—Éste es el sitio donde regularmente se reúne en Londres el Comité de Estudios Extranjeros —dijo Joseph.
Rory conocía todo lo referente al comité internacional de estudios extranjeros ya que contempló su discreta sede norteamericana desde el exterior, en la Quinta Avenida en Nueva York. Nada hacía ostentosa su presencia. Su padre se la señaló cierto día, diciéndole:
—Aquí y en sus sedes en otras capitales reside el verdadero poder del mundo, y aquí es donde se decide lo que hará el mundo.
—Sin tener en cuenta las elecciones y la voluntad del pueblo, naturalmente —había dicho Rory.
Su padre le había mirado agudamente con desagrado.
—No seas tonto, Rory. Algunas veces hablas como un niño. ¡Elecciones y voluntad del pueblo, por el amor de Dios! ¿Cuándo tuvieron jamás la menor importancia?
—Yo creo —replicó Rory— que una vez contaron y existieron en Atenas, en Roma y Jerusalén y Alejandría, y quizá también en Norteamérica y en Inglaterra.
Joseph había reído sinceramente.
—¿Y puedo preguntarte por cuánto tiempo, mocito? No seas tonto —volvió a repetir—. Yo espero mucho de ti, jovencito, a pesar de tus preguntas inocentes que no son en absoluto inocentes. Deja de jugar conmigo. Me haces perder el tiempo.
Por más penetrante que fuera su perspicacia, que era formidable, no había notado que los párpados inferiores de Rory se habían aflojado, dilatándose sus ojos como los de un niño, y no supo que cuando esto ocurrió Rory se reservaba su opinión, que podía ser tan inmutable como la suya propia, y tan peligrosa y secreta.
Rory supo que el Comité de Estudios Extranjeros tenía cerca de trescientos miembros en casi cada nación del mundo, todos ellos banqueros o industriales, políticos y financieros, y que disponían de lugares de reunión en cada capital y que todas aquellas reuniones eran discretas, sin la menor ostentación, y que el público en general las ignoraba. El sitio de reunión en Londres era una antigua y decorosa mansión de piedra gris propiedad de un banquero británico que vivía solitario y era considerado un solterón por sus vecinos. Ninguno de aquellos hombres buscaba publicidad. Vivían una existencia privada que era conocida por su filantropía así como por sus apacibles vidas familiares. Todos ellos tenían fortunas «particulares», o dejaban saber de manera casual que estaban sumidos en sus profesiones, interesándose ligera y ocasionalmente en la política o el arte, o dedicándose «a un poco de finanzas, por amor de la familia, ya sabe». Muchos de ellos tenían hijos en el gobierno, en la industria, en la Armada o el Ejército, o en las profesiones influyentes. Algunos eran abiertamente conocidos como grandes financieros, especialmente en Norteamérica donde la posesión de una fortuna era considerada similar a la santidad, y en Zurich, donde prevalecía la misma opinión. Pero nadie conocía realmente quiénes eran, excepto ellos mismos.
Controlaban intereses en casi todos los periódicos importantes del mundo, asalariaban escritores para estos periódicos y disponían de jefes de redacción para elaborar los artículos de fondo. Eran los verdaderos propietarios de las casas editoriales, de las revistas y de todos los medios que orientaban la información pública. Eran los que verdaderamente designaban los gabinetes presidenciales en los gobiernos de casi todas las naciones. Controlaban las elecciones, sembraban sus propios candidatos, los financiaban por doquier en el mundo. Cualquier presuntuoso o intrépido personaje que no contase con su aprobación era hostigado en la prensa y discretamente infamado, o «puesto en la picota». Los mismos políticos desconocían con frecuencia quién los promocionó y quién los destruyó. Hasta los presidentes solían ignorarlo. Reyes y emperadores, algunas veces, estaban vagamente conscientes de la momentánea sombra que cernía sobre sus tronos y decidía los destinos de sus naciones. Muchos estaban completamente convencidos de que si denunciaban esta sombra serían exilados, o quizá asesinados. La garra en los acontecimientos no era de hierro, pero era igualmente contundente y persuasiva, tan blanda y silenciosa como la niebla que ocultaba ejércitos invencibles. Nunca eran mencionados en la prensa con referencia a la política, las guerras u otras actividades gubernamentales. Nunca daban una opinión públicamente, excepto a través de sus maniquíes, que eran cuidadosamente seleccionados por su popularidad ante la masa general. Quizás los papas fueran los únicos que sabían quiénes y qué eran, ya que también el Vaticano tenía puestos de escucha en cada capital, pero, por una coincidencia peculiar, si un Papa insinuaba lo que sabía, en determinadas naciones se iniciaba un movimiento anticlerical y el Papa se encontraba en una situación casi desesperada. Una abierta revelación, una encíclica sincera, podía dar por resultado no solamente convulsiones anticlericales en diversos países y destierros de religiosos, sino también terror y derramamiento de sangre. Había sucedido varias veces en el pasado y los papas lo sabían. Había ocurrido en Francia en 1794. Recientemente, volvió a ocurrir en Francia. Posteriormente sucedió en Alemania y en naciones sudamericanas, y ahora estaba amenazando a España y a Portugal. Los poderosos e invisibles mandos tenían numerosas armas y nunca vacilaban en usarlas contra reyes, emperadores, príncipes, papas y presidentes. Algunas veces bastaba con poner de relieve un acontecimiento. Otras, eran necesarios los golpes de estado. Pero, sea cual fuere el método era empleado implacable e invenciblemente, no solamente como un castigo sino como una advertencia para los demás. La revolución era una de sus armas, así como los «levantamientos populares», los incendios intencionados y los ataques contra la ley y el orden.
