IV

Joseph y Rory fueron al baile del diplomático, en la Embajada Norteamericana. Un enorme edificio gris y tétrico pero adecuadamente templado, lo cual agradeció Rory. Pensó que no había presente ningún hombre que tuviera un aspecto tan distinguido como su padre vestido de etiqueta y notó que también las damas espléndidamente vestidas lo habían advertido. ¿Debíase a su apariencia impasible y distante, su aire de fuerza refrenada, su conversación desapasionada, su fría cortesía? Rory no sabía contestarse, pero sus ojos seguían a Joseph con admiración.

Todas las mujeres aparecían bonitas en sus vestidos y joyas de París, los hombres galantes y obsequiosos. Las luces y música eran alegres, los fuegos grandes, los refrigerios suntuosos, el vino escanciándose como rojo o blanco manantial en copas relucientes, los candelabros destellando. Alentaba un ambiente de tanta amabilidad, intelecto sofisticado y generosa buena voluntad que Rory estaba encantado. Aquí no había caras severas y concentradas, ni susurros de maldad internacional, ni conjuras, ni conspiraciones expuestas con blandas palabras, y no obstante sabía Rory que ellos estaban allí en persona. Oía hablar en derredor suyo en francés y en alemán, y otras lenguas, todas risueñas y vivaces. Era un ambiente muy alegre y festivo.

Su Excelencia, el embajador norteamericano, Stephen Worthington, era el más alegre y vivaz de todos, y poseía, según observó Rory, el magnetismo de su hija. Estaba siempre rodeado por grupos alternándose, halagadores y chispeantes. Su esposa era una personilla opaca en vestido gris neutro que tenía la propensión de buscar los rincones.

Su Excelencia tenía el exótico aspecto de Claudia, e incluso más acentuado y por momentos repulsivo, porque sus rasgos eran más toscos. Su oscuro cabello castaño era largo y prolijamente ondulado, su bigote discreto y aristocrático, su altura tenía prestancia, sus cambiantes pupilas destellaban con afecto y complacencia a la compañía a su alrededor. Su voz era modulada, con un acento británico adquirido, y su risa era plena y de grato matiz. Era evidente que contaba con gran popularidad. Saludaba a cada invitado, hombres o mujeres, como si su presencia fuese la única que había estado esperando largo tiempo y estuviese complacido de ver nuevamente a tan querida persona. Rory lo estudió desde cierta distancia. Se preguntaba si sería tan estúpido y vacío como Claudia, y tan mezquinamente absorto en sí mismo, tan exigente y codicioso. Después de media hora de contemplar a su anfitrión, Rory llegó a la conclusión de que, en efecto, era igual a su hija, pero que había aprendido a ocultar aquellas características poco simpáticas en nombre de la diplomacia y los ascensos. Los ojos, pese a las constantes sonrisas, risas y suaves carcajadas, denotaban un frío cálculo vigilante. Éste también era otro hombre execrable que estaría de acuerdo con cualquier cosa que le significara una ventaja.

Naturalmente, allí también estaba Claudia, vestida de blanca seda, con un delgado collar y un brazalete de diamantes. Todo era del mejor gusto y nada ostentoso. Rory bailó con ella. Trató de evitar mirarla directamente porque entonces quedaba desarmado y fascinado, intentando a menudo sondear su indefinible encanto. Mientras bailaba, charlaba incansablemente, destacando a los «distinguidos personajes» y emitiendo apenas una frase en la que no mencionara a su «querido papá», y lo que aquel sobresaliente personaje había dicho de papá y lo que papá le respondió, y cómo papá era tan graciosamente recibido por todos los monarcas europeos y cuánta atracción sentía hacia él Su Majestad la Reina Victoria, ella que no demostraba un particular interés por los norteamericanos. Precisamente, apenas hacía un año que Su Majestad había salido de su retraimiento de viuda para estar presente en un baile de esta misma embajada, ¡y permaneció quince minutos, ni uno menos! Rory silabeó «extraordinario», tratando de no mirarla, tratando de concentrarse solamente en aquella tonta voz infantil que por momentos, era inaudible en su falta de resuello. Olía a jazmín, y Rory odió para siempre aquel aroma. Pensó en Marjorie y sus traviesos escarceos, en su modo de contarle graciosas incidencias, y sintió una gran nostalgia.

