V

Por primera vez en su vida, mientras cruzaba el tumultuoso y colérico Atlántico gris, de regreso a su casa, Rory Armagh experimentó la necesidad de un confidente. No era tanto el pensamiento de los banqueros y gigantes de las finanzas, incluyendo algunos aristócratas, que había conocido en Europa lo que le preocupaba, sino las consecuencias y las ramificaciones de su creciente poder. Recordaba que el Comité de Estudios Extranjeros era principalmente una institución norteamericana, con una sucursal en Inglaterra, y que el Comité sólo era una parte de un conjunto que actuaba con diversos nombres en distintas naciones y con diferentes nacionalidades. En Norteamérica había, por lo menos, cinco generales que eran miembros del Comité. Las vastas organizaciones formando un engranaje con un único objetivo y un criterio único, era lo que resultaba tan aterrador para Rory. ¿Dónde oyó decir: «En el infierno no hay disputas»?

Este dispositivo conjunto había comenzado con la Liga de los Hombres Justos, de la cual Karl Marx fue miembro, pero tal organización no era comunista, o socialista, o monárquica, o democrática ni ninguna otra cosa. Ellos hacían, meramente, uso de estas ideologías políticas como armas contra la humanidad, para confundirla, domarla y esclavizarla. No estaban implicados en filosofías, o metafísicas, o ideales, o cualquier otro juguete intelectual, con los cuales los supuestos hombres inteligentes se engañaban a sí mismos persuadiéndose de su capacidad mental. Ellos estaban por encima de la política como tal. ¡Que el populacho presuma alegremente de tener influencia en sus gobiernos, siempre y cuando esta chusma nunca adivine quién dirige verdaderamente a sus gobiernos! Era su misma insolencia desapasionada y su casi inhumano impulso lo que atemorizaba y a la vez sublevaba a Rory Armagh. Era indudablemente algo por encima del bien y del mal, y no tenía nada que ver con la ambición normal. Pensaba que aquellos bastardos con tal de conseguir sus objetivos hasta destruirían sus propios países, sus propias familias, sus propios hijos.

Rory podía comprender la pasión, la vehemencia, la perversidad y las conspiraciones humanas, diabólicas y traicioneras, las mentiras, los robos y hasta los asesinatos. Pero no podía comprender a los hombres que había conocido en Norteamérica y en el extranjero, y que en consecuencia constituían un reto a su propia sangre y a su misma humanidad.

Paseando por los inclinados entrepuentes del barco, recordaba algunas de las cosas que oyó en Londres:

—Ahora debemos programar prudentemente una serie de guerras por diversas partes del mundo, porque serán cada vez más necesarias para absorber los productos de nuestra creciente sociedad industrial y tecnológica. Sin ellas se presentará una inundación de productos en el mercado… y una superabundancia de población…, conducentes al estancamiento, a la pobreza y las crisis naturales que podrían sabotear nuestros objetivos finales. En resumen, las guerras y la inflación pueden solamente prosperar bajo sólidos planes que eliminan los riesgos, contrarios a nuestros fines, que suponen los desórdenes no controlados.

Otro de los miembros había especificado:

—La clase media, en todas las naciones, como sabemos, debe ser eliminada porque tiende a estimular y animar la libertad caótica. Se interponen en el camino de nuestro plan.

Rory sabía en qué consistía aquel plan: guerras, impuestos confiscatorios para destruir la clase media, inflación y deuda nacional. Cuando estas medidas fuesen insoportables, hasta las poblaciones más dóciles serían propensas a la rebelión. En tales circunstancias los anónimos conspiradores se hacían presentes y se apoderaban definitivamente del poder en nombre de la ley y el orden.

—Sin un impuesto federal sobre la renta personal en Norteamérica nuestros objetivos permanecen allí inciertos y frustrados. Debemos, en todas partes, tener un control pleno del dinero de los pueblos. Tales impuestos son necesarios para financiar las guerras y para asegurarnos la dependencia de la humanidad sobre lo que decidamos darle. Sin guerra, no podemos tener una sociedad planificada, en ninguna parte del mundo. Estamos consiguiendo nuestro objetivo sin guerra y solamente mediante impuestos, en los países escandinavos, pero esto no es posible en países tan inmensos como Estados Unidos y Rusia donde las tácticas revolucionarias, pacíficas no violentas, son absolutamente necesarias, pues necesitan ser financiadas a través de la acumulación de impuestos.

