente, sabemos que los fabricantes de municiones venden a toda clase de clientes…

»Presento mis más profundas condolencias. El joven señor Armagh se hizo estimar de todos nosotros por su rectitud, valor, inteligencia y consideración…».

Un disparo al azar. No era más que esto. El celta, el primitivo celta, removióse en Joseph de nuevo, el celta de los ocultos misterios, de la venganza sangrienta, de la fatalidad, de los duendes y hadas y gritos en la noche. De los banshees, los fantasmas irlandeses, gimiendo bajo la luna, y los pantanos brumosos, los verdes lagos tan yertos como el cristal y las colinas de vapor. Kevin era también parte de todo esto. Joseph se repitió incansablemente que pensar así era una insensatez. Fue un accidente…, como lo de Ann Marie fue un accidente.

Ya que Kevin no fue un soldado o un marino no pudo haber funerales militares a fines de agosto, pero los capitanes y marinos estaban allí y uno de los marinos rindió honores militares con el toque de apagar luces ante la parcela familiar en Green Hills con el alto obelisco de mármol dominando enigmáticamente. Habría una pequeña cruz de mármol en la tumba de Kevin, como la había en la tumba de Sean. La tierra negra aguardaba, y el funeral, privado, tuvo lugar durante una calurosa jornada oscura plena de tronadora amenaza. Joseph se erguía junto a Bernadette que estaba envuelta en velos negros, y su hijo Rory cuyo rostro jovial estaba encajado en sombría tensión, y sus secuaces, Charles, Timothy y Harry, y contempló cómo el ataúd de su hijo más joven era arriado dentro de la tierra acompañado por el murmullo de las plegarias del sacerdote. Un grupo de periodistas contenidos por la policía permanecía a distancia tomando fotografías. Kevin era un héroe. Aunque solamente un paisano, un observador, había «desafiado» el peligro para informar honradamente a sus compatriotas y en consecuencia era un héroe. Había rumores de la concesión póstuma de la Medalla de Honor del Congreso. (Con el tiempo llegó y fue enmarcada para presidir el cuarto de Kevin).

—No todos los que mueren al servicio de su patria llevan uniforme —dijo el sacerdote—. Hay héroes que sirven tan noblemente…

Joseph pensó en el senador Bassett. Bernadette estaba llorando y tambaleándose a su lado, y él la enlazó por los hombres abstraídamente. En su dolor, recientemente le había gritado ella:

—¡Los Armagh acarrearon el desastre a los Hennessey!

Después había presentado disculpas abyectamente arrastrándose casi ante su marido.

—Tú eres cuanto me queda —dijo Joseph a Rory la noche del funeral—. Por consiguiente cuanto hagas ha de ser para nosotros.

No había visto nunca llorar a Rory ni siquiera cuando niño, y ahora Rory se descompuso rompiendo a llorar como una mujer, hundiendo el rostro entre las manos.

—¿Qué es esto? —preguntó Joseph, pero no con desdén, sino comprensivamente.

Rory no contestó. El primitivo celta estaba agitándose también en Rory, pero no lo hubiera podido explicar lógicamente. Sólo había una oscura confusión en su interior, un lejano fragor, un rumor como de pasos en la noche, un resuello que no podía ser identificado; pero también había una certidumbre, un terror, un pavor. Quería correr hacia Marjorie y refugiarse entre sus brazos, porque ella no experimentaba vorágines íntimas y rebosaba sentido común.

Lo mismo ocurría con Elizabeth Hennessey, quien, si bien católica, era también anglosajona. Su reticencia la impidió ir a la casa de los Armagh durante el período de duelo, aunque anhelaba ver a Joseph. Envió flores de su invernadero. Escribió mensajes de condolencia a Bernadette y a su amante. No fue invitada al funeral. Pensó en Kevin, el moreno grandullón que era tan sólido, sensible y amable. ¿Por qué los mejores morían y los malvados vivían y medraban? Era un antiguo misterio, que no cabía explicar. Pero, en verdad, Elizabeth no creía en misterios. Fue a la reciente tumba de Kevin al día siguiente y aunque no creyera en fórmulas de conjuro, murmuró:

—Bienandanza te dé Dios, querido, bienandanza.