Rory conocía todos los detalles acerca de este Gobierno Invisible que decidía los destinos de las naciones, su supervivencia o su destrucción, ya que su padre se lo había revelado. Además, había estudiado Ciencias Políticas en la universidad y, aunque no revelaban a los verdaderos enemigos de la humanidad, de su paz y de su seguridad, al menos lo insinuaban.
—El mundo realmente existe sólo sobre la base del dinero —había explicado un profesor a sus alumnos—. Es un hecho de la existencia humana que debe ser reconocido, por mucho que podamos protestar. Algunos llaman a esta realidad y sus manifestaciones, comercio. Otros la califican de política. Otros, de «movimientos espontáneos del pueblo». Algunos la llaman «cambio revolucionario de gobiernos». Otros la denominan guerras santas en defensa de la libertad. Pero todas estas manifestaciones son implacablemente planeadas por los hombres que realmente nos gobiernan y no por nuestros gobiernos, ostensiblemente elegidos. Todo es cuestión de dinero. Hasta el más espiritual de los idealistas, el menos terrenal, llega eventualmente a encontrarse con este hecho cara a cara. Si puedo ser empleado será financiado. Entonces él mismo se engaña a sí mismo diciéndose que «personas dignas y compasivas», o lo que sea, han venido en su ayuda en nombre del pueblo. Si no recibe plena aprobación, si honestamente cree que debería haber otras motivaciones para las energías del hombre además de la simple codicia… si cree que la naturaleza del hombre puede ser exaltada hasta heroicas proporciones… entonces es destruido por la burla y la ignominia pública y se sugiere que es un demente. Si es un auténtico héroe, su destino es mucho peor: la oscuridad. Su nombre nunca será mencionado en los medios públicos de comunicación. Lo que diga o escriba nunca será conocido por el pueblo. Está confinado en el Limbo.
Rory pensaba que con Cristo habían intentado lo mismo, a través de los siglos, pero no lo lograban, y quizás nunca lo lograrían. Lógicamente, hicieron uso del nombre de Cristo durante épocas enteras, y fueron considerados como caballeros cristianos, pero ni siquiera este ardid tuvo éxito. Bien, no con demasiada frecuencia, de todos modos. Rory tenía sumo cuidado en no dejar que sus conclusiones fueran conocidas por su padre, aunque más que sospechar, estaba convencido de que Joseph despreciaba a los hombres con quienes estaba asociado. Rory estaba más indulgentemente propenso a considerarles, no como odiosos, sino como asesinos que podían ser derrotados en su propio terreno y con sus mismas armas. Su padre hubiera podido demostrarle que era absurdo pensarlo, pero Rory nunca le confiaba éstas u otras ideas, porque poseía la arrogancia de la juventud y la seguridad de ser listo y omnisapiente. Rory estaba convencido de que en algunos aspectos aquellos hombres formidables eran ridículos.
Sus fáciles opiniones fueron algo más que zarandeadas durante la reunión en Londres. Ya nunca más volvería a ser el mismo en sus conclusiones, y envejeció durante aquellas horas. De todos modos, no se lo dijo a su padre. Temía que Joseph pudiera enfadarse con él, o peor aún, considerarle un necio ignorante. Nadie en el mundo ejercía sobre Rory tanta influencia como Joseph, ni siquiera Marjorie. Si hubiera hablado claramente con Joseph después de aquellas horas en el sitio de conferencias del Comité de Estudios Extranjeros, su propia vida habría sido enteramente distinta. Su muerte habría podido convulsionar al mundo. O quizás no habría servido para nada. El público, como siempre a través de interminables siglos, prefería la satisfacción de sus vientres, las sensaciones agradables, las emociones femeninas y sus pequeñas comodidades cálidas, a dedicarse a investigaciones y meditaciones. Los hombres del Gobierno Invisible eran mucho más sensatos en su comprensión de la naturaleza humana que los hombres que animosamente creían que la humanidad podía ser elevada, podía ser totalmente humana.
—Dadle un hueso a un perro y lo masticará alegremente sin enterarse de lo que sucede a su alrededor —oiría decir Rory aquel día en Londres—. Ni le importará en absoluto.
Ellos suministraban los huesos, como finalmente comprendió Rory, y los hombres buenos que protestaban eran reducidos al silencio por huracanes de irrisión pública, o eran asesinados.
El Gobierno Invisible controlaba la opinión pública sobre los asesinatos. Algunas veces hacían del asesinado un héroe, atribuyéndole opiniones que únicamente confirmaban sus propios poderes. Todo lo que había deseado informar a su pueblo era ahogado bajo una ducha rosa de sentimentalismo, o era utilizado contra aquellos que estuvieron de su lado para combatir a los enemigos de su nación.
