Al comienzo de las vacaciones de primavera Kevin habíale dicho a su hermano:
—Este verano no vuelvo a Green Hills. Tampoco iré a hacer mi habitual entrenamiento en las oficinas de papá en Filadelfia. He conseguido un trabajo en el «Boston Gazette», escribiendo artículos sobre la guerra.
—¿Tú? —se asombró Rory.
Kevin había sonreído.
—Puedes pensar que soy un trafagón[31], pero voy lento y con empeño, aunque lo soy. Pero puedo escribir sobre hechos. No seré posiblemente un inspirado ni un histérico, pero puedo escribir objetivamente. Por ello el periódico me contrató como corresponsal para informar sobre las guerras. Aunque creo que ésta terminará pronto.
—Estás buscándote excitaciones aventureras —le acusó Rory, desanimado, pensando en su padre.
Kevin había reído amistosamente.
—¿Conoces a alguien menos excitable que yo? No busco aventuras. Busco algo distinto.
—¿Qué?
Pero Kevin había encogido sus anchas espaldas, que resultaban tan efectivas en el campo de rugby. Kevin era «recóndito», como solía decir Joseph. Nunca revelaba nada que no quisiera revelar, ni de sí mismo ni de ninguna otra persona, y por consiguiente Rory sabía que no servía de nada presionarle. Pero Rory pensó en lo que habían dicho aquellos hombres sin rostro en Londres:
—No podemos aceptar estados soberanos y nacionalismos que dividen y dispersan nuestros intereses. Debemos trabajar para la obtención de un imperio mundial socialista, que estaremos capacitados para controlar sin fastidiosas distracciones de entidades políticas independientes y sus internas y externas querellas.
—Para resumir —había expuesto irónicamente Joseph a su hijo— saquearán a la población mundial mediante pesados impuestos en cada país, para después con «benevolencia» devolver a las masas sojuzgadas parte de aquellos ingresos en «donaciones», «auxilios», «justicia social», «participaciones», de cualquier modo todo el dinero de la población… por lo cual el populacho intimidado quedará humildemente agradecido conformándose y siendo obediente. No, no voy a revelarte nada más. Pero lo irás aprendiendo a medida que sigamos adelante y lo aceptes todo. —Había mirado con fijeza por un momento, reflexivamente, a Rory—. Tendremos que comprobar si eres de confianza.
Rory había replicado:
—Papá, tú realmente no eres uno de ellos.
Joseph había apartado la mirada.
—Ésta es una opinión tuya muy personal, Rory. Yo estoy tan interesado como ellos en el poder.
Recordaba lo que Montrose le había expuesto hacía ya tantos años, en su primera juventud, sobre que el marxismo no era un «movimiento» para la liberación y el gobierno del «proletariado», sino una conspiración de aquellos que se llamaban a sí mismos la «Élite», y cuyo objetivo era el despotismo.
Rory se preguntaría hasta el fin de su vida si Kevin había tenido cualquier percepción especial acerca de estas cosas, y siempre recordaría aquella conversación con él en la cantina por una fría noche de febrero del 1898.
Cuando Joseph, Bernadette y Ann Marie regresaron a mediados de abril le tocó a Rory la desagradable y no deseada misión de informar a sus padres que Kevin ya había abandonado Norteamérica como corresponsal para el «Boston Gazette». Joseph, como era de prever, se encolerizó y Bernadette alzó sus gruesos brazos exclamando:
—¡Qué desagradecimiento, qué estupidez, qué propio de Kevin hacerle esto a su padre! Y encima mediado el semestre final.
Para sorpresa de Rory, Joseph había exhibido de pronto su sonrisa saturnina.
—Bien, podrá aprender algo. Siempre pensé que era «recóndito» —y miró agudamente a Rory—. Espero que tú no… bueno, digamos… no comadreaste con él acerca de Londres.
Rory sintióse ofendido. Dijo:
—Padre, me gustaría hablar contigo privadamente —y ambos fueron a los aposentos de Joseph y Rory le relató su última conversación con Kevin.
Joseph escuchó con su peculiar intensidad y después había asentido casi orgullosamente.
—Tenemos un buen elemento en el mozo —dijo—. Siempre lo pensé. ¿Sospechaste que había un toque de caballero andante en Kevin?
—No. Nunca lo hubo. Kevin es absolutamente práctico y desilusionado.