El único confidente de Rory era, en esta etapa, su padre, que también era su maestro, por sardónicos que fueran sus comentarios acerca de sus colegas. Rory ya no preguntó más a Joseph por qué pertenecía al Comité de Estudios Extranjeros y a la infame Sociedad Scardo en Norteamérica, compuesta de intelectuales radicales. Porque sabía que, en forma distorsionada, ésta era la venganza de Joseph contra un mundo que le había maltratado terriblemente cuando niño y en su juventud; un mundo que le forzó a negar su propia identidad. Esto había configurado una amenaza tanto para su supervivencia física como sobre su espíritu. ¿Ocurría también lo mismo con los otros miembros del gobierno invisible? Rory ignoraba esto.

Algunas veces, Rory se preguntaba: «¿No lo sabe nuestro gobierno? Si no lo saben, es que son necios. Si lo saben, son traidores. Y, de ambas posibilidades, ¿cuál es la peor?».

Su otro confidente, aparte de su padre, que le advirtió que no mencionase a nadie lo que aprendió superficialmente en Londres, era Courtney Hennessey, en quien había confiado, por lo general, más que en nadie, incluida Marjorie. Pero Courtney se había enclaustrado en Amalfi. Le habría resultado un «consuelo». Su normalidad, su frío sentido común, su carencia de histeria y de agresividad, habría sido tranquilizante para Rory, y hasta podría haberle proporcionado alguna seguridad de que la gente normal superaba en mucho a los villanos…, lo cual, de todos modos, Rory ponía en duda con frecuencia.

Con el transcurso de los días a bordo, la mente de Rory, habitualmente imperturbable y fácilmente adaptable, fue perturbándose en conjeturas y temores. Por una parte, su cinismo natural le hacía encogerse de hombros, ya que ¿acaso no merecían cualquier destino conjurado contra ellos los hombres insensatos? Por otra parte, estaba su natural rebelión, nacida de su carácter irlandés, contra cualquier grupo de hombres que quisieran «guiar», como decían ellos, el alma humana libre. Esto pertenecía al campo de la religión; aquí la guía significaba disciplina y elevación de espíritu por encima de los propios instintos mezquinos. Pero, la «orientación» de los hombres anónimos significaba servidumbre no para el progreso de los hombres sino para su humana desintegración y su reducción al animalismo.

Rory no era un idealista; no creía que el hombre pudiera ser mejor de lo que era, ya que la naturaleza del hombre era inmutable excepto a través de la religión, y aun así la mutabilidad era precaria e inestable. Pero, en una sociedad con mayor o menor libertad el hombre podía elegir, hasta un cierto límite, y para Rory esta libertad de elección era preciosa. Ser o no ser un bribón, ser responsable o ser irresponsable, ser bueno o malo: esta aptitud de elegir hacía del hombre algo más que una bestia, aun cuando su elección pudiera ser desastrosa. El pensamiento era su propiedad. Dábase por admitido que a veces las elecciones de los hombres llevaban a una sociedad intranquila y cambiante, pero esto era preferible al infierno de una monotonía donde los hombres no tenían elección y eran debidamente alimentados, educados, colocados en actividad planificada, privados de decisiones concernientes a sus vidas y sus ocios, y donde caían en el estado de animales domésticos.

En la vida de Rory había habido escasa mortificación, escaso cambio, escasa ansiedad hasta entonces, nada alarmante excepto la catástrofe sucedida a su hermana, y poca tristeza y melancolía. Ahora comprendía que había vivido en un mullido nido de seda, que sus únicas aspiraciones habían consistido en alcanzar el éxito, perseguir mujeres bonitas, bailar y hacerse generalmente agradable…, ya que le gustaba mucho el mundo. Siempre le habían desagradado los hombres tenebrosos, aunque, paradójicamente, le había agradado la poesía tétrica. Le disgustaban los humanistas, aunque él mismo lo fuera de un modo muy objetivo. Tenía un entendimiento analítico, frío y razonable, pero nunca se comprometió mucho en subjetividades de las cuales acostumbraba recelar.