Rory aprendió todo esto aquel día de enero en que conoció a los hombres peligrosos en Londres y comenzó a comprenderlos. No hablaban de «asesinatos» porque eran caballeros delicados y decorosos. Pero estaba implícito. No hablaban de controlar gobiernos. Hablaban de «información» y «orientación» a los gobernantes.
Los hombres que Rory había conocido en Washington y en Nueva York eran ruidosos y descarados, tenían las francas exigencias norteamericanas y sabían reírse de ello. Pero los hombres que conoció en Londres eran completamente distintos y no había norteamericanos entre ellos. Además, no tenían sentido del humor. El dinero, como descubriría Rory, no tenía nada de humorístico. Era la cosa más seria del mundo, por encima de cualquier dios que el hombre hubiera soñado o conocido jamás.
Joseph presentó a Rory como «mi hijo, de quien ya les he hablado con anterioridad». Contempló a Rory con orgullo, aunque esperaba que sus colegas no lo considerasen demasiado ostentoso, decorativo, guapo, joven y, posiblemente, superficial. Porque Rory iluminaba la sala inmensa y oscura como un cohete en el crepúsculo inglés, con la luz de gas que se reflejaba en su cabello rojo y oro, su rubicundo rostro y su amplia sonrisa afable. Había un fuego de chimenea en cada extremo de la húmeda sala, una larga y ovalada mesa que brillaba como raso opaco y tétrico y, en torno a ella, una serie de individuos que le escrutaban con caras uniformemente impasibles.
No eran, lógicamente, los mismos hombres que Joseph había conocido tiempo atrás, cuando era más joven que Rory, excepto media docena de ellos, que por entonces eran jovencísimos. Pero los demás eran hijos de los anteriores o sus inmediatos sucesores. Para Joseph sus rostros no habían cambiado en absoluto. Todos aparecían circunspectos, grises, compactos, sin misericordia, mortíferos, sus ojos apenas tenían vida en sus frías caras y sin embargo lo veían todo. Ninguno de ellos tenía raza o característica racial. El caballero de Londres era casi el gemelo del caballero de San Petersburgo y el caballero de Estocolmo se diferenciaba escasamente del procedente de París. Ninguno de ellos vestía a la moda. Todos tenían manos muy quietas con uñas tenuemente arregladas y pocos llevaban anillo. El anonimato era su adorno, su deseo, su uniforme. Cada uno llevaba en su corbata negra una perla grande, y Rory, al mirarles, pensó que debían comprarlos por gruesas, en Cartier. Todos podían tener cuarenta años, u ochenta, aunque ninguno estuviera grueso, arrugado, ni fofo.
Rory, de pronto, dejó de sonreír con soltura a uno y otro. No lo asustaban ni lo desconcertaban. No le hacían encogerse ni sentirse demasiado joven o insolente. No le causaban malestar alguno, porque tenía la sensación de que nunca en su vida había enfrentado tanta fuerza concentrada y tanto poder. Simbolizaban algo inhumano para él, y por este motivo tenían que ser vigilados y examinados con atención. Era necesario contrarrestar la maldad humana previniéndose y armándose contra ella. Pero aquellos hombres ni siquiera eran malvados, pensó. Estaban, como dijo Nietzsche, por encima del bien y del mal. Existían. Eran amorales, no inmorales. Probablemente tenían tripas de acero, pensó, y no intestinos normales.
Los miró uno por uno, relajó sus párpados inferiores, dilatando sus ojos, dándoles aquella sencilla mirada infantil que a veces enojaba a Joseph. Joseph escrutó en torno a la mesa, sintiendo leve calor en su cara, en la expectación de ojos que rechazasen, con el temor de que descubriesen que Rory era indudablemente demasiado joven, demasiado hueco, demasiado pintoresco, para sus gustos y aceptación. ¡Rory tenía ahora aspecto de colegial! Podía ser —pensó Joseph, humillado— un insípido joven frente a sus maestros esperando, mediante encanto y sonrisas, cambiar un juicio riguroso. Su mirada cordial iba de uno a otro, placenteramente, aunque con una especie de insensata expectación, pensó Joseph, que deseó haber demorado aquella presentación unos años más.
Entonces se dio cuenta de que todos estaban mirando únicamente a Rory y que un esbozo de movimiento les había rozado como si se hubiesen erguido un poco en sus sillas. La más leve de las sonrisas se insinuaba en algunos labios descoloridos. Era imposible decir quién era el cabecilla de aquella organización, pero uno de ellos miró a Joseph, casi con benevolencia, y dijo:
—Resultará bueno, creo yo. Verdaderamente sí, pienso que resultará muy adecuado. Bienvenido entre nosotros, señor Rory Armagh.