—Excelente —dijo Joseph—. ¡Y pensar que el mozo hizo uso de mi apellido en este condenado periódico para obtener el empleo! Bueno, por lo menos esto demuestra que tiene iniciativa y descaro. Por consiguiente no es necesario preocuparnos. No le ocurrirá ningún daño. No es lo mismo que si se hubiera enrolado.
Los artículos de Kevin comenzaron a aparecer en el periódico casi semanalmente. Ante la sorpresa de su familia había en ellos una especie de áspera jocosidad, un frío cinismo entre líneas, al igual que informaciones prácticas. No contenían hirviente patriotismo, ni cantos heroicos, ni excitación, ni júbilo sobre «nuestra guerra de liberación». Eran totalmente desapasionados, lo cual no acababa de gustar al jefe redactor. Hasta que los artículos dejaron de aparecer a fines de junio. Ceñudo, Joseph puso en movimiento a sus investigadores. Descubrió que Kevin ya no estaba por las vecindades de Cuba. El periódico aseveró que a propia petición de Kevin había ido a las Filipinas, «en algún lugar», y había escrito que deseaba ser un «observador» desde un buque de guerra. El «Gazette» creía que el nombre del buque era «Texas», y expresaba su esperanza de que pronto estaría en posesión de «comunicados».
El siguiente comunicado fue un telegrama del Almirante de la Flota Norteamericana en Santiago anunciando que el señor Kevin Armagh había fallecido a consecuencia de «una bala perdida procedente del enemigo» que había malherido a Kevin «por azar o por disposición de Dios», ya que no fue disparada directamente hacia alguien o algo en particular. Inmóvil, en el gran vestíbulo de mármol de su casa, con el telegrama en la mano, Joseph sintió el celta atávico agitándose en su interior, un celta que no creía en el azar ni en coincidencias, pero que creía en la fatalidad. Permaneció en aquel vestíbulo enorme, silencioso, inmóvil, durante un largo tiempo antes de subir las escaleras para informar a su esposa de la pérdida del hijo. Se sostenía tiesamente erguido y subió lentamente, como un viejo altanero que sabía que estaba agonizando.
Si Bernadette tenía un favorito, había sido Kevin, que la protegió de supremo desastre hacía tan sólo un año y que, pese a mirarla siempre con sus negros ojos desprovistos de ilusión alguna, o de hondo afecto, pareció con frecuencia comprenderla. El crudo humor de su doncellez habíase convertido en duro y pleno de chocarrería, pero Kevin había reído apreciándolo como nadie más parecía apreciarlo últimamente. A menudo en los pasados tres o cuatro años, hasta pareció unirse a ella en chanzas extravagantes y realmente lograba enbromándola sacarla de sus malhumores. Cuando ella se ponía ásperamente histérica en presencia de Joseph, que tenía un modo sardónico de hacerla morder el anzuelo, era Kevin quien le dirigía a ella guiños de aviso y leves denegaciones de cabeza, aquietándola. Tanto como le era posible amar a cualquiera de sus hijos, amaba a Kevin.
Atardecía aquel caluroso trece de julio y Bernadette, cuya corpulencia era un pesado fardo en el calor, había estado sesteando antes de su solitario interludio con una botella y una copa, para después cenar. Sentábase en la cama de su habitación en penumbra, cuando Joseph entró, sudorosa en su camisón de noche de seda rosa y encajes, su castaño y grisáceo cabello húmedo a los lados de su cara y disperso sobre sus montuosos hombros. Su faz redonda, abultada por la gordura, tenía una coloración carmesí, sus ojos que fueron bonitos estaban hundidos en carne y ofuscados por el sueño, su nariz y papada aceitosos. Sus enormes pechos pugnaban contra la frágil seda como ubres, y olía a perfume caro, traspiración, talco y obesidad calurosa.
—¿Qué… qué? —farfulló ella.
Joseph sabía dónde guardaba sus botellas secretas, ya que una criada vengativa, despedida por Bernadette, le contó las copiosas libaciones que efectuaba su ama en los atardeceres. Joseph ahora sabía que su esposa estaba, con frecuencia, ebria antes de la cena, pero le tenía esto tan sin cuidado como cualquier otra cosa concerniente a la desesperada Bernadette.
Siguió sin hablarle y mientras Bernadette le miraba fijamente regresando lentamente a la plena conciencia y pestañeando rápidamente, él se dirigió al pequeño armario francés junto a una pared alejada, bajó un panel de cierre y extrajo un frasco de whisky irlandés y un vaso pegajoso. Ella observaba, y el carmesí de sus mejillas se acentuó y una nueva emanación de sudor brotó empapando más su camisón. Le observaba, entumecida, mientras él escanciaba una buena dosis de whisky en el vaso. Solamente movió ella los ojos cuando él se aproximó a la cama y le colocó el vaso en la mano.
