Sean Armagh, que continuaba empleando su nombre profesional» de Sean Paul para sus conciertos y recitales, disponía permanentemente de una serie de habitaciones en un hotel de Boston para cuando estaba en la ciudad, lo cual ocurría con frecuencia.
—Porque fue aquí, en esta Atenas del Oeste, donde fui descubierto —solía decir con un suave ademán teatral de su delgada mano blanca.
No le era difícil llenar sus ojos de lágrimas a voluntad, porque era de carácter emotivo y la gente de Boston siempre se sentía conmovida. Ocupaba varias habitaciones grandes en un antiguo pero gran hotel rebosando dorados, damasco rosa y escaleras de mármol, y las ocupaba con su administrador comercial, Herbert Hayes, un hombre corpulento y majestuoso, de mucha prestancia, mucho cabello castaño y muchas joyas, aproximadamente de unos cuarenta y tres años, y también soltero. Aunque considerablemente más joven que Sean le trataba como si fuera un niño, y no un niño muy inteligente, y lo intimidaba, estaba orgulloso de él, y lo amaba. Lo arreglaba todo para su cliente, y Sean no tenía otra cosa que hacer excepto practicar, cantar, embelesar auditorios y leer amorosas cartitas femeninas. (Sean, sin embargo, conocía al detalle el dinero que tenía en los bancos, y fue haciéndose cada vez más codiciosamente exigente sobre cualquier oferta que no mereciese su aprobación).
Joseph, al no haber disfrutado la ventaja de una instrucción académica ni haber residido en un dormitorio de colegio, ni haber sido nunca miembro de una hermandad, no sabía qué era lo que había de «irregular» en Sean. Sus hijos Rory y Kevin sí que lo sabían, intercambiando socarronas risas y guiños picarescos.
—Es el resultado de haber sido educado por todas aquellas monjas —dijo Kevin— y no haber visto nunca más hombres que los clérigos que de todas maneras eran también amedrentados por las hermanitas.
En cierta ocasión comentó Rory:
—Yo creo que el genio de papá fue siempre tan dominante que un carácter como el de Sean tenía que salir estrujado y aplastado en cualquier discusión. No es que tampoco el tío Sean tuviera un carácter de mucha fortaleza ni decisión ni hombría. Arroz con leche y natillas podría describir el temple de tío Sean, y esto siendo caritativo. Una vez papá comento que nuestro dulce tío cantante era «femenil», y esto le desconcertaba, pero buscaba la disculpa para su hermano alegando que era un «artista». Las petulantes monerías de nuestro tío también quedaban justificadas con la misma calificación de artista. «Por lo menos», decía papá, «logró triunfar con sus canciones y talento, lo cual es más de lo que pueda decirse acerca de nuestro padre, a quien mucho se parece». Papá debió querer a su padre cuando era muy niño, o de lo contrario no hablaría de él tan amargamente. Cuando el tío Sean triunfó, esto hizo que papá perdonase tanto a su viejo como a nuestro ruiseñor de tío. Pero nunca ha descubierto la verdad sobre él, lo cual es preferible. De todos modos, dudo que papá supiera lo que significa.
Joseph hubiera sabido el significado. Había leído demasiado extensa y variadamente para no haber comprendido si se lo hubieran expuesto lisa y llanamente. Pero su natural gazmoñería irlandesa le aislaba en parte de identificar lo que había de «irregular» en su hermano. Además, opinaba que tales actividades eran no solamente de índole que no debía mencionarse ni siquiera entre hombres, sino que además eran esotéricas e inexplicables, y probablemente vividas «únicamente por extranjeros». Ni por asomo sospechó jamás un posible homosexualismo entre ninguno de sus colegas o conocidos ni aun cuando era ostensible, y ciertamente no hubiera podido creer que existiera en su propia familia. Le decía a Sean que siguiera «siendo todo un hombre» siempre que se encontraba con él, sin saber que a Sean le resultaba imposible ser «todo un hombre». Rory pensaba, a veces, que si Joseph lo hubiese adivinado, probablemente habría matado al lindo tío Sean.