No había tenido mensaje alguno de Joseph desde hacía mucho tiempo. Elizabeth esperaba, ya que no podía hacer otra cosa. Si una mujer estaba irremediablemente enamorada de un hombre como Joseph Armagh no podía ser ni siquiera delicadamente agresiva o sugerente; no podía inmiscuirse, exigir, acusar. Podía solamente esperar, sentarse junto a su ventana y preguntarse si Joseph seguía todavía en su casa o había ido a Filadelfia, Chicago, Nueva York, Boston, u otras ciudades. No tenía la menor noticia suya. «¿Ha terminado todo?», se preguntaba, y sentía que de ser así no podría soportar la existencia. Había visto fotografías de Joseph en los periódicos, abrazando tiernamente a su esposa durante el funeral, y luego al conducirla hacia el carruaje, ella aparecía como desmayada junto a él. Los hombres eran sentimentales, a diferencia de las mujeres. Quizá la muerte de su hijo le hiciera volverse con remordimiento hacia su esposa; era exactamente lo que cabía suponer en un hombre. Los hombres amaban el papel heroico y de propia renuncia, aunque les destruyese. En muchos aspectos eran graves actores y adoraban el drama. Con frecuencia ignoraban que estaban interpretando. Era esta parte del carácter masculino a la que Elizabeth temía y de la cual desconfiaba. Esta parte desempeñaba indudablemente su propio papel en las guerras, ya que los hombres eran románticos y siempre, pensaba Elizabeth con melancolía, formaban en parada. Ninguna mujer de verdad había escrito jamás una canción marcial ni anhelaba soplar un clarín o redoblar un tambor. Ninguna mujer, realmente, antepuso jamás el «deber» al amor, a menos que hubiese amado sólo un poco. Las mujeres conocían las fuerzas de la vida y lo que las impulsaba; los hombres podían únicamente escribir poesía. Las mujeres vivían. Los hombres adoptaban posturas.

En la segunda semana de septiembre Joseph acudió a Elizabeth. Tendió ella mudamente sus brazos hacia él, lo bastante sagaz para no llorar, no preguntar, no reprochar, ni aun consolar. Le llevó hasta su cama casi sin hablar, enlazándole apretadamente y besándole sin decir nada. Yació entre sus brazos y sintió su amor, su dolor y su angustia, y le tocó gentilmente…, y siguió sin decir nada. Tuvo la sabiduría de una mujer completamente enamorada, pidiendo sólo dar. Era suficiente que él hubiese regresado. No necesitaba nada más.

Casi está amaneciendo cuando él dijo abruptamente:

—Ya te lo pregunté antes, Elizabeth. ¿Crees en maldiciones?

Ella replicó de inmediato:

—No. Si te refieres a calamidades familiares…, suceden en todas las familias, sin maldiciones, más tarde o temprano. Creo en un Dios misericordioso, que no permitiría a ninguno de sus hijos maldecir a sus otros hijos. «La venganza es mía», dijo el Señor. «Yo pagaré en la misma moneda».

«Esto es lo que me temo», pensó Joseph, el alambicado celta que no creía en Dios. Intentó sonreírle a Elizabeth a la luz gri-sazul del amanecer.

—No te pongas mística conmigo, Lizzie. No existe ninguna «venganza» oculta.

«Entonces, ¿por qué lo preguntaste?», le preguntó Elizabeth silenciosamente. Le besó con suavidad, diciéndole:

—No soy supersticiosa, ni tampoco lo eres tú, amor mío.

No hablaron de sus familias. Joseph no indagó nada acerca de Courtney. Elizabeth tenía a Joseph en sus brazos y sentía que estaba en posesión de todo lo que era su mundo. Pero un hombre con una mujer no sentía tal cosa. Esto lo sabía ella. Le bastaba a ella amar y ser amada pero un hombre nunca entregaba por entero su corazón al amor y éste era un hecho contra el cual ninguna mujer inteligente se oponía.

En Filadelfia, Joseph leyó los informes recogidos por Charles Deveraux y sus investigadores con referencia a su hijo Rory, y experimentó una fría cólera ultrajada. Aquel maldito cerdo joven, reservado, marrullero. ¿Por qué se habría casado con la muchacha? Sin duda alguna ella era de una familia notable y aristocrática, de mucha fortuna y posición. Pero ¿por qué se habría casado con ella saboteando así su futuro?