—Son todos unos bastardos —le había dicho Joseph a su hijo—. Son, sin duda alguna, los más perversos sujetos en la tierra, aunque estoy seguro que les asombraría oír decir que son malvados. Hasta casi se sentirían ultrajados. Muchos de ellos, estoy seguro, hasta creen en Dios y hacen donaciones a iglesias, y no es hipocresía de su parte. Recuerdo lo que el primer Ministro de Inglaterra, Disraeli, dijo de ellos con cierta sorpresa: «El mundo está gobernado por personajes muy distintos de lo que se imaginan aquellos que no están tras el decorado». Creo que obtuvo algunos éxitos mientras se opuso a ellos, pero de nada sirvió. Es como oponerse al Himalaya.
—Pero no lo asesinaron —había dicho Rory.
—No. Quizá, por ser un hombre astuto y penetrante, sabía demasiadas cosas acerca de ellos, que sus herederos y su monarca podrían haber hecho públicas. Creo haber oído algo acerca de esto, hace unos años. También oí comentar que era un gran cínico, ¿y quién podría recriminárselo? Si los hubiera puesto al descubierto, ¿crees acaso que el pueblo le habría escuchado?
Rory después de meditar, había dicho:
—Eres uno de los hombres más ricos de Norteamérica, papá. Quizás estos bastardos sirvieron a tus propósitos pero ahora ya no les necesitas. ¿Por qué no les abandonas?
—No se puede prescindir de un club como éste —había comentado Joseph, estremeciéndose—. Para emplear otra metáfora, tengo asido a un tigre por la cola, y ya sabes lo que le sucedería a un hombre que soltara la cola.
—Pero tú quieres que ellos me conozcan y yo a ellos.
—Sí. Ellos pueden hacerte llegar muy lejos, Rory. Ellos pueden hacerte presidente de los Estados Unidos, aunque nunca verás la mano de ellos en ningún lugar, ni oirás sus voces, ni notarás siquiera su existencia. Y… ellos pueden también destruirte, y nadie sabría jamás quién lo hizo —sonrió entonces sinceramente—. Pero no te atemorices por esto. Yo, como Disraeli, conozco demasiadas cosas acerca de ellos.
—Y todo cuanto tengo que hacer es servirles como un lacayo, ¿no es así, papá? Un dócil criadito. Nunca preguntar. Correr por donde quieran con una bandeja de plata.
El rostro de Joseph volvió a ensombrecerse.
—¿No somos todos sirvientes de un modo u otro? No seas tonto, Rory.
Eran muchos los que permanecían silenciosos o se confundían con los ambiguos comentarios de Joseph, pero Rory no era uno de ésos, aunque Joseph no lo sabía.
—Nunca debiste unirte a ellos, padre.
—Idiota —había replicado Joseph, volviendo a sonreír—. He vivido todos los días de mi existencia para llegar a ser lo que soy, y se lo debo a ellos.
Así que Rory, que ahora estaba sentado entre los hombres de quienes su padre le había hablado, comprendió perfectamente lo que su padre quería significar: que era muy probable que ellos no se considerasen en lo más mínimo malvados ni amorales. Habían observado el mundo, apropiándose de él. Formaban una conjura de conspiración criminal, pero no se consideraban criminales ni conspiradores. Eran hombres de negocios, realistas. Lo que les daba poder era, a sus ojos, virtuoso, justo y razonable, ya que ¿quién era más digno que ellos mismos para controlar y manipular el mundo de los hombres? Alguien tenía que dirigir y gobernar, y, ¿quién mejor que hombres de intelecto, dinero, fuerza y juicio desapasionado?
Pero Rory, mientras escuchaba con juvenil deferencia a los caballeros, pensó ¿qué podrían hacer si las decenas, centenares de millones de pobladores se opusieron a ellos? ¿Convocar a sus mercenarios en cada país del mundo, sus ejércitos, sus naves, que estaban bajo su control? ¿Podían realizar la matanza del planeta entero? Pero no existía el peligro de que el pueblo corrompido se rebelase, porque el pueblo no conocía los nombres de sus verdaderos enemigos, de aquellos que ordenaban las guerras o su cese, de aquellos que derrocaban o nombraban gobiernos, de aquellos que producían la inflación o devaluación del dinero, que decidían quién debía vivir y quién morir o ser desterrado. De hecho, nada de esto le interesaba al pueblo, siempre que sus minúsculos placeres y necesidades fueran colmadas. Era la eterna y antigua historia: pan y circo. Despotismo benévolo acompañado por un espectáculo entretenido de elecciones y plebiscitos…, que no significaban nada en absoluto.
Porque escuchando, Rory comprendió que aquellos hombres realmente se consideraban benévolos y que estaban convencidos de que sus objetivos beneficiarían a la humanidad en general. El caballero de Zurich, con miras a informar de paso a aquel joven, hablaba con voz suave y casi compasiva. ¿No estaba el mundo, desde sus mismos comienzos, desgarrado en fragmentos sangrientos por ambiciosos y mezquinos gobernantes, tiranos, políticos, emperadores, bandos nacionales, patrioterías y otras barbaries llamativas? Esto se debía a que el mundo estaba gobernado por pasiones y emociones, y nunca por la razón y la disciplina. El orador añadió:
—Una vez que dispongamos del pleno poder, trabajando juntos, colaborando en unión, por todo el mundo, entonces tendremos un verdadero milenio de prosperidad general y paz absoluta. Cuando controlemos sin disputa los gobiernos, sus monedas y sus pueblos, sus escuelas, universidades y sus iglesias, la tierra conocerá por vez primera la paz.