Sean había intentado adherirse a Harry Zeff tanto por impulso de gratitud como por amor, pero Harry lo sospechó pronto y habíase retirado abruptamente como benefactor y amigo. Después habían seguido varios «asuntos amorosos» entre Sean y los nuevos amigos que hizo entre los muy diversos adictos a las artes. Finalmente se estabilizó en un solo amor, su administrador durante años, Herbert Hayes, quien resultó ser también de su tendencia. Fue Herbert quien enseñó a Sean a ser discreto y a no echar el brazo afectuosamente sobre los hombros de otros individuos en público, aun cuando el gesto era relativamente inocente, y a no mencionar su aversión por las mujeres, sino por el contrario, simular ser un galante mujeriego, «como tu hermano». También le enseñó Herbert a insinuar un pasado amor no correspondido hacia una dama ya fallecida, a la que no podía nunca olvidar y a cuyo recuerdo seguía devotamente fiel. Esto no le resultaba difícil hacerlo a Sean, ya que era actor, lo mismo que cantante, de nacimiento. Herbert le permitía vestir excéntricamente ya que esto era más o menos de esperar en un artista, pero nunca le toleró adornos afeminados.
Herbert era masculino en aspecto, modales, modo de vestir, voz y ademanes. Quería a Sean Armagh con un amor celoso y devastador, y le servía como un enamorado. Los intereses de Sean eran sus intereses. No tenía otros. Era él mismo un competente pianista, y por ello trabajaba con Sean en sus ejercicios de práctica y ensayo. Elegía cada acompañante musical. Trataba todas las jiras y era tan hábil que Sean nunca tenía que aceptar unos honorarios más bajos que los más recientes y habitualmente eran más elevados. Era también Herbert el que concedía entrevistas a la prensa, o sentábase vigilante cerca de Sean cuando él las otorgaba. Herbert componía el repertorio. También escribía los folletos de propaganda y programación. Asimismo se imponía a los directores de salas de concierto y a los acompañantes musicales. Herbert se ocupaba de las luces y aleccionaba a Sean para que adoptase las posturas más efectivas. No siendo tonto, pese a su amor por Sean, había pedido y conseguido un salario muy razonable y ocasionales obsequios importantes, y viajaba siempre con su cliente. Ambos amaban el lujo, aunque a Sean le fastidiaba un poco tener que pagar este lujo en hoteles ya que tenía la convicción de que todas las «suite» de hotel deberían ser concedidas gratuitamente por «la administración».
Herbert se cuidaba de contratar constantes profesores de canto y les escuchaba con la agudeza de un pájaro tendiendo el oído hacia el susurro de un gusano por el suelo. También se cuidaba de que tales profesores no tuvieran las mismas inclinaciones que él y Sean.
Rory y Kevin buscaban a menudo, vanamente, «motivos para la conducta del tiíto», y todos ellos eran, lógicamente, falaces: demasiada compañía femenina en su adolescencia; un hermano demasiado fuerte y dominante; la carencia de un padre en su infancia y juventud; su temprana condición de huérfano y su temprana dependencia de mujeres. Un carácter demasiado gentil, demasiado blando, débil, influenciable, incapaz de resistir perversiones. Demasiado espiritual. Demasiado fácil de influenciar por individuos malignos que le intimidaban. El hecho de que su «condición» era congénita en él, innata, desde su propio nacimiento no hubiera sido creída por sus jóvenes sobrinos que alternativamente lo despreciaban o lo compadecían. Podían reírse de él entre ellos pero eran muy escrupulosos en simular, cuando estaban con Sean, que le creían completamente corriente, es decir, lo que ellos consideraban corriente. El que para Sean su propensión hacia los de su propio sexo le pareciese enteramente normal, hubiera inspirado la máxima incredulidad en Rory y Kevin, a pesar de su sofisticación académica. Algunas veces Sean les resultaba repulsivo y se mantenían a una inquieta distancia de él. Como persona, les era simpático, con sus gentiles maneras, su voz melodiosa, su aire de eterna juventud, su odio hacia las palabras o gesticulaciones violentas, y, curiosamente, su dulce inocencia. Preferían echarle la culpa de todo a Herbert Hayes, y le odiaban, lo cual era eminentemente injusto.
El público en general ignoraba lo referente a la «conducta» de Sean, ya que Herbert era muy diligente en el encubrimiento, conocedor de las calamitosas consecuencias, legales y públicas, que podrían recaer si el caso fuera conocido públicamente. Le disgustaba que los sobrinos de Sean pareciesen saberlo, pero seguramente no traicionarían a su propio tío. Su gran terror radicaba en que Joseph Armagh pudiera enterarse de la aberración de su hermano. Se había encontrado con Joseph en muchas ocasiones, en camerinos y en «suites» de hotel, y Joseph le causaba espanto, ya que sabía que era un hombre que no admitía componendas ni desviaciones, y que poseía un carácter absolutamente rígido y que para él un hombre como Sean le parecería un completo delincuente, merecedor de desenmascaramiento y destierro, si no de muerte. La poderosa personalidad de Joseph apabullaba a Herbert Hayes, la directa ferocidad de sus ojos le acobardaba. Le expuso una vez estas impresiones a Sean, y Sean había suspirado mansamente, asumiendo una expresión patética y tras inclinar la cabeza murmuró:
—Cierto, cierto. No puedes imaginarte siquiera, querido Herbert, las agonías que en mi infancia me infligió Joe, el abandono, la cruel indiferencia, mientras él perseguía tan sólo la obtención de dinero para su propia importancia y engrandecimiento. Detestaba a todo el mundo, y no era feliz a menos que todos los presentes se encogieran temerosos cuando entraba en una habitación. ¡Ah, si mi pobre hermana estuviera aquí! Ella podría contarte un triste relato de los maltratos de Joseph sobre nosotros cuando éramos apenas unas criaturitas.