—Es mi impresión que Rory sale beneficiado —dijo Charles mirando a Joseph con un matiz curiosamente remoto en sus grises ojos—. Marjorie Chisholm tiene antecedentes impecables. Se casaron secretamente a causa de la posible oposición de sus familias. No voy a sondear ni discutir las razones que pudiera tener Rory para temer que usted se opusiera al matrimonio. Conozco las razones del señor Albert Chisholm. Yo opino que el matrimonio debería ser revelado. No le hará el menor daño a Rory. Por el contrario podría hacerle mucho bien…, estar casado con la hija de una distinguida familia de Boston.

—No lo comprenderías —dijo Joseph—. Él va a casarse con la hija del embajador, Claudia Worthington, que está emparentada con la familia real británica.

Charles dijo:

—En efecto, no lo comprendo. —Pero sí que lo comprendía. También él pertenecía parcialmente a una casta oprimida que anhelaba a la vez la justificación y la retribución.

—Solicita por escrito una cita para mí con Albert Chisholm, confidencialmente —dijo Joseph—. Mientras tanto, convence al pastor que los casó y al secretario de ayuntamiento que registró el matrimonio. Ya sabes lo que tienes que hacer, Charles.

Desgraciadamente Charles sabía perfectamente lo que tenía que hacer. No le agradaba ni lo aprobaba. Pero era hijo de su padre y había otras cosas a tomar en consideración además del sentimentalismo y lo que los hombres llamaban «amor».

Albert Chisholm, tras recibir la carta fríamente comercial de Charles, pensó: «No cabe duda que este bribón de Armagh quiere platicar conmigo para permitir el matrimonio entre su hijo y Marjorie. Le pondré en su adecuado sitio». Aquella misma noche llamó a su despacho casero a su hija para decirle:

—Marjorie, querida, ¿has vuelto a ver alguna vez a este joven… Armagh, no es como se llama? Espero de veras que no. Sabes que te prohibí verle más ni contestar a sus cartas y a sus insolentes importunidades.

El terso semblante moreno de Marjorie se tensó.

—¿Por qué lo preguntas, papá?

La carta había sido muy confidencial, por parte de Charles, y Albert era hombre demasiado sensato y conocía el poder de Armagh para ser indiscreto. Por lo cual dijo:

—Me he dado cuenta de que nunca aceptas las invitaciones de jóvenes altamente convenientes, mi querida niña. Por ello he temido que sigas pensando en el hijo de este bribón.

Marjorie bajó la vista modestamente.

—No voy a ninguna parte con el señor Armagh —dijo, y esto era completamente verdadero—. Me temo que estos otros jóvenes no me interesan, por el momento. Parecen tan vacíos e inexpertos…, comparados contigo, papá.

El señor Chisholm se envaró pleno de orgullo y felicidad, pero sacudió jocosamente el índice hacia su linda hijita.

—Ten presente que papá no podrá estar para siempre contigo, mi querida nena. Debes realmente empezar a reflexionar en el matrimonio. Después de todo vas a cumplir los veintiuno…, dentro de ocho meses.

Repentinamente sentóse ella en sus rodillas y comenzó a llorar, y él quedó anonadado. Le acarició los densos y lustrosos bucles, diciéndole:

—Mi queridísima niña, no pretendí causarte ninguna pena. Marjorie, haría cualquier cosa en el mundo para darte felicidad, en la medida al alcance de los seres humanos. Nunca debes olvidar esto.

Le rodeó ella el cuello con sus redondos bracitos y lloró aún más intensamente, maldiciendo íntimamente a Rory por su insistencia en mantener el secreto. No podía soportar mucho más tiempo el engaño hecho a su padre. Le miró llorosa.

—¿Aunque quisiera casarme con Rory, papá?

Se irguió, titubeando en su mente, y dijo luego con decisión:

—Ruego, mi niña, que nunca lleguemos a esto. Pero si fuera así, me tragaría el orgullo y consentirla. Pero no pienses con temeridad, Marjorie. Tu futuro entero depende de una decisión más o menos acertada.

Marjorie se acurrucó en su regazo como una gatita, pensando rabiosamente. Después, sin ningún preaviso, una terrible premonición le asaltó, con presagio de desolación y abandono. Era una idea tonta. Ella era la esposa de Rory. Nada malo podía nunca sucederle a su Rory, nada podía nunca separarles. Nada.