Los otros asintieron aprobando gravemente. «¡Estos hijos de la gran perra creen que son los nuevos Mesías!», pensó Rory, sonriendo con su espléndida sonrisa y asintiendo cuando lo creía oportuno. El tremendo individualismo que alentaba en él como irlandés le hacía escuchar y pensar bajo la brillante cobertura de su amabilidad. Sabía que su padre había oído la misma historia miles de veces, y que se burlaba de ella íntimamente y sólo delante de él:
—Hay más de un asesino que ha creído estar haciéndole un favor a su víctima, y probablemente hasta convenció a la propia víctima. Y hay muchos ladrones, individuales o en el gobierno, que persuaden a sus víctimas de que privándoles de su dinero por medio de impuestos u otras confiscaciones contribuyen al «bien público», o anulan una fuente de corrupción. Sin embargo, están impulsados únicamente por el afán del máximo poder, por el afán de elevarse ellos por encima de sus conciudadanos y del prójimo, convirtiéndose en superhombres, en la élite. Para llegar a esta conclusión es preciso odiar mucho a sus así llamados semejantes —había dicho Joseph.
Rory, relajado, deferente y pueril, escuchaba, no con la negra rabia interna que experimentara su padre, sino con intensidad asimilativa y un inmenso aunque divertido desdén. Conocía el poder de estos hombres. No los subestimaba. De pronto, y por vez primera, sintió un impulso de ambición por el destino que su padre había elegido para él. Le gustaba la lucha. Su orgullosa fuerza juvenil le hacía sentirse igual en potencia a cualquier de aquellos hombres, porque por sus venas corría sangre y no tinta de banquero, y le habían repetido que poseía elocuencia tanto en sus escritos como en su oratoria. Inesperadamente, le vino a la memoria lo que le fue enseñado al azar de unas lecciones de religión, acerca de las revelaciones de san Juan que había profetizado el advenimiento de esos hombres ahí presentes y que escribió que algún día gobernarían el mundo y que nadie podría comprar o vender sin su permiso, «tanto los pequeños como los grandes, ricos y pobres, libres o esclavos». ¿Era la marca de la Bestia lo que estos hombres deberían llevar en sus frentes? Rory no pudo recordarlo, y su sonrisa se hizo más respetuosa y hasta un poco tierna.
Debido a que Rory era un soberbio actor, a diferencia de su padre, podía controlar hasta el menor destello de sus ojos y podía ocultar las crispaciones de sus músculos o la más leve expresión facial. Ellos nunca habían aceptado plenamente a Joseph a causa de su ironía y sus comentarios sardónicos en los momentos más serios y ominosos. No les agradaban los hombres que decían humoradas o chistosas ocurrencias en contra de lo que era aceptado como sagrado. Joseph les sirvió y ellos le sirvieron, pero su confianza no era completa. Estudiando a su hijo allí presente no había uno sólo que no sacara la conclusión de que Rory era para ellos su «hombre» para el futuro, joven, bien parecido, ambicioso, materialista y un sutil político. Sabían que él estaba interpretando; no les engañaba. Sabían que intentaba impresionarles favorablemente y sentíanse bien inclinados hacia él por esto mismo. Era un joven sin ilusiones. Bajo su tutela y quizá la de su padre, llegaría a ser plenamente de ellos. Rory comprendía lo que ellos pensaban y a su vez pensó: «¡Al fin y al cabo son simplemente humanos, maldita sea sus negras almas!».
También comprendía Rory que a su padre nunca debía decirle su verdadera opinión de sus asociados, porque Joseph no era hipócrita, ni actor y era posible que en determinado momento, en un arranque de repulsión, pudiera inadvertidamente darles a entender las verdaderas convicciones de su hijo. Esto resultaría fatal. Rory no era muy patriota, como otros jóvenes de su edad, ni era ferviente en su creencia de que Norteamérica fuera la más noble, más pura, más justiciera, más libre y más benigna de todas las naciones del pasado o del presente. Había escuchado a demasiados políticos, portavoces de estos hombres. Sabía que Norteamérica estaba en la ruta hacia el imperio, y que ya había empezado a flexionar sus músculos y a probar el filo de su espada. Pero, después de todo, era su país. También, ningún hijo de perra le diría nunca a Rory Armagh lo que tenía que hacer. Rory no era ningún defensor de la humanidad ni del bienestar público, pero le sublevaba la idea de ser el siervo de aquellos seres y sus hijos también siervos, formadas sus convicciones en sus escuelas y por sus líderes religiosos y políticos, que eran sus asalariados o que no se atrevían a revelar el verdadero rostro del enemigo real. La completa esclavización de la humanidad no solamente en su trabajo cotidiano y en sus demarcaciones, sino en sus almas y mentes —lo cual era lo más terrible— incendiaba el espíritu irlandés de Rory como un fuego interno listo a estallar.