Se había persuadido él mismo de que todo aquello era verdad, mucho antes de que se abatiese con lágrimas y gritos de emoción sobre el pecho de Joseph cuando éste le visitó por vez primera para expresarle sus felicitaciones por su triunfo. La malicia femenil que sintió por Joseph, la honda envidia y resentimiento por su potencia, su cualidad de hombría, habían inspirado a Sean un rencor oculto que disfrazaba bajo forma de desdén.
—Es mi sensibilidad —le decía a Herbert—, las sensibilidades de un artista nato, las que fueron tan ultrajadas por la personalidad y temperamento de mi hermano. Comprendo que no está bien por mi parte, desdeñarle, pero ¿cómo puedo cambiar mi carácter? —y miraba a su amigo implorando la absolución, sus claros ojos nadando en líquido—. Joe es tan grosero, tan insensible, incapaz de experimentar un verdadero afecto humano y el espíritu de sacrificio. Un hombre tosco, eso es lo que es, desgraciadamente.
Si alguien le hubiese llamado mentiroso a Sean se habría horrorizado sinceramente. Ya que había arrojado fuera de su memoria todo lo que supo de la desesperada lucha de su hermano en favor de los miembros más jóvenes de su familia. Reconocer aquella lucha, expresar gratitud, sentir alguna compasión o comprensión, habría rebajado a Sean en su propia estima y amor propio. Difamando a Joseph podía adquirir cierta dignidad y elevarse por encima de su temido hermano.
Rory había adivinado todo esto unos años antes, y su tío le producía una humorística irrisión y una divertida tolerancia. También estimaba que Sean era digno de compasión al igual que repugnante. Pero Joseph demostró creer que era «deber» de Rory ser leal a su familia, y por ello había pedido repetidamente a sus dos hijos que visitasen a su tío cuando se hallaba en Boston. Pero Sean no fue invitado a Green Hills más que una vez, ya que Bernadette hizo bien evidente que lo consideraba detestable, y no ocultaba su antipatía. No se daba cuenta de las tendencias de Sean, ni nunca oyó hablar de tales cosas, pero una especie de repulsión inquieta se agitó en ella cuando vio a Sean. Le pareció muy afeminado, presuntuoso y afectado, aunque se abstuvo de expresarle esta opinión a Joseph. Sean, a su vez, la odió nuevamente, recordando su antigua impresión de ella como una «mujer vocinglera y gordinflona».
Fue Herbert Hayes quien, desde la cárcel, había enviado a Rory el telegrama anunciándole la muerte de Sean. Herbert lo había matado. Sean se había enamorado locamente de un nuevo acompañante musical, joven, y le manifestó a Herbert esta pasión pidiéndole a Herbert que siguiese como administrador comercial suyo pero cortando «todo vínculo de afecto conmigo». Herbert, traicionado, desesperado, anonadado y después rozando progresivamente la demencia, había estrangulado al hombre a quien había dado tanto y con tanta devoción y dedicación, llamando después a la policía.
Todo esto lo averiguó Rory de los policías mismos, cuando fue a las habitaciones del hotel de su tío. Estaban recogiendo insensiblemente, a efectos judiciales, todos los exquisitos tesoros con los cuales viajaba Sean y no fueron deferentes con el aturdido joven, sino que cínicamente y semiburlones le proporcionaron plena información.
—Sí, sí, ya sabía yo lo que era mi tío —dijo Rory, mirando en derredor algo trastornado—. Pobre Herbert. Supongo que fue ahorcado. Lo que me atosiga es qué demonios voy a decirle a mi padre.