—Bebe —dijo—. Creo que lo vas a necesitar.
¿Cómo lo había descubierto?, se preguntó Bernadette, mortificada. Debía haber sido aquella maldita Charlotte, la taimada charlatana.
—No creo que lo necesite —murmuró, bajando la vista con mezcla de vergüenza y desdicha—. Hace mucho calor.
—Bebe —repitió Joseph.
Por vez primera se dio cuenta de que él no la instaba a beber por burla y desprecio, como había hecho otras veces cuando descubrió ciertos secretos suyos y se los puso de relieve. Entonces, y aumentando su estupor, mientras sostenía el vaso en la mano, le vio acercar una silla blanca y dorada a la cama y sentarse en ella, y también vio por vez primera su cara por entero y notó que sus largos labios delgados tenían un matiz azulado, y que cada músculo de su rostro estaba tan liso y yerto como el marfil.
Una horrible sensación de desastre inminente acometió a Bernadette. Él iba a abandonarla. Él iba a divorciarse de ella para así poder casarse con aquella desvergonzada de Elizabeth Hennessey. Le había dado el whisky porque como última amabilidad hacia ella estaba suavizando los efectos demoledores de lo que iba a decirle.
—No, no —gimió ella, sintiendo un repentino grosor en sus labios que temblaron—. Oh, no.
—Bebe —dijo él.
Y ahora la miraba no con su habitual aversión distante, su indiferencia cruel, su manifiesto odio silencioso, sino con una expresión que solamente había visto ella siendo una muchacha la noche en que su madre había muerto, y la abrazó en el vestíbulo, abajo, tratando de consolarla. Estalló en lágrimas y después, temerosa de que él pudiera nuevamente despreciarla, bebió apresuradamente, se atragantó y volvió a beber. Quitándole el vaso vacío de la mano lo colocó sobre la mesita de noche que estaba atiborrada de pañuelos de encaje, frasquitos de perfume, un platillo de pastillas, un par de figurillas de porcelana y dos o tres anillos. El calor de la habitación, con sus cortinajes corridos, era como el de las pavesas ardiendo de un fuego nauseabundo con esencias aromáticas y el olor de un cuerpo obeso transpirando.
El calor del día había hecho que Bernadette comiera excepcionalmente poco, y el fuerte whisky se extendió inmediatamente a través de sus fibras vitales, cálido, sí, pero confortante, consolador, amortiguador, aportando consigo un falso ánimo y valor, de todo lo cual había ella necesitado durante los muchos años de su vida con Joseph Armagh. Anhelante le miró con ojos similares a los de un manso animal mortalmente herido agonizando ante un cazador y dijo:
—Vas a irte, abandonándome. Dímelo.
—No me voy ni te abandono, Bernadette —dijo él, casi dulcemente. No podía mirarla a los ojos, tan atormentados, tan implorantes—. Se trata… de que tengo malas noticias. Acabo de saberlas. Kevin…
«¡Oh, loado sea Dios, no me abandona!», gritó algo íntimo con júbilo en Bernadette que impulsivamente tendió su mano hacia su marido, quien la tomó percibiendo que estaba húmeda, hinchada, con hoyuelos de grasa donde debieran estar los nudillos, y la retuvo a pesar de una casi indominable revulsión. Recordó ella entonces su última palabra.
—¿Kevin? ¿Qué pasa con Kevin? —y su actual resplandor feliz alentaba también en su corazón. Él no iba a abandonarla. Seguiría siendo su marido—. ¿Kevin? —repitió interrogante.
—He recibido un telegrama —dijo, y notó la sequedad y aspereza en su garganta—. Kevin… estaba a bordo de un buque de guerra, el «Texas», en Santiago, como un observador para su periódico. Fue… alcanzado por un disparo. El veintiocho de julio. He recibido el telegrama del almirante.
Sintió cómo su pesada mano iba enfriándose en la suya y vio su faz atónita, su gruesa boca entreabierta, sus ojos vacuos. Ella intentó hablar, tosió, movió los labios, hasta que por fin pudo decir en voz tan tenue que apenas pudo él oírla:
—Él… no era un soldado. Y ¿no ha terminado la guerra?