Para obtener lo que ellos habían planeado por tanto tiempo, desde abuelo a padre y a hijo, debían primero sumir el mundo en el caos, desmantelar los gobiernos, estimular la violencia y la furia entre las masas no pensantes, suscitar guerras debilitantes que irían menguando el poder de cualquier nación dispuesta a hacerles frente, erigir tiranos que subyugarían a sus pueblos, arruinar la validez de las monedas de las naciones. Entonces, dentro de la catástrofe general, podrían ejercer su increíble potencia y asumir el mando.
Todo eso no lo dieron a entender a Rory con palabras groseras, rudas o cínicas, sino con aire de juiciosa virtud y confianza inexpugnable. No dijeron: «Tendremos a este condenado mundo de rodillas ante nosotros». Dijeron:
—Es ya hora de que los hombres de experiencia, cultura, intelecto y justicia apliquen su influencia en conseguir un mundo mejor para todos bajo un Gobierno único y una sola Constitución.
Rory les escuchaba con su respetuosa y blanda mirada. Joseph le vigilaba, y por vez primera se preguntó si realmente sabía la menor cosa sobre aquel brillante hijo suyo, y si una sola vez pudo adivinar sus pensamientos.
Había vino en la mesa y bizcochos ingleses, y la garrafita pasó de hombre en hombre, al igual que la bandeja de plata, ya que no iban a consentir la presencia de un sirviente que pudiera escuchar clandestinamente conversaciones que afectaban la vida y muerte de un planeta. El vino era excelente. Rory brindó en silencio hacia el francés, que primero pareció sorprendido, luego sonrió pálidamente, y cabeceó asintiendo. Los ingleses, ya que eran varios allí, hubieran preferido Jerez, pero bebieron aquel vino con aire de condescendencia… ¿Quién bebía vino de mesa excepto en las cenas? Rory sentía íntima hilaridad. Hacían más aspavientos bucales ante el vino que los hicieran nunca sobre sus infames conspiraciones.
La lluviosa oscuridad exterior se hizo más densa y hubo un zumbido de granizo contra los altos ventanales encortinados y los fuegos se reavivaron en brotes anaranjados. Los reunidos abordaron el asunto de Norteamérica, lo mismo que el del mundo en general. El caballero de Rusia le preguntó a Joseph:
—¿Su Sociedad Scardo, progresa?
—Tenemos ya enrolados en ella a un número igual de demócratas y de republicanos, y unos cuantos populistas y granjeros-socialistas.
El caballero de Rusia asintió:
—Entonces, las cosas van bien.
—Pero ¿qué tal va en Rusia? —intervino el caballero francés.
—Todavía no están a punto —dijo con aire preocupado el ruso—. Pero pronto avanzarán. Nuestro joven Lenin está comportándose espléndidamente. Ya destacaba como abogado en Samara. Sus escritos polémicos atraen sobremanera el interés de la desafecta juventud rusa. No hace mucho se reunió con Zasulich, Axelrod y Plekhanov, y el Comité Marxista de Liberación de los Obreros. Como saben, fue desterrado en el año 1897 a la provincia de Yenisei en Siberia. Recientemente se casó con una buena camarada, Natacha Krupskaya, y ha terminado su gran obra «El Desarrollo del Capitalismo en Rusia», que pronto contribuiremos a su publicación. El ruso es muy clemente —sonrió el ruso—. Sí, tenemos grandes esperanzas puestas en Vladimir Ilvich Ulyanov. Es nuestro mejor teórico contra los falsificadores de Marx.
«Querido pequeño proletario», pensó Rory. «Querido pequeño aristócrata».
Ahora volvieron apresuradamente al tema de Norteamérica.
—Yo pensaba —dijo el caballero de Zurich— que habíamos logrado un buen éxito en Norteamérica, en 1894, cuando su Congreso presentó en acta un impuesto federal sobre la renta del dos por ciento para los ingresos superiores a cuatro mil dólares al año. Como un principio… del control de la propiedad personal. Sin embargo, señor Armagh, fue permitido que uno de vuestros viejos locos, el senador Sherman, lo llamase «comunismo, socialismo, demonología», y otro de sus viejos locos, Joseph Choate, decano de la curia de Nueva York, proclamó ante el Tribunal Supremo que el impuesto «era una marcha comunista contra la propiedad privada»…
—Bien, ¿y no es así? —dijo Joseph.
Era la clase de comentario, reflexionó Rory, por los cuales papá era probablemente famoso allí, y vio los tenues ceños de los oyentes. El caballero de Zurich se aclaró delicadamente la garganta.
—Esto no viene al caso, señor Armagh Hemos discutido esta cuestión y el fracaso, varias veces antes de ahora, y la discutimos ahora dada la urgencia de la ocasión. Su Tribunal Supremo declaró el 20 de mayo de 1895 que el impuesto sobre la renta era anticonstitucional. Nunca nos dijo usted por completo lo que hizo a este propósito.
