Después del funeral de su tío, y tras su regreso con Kevin a Harvard, Rory fue acometido por una honda depresión que nunca había experimentado antes. Había oído mencionar «los negros cambios de talante irlandés» pero los consideró invención de los poéticos irlandeses para explicar la melancolía experimentada a veces por todos los hombres. No podía sacudirse aquella depresión, aunque intentó hallar la causa. Hasta la propia Marjorie, con sus bromas ingeniosas y su ardiente amor, no lograba aliviar mucho su estado de ánimo.
Rory se sorprendió a sí mismo estudiando los periódicos y tratando de «leer entre líneas». Pero todo parecía estar tranquilo en una Norteamérica de naciente prosperidad y esperanza, pese a los vociferantes políticos y aquel sector de prensa conocida por «amarilla», dado su sensacionalismo destinado a acobardar. La nación se regocijaba en su libertad. Era la Meca de todo un mundo envidioso. Era a la vez cándida, efervescente, alegre, rica, expansiva y emocional, interesándose más por las noticias sobre la familia real británica que por los discursos de su Presidente. Los americanos adoraban a William Jennings Bryan y reían alegremente ante las caricaturas que le satirizaban. Sus opiniones eran como la espuma, pensaba Rory. Sus emociones eran igualmente turbulentas y huecas. Sin embargo, bajo aquella espuma parecía residir una serena y tranquila corriente manando firmemente hacia Utopía y sus torreones dorados, donde cada hombre poseería su propio «coto», como decía un periódico, su propia tierra y su propio destino.
Rory estaba todavía en Europa cuando, el 25 de enero de 1898, el buque de guerra norteamericano «Maine» entró en el puerto de La Habana ante la supuesta alegría, tanto del gobierno español como de los insurrectos cubanos. Todo el mundo alegó que esto tuvo lugar por invitación del gobierno, y tardó mucho tiempo en saberse que fue ante una petición secreta del Cónsul General norteamericano, por razones nunca del todo aclaradas ni divulgadas. El comandante español del puerto visitó personalmente el barco de guerra, acompañado por cajas de un jerez español especial a modo de obsequio, invitando a la oficialidad a una corrida de toros. El Presidente de los Estados Unidos dijo que la visita del «Maine» a Cuba era «simplemente un acto de cortesía internacional».
Pero Joseph le explicó a Rory que el «acto amistoso» era para proteger a los ciudadanos norteamericanos residentes en Cuba, «o quizá para emplearles por ciertas razones». También era para proteger las propiedades norteamericanas si la revolución interior alcanzaba La Habana. Joseph no se extendió sobre las «ciertas razones» de la presencia del «Maine». Pero Rory comenzó a escrutar cuidadosamente los periódicos. Algunas veces se burlaba de sí mismo. Estaba buscando espantajos y traidores bajo la cama, así como conspiradores inexistentes. Percibiendo el poder y la pulsación de Norteamérica ahora que estaba en la nación le parecía divertidamente increíble que ninguna conjura de hombres anónimos reuniéndose en San Petersburgo, Londres, París, Roma, Berlín, Viena, o en cualquier otro lugar, pudiera verdaderamente conquistar un ascendiente internacional sobre su patria y destruirla para conseguir sus propias ambiciones. ¿Era posible que su padre les hubiera tomado verdaderamente en serio? Indudablemente eran poderosos, ya que siendo financieros podían manipular las valoraciones de las monedas en Europa, ¿pero cómo podrían ellos manipular el dinero circulante de Norteamérica, a sus políticos y su gobierno? Hasta los mismos «barones salteadores» de Norteamérica eran demasiado americanos para tolerar algo semejante. Rory les había oído en Nueva York reírse de «nuestros gnomos europeos». Era la risa de hombres fuertes y bienhumorados, hombres que aparecían en las fiestas nacionales de celebración del Cuatro de julio, para pronunciar fervientes discursos sobre el patriotismo y «la gloria de nuestra bienamada, invulnerable y pacífica patria». Había, como recalcaban a menudo, «dos océanos circundando y protegiendo nuestros litorales contra la ambición extranjera y los ataques extranjeros». La Doctrina Monroe era un documento reverenciado, el tercero en orden de estimación de los americanos después de la Declaración de la Independencia y la Constitución. Era inexpugnable.