Los periódicos solventaron este problema suyo con amplios titulares en Boston, Nueva York, Filadelfia y Washington, y otras grandes ciudades. Fueron discretos al máximo y recatados, pero una persona inteligente podía adivinar de inmediato el alcance de sus insinuaciones. Rory conservó los periódicos para su padre, quien cablegrafió que regresaría a Norteamérica inmediatamente para hacerse cargo del asunto y de los funerales. En el entretiempo, impulsado por la compasión, Rory fue a visitar a Herbert en la cárcel donde estaba esperando el procesamiento y le encontró extrañamente sereno y sin esperanza. Estaba lastimosamente agradecido a Rory por su visita.
—Perdí el juicio y maté a tu tío, un hombre tan genial, tan espiritual y con una voz tan maravillosa. No puedo decirte por qué. Prefiero enterrar el secreto conmigo.
Rory mencionó que conocía a muchos buenos abogados en Boston, pero Herbert denegó con la cabeza y con aspecto de total abandono vital.
—Yo quiero morir, también —afirmó—. Tu tío representaba todo mi interés en la vida, y ahora ya nada me queda.
Pero Rory le consiguió un excelente abogado defensor. Leía los periódicos con desánimo y pensó en Albert Chisholm y lo que le diría a su hija acerca de «esta familia Armagh». Chisholm no se llamaría a engaño, aunque naturalmente y por delicadeza se abstendría de ilustrar a Marjorie.
Joseph tomó el crucero más rápido de Southampton a Nueva York. Estaba solo y aislado, ya que ni Harry Zeff ni Charles Deveraux le habían acompañado esta vez a Europa en la triste peregrinación para las consultas médicas a propósito de Ann Marie, y eran necesarios en las Empresas Armagh. La travesía fue como una repetición más espectral de su primer viaje a América, con las marejadas lívidas y bullidoras, los ásperos vientos, las celliscas, las tormentas de nieve y el lamento de las sirenas entre las brumas. Estremecíase en su cálido y lujoso camarote. Intentaba abstenerse de pensar en la luctuosa noticia. El cable de Rory no le había informado sobre la forma en que murió Sean, y daba por posible que fuera debido a «una endeblez de los pulmones», dolencia de la que ya había padecido Sean. A su entender era una de las plagas que hostigaba a los irlandeses. Intentó leer. Era inútil. Había dejado tras él la triste desgracia, y la desgraciada tristeza le aguardaba con una nueva pérdida y una nueva pesadumbre.
Rory le recibió solo en Nueva York. El joven lo estimó mejor así. Cuando Joseph inquirió de inmediato la causa de la muerte de Sean, replicó Rory:
—Vayamos al hotel. Tengo los periódicos para que los leas.
La nieve y el viento fustigaban las ventanillas del carruaje, y Joseph, con una intuición de algo calamitoso, sólo podía mirar fijamente la cara de Rory encajada en una expresión inmutable y únicamente pensaba en lo avejentado que parecía Rory, quien se limitó a manifestar que todos los arreglos del funeral fueron dejados en suspenso a la expectativa de Joseph.
—Muy bien —dijo Joseph.
Pensó en Sean no como un cantante de mediana edad y de éxitos, sino como en el pequeñito Sean con los claros y petulantes ojos y la encantadora voz infantil, y sus ojos ardieron, resecos.
—Es como si fuera tan sólo ayer, cuando él cantaba en el entrepuente de inmigrantes para aliviar el dolor y la tristeza de nuestra madre —le dijo a Rory que sorprendióse ante este sentimentalismo por parte de su padre que meneó la cabeza sombríamente, y volvió a humedecerse los labios—. El sacerdote le compró una manzana en los muelles de Nueva York, donde nadie nos aceptaba, y nunca había comido una manzana, ya que todas se pudrían en Irlanda lo mismo que las patatas. Nunca olvidaré cómo se la comió, lamiendo cada pedazo y cada gota de jugo. —Emitió un breve suspiro—. Estuvo demasiado tiempo privado de las manzanas de la existencia, demasiado tiempo, creo yo. Siempre fue frágil.
Rory, consideradamente, miraba a través de la ventanilla azotada por la nieve, y ahora su sentimiento era hacia su padre y no por su tío asesinado. Harry Zeff sostuvo muchas serenas conversaciones con Rory a propósito de Joseph, ya que Harry estaba decidido a que Rory no fuera otro Sean ennegreciendo la existencia de su padre con ingratitud y crueldad infantil.