Rory gustaba de las fiestas porque por naturaleza era gregario como su madre, pero le agradaba la visión de bonitas mujeres y le gustaban el vino y el whisky, el caviar y los sabrosos manjares, la música, las luces y los juegos. Pero hacia las diez de la noche se encontró extrañamente fatigado. Pensó que se debía a aquel maldito clima inglés, lo que le producía aquel dolor de espalda, haciéndole sentir una especie de reumatismo impropio de su edad. Bailó con una multitud de damas, jóvenes y viejas, hasta con su tímida y asustada anfitriona. Era galante, guapo y brioso. Los ojos femeninos más jóvenes le seguían. Lo mismo hacían los más viejos, cariñosamente. Era ingenioso, brillante y cortés. Difícilmente parecía norteamericano, pensaban muchos, perdonándoselo. Los caballeros le encontraban sorprendentemente hábil, bien informado e inteligente. Había visitado de manera subrepticia la pequeña mesa que soportaba el whisky ordinario y lo hizo varias veces. Lo necesitaba, aunque Joseph le hubiera advertido a menudo que «aquel líquido» era de tremendos efectos en los irlandeses. En demasiadas ocasiones lamentables tuvo que admitir la verdad de aquella advertencia. Pero ¿qué podía hacer después de aquella reunión del Comité de Estudios Extranjeros, dos días antes, y con ese condenado clima, y este baile, y con la estúpida Claudia que sin cesar le encontraba después de cada danza que bailaba con otra mujer?

Joseph, al que nunca le resultaba nada inadvertido, se dio perfecta cuenta de que su hijo estaba visitando con demasiada frecuencia la vergonzosa mesita con el whisky. También percibió que Claudia le estaba persiguiendo con infantil ardor. Asimismo comprendió que Rory estaba intentando esquivarla diestramente, pero esto le hizo fruncir el ceño.

Aguardó hasta la mañana siguiente cuando Rory estaba penosamente sobrio y mantenía la vista tercamente apartada de las fuentes de plata cubiertas pero que contenían revoltillo de riñones, jamón frito, huevos, trucha, pastelillos y otras especialidades del desayuno inglés. Rory sólo bebió café negro. Su aspecto no era muy saludable.

Joseph dijo fríamente:

—No te retengas, mozo. Agarra un pelo del perro que te está mordiendo. Es la única cura.

Rory se levantó como un resorte, súbitamente animado, y se abalanzó al estante, sirviéndose un vasito de whisky. Lo bebió como un sediento. Después lanzó una honda y agradecida exclamación satisfecha. Sus ojos se humedecieron pero sus colores comenzaron a retornar. Afuera nevaba y estaba oscuro aunque era mediodía.

—Este condenado clima —dijo Rory, y se secó los ojos.

—No es peor que Boston o Nueva York en esta época del año —dijo Joseph—. ¿Qué? ¿Te sientes mejor? Te he expuesto todo lo relativo al licor y lo que puede hacernos.

—¿Es por esto que no lo bebes, papá? —indagó Rory, con más valor que el habitual ante su padre—. ¿O es que temes que, si bebieses, podrías encontrarte desprevenido…?

—¿Contra qué? —y la voz de Joseph era letal.

—Nada. Esto es, quiero decir, que alguien pueda tomar alguna ventaja sobre ti.

—Nadie pudo nunca, excepto mi padre —afirmó Joseph—. Ni nadie nunca podrá. No bebo mucho, excepto un poco de coñac o vino, porque no me gusta, muchacho. Nunca le cogí gusto. ¿Para qué forzar mi estómago y paladar?

—Yo bebo por los efectos —dijo Rory.

—Y ésta es la peor de las razones. Ningún hombre debería buscar un escape.

—Parafraseando a Patrick Henry, ¿acaso es la vida tan querida y la realidad tan dulce que deben ser compradas al precio de la abstinencia y la moderación?

Joseph no pudo evitar sonreír.

—Verdaderamente posees la aguda lengua irlandesa, lo admito. Siéntate, Rory. A menos que quieras otro trago.

—Quiero —dijo fervientemente Rory, y se escanció otros dos dedos, antes de sentarse. Ahora ya podía mirar las humeantes fuentes de plata sin demasiado disgusto. Se sirvió una loncha de tocino frito y una cucharada de revoltillo de riñones y descubrió que esta vez no le provocaban náuseas. Hasta pudo saborearlos un poco.

—Por desagradable que sea la realidad —dijo Joseph— tenemos que afrontarla.

«Ahora me va a sugerir algo desagradable y abrumador», pensó Rory, y pestañeó risueño mirando a su padre.