¿Guerras? ¿Impuestos confiscatorios? ¿Inflación? ¿«Emergencias» nacionales? Estaban tan remotos de América como el planeta Arturo. Eran aberraciones europeas, una dolencia de viejas y decadentes naciones, y nunca invadiría los saludables tejidos del cuerpo de la política americana, pese a todos sus inocentes alborotos, estrépitos, fuegos de artificio, denuncias, excitaciones y bramantes emociones y otras irracionalidades.
Kevin era estudiante de primer año en Harvard, y él y Rory se encontraban con frecuencia en pequeños y tranquilos restaurantes de Boston. Kevin era joven, pero era tan alto si no más que su hermano, y era un «oso negro irlandés», como decía a menudo su madre. Pero había algo en Kevin que no era juvenil ni de colegial, algo constante, inamovible, y racional, sin emocionales salidas de tono ni temeridades. Kevin no era un «conversador». Desde hacía tiempo Rory opinaba que Kevin sabía más acerca del «accidente» de Ann Marie de lo que nunca dijo, y nada podía forzarle a decirlo. Cuando Kevin aparecía su presencia no era simplemente la presencia de otro hombre muy joven, desgarbado, inseguro, rudo o a la defensiva. Estaba simplemente allí, y notábase casi tangiblemente. Entre los dos hermanos existía un hondo cariño y una plena confianza que no era expresado en palabras y, sin embargo, era raro que se hicieran confidencias y nunca hasta entonces habían sido totalmente francos. «Desnudarse el alma» no era precisamente el estilo de vivir de los Armagh. Tenían de su padre la innata dignidad y su desdén por el emotivismo de cualquier índole.
—¡Cómo una condenada mujer sollozando en su almohada! —solía decir Joseph de cualquier hombre que supiera que no podía dominar sus sentimientos o desease explayarlos—. Es como quitarse los pantalones y prendas menores en público. ¿No tienen por lo visto pundonor y decoro? Quieren que todo el mundo palpite de simpatía por ellos y los estime.
Esta actitud de reprobación era también la de los hermanos Armagh que tenían orgullo si no «sensibilidades», como decía Bernadette.
Kevin era un buen estudiante aunque de escasa inspiración. Trabajaba duramente, como nunca tuvo que hacerlo Rory, pero tenía tanta retentiva como Rory. Se enzarzaba afanosamente con sus libros. Sus temas escritos estaban adecuadamente elaborados, aunque vulgares. Pétreo, fornido, macizo, era admirado en las pistas de equitación y campos de deportes. Nadie sabía lo que pensaba Kevin aunque Rory era el que más se aproximaba en adivinarlo. Kevin era pragmático. Kevin era realista. Kevin nunca era atormentado por pesadillas ni alucinaciones. Kevin era directo y rotundo, de lenguaje nada suave y, a menudo, ostentaba modales que eran estigmatizados como rudos y rústicos. Era simplemente que Kevin estimaba no disponer de tiempo para necios o para las exquisiteces y frivolidades.
—Entonces, ¿para qué ahorras tu tiempo? —le preguntó una vez zumbonamente Rory.
—Para mí —había replicado Kevin a sus quince años.
Más tarde, pensando en ello, Rory reconoció que era un comentario eminentemente sensato. No había absolutamente afectaciones en Kevin ni pretensiones ni hipocresías. Había sostenido más peleas a puñetazo limpio en su vida a los dieciocho años que Rory nunca tuvo, y había luchado eficientemente y sin pasión ni rencor.
—Es igual a mi abuelo —comentó una vez Joseph—. Nada podía detener a aquel negro toro irlandés cuando se le había puesto algo entre cejas.
El problema era que nadie hasta entonces sabía exactamente si Kevin tenía algo entre cejas, ni siquiera Rory, aunque se daba por supuesto que proseguiría sus estudios de derecho ingresando luego en la carrera política, tal como su padre había decretado. Kevin no era dado a conversaciones. Fuera lo que fuese lo que pensase era suyo, y su mente no permitía invasión alguna. Sus negros ojos eran penetrantes pero no vivaces, agudos pero no chispeantes y nunca parecían sonreír. No contemplaba al mundo con insolencia sino con una total carencia de inquietud. Si a veces hacía una pregunta y la persona se ponía evasiva, inmediatamente cambiaba el tema. Si esto indicaba o no una carencia de interés en los demás, nadie lo sabía, excepto Rory, que lo identificaba como una asombrosa sensibilidad que Kevin mantenía escondida, y un hondo respeto por la intimidad ajena.