—Conocí a tu padre cuando éramos muchachos —repetía insistentemente— y sé lo que Joe sufrió por su familia. Sé lo que la fuga de Sean significó para él, y sé lo que significó para él cuando Sean finalmente logró algo por su propio esfuerzo. Estaba tan orgulloso como un pavo real —y entonces miró fijamente a Rory—: En cierta ocasión leí algo de un poeta turco o similar. Tu padre siempre estaba dándome libros para que los leyese, aunque nunca fui muy aficionado. El tal poeta se llamaba Omar y no sé qué más. ¿Cómo voy a recordar su apellido tan complicado? Era acerca de un hombre perdonando a Dios y no a la inversa.
Rory había recitado:
Oh, Tú que hiciste al hombre de la tierra más ruin.
Y hasta con el Paraíso creaste la serpiente.
Por todo el pecado con que el rostro del hombre
queda mancillado, el Hombre concede el perdón… y lo admite.
—Eso es, eso es —había dicho Harry complacido—. Esto es. El viejo turco supo comprender, ¿verdad? Joe tiene mucho que perdonarle a Dios, y nunca lo olvides.
Cuando Rory y Joseph llegaron al hotel, dijo Rory:
—Hace mucho frío y estás cansado, papá. Necesitas un trago.
Joseph gruñó:
—Creo recordar que en cada ocasión melancólica te agarras a la botella, Rory. Bueno, bebamos algo.
Rory había ordenado un fuego bien nutrido en las habitaciones recordando lo mucho que el frío afectaba a su padre. Preparó un ponche caliente para Joseph y éste dijo:
—¿Dónde conseguirán limones aquí en esta época del año?
—De Florida y por el tren más rápido. Vivimos una época nueva, papá, muy moderna y rápida.
Joseph bebió, primero cautelosamente, luego con una súbita sed que hasta entonces nunca le viera exhibir Rory. Cuando pareció estar relajado y entibiado, dijo Rory:
—No iré con rodeos. Pensé que debías leer algunos de los periódicos de Boston, y algunos de la prensa sensacionalista de Nueva York, antes de que vayas a Boston para solucionar lo del funeral y traer al tío Sean al panteón familiar de Green Hills.
—¿Para qué voy a mirar periódicos? —quiso saber Joseph—. ¿Qué es todo este misterio? Bueno, pásame estos condenados papeles.
Rory le dio a su padre un manojo de recortes, con titulares y breves comentarios llamativos, y tras servirse una copa se ausentó prudentemente por unos instantes en el cuarto contiguo. No oyó más rumor que el del papel siendo hojeado, y una sola exclamación: «¡Dios mío!», que le hizo encogerse y desear haber traído consigo la botella de whisky. «Al infierno contigo, tiito lindo», imprecó mentalmente al difunto. «No te bastó con haberle dado una coz imperdonable hace años, sino que encima tenías también que hacerle esto a él».
Rory percibió el repentino fulgor del fuego al arrojar Joseph furiosamente los papeles en las llamas. Pero Joseph no le llamó de inmediato, porque estaba pensando de nuevo en el senador Bassett. No pensaba en el escándalo explícito que había caído sobre la familia. Podía solamente ver el rostro del hombre a quien había destruido, y veía aquel semblante en las relucientes pavesas del hogar, y oía de nuevo la voz del muerto y releía la última carta que el infortunado había escrito definitivamente.
Tras un largo intervalo Joseph llamó a su hijo y Rory regresó al cuarto que iba oscureciéndose. Dijo Joseph:
—Creo que necesito otro de tus infernales brebajes.
Pero cuando el silencioso Rory se lo dio, Joseph se limitó a mantener la copa en la mano y miraba fijamente el fuego, y su semblante se había tornado pálido y rígido. A instantes se estremecía.
Sean fue enterrado en la parcela familiar con escasa asistencia, y el inocente sacerdote dijo:
—… esta triste y famosa víctima del acto insensato de un loco. Podemos únicamente deplorar la pérdida de un tan magnífico artista… Podemos solamente ofrecer nuestra condolencia a aquellos que están afligidos y recordarles…
La nieve caía sobre el catafalco de bronce y en la negra y expectante fosa, y aquellos que fueron invitados a acompañar al hermano y a los dos sobrinos, intercambiaban miradas levemente maliciosas, excepto Harry Zeff, Charles Deveraux y Dineen que permanecían junto a Joseph como unos guardaespaldas y dejaban que la nieve cayera sobre sus descubiertas cabezas. El puñado de tierra y el agua bendita cayó también, y Joseph no giró la cabeza, sino que miraba el ataúd de su hermano y nada en absoluto exteriorizaba su demacrado rostro.
Dos días después, sin siquiera ver a Elizabeth, regresaba a Europa.
Antes de la fecha de la vista de su juicio, Herbert Hayes se ahorcó en su celda.