—No soy un jesuita —le decía a Courtney. Naturalmente, sin ilusiones, había sido tolerante con el mundo de los hombres.

Pero durante aquellos días en alta mar, su naturaleza escéptica y risueña pasó plenamente a ocupar su segunda personalidad, que hasta entonces nunca fue la dominante. Descubrió grietas, cavernas ocultas, ríos hondos, lugares sombríos y tenebrosos, silencios y ponderaciones dentro de sí mismo, y todo ello le produjo malestar. Porque le forzaban a darse cuenta no solamente de un Rory Armagh con sus inmediatas preocupaciones y ambiciones, sino también del mundo en que vivía, y ser tan responsable ante este mundo como le fuera posible serlo. Supo, sin la menor duda, que debía conservar muy secreta aquella nueva y temible consciencia de sí mismo.

Comenzó a beber, no sólo en la mesa del gran comedor del barco, sino también en su camarote. Comenzó a cavilar y toda la profunda melancolía del misticismo irlandés le invadió. Pero cuando aparecía por las cubiertas y salones no había nadie más jovial, más voluble, más rebosante de bromas, guiños y risas que Rory Armagh. Nada de ello era simulado, pues era sincero como manifestación del momento. No obstante, su carácter se hizo más y más firmemente bordado, y mucho del recamado amigable fue lenta pero firmemente descartado del tejido. Notó este cambio en sí mismo, y no estuvo seguro de que le gustase. Sabía que la potencialidad para este cambio estuvo siempre latente, pero hasta entonces la había mantenido bajo control.

Descubrió una complaciente y muy célebre actriz joven a bordo, acompañada de un enorme conjunto de baúles y de una doncella particular, y a los cuatro días se encontró alegremente admitido en su cama. Bebieron champaña juntos, rieron y retozaron, y por horas, a veces, lograba Rory olvidar los «mortíferos hombres tranquilos», como los llamaba su padre y aquello que estaba decidiendo nebulosamente hacer con ellos en el futuro. Ni una sola vez, mientras yacía entrelazado con la bonita actriz, tuvo la idea de que le fuera infiel a Marjorie. Marjorie vivía en un plano diferente en su vida. En Nueva York, dedicó una gozosa despedida a la actriz y se dirigió hacia Boston y Marjorie.

Su mente había estado ensimismada con sus excepcionales melancolías y decaimientos durante la travesía, con la excepción de las horas de interludio con la actriz, y por ello no había pensado demasiado en su problema en relación con Marjorie. En realidad, el problema era su padre. Ni por asomo consideró la posibilidad de renunciar a su joven esposa a la que adoraba. Ahora, mientras entraba en el mísero pisito de Cambridge, este nuevo problema se hizo sentir en toda su negra, ansiedad.

Marjorie estaba esperándole ya que le envió un telegrama desde Nueva York. Ella había encendido el hogar y llenado los lóbregos cuartos con flores del invernadero de su casa. Había preparado una exquisita cena. Cuando Rory la vio sintió un esplendor de emoción, delicia, dicha, paz y plenitud. Su nítida figurilla, tan esbelta, vestida con blanca blusa de seda, austera aun con su botonadura de perlas pequeñas y una falda de seda negra. Sus amplios ojos negros destellaban felicidad. Marjorie se arrojó a sus brazos y él captó el aroma a yerbaluisa, y la fragancia de su cuerpo juvenil. La alzó en vilo, bailando con ella por las habitaciones y ella le besaba, reía y protestaba, asiéndose fuertemente a él.

Inmediatamente lo olvidó todo o, por lo menos, cuanto temía permaneció a una umbrosa distancia en su mente, sin que le fuera permitido invadir aquella beatitud de estar con Marjorie. Ella le instaba a que le contase todo lo referente al viaje, a quién conoció, lo que hizo y dijo, y…, tras una pausa…, ¿cómo estaba su padre?

Soslayó por un rato las respuestas durante el cual ondeó triunfalmente un largo estuche de terciopelo azul ante los ojos de Marjorie. Mientras ella saltaba en sus intentos de alcanzarla y su mata de bucles ondeaba a sus espaldas, él reía elaborando mentalmente las respuestas a sus preguntas.