Rory y Kevin se reunieron para cenar en un más que modesto restaurante de Boston el diez de febrero. Ambos veíanse obligados a la frugalidad y lamentaban la parsimonia paterna. Rory administraba con cuidado el remanente del dinero que Joseph le había dado.
—Cuenta tus peniques que las libras ya se cuidarán ellas mismas —solía decir Joseph, y sus hijos estaban de acuerdo, pese a sus lamentaciones en privado.
El restaurante era más bien una cantina o una taberna, como la habría llamado Joseph. La cerveza era excelente y también los emparedados de buey asado, los encurtidos de pies de cerdo, jamón, salchichas, ensalada de patatas, el pan de centeno. Allí los saludables jóvenes de los colegios que tenían padres escatimadores y de gran fortuna, podían beber y cenar a gusto, fumar y hasta escupir en los suelos alfombrados de serrín, y contarse chistes verdes, interpelarse ruidosamente unos a otros, y jactarse de sus éxitos sexuales, en su mayor parte ficticios. Las jóvenes damitas de Boston eran a menudo ofensivamente inalcanzables, y los burdeles, en su mayoría propiedad de las Empresas Armagh, eran caros. Aquel fisgón era un lugar favorito de Rory y Kevin, y podían sentarse al fondo en la semipenumbra y charlar ante una mesa grasienta de madera, y rara vez ser abordados. Era sabido que su padre era propietario de aquella cantina, como de muchas otras en Boston, y en consecuencia les rodeaba una especie de aura contra la cual hubieran protestado de haberla adivinado. ¿Acaso no pagaban igual que cualquier otro? ¿Acaso papá permitía que tuvieran crédito? No. Su única prerrogativa era que los cantineros irlandeses les insultaban más que a los otros, y en voz alta les llamaban «irlandeses andrajosos» y fingían desconocerles e ignorarles.
Rory le transmitió a Kevin las noticias de la parte de la familia todavía en Europa, ya que la muerte de su tío les había impedido hasta entonces intercambiar confidencias. No hablaron de Sean. Si hubiera sido asesinado por ladrones o por un marido ofendido, entonces lo hubiesen comentado. Pero ahora había quedado consignado al discreto Limbo de los Armagh, y por lo tanto ya no existía más que en sus melancólicos recuerdos. Un pequeño piano, donde muchos años antes Sean habían tocado y cantado, cubría su conversación intermitente. Rory, el voluble, no encontraba opresivos los breves comentarios y largos silencios de Kevin. Emanaba entre ellos una intensa comunicación que necesitaba de pocas palabras. Aquella noche, Kevin había adivinado inmediatamente que Rory estaba preocupado, cosa rara en él, y esperaba que Rory o bien hablase o no. Los grandes mecheros de gas fluctuaban en sus globos sucios y en la cantina hacía frío y se notaba la humedad, pero la cerveza era buena y ambos jóvenes habían rellenado debidamente sus estómagos. El retrato de la dama desnuda sobre el mostrador parecía excepcionalmente rubicundo y excepcionalmente grueso, irradiando de modo benévolo hacia los comensales y bebedores.
Rory inclinó su hermosa cabeza rojo y oro sobre su jarra de cerveza y pareció seguir con los ojos el moldeado del cristal. Dijo:
—Estuve solamente ausente unos días pero me parecieron meses. ¡Vaya cueva que es Londres! Pero produce una sensación de potencia que no tienen siquiera Nueva York o Washington… una sensación de imperio, de poderío, como solían llamarlo los viejos muchachos. Una especie de… pulsación… por doquier. Pero los «alegres compadres de Inglaterra» hace tiempo que desaparecieron, por obra y gracia de Cromwell y Victoria y el espíritu del Caballero de la Mesa Redonda ha muerto. Si es que alguna vez existió.
Kevin esperaba. Rory alzó la vista mirándole brevemente con aquellos ojos aparentemente cándidos. Dijo:
—Oí comentar algo acerca de que enviamos una nave de guerra a La Habana, mientras yo estaba en Londres. ¿Oíste comentarios?
—Claro que sí —dijo Kevin—. Estamos a punto de apoderarnos de Cuba. Y otro saqueo a la vista.