—Sí —dijo Joseph. Todavía no había en él un pleno sentimiento, una total consciencia de las noticias que estaba transmitiendo. Solamente un denso entumecimiento como el que pudiera sentir un soldado cuando el acero penetraba en él y el dolor no había todavía comenzado—. Sí, pero resultó muerto.
—Kevin —musitó Bernadette, aturdida, incrédula—. ¡Pero si solamente tiene dieciocho años! No puede haberle sucedido esto a Kevin… tiene solamente dieciocho años.
Joseph no pudo contestar. Había esperado el llanto convencional de la dramática Bernadette y verse obligado a consolarla. Pero el espantoso aturdimiento del choque en sus ojos le aturdió también a él, porque ahora supo que ella amaba a su hijo.
Entonces Bernadette chilló repentinamente, arrancando su mano de la de Joseph y se aplicó brutalmente ambas manos con impresionante restallido contra sus mejillas. Chilló una y otra vez, incesantemente, y su doncella, en el cuarto contiguo, acudió corriendo, despavorida.
—Mande a buscar el doctor —le dijo Joseph—. El señorito Kevin ha muerto… en la guerra. Envíe a buscar inmediatamente al doctor.
Apenas se oía su voz por encima de aquel lacerante clamor que Bernadette estaba lanzando inconteniblemente, sus ojos abultando enloquecidos, fulgentes como fuego por el dolor.
Vino el doctor. Joseph no se había apartado de su esposa intentando calmarla. Bernadette ingirió un fuerte sedante. Sólo cuando comenzó a ejercer su efecto cesó ella en sus entrecortados chillidos, sus gritos semejantes a los de un animal herido, sus retorcimientos en la cama, sus invocaciones a Dios y a sus santos favoritos, sus imploraciones a su marido asegurándole que debía tratarse de un error, la guerra había terminado, era algún hijo de otra madre; ¿quién iba a dispararle a Kevin, y por qué?, y era una pesadilla, un error, la mala jugada de un enemigo, un telegrama equivocado. Joseph debía… debía… La había mantenido reclinada contra sus almohadas, había intentado darle más whisky, pero ella había golpeado ferozmente el vaso haciéndolo saltar de su mano y después se aferró a él como una mujer ahogándose, rodando la cabeza en su hombro, empujándole por un instante como si él la hubiese atacado y estuviera defendiéndose, para inmediatamente volver a apretarse contra él agitando su cabeza en su hombro y retorciéndose.
El doctor, la doncella y Joseph aguardaron junto a la cama y lentamente aquel espantoso griterío, ronco y entrecortado, cesó finalmente. Bernadette yacía sobre sus almohadas, empapada en sudores, un desgreñado montón de carne en su manchada seda rosa, jadeante y susurrando. Después, por vez primera, comenzó a llorar mansamente y el doctor asintió con simpatizante satisfacción. Joseph asió la mano de ella y estaba por fin quieta, aunque trémula. Ella vio sólo a su marido.
—Hay una maldición sobre nosotros —sollozó ella y sus ojos se dilataron horrorizados—. Ann Marie. Tu hermano Sean. Kevin. En un año, Joe, en sólo un año. ¿Quién será el próximo? Hay una maldición sobre nosotros. Una maldición sobre esta familia.
Entonces sus ojos se cerraron y quedó dormida roncando instantáneamente bajo los efectos de la droga. El doctor dijo compasivamente:
—Dormirá varias horas. Dejo estas píldoras, para más tarde, cuando despierte. Es preferible mantenerla bajo sedación durante algunos días. Volveré esta noche.
Eran varías las cosas que debían realizarse antes de que el dolor dominase por completo. Enviar un telegrama a Rory, a Charles Deveraux, a Timothy Dineen, a Harry Zeff. Otros telegramas a Washington solicitando el retorno del cadáver de Kevin Armagh para ser enterrado en la parcela familiar. Hubo telegramas a senadores y otros políticos. Hubo órdenes a la servidumbre de la casa para que no fueran recibidos periodistas. Hubo un mensaje al sacerdote para que acudiera a confortar a la señora Armagh. Eran muchos los arreglos que debían hacerse… antes que el incansable y terrible enemigo repercutiese con la sañuda maza del dolor. La horrenda panoplia de la muerte comenzó.