Joseph, para darle a su hijo una idea de la confortante sensación de la riqueza, le obsequió con un cheque por valor de dos mil libras. Pasmado ante tanta riqueza, Rory fue en busca de alguna joya para Marjorie en Bond Street. Su primer impulso fue gastar todo el dinero en la joya, pero su prudencia natural le advirtió que podría también necesitar parte de aquel dinero en Boston. Por ello gastó mil jugosas libras en un hermoso collar de ópalo y diamantes para Marjorie, con un par de pendientes haciendo juego. Capturando al final el estuche Marjorie lo abrió ansiosa y chilló de delicia ante aquella magnificencia, y sus menudos dedos temblaron y sus ojos estaban radiantes mientras prendía las joyas en su cuello y orejas. Rory la observaba con tanto fervor íntimo que sus ojos se humedecieron.

—¿Dónde demonios conseguiste el dinero? —exclamó Marjorie—. ¡Tienes que haberlo robado!

—Por difícil que resulte creerlo, mi padre me lo dio.

El rostro de Marjorie palideció. Le miró con leve asombro y gran alivio.

—¡Oh, Rory! Entonces, ¿ya se lo dijiste?

—Sí, se lo dije, en cierto modo —expuso Rory—. Tuve que abordar el tema con cautela ante el viejo. Le dije que estaba prácticamente comprometido con una chiquilla de Boston, de muy buena familia, y con bastante inteligencia y a ratos bonita.

—Rory, háblame en serio alguna vez, caramba. Debes contármelo. ¿Qué dijo él?

—Amor mío, me recordó que tengo que terminar mis estudios. No le dije que va estábamos casados. —Hizo una pausa Rory—. Hubiera sido un poco excesivo decirle todo de una vez para que pudiera digerirlo. O sea que lo dejé así.

Los negros ojos de Marjorie chispearon.

—¿Exactamente qué significa esto, bribón?

—Significa que le iremos acostumbrando a la idea de que tenemos… planes.

—¡Nada de florilegios verbales! Te conozco, Rory. Me estás ocultando algo.

Rory mostró las manos abiertas en ademán apaciguador y nada podía ser más cándido que aquellos claros ojos azules.

—Me calumnias, cariño, realmente. Te he dicho cuanto hay que decir. Le manifesté a mi viejo que tu padre era un distinguido abogado de Boston y quiso saber si le conocía y yo dije que lo ignoraba. No mencioné apellidos. Lo creí mejor; es conveniente que rumie sobre lo que ya le he dicho.

Marjorie se empinó sobre la punta de los pies para besarle en la boca apasionadamente.

—Rory, nunca mientes, exactamente, pero a menudo tampoco dejas de mentir en cierto modo. Eres un irlandés muy taimado. Les dices a las personas lo que quieres que sepan, y ni una palabra de más o de menos, y les dejas que saquen las conclusiones que prefieran. Hasta a mí.

—No confías en mí —dijo Rory con aire de agravio.

—¡Claro que no! ¿Es qué crees que soy tonta? No importa, mi amor. Déjame ver qué tal luzco con estas joyas de la corona.

Corrió hacia un polvoriento espejo atisbando a la baja luz de las lámparas y del fuego de hogar, y las gemas brillaban y centelleaban de modo muy satisfactorio. Ella preguntó de pronto:

—Pero ¿cómo le explico este tesoro a mi padre?

—Escóndelas. Llévalas solamente para mí —dijo Rory, y asiéndola de la mano la llevo al minúsculo dormitorio, mientras ella protestaba muy débilmente y mencionaba la carne asada que esperaba.

Marjorie olvidó por completo preguntarle a Rory cómo había resultado el asunto por el cual fue a Londres, y esto le vino muy bien a Rory porque nunca se lo habría podido explicar.

Cuando regresó a su aposento estudiantil en Harvard encontró un telegrama esperándole, que había sido entregado aquel mismo día. Lo leyó repetidamente, incrédulamente, estupefacto y algo horrorizado. Después cablegrafió a su padre.

TÍO SEAN FALLECIÓ ESTA MAÑANA. CABLEGRAFIARME PREPARATIVOS FUNERAL.