Rory quedó enormemente sorprendido y abatido. Su hermano había hablado en forma casual, como si se tratase de una realidad evidente por ella misma. Su recia voz sonó sin apasionamiento y hasta indiferente.
—Pero ¿por qué, por el amor de Dios?
Kevin encogió sus anchas espaldas.
—Creo que queremos una guerra.
—¿Por qué? —repitió Rory, todavía impresionado.
De nuevo se encogió de hombros Kevin.
—¿Quién sabe? Supongo que nos hemos puesto en camino.
—¿Hacia dónde?
—Para ser lo mismo que otras naciones.
—¿Qué demonios significa esto?
—Vamos, Rory. Te consta. Imperio. Y algo más, también.
Sintió Rory cierta opresión en el pecho.
—¿Qué quieres decir con «algo más»?
El ancho rostro moreno de Kevin se hizo ceñudo.
—¿Cómo voy a saberlo, ni tú, ni ningún otro? Excepto papá, quizá. Sólo se capta un atisbo, una especie de sensación neblinosa, en el aire. He estado estudiando algunas… cosas.
—¿Cómo? ¿Qué?
—Eh… estás gritando. He leído acerca de los Morgan, los Regan, los Fisk, los Gould, los Vanderbilt… y demás. Yendo y viniendo de sus casas en Londres y París y Viena y en la Riviera. Últimamente exhiben una gran actividad. Queda expuesto en los periódicos… galas, bodas, fiestas sociedad internacional. Pero no me lo creo. Siempre hicieron estas reuniones, pero esta vez no creo que sean tan condenadamente inocentes como aparentan ser.
Rory estaba estupefacto. Kevin le dedicó una sonrisa aviesa.
—¿No conociste a algunos de ellos en Londres?
Rory asintió incapaz de hablar.
—Todos ellos casando a sus hijas con representantes de la nobleza de Europa —dijo Kevin—. Vendiendo a las muchachas como si fueran novillas. Bien. Pero hay algo más, también, y de mayor importancia. Tengo un «profe», o mejor debería decir que tuve uno. Lo despidieron en enero. Habló acerca de los banqueros internacionales. Tan sólo unas breves alusiones. Pero me di cuenta; todo se encajó en su sitio correspondiente, todo lo que estuve leyendo en la prensa. No sé por qué lo despidieron. O quizá sí.
Una honda frialdad se instaló dentro de Rory. Súbitamente su hermano ya no parecía impasible y joven, sino mundana y pesadamente disgustado, y más adulto que él mismo, que tenía seis años más.
—¿Quién te crees que ha estado agitando a aquellos insurrectos de Cuba? —preguntó Kevin—. Viven mejor de como viven los granjeros americanos en las regiones apartadas. ¿Quién hizo a aquellos pobres campesinos repentinamente conscientes de que eran «oprimidos»? No es la raza ni la religión lo que les divide de los españoles; son el mismo pueblo con una leve mezcla de indios, probablemente. ¿Quién está ahora removiendo inmundicias en Cuba?
—¿Quién?
—Nosotros, lógicamente. Por alguna u otra condenada razón. ¿Crees acaso que los cortadores de caña en Cuba están ahora de pronto inflamados por la «libertad» y «los derechos del hombre»? ¡Dios!, pero ¡si apenas saben leer! Todo lo que desean estos pobres diablos es paz, guitarras, romances, muchachas, vino y bailes. El sustento lo obtienen casi por nada, y no necesitan casas como las nuestras, ni calor artificial. Pero de repente se ponen a hablar acerca de la «liberación». Tú eres el heredero, Rory. Ahora explícame las cosas. El quién y el porqué.
«No puedo», pensó Rory. Sentía una inmensa frialdad y estremecióse. Dijo por fin:
—¿Qué quieres significar con esto de que yo soy el heredero?
Kevin sonrió enigmáticamente.
—Eres el hijo mayor. Estás casi a punto de terminar tus estudios. Serás el primero en la carrera política. Acabas de regresar de Europa. Papá te pidió que fueras allá. No voy a preguntarte por qué ni voy a esperar que me digas la verdad. Dijiste que era a propósito de Ann Marie, y no me lo creí ni por un instante, ya que ella no estaba en Inglaterra. Rory, puede que no tenga más que dieciocho años, pero no soy un lactante. Papá nunca me dijo gran cosa, si es que me dijo algo, pero casi puedo leer su pensamiento. Basta sólo escuchar, no con tus oídos, sino con otro sentido… ¡Demonios!, no puedo explicarlo, ni demostrarlo. Existe, simplemente.