—Le dije cuanto sabía —afirmó Joseph con tono irascible que estaba claramente fuera de lugar en aquella amable conferencia—. Hablé confidencialmente con el viejo juez John Harlan antes de que fuera tomada ninguna decisión, y él expuso, ante el Tribunal, que la decisión final a la que llegaron «era una monstruosa y perversa injusticia para la mayoría en beneficio de una minoría privilegiada». Hicimos denunciar por los periódicos la decisión del Tribunal. Conseguimos que un joven que todos ustedes conocen, William Jennings Bryan, pronunciase su famosa proclama: «No clavarás esta corona de espinos sobre la frente del obrero, no crucificarás a la humanidad sobre una cruz de oro». Si bien no hacía referencia directa al impuesto sobre la renta personal, se dio por sobrentendido que lo era. De hecho, logramos que fuera nombrado candidato a la Presidencia, para conseguir una expansión de la moneda en curso, con libre acuñación o no en plata, sobre lo cual la mayoría de mis conciudadanos siguen dubitativos. Deberán admitir que todo esto es un adelanto bastante prometedor en Norteamérica, que recela del colector de impuestos, del demagogo y de los entusiastas innovadores de toda clase, sin mencionar a los que chapucean con el dinero en circulación.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el caballero de Alemania, con impaciencia—. Pero los norteamericanos siguen todavía a favor del patrón oro, y una nación con el patrón oro no es fácilmente…
—Tenga un poco de paciencia —atajó Joseph—. Roma no fue construida en un día, para acuñar un nuevo aforismo.
—Pero no somos inmortales —dijo uno de los ingleses, que no podía olvidar que Joseph era irlandés—. Sus periódicos, señor Armagh, son aún muy poderosos en Norteamérica y, en líneas generales, se oponen a nuestros planes finales…, los cuales todavía no pueden adivinar. De todos modos, algo les ha puesto sobre alerta. Alguien. Marcus Alonzo Hanna… es un hombre ambiguo, cuya medida todavía no hemos determinado. Es un poderoso industrial republicano, millonario; sin embargo, forzó a muchos de sus asociados a firmar acuerdos privados de trabajo entre ellos y los obreros. ¿Quién le alertó a él contra nosotros? Ayudó a derrotar a Bryan y fue la fuerza que eligió a su actual presidente McKinley. ¿No pronunció discursos, e hizo que los pronunciase McKinley, acerca de que el dinero norteamericano en circulación estaba «en peligro»? ¿Quién le dio esta información a él, señor Armagh, que creíamos había sido discutida solamente en el seno del más completo secreto?
—Condenado me vea si lo sé —dijo Joseph con mayor irascibilidad—. Yo sé que él es inflexible sobre el tema del patrón oro, pero su hombre, McKinley, votó en una ocasión con los partidarios del libre curso de plata cuando estaba en el Congreso. Si ha cambiado de opinión, Hanna le hizo cambiar. Hanna cree honradamente que la libertad puede solamente sobrevivir sobre la base del patrón oro y, como todos sabemos, está plenamente en lo cierto.
Miró a sus asociados en lento giro de cuello.
—¿Sugieren que Hanna tropiece con un accidente?
Su entonación era burlona, pero Rory vio los semblantes de los demás. «Papá no les cae bien», pensó Rory con regocijo. «Y mi padre es todo un hombre, sí, señor, todo un hombre».
—No deben ustedes pensar… aunque crean tener pruebas en contra…, que todos los norteamericanos son dóciles corderos —dijo Joseph—. Comprendo que pueda parecerles increíble, pero tenemos todavía algunos hombres cabalmente íntegros en el gobierno y en el país. Se han dado cuenta, aunque sólo fuera por instinto, de lo que está «detrás del escenario», tal como lo calificó Disraeli. No podemos asesinarlos a todos, ¿no les parece?
Hubo un espeso silencio reprobatorio en la estancia, y ahora todas las caras, pese al destellante candelabro parecían flotar en las tinieblas. Hasta que uno de los reunidos dijo, con voz apenada:
—Señor Armagh, sabemos que usted procede de una raza violenta, pero nosotros no somos hombres violentos. Estoy seguro que nadie aquí ha levantado jamás su mano contra nadie. Lo que hacemos es mediante procedimientos de razones, persuasión, opinión pública, la prensa…, todo cuanto llegue a nuestras manos.
«¡Vaya filántropos!», pensó Rory, inclinándose un poco adelante como para escuchar con mayor concentración.
Joseph estaba asegurando a sus colegas que un impuesto sobre la renta personal «sería ciertamente aprobado en Norteamérica en un próximo futuro», y también un Sistema de Reserva Federal, una organización privada y controlada por aquellos caballeros (consistiendo en una nueva Enmienda a la Constitución que le quitaría la exclusiva al Congreso de la facultad de acuñar moneda). En la agenda estaba también la discusión de las elecciones directas por «el pueblo» de los senadores de los Estados Unidos. Los oyentes asintieron con aprobación, pero parecieron insatisfechos. Uno de ellos especificó:
—Sólo una guerra norteamericana puede traer rápidamente la solución de estas reformas convenientes.
«Ya me doy cuenta ahora», pensó Rory. «Esta reunión es simplemente un resumen hecho con la finalidad de mi adecuada educación, ya que estos temas han estado largo tiempo sobre el tapete. Debería sentirme halagado. Parecen estar diciendo mucho, pero, de hecho, por ahora no me cuentan gran cosa. Quieren ver cómo encajo lo que oigo antes de convertirme en un miembro de buena posición».