—El embajador y yo sostuvimos unos minutos de conversación anoche, antes de que casi dieras un espectáculo y tuvieras que ser ayudado a subir a nuestro carruaje por dos lacayos —dijo Joseph—. Una conversación muy interesante. Llegamos a la conclusión…, después de observar ciertos incidentes…, que un matrimonio quedará concertado entre tú y la señorita Worthington, digamos dentro de un año.

Rory permaneció inmóvil. El tenedor siguió en su mano estática. Los densos ojos le miraban fijamente. Rory volvió a sentirse mareado.

—No me gusta ella —dijo—. Es necia, sin sesos y me aburre mortalmente. No me casaría con Claudia aunque fuera la última y única mujer en la tierra.

Joseph se reclinó en su silla, pero estaba tenso.

—Sabía que me dirías esto, mozo. ¿Qué importa todo esto? ¿Acaso buscas corazones y flores, por el amor de Dios? ¿Eres un romántico? —Daba la impresión de que quería escupir—. El romance y el amor son para chiquillos y jovencitas imbéciles, no para adultos inteligentes. ¿Acaso crees que amé a tu madre o la encontré inteligente y capaz de una sensata conversación? Los hombres no deben tomar en consideración estas cosas cuando están planeando un matrimonio ventajoso. Sólo los norteamericanos adolescentes quieren lo que ellos llaman «amor». No es de extrañar que el matrimonio esté en tan mal estado en Norteamérica ¡pese a toda la luz de la luna, las rosas, y las brisas del verano! Son una base muy endeble para un matrimonio juicioso y con ventajas.

—No puede uno casarse con una mujer que le causa repulsión —dijo Rory.

—¿Esto te produce? Te vi contemplándola fijamente como si ella fuese un basilisco —dijo Joseph—. Cuando ella bailaba con otro, seguías contemplándola.

—No lo puedo remediar —dijo Rory—. Tiene ella este maldito no sé qué…, lo que sea. Pero honradamente, no la puedo soportar. Y para ser de nuevo sincero, no sería tampoco leal hacerle esto a ella.

El aguanieve en cellisca susurraba contra las ventanas, el aire se oscureció más, elevándose el viento, y también el fuego se elevó. Joseph contemplaba fijamente a su hijo. Dijo por fin:

—Pero de todos modos vas a casarte con ella, Rory. Esto no significa que hayas de serle fiel. Hay otras mujeres.

—¿Y en la suposición de que hubieras tú querido casarte con una de estas otras? —preguntó Rory.

Por vez primera, según Rory pudiera recordar, Joseph soslayó la confrontación directa. Miró hacia las ventanas.

—Tú no lo querrás —dijo—. No, a menos que desees arruinar tu carrera. O bien la otra dama es renuente. O bien…, hay impedimentos.

O sea que tía Elizabeth era «renuente», pensó Rory, y sintió compasión hacia su padre.

—Queda pues arreglado —declaró Joseph—. Te casarás con Claudia dentro de dos años.

Los músculos faciales de Rory abultaron sobre su boca. Jugueteó con su tenedor. Por fin dijo:

—Quiero casarme con otra. Estamos…, estamos prácticamente comprometidos.

Joseph se puso en pie bruscamente.

—¡Idiota! ¿Con quién, por Cristo?

—Una muchacha que conocí en Boston. Una muchacha maravillosa, inteligente, bonita, cariñosa y adorable en todo —dijo Rory—. Una muchacha de una familia rica de Boston, que favorecería a nuestro apellido, para emplear una expresión pagada de moda.

—¿Quién? —repitió Joseph y su voz era punzante.

—No la conoces, padre —y ahora Rory sentíase asustado. Aquel condenado whisky. Indudablemente traicionaba a un hombre—. Realmente, no es nada oficial. Yo…, yo estoy simplemente acariciando este proyecto. Una chica encantadora. Te gustaría —y tuvo una repentina idea—. Su padre se opone a la alianza.

El rostro de Joseph se ensombreció.

—¿Ah, sí? Vaya… ¿Uno de estos brahmanes que desprecia a los irlandeses y papistas?

—Creo que empiezo a convencerle —dijo Rory.

—¿Quieres decir que te estás humillando…, tú, el hijo de Joseph Armagh? —y la expresión de Joseph era torva—. ¿Una chiquilla de Boston, una damisela con remilgos y dengues? ¿Dinero, dijiste? ¿Cuánto?

—No tanto como tenemos nosotros. Su padre es un miembro de una antigua firma bostoniana de abogados. Su padre y su abuelo la fundaron. Es hombre de gran fortuna. No hay problemas de dinero con ellos.