Bebió un poco de cerveza.
—Leo todo lo que Mark Hanna declara a los periódicos.
Y todo lo que dice el Presidente. Insinúan. Tal vez es todo cuanto se atreven a hacer. Incidentalmente, te manifiesto que no me gusta nuestro sonriente Teddy Bear («Oso de peluche»), Roosevelt el Subsecretario de Marina. Acabo justamente de leer que ha ordenado al Comodoro Dewey que esté preparado para atacar Manila, distante ocho mil millas de aquí.
—¡Eh, irlandeses! ¿Os vais a pasar toda la noche aquí sentados, sin beber? —les gritó un cantinero—. ¿Creéis que mantenemos esta taberna a base de charlas?
—Cierra el pico, Barney —dijo Kevin, ondeando la mano—, pero envíanos más cerveza. —Su mano era maciza como la de un peón de albañil, y su juvenil semblante se tornó súbitamente macizo también. Añadió—: Mi patria, ojalá siempre sea justiciera. Pero es mi patria, para el bien y para el mal —y mirando fijamente a Rory silabeó incisivamente—: Siempre y cuando sea mía, y no de otros.
Los labios de Rory parecieron de pronto no tener músculos ni fuerza.
—¿De cuáles otros podría ser, Kevin?
De nuevo encogió los recios hombros.
—Bueno, ahora precisamente se está hablando mucho de un Tribunal Mundial en La Haya, ¿no es así? O quizá papá no lo mencionó. Quizás olvidaste leer los periódicos. Quizá los periódicos ingleses no lo supongan importante. O cualquier otra cosa que se te antoje.
Ahora le sonreía amplia y cínicamente a Rory, y sus grandes dientes lobunos blancos como la nieve fulguraban a la luz de gas.
—Yo soy solamente el hermano pequeño. No sé nada de nada. Acabemos con este aguachirle y nos largamos. Tengo una clase a primera hora mañana.
En la noche del 15 de febrero el buque de guerra «Maine» fue volado en el puerto de La Habana. Más de doscientos norteamericanos miembros de la tripulación y oficialidad resultaron muertos. Nadie descubrió nunca quién o qué causó este desastre, pero fue suficiente para que los entusiastas atizadores de guerra en toda la nación y su prensa comprada exigieran la guerra. Nadie estaba del todo seguro de quién era el «enemigo», pero después de ligeras reflexiones quedó decidido que era España. Más tarde se determinó que una mina submarina, aplicada al exterior del casco del buque, pudo ser la causa, y también se argüyó que la Santa Bárbara fue volada desde el interior. ¿Quién era el culpable? Nadie lo supo jamás. El Subsecretario de la Marina Theodore Roosevelt clamó con vehemencia que estaba «convencido» de que el desastre del puerto de La Habana no era un accidente, pero el superviviente capitán del buque Charles D. Sigsbee, instaba paciencia y serenidad hasta que fuera conclusa una investigación. Roosevelt casi enloqueció de rabia. Mientras tanto el gobierno español expresó su horror, y decretó una jornada de luto por los difuntos americanos. El gobierno desde Madrid hizo ofertas, una tras otra, de conciliación, en intentos de evitar una guerra, pero el Subsecretario de Marina Roosevelt clamaba en petición de «venganza».
El presidente McKinley era un hombre prudente, y no un atizador de guerra. Imploró al país que aguardase los resultados de la investigación oficial. Dijo:
—Es posible que los responsables sean unos agentes provocadores y no el gobierno español. He oído murmuraciones, he oído rumores…
Con estas frases acababa de firmar su sentencia de muerte.
Roosevelt estaba fuera de sí. Dijo acerca del Presidente:
—No tiene más firmeza que un bollo de chocolate. ¿Saben lo que ha hecho este perro cobarde encumbrado en la Casa Blanca? Ha preparado dos mensajes, uno declarando la guerra, otro en pro de la paz, ¡y no sabe cuál enviar!
«O sea que ya se han movilizado», pensó Rory Armagh, leyendo todo esto en la prensa. «Después de todo no era una pesadilla. No me estaba asustando a mí mismo en las tinieblas. Lo que oí en Londres no era farfulla de conspiradores de poca monta. Es el comienzo de su plan».