Después de que terminó con los trámites obligatorios Joseph fue a las habitaciones de su hija, los cuartos que antaño decoró ella misma lindamente, tan iluminados por el sol y de frescos colores, tan sencillos y encantadores. Ahora ya no tenían nada de todo esto. Se habían convertido en un centro clínico, desnudo, funcional, despejado de todo lo que no fuera absolutamente necesario. Una habitación contenía las tres camas de las tres enfermeras permanentes. Lo que fue guardería infantil pero que más tarde se convirtió en sala de estar para Ann Marie, era nuevamente guardería infantil, llena de juguetes, alegrada con cuadros pueriles y una mesa en la cual efectuaba Ann Marie todas sus comidas, porque ya nunca más bajaba ella las escaleras de mármol por su propia voluntad, salvo por las mañanas para dar un corto paseo con una enfermera y de nuevo ser llevada a la planta alta para sus ligeros sueños infantiles y sus blandas comidas. Por la noche era arropada en la cama, con una enfermera a su lado cantándole nanas, y se dormía. ¿Soñaba alguna vez?, se preguntaba Joseph. ¿Eran los sueños de una infante, o los sueños de una mujer? Algunas veces se despertaba sollozando y todos en las habitaciones altas oían aquel rumor lamentable y estremecíanse, y esperaban hasta que ella era apaciguada y volvía a dormirse. Algunas veces el sollozo era el llanto de una mujer acongojada que nunca podría hallar consuelo, el llanto de una mujer que solamente deseaba morir. Al oírlo Joseph pensaba: «No comprendo cómo puede ser posible, pero creo que ella supo la verdad. Sí, creo que ella lo supo. Creo que cuando duerme, algunas veces vuelve a recordar lo que supo y no puede soportarlo».
El sol lucía aún pero bajo en el cielo y enrojeciéndolo, cuando Joseph entró en aquellas habitaciones en las cuales rara vez penetraba Bernadette. Ann Marie había comido su pan con leche y su tarta de fruta y bebido su tazón de cacao, y estaba ahora sentada donde siempre se sentaba, cerca de la ventana, en una silla clínica acolchada en blanco. Porque padecía de una tranquila y frecuente incontinencia de sus necesidades orgánicas, como una niña de corta edad, y las efectuaba con toda naturalidad y sin vergüenza alguna. Estaba ya vestida con el liso camisón de noche blanco y en una bata estampada de flores, y su largo cabello castaño estaba recogido en dos sedosas trenzas y su rostro era el de una nena mimada, amada y contenta. Su delgado cuerpo había dado también el salto atrás biológico y era rollizo, sonrosado y con hoyuelos como lo fue a los tres años de edad. Su cara era redonda y sonrosada, sus labios henchidos y rosas, su carne lustrosa, sus ojos inocentemente interrogantes y tímidamente sonrientes. Nunca tuvo lo que Bernadette había llamado «un busto apropiado», y ahora lo que tenía quedaba fundido en la general blandura de su cuerpo infantil.
—No es frecuente encontramos con una reversión biológica tan pronunciada —le dijeron los doctores a Joseph en Suiza y en París—, pero no es desconocida. Viene a ser como si cierta voluntad inconsciente y profunda hubiera decretado que la infancia está a salvo y nunca debe terminar, y que el alma nunca debe volver a conocer la madurez.
Algunos médicos especialistas habían mirado curiosamente a Joseph.
—¿Ha sufrido ella un choque insoportable en su sensibilidad, alguna pena inmensa, alguna catástrofe que le hace la realidad presente insostenible, inaguantable?
A lo cual había replicado Joseph:
—No. Sufrió tan sólo un accidente.
Le dijeron a Joseph que ella podía permanecer en aquel estado hasta el final de una posible larga vida, llena de salud infantil, o quizá retraerse aún más en la condición de puerilidad y finalmente estar incapacitada para abandonar su cama, y entonces moriría de inanición y atrofia. No lo sabían a ciencia cierta. Aconsejaron establecimientos sanitarios idóneos, pero Joseph se negó. Su hija viviría y moriría en su propio hogar, tal como ella misma desearía si pudiera razonar. Ella tendría enfermeras y niñeras para atenderla y jugar con ella. Nunca sentiríase desdichada o frustrada o impulsada a las lágrimas. Sería una niña para el resto de su vida, probablemente, pero sería una niña feliz.
—Hay destinos que son mucho peores —reconoció uno de los doctores.
Ahora, en aquellos momentos de honda aflicción íntima, Joseph fue a sentarse junto a ella y tomando una de sus suaves manecitas le dijo, como siempre le decía:
—¿Quién soy yo, Ann Marie?
—Papá —dijo ella triunfante, y sonrió con aquella radiante sonrisa suya, afectuosa y confiada. Era un juego de cada anochecer.