Joseph volvió a sentarse lentamente. Su voz era demasiado calmosa.

—¿Le hablaste ya en petición de la damita?

—No.

—¿Conozco yo a su padre?

—No lo sé. Quizás.

—Les conozco a todos. Tengo que haberle tratado si es un abogado… y rico. Ahora escúchame bien, mozo. El día que te conviertas oficialmente en el prometido de Claudia Worthington te daré dos millones de dólares. El día en que te cases con ella recibirás diez millones. ¿Puede tu chiquilla de Boston competir con estas cifras?

Rory siguió en silencio.

—Si rechazas a Claudia —dijo Joseph— y escúchame atentamente… Dejarás de ser mi hijo. No recibirás nada de mí, vivo o muerto. ¿Queda perfectamente claro?

«¡Ay, Dios!», pensó Rory, meditando en sus cincuenta dólares mensuales y los treinta de Marjorie y su melancólico pisito en Cambridge que era su paraíso. Dijo, intentando sonreír:

—Claudia tiene solamente dieciséis años. Bueno, cerca de diecisiete. Tenemos un año aproximadamente para pensarlo, ¿no?

—Cierto. En el intervalo no verás más a la damita de Boston, a menos que esté ella dispuesta a concederte favores, fuera de matrimonio. Algunas de estas damas de Boston son muy… ardientes…, digámoslo así, pese a todos sus modales engreídos y «familia».

Y Joseph sonrió desagradablemente. Dijo Rory:

—Tengo todavía que terminar mis estudios.

—¿Quién dice lo contrario? De hecho, insisto en ello. Cuando ingreses en el Colegio de Abogados, el matrimonio tendrá lugar. —Joseph dio una palmada en la mesa con ademán definitivo—. Queda entonces convenido, aunque ya fue convenido anoche entre Steve y yo. Un matrimonio de lo más adecuado, y la muchacha está obviamente infatuada contigo, aunque no puedo adivinar por qué.

Joseph invitó a Rory a que sonriese con él y Rory, finalmente, lo consiguió. Su espalda, o algo en su espinazo, estaba doliéndole como una fiebre repercutiendo o como si estuviera roto. Pensó: «Déjame tan sólo acabar con los estudios. Es todo cuanto quiero. Luego al infierno con todo lo demás, y tendré a mi Maggie».

«Descubriré la verdad», pensaba Joseph. «Colocaré a Charles en este asunto inmediatamente, y algunos otros de mis hombres. Tenemos que parar este asunto antes que se convierta en serio». No estaba demasiado molesto con su hijo, a quien todo el mundo había admirado la noche anterior. Los jóvenes se colocan en las más condenadas dificultades, especialmente cuando estaban pictóricos de energías como Rory, y siempre hay mujeres esperando por ellos como buitres. Que el muchacho tenga sus diversiones mientras sepa comprender que no han de ser tomadas en serio. Por alguna razón Joseph sentía una glacial y vengativa satisfacción al pensar en la plantada hija del brahmán de Boston. Ya era hora, bien lo sabía Dios, ya era hora. Ahora hasta sentíase orgulloso. El hijo de un inmigrante irlandés ¡rechazaría a la hija de un vástago de la aristocracia de Boston!

Rory pensaba en Maggie. También pensó en los hombres ominosos que había conocido, y recordaba cómo había planeado, en el futuro, embaucarles. Reclinó su dolorida cabeza entre las manos y de nuevo sintióse mareado. Pero era optimista por naturaleza. Disponía de un año, quizás dos, ¿y quién podía saber lo que ocurriría durante este tiempo?

Se levantó envuelto en su bata mañanera de franela y se dirigió hacia el fuego crepitante.

—Hace un condenado frío aquí dentro —dijo, y atizó las brasas y frotóse los musculosos brazos.

Las caperuzas de las chimeneas londinenses bullían expulsando su negra humareda y el aire estaba impregnado de su gaseosa pestilencia. Parecía invadir todo el ser de Rory al igual que su olfato, y su ánimo se hundió.

¿Qué diría y haría su padre cuando descubriese que su hijo ya estaba casado? Rory no subestimaba a Joseph. Sabía que su padre no se detendría ante nada. Por consiguiente, la única solución era no despertar sus sospechas y esperar hasta que él, Rory, hubiera pasado sus exámenes finales. Rory evocó a los hombres del Comité de Estudios Extranjeros y sintió que había cometido un acto de traición total, aunque no podía comprender por qué en aquel momento de tan intensa agitación íntima.