En el intervalo el Presidente, a pesar de Roosevelt y su amigo el capitán Mahan, pidió al pueblo americano que conservase el buen juicio y no se dejase descarriar por aquellos que quisieran conducirnos a una guerra de la cual he oído… aunque pueda tratarse solamente de un rumor, un rumor… es la apertura de una serie de guerras para enzarzar nuestra nación en aventuras extranjeras. Cuál es el propósito no lo sé por completo; puedo solamente hacer conjeturas. Recordemos lo que George Washington nos imploró que hiciéramos: tener relaciones pacíficas con todas las naciones y ninguna intromisión extranjera con ninguna.
—¡Perro cobarde! —clamó Roosevelt.
La presión sobre el Presidente por intermedio de la prensa y de Roosevelt se hizo insoportable. Alegó una y otra vez que puesto que Norteamérica estaba solamente emergiendo dentro de una nueva prosperidad debía ocuparse de sus propios asuntos y ser juiciosa y equilibrada. Pero fue inútil. Las histéricas y entusiastas masas orientadas por los vociferantes editoriales de la prensa sensacionalista, exigieron la guerra contra España, aunque nadie estaba del todo seguro por qué debía estallar tal guerra. En consecuencia, desesperado, tenuemente consciente de las fuerzas poderosas actuando contra él desde una vigilante Europa y Nueva York, sucumbió. El 11 de abril de 1898, el Presidente, angustiado, atemorizado, envió su mensaje de guerra. El día primero de mayo, el Comodoro George Dewey penetró a todo vapor en la Bahía de Manila, al mando de la Escuadra Asiática norteamericana, y hundió todos los buques de guerra españoles que estaban anclados allí… a ocho mil millas de distancia.
El gobierno español en Cuba, y los propios insurrectos, quedaron aturdidos por la incredulidad y el pasmo. Oyeron comentar que Roosevelt había declarado jubilosamente que la guerra, era «en defensa de los intereses americanos». Cuáles eran estos intereses nadie estaba del todo seguro… excepto los hombres en Washington, Nueva York, Londres, Berlín, París, Roma, Viena y San Petersburgo. Se convocaron para una reunión apacible y alborozadamente triunfante, aunque se limitaron a intercambiar apretones de mano y hablaron poquísimo o casi nada.
En junio las fuerzas norteamericanas, cantando, aunque no sabían por qué cantaban, desembarcaron en el litoral cubano de Daiquiri, con las bajas de dos hombres que perecieron ahogados. En julio las escasas fuerzas españolas destacadas en la colina de San Juan, en Santiago, y en El Caney, fueron aniquiladas. El tres de julio, el jefe de la flota española, Almirante Cervera, ordenó a sus capitanes intentar efectuar una salida a la mar abierta desde Santiago y la flota fue destruida por los buques de guerra americanos apostados desde tres días antes al acecho. Los invasores norteamericanos, el 17 de julio, capturaron Santiago, y los españoles se vieron forzados a rendirse.
El 26 de julio el gobierno español en Madrid pidió las condiciones para la capitulación, y fue firmado un armisticio el 12 de agosto en París. Apenas quedó firmado llegaron las noticias de que las fuerzas norteamericanas se habían apoderado de Manila y Puerto Rico… sin hallar resistencia alguna.
—«¿Qué tal les gustó la Guerra del “Journal”?» —proclamaba en sus titulares el «New York Journal» con regocijado deleite, y el pueblo americano vociferó en alegres vítores como respuesta. Desde Londres, el embajador norteamericano felicitó a su amigo Theodore Roosevelt, en una carta exuberante. Declaró:
—¡Ha sido una espléndida guerrita!
Ahora Norteamérica había adquirido muchas bases en ultramar. El presidente McKinley no estaba satisfecho. Pensaba en Theodore Roosevelt y su amigo el capitán Mahan, y tenía muchos otros pensamientos. Fue malaventurado que trasladase algunos de estos pensamientos sobre papel de carta enviándolos a supuestos amigos que había considerado simpatizantes. Encontraron precavidos empleos descansados en despachos lejanos en diversas ciudades de Europa.
Rory Armagh había perdido todo interés en estas incidencias mucho antes de la firma del tratado de paz en París. Porque su hermano Kevin había perecido en la «espléndida guerrita», muriendo en Santiago, a bordo del buque de guerra norteamericano «Texas», el 28 de julio.