La miraba en los ojos, viendo el saludable brillo de las córneas, los iris destellantes. Siempre los miraba profundamente, esperando sin gran esperanza ver algún indicio del alma de Ann Marie en ellos, alguna umbrosa insinuación de que el espíritu no se había ido para siempre. Pero era la infante Ann Marie quien le devolvía la mirada confiadamente, el bebé en su cuna, la niña en su cama de guardería. Lo que Ann Marie había aprendido en veintitrés años había desaparecido, desarraigándose, borrándose por completo, como si nunca hubiera existido.
Había en su regazo una muñeca de trapo, y ahora la alzó entre sus brazos, besuqueándola y emitió un gozoso murmullo.
—Besa a Pudgy —le dijo a su padre.
Concienzudamente besó él la muñeca, y cerró los ojos luchando contra la interminable pena por la muerte espiritual de su hija y contra el dolor que le estaba invadiendo sin trabas. Dijo:
—Ann Marie, ¿recuerdas a Kevin?
Ella le miró dócilmente. Sólo su voz era la voz de la mujer que había sido, clara, titubeante, deseosa de complacer.
—¿Kevin? ¿Kevin?
Sacudió la cabeza en negativa haciendo pucheritos como si hubiera sido regañada.
—No importa, cariño, no importa —dijo su padre, pasándose las secas manos por su cara aún más seca, que le escocía. Volvió a levantar la muñeca agitándola ante ella en juego, y ella riendo se la arrebató, para abrazarla de nuevo apretadamente.
—Mi Pudgy. No puedes quedarte con ella, papá.
La enfermera, la más joven de ellas, estaba sentada cerca en su blanco uniforme, haciendo labor de punto, y sonrió como ante la cháchara de un infante y dijo:
—Hemos sido muy buenas esta tarde, señor Armagh. —Había oído la noticia de la muerte de Kevin, pero como el señor Armagh, que aterrorizaba a todos, no lo había mencionado, ella no hizo comentario alguno ni ofreció su pésame—. Hemos tomado nuestro baño primorosamente, y mañana saldremos a dar un pequeño paseo, ¿verdad, Ann Marie?
—Y veremos las flores —dijo Ann Marie, asintiendo—. Las flores. Y los árboles.
Miró a través de la ventana hacia la lejana casa donde vivía Elizabeth. Pudo ser solamente obra de la imaginación de Joseph, pero…, ¿hubo un tenue oscurecimiento y añoranza en su rostro pleno y sonrosado, un atesamiento[32] hacia la condición de mujer, una desesperación? Se inclinó temiendo y esperando a la vez, pero la plácida serenidad había regresado. Levantándose, besó a su hija dándole las buenas noches, y la dejó, porque quedaba mucho por hacer, y todavía no había tiempo para sumirse en el dolor.
Fue de nuevo a la alcoba de su esposa y el sol estaba ocultándose en majestuoso manto escarlata y los campos en torno a la casa estaban apaciblemente invadidos por deslizantes sombras de cálido dorado y púrpura, y las copas de los árboles mecíanse en oro líquido. Joseph se detuvo a contemplar todo aquello que le pertenecía, y el enemigo se arrastró acercándose un poco más.
—Una maldición sobre nuestra familia —había sollozado Bernadette—. Hay una maldición sobre nosotros. Ann Marie, Sean, y ahora Kevin. Una maldición sobre nosotros.
El primitivo celta, el druida adorador de árboles, el celta que había conocido misteriosas y ocultas tenebrosidades, se agitó de nuevo en Joseph como un hombre despertando de siglos de sueño. Era una insensatez, pensó, y hubo en él un leve malestar, un temor. Los Bassett de este mundo eran eliminados siempre, y los ejecutores no perdían por ello ni una hora de saludable sueño ni padecían del menor remordimiento. Evocó a los hombres sin rostro en todas las naciones que planeaban y destruían como cosa natural y de pura conveniencia, sin escrúpulos ni removimientos de espíritu primitivo, ni ensalmos atávicos contra la venganza perseguidora. Eran hombres realistas.
Bernadette dormía en estupor artificial, boca abierta y babeante, y Joseph sentóse a su lado y no oyó la sofocada campana para la cena y no bajó al comedor. Permaneció junto al lecho hasta que el cuarto estuvo a oscuras y la doncella entró para encender alguna que otra lámpara. Entonces se presentó con pujanza el dolor. Más tarde, por vez primera en su vida, se embriagó deliberadamente.