Un caballero español miró a Joseph y dijo:
—Me agradó el artículo editorial de sus periódicos, señor Armagh, con referencia a Cuba: «Sangre en los bordes de los caminos, sangre en los campos, sangre en los umbrales, ¡sangre, sangre, sangre! ¿No existe una nación lo suficientemente sensata, lo bastante valiente y fuerte, para restablecer la paz en esta isla asolada por la sangre?». Muy eficaz, aunque nada sutil, pero apto para despertar la simpatía y atrayente para la ingenuidad norteamericana, a mi entender.
—No me corresponde mérito alguno por estos editoriales —dijo Joseph—. Nos limitamos a reproducir el editorial del «New York World’s» en un ejemplar de 1896. Pero los norteamericanos sienten verdadera simpatía por los insurrectos de Cuba contra la colonización española, sean o no ingenuos y sencillos. Simpatía que la prensa ayuda a fomentar. El periódico de Pulitzer, «World», y el «New York Journal» de Hearst, ya no hablan de otra cosa ahora sino de la «sangre cubana». Algunos de sus números «extra» hasta aparecen impresos con tinta roja. Teddy Roosevelt es también una maravillosa ayuda. Echa espuma contra España en casi todos sus discursos. Es un auténtico internacionalista.
—Desgraciadamente McKinley es el Presidente y Roosevelt tan sólo Subsecretario de la Armada —dijo el hombre de Francia, y reinó otro silencio cuyo peso meditativo notó Rory, pero nadie volvió a hablar de Roosevelt.
—Creo que también hicimos una buena tarea en Hawai —dijo Joseph—. No hemos estado ociosos en Norteamérica, caballeros, aunque con frecuencia ustedes lo den a entender. Los plantadores norteamericanos de azúcar y los marinos han sido inflamados mediante nuestros esfuerzos en contra de la Reina Liliuokalani, y están ahora solicitando del Presidente la anexión de Hawai. Sostengo frecuentes conversaciones con mi buen amigo, el capitán Alfred T. Mahan de la Armada de los Estados Unidos, de quien ya les he hablado, y está de acuerdo conmigo en que Norteamérica debe intervenir más allá de sus fronteras. Me dijo que nosotros, los norteamericanos, tendremos que «resolver el problema más importante que hemos de afrontar, referente a si ha de ser la civilización oriental o la occidental la que ha de dominar el mundo y controlar su futuro». Es indudablemente nuestro hombre, tanto si lo sabe como si no —y mirando al ruso preguntó—: ¿Ustedes o nosotros?
El ruso sonrió gentilmente:
—Como sabe muy bien, señor Armagh, ni unos ni otros. Solamente nosotros, juntos.
Rory sonrió también gentilmente. «Insisten en aclarármelo todo», pensó, «para el caso en que mi padre no me haya contado lo suficiente en los dos últimos años. Pero es simpático por parte de ellos. Realmente aprecio el esfuerzo en mi honor. O sea que están fomentando una guerra en Cuba, contra España. ¿Cómo van a componérselas? Porque McKinley no es un atizador de guerras, sino un hombre de paz». Lo que se hiciera tendría que ser catastrófico para zambullir a una Norteamérica, ya próxima al histerismo, en una guerra. Los claros ojos azules de Rory se estrecharon. Vio a su padre observándole para captar sus reacciones sobre lo escuchado. Volvió a exhibir aquella gentil sonrisa, dejando relajar sus párpados; apenas aparentaba veinte años de edad.
Cuando estaban en el carruaje de regreso al hotel, Joseph dijo:
—¿Qué opinas de todo esto, muchacho?
—Ya me contaste mucho acerca de ellos, papá. Pero ahora les he visto. Un par de ellos no son mucho mayores que yo y, sin embargo, todos tienen aspecto de viejos. ¿Es el retrato de Dorian Gray[30] a la inversa? ¿Se comportan ellos como jóvenes en alguna ocasión?
—No seas frívolo —dijo Joseph, que sabía que su hijo no lo era—. Ya te lo dije: la mayoría de ellos son buenos cristianos con hogares apacibles y familias amantes. Si les preguntases qué es lo que son exactamente te contestarían que forman una organización fraternal comprometida en la empresa de consolidar el mundo bajo un gobierno único en nombre de la paz, la tranquilidad y una sociedad ordenada. Llámanos también… una organización de mutua ayuda.
—¿Están también asentando su causa de un gobierno mundial central en La Haya, no es así? —dijo Rory.
Joseph le asestó una aguda ojeada, que se ablandó en orgullo, y tocó levemente el hombro de su hijo.
—No eres tan pueril como te imaginaba. Aunque en realidad, no creo que nunca te imaginase pueril.
—Tienes absoluta razón, papá. Bueno, en definitiva son una banda de hijos de perra —y de nuevo apareció jovial—: No creo que les gustasen algunos de tus comentarios, ni creo que confíen enteramente en ti, ¿verdad?
—En todo caso, no hables demasiado —dijo Joseph, y frunció el entrecejo—. Las vidas de los hombres han dependido de sus lenguas. No cometas el error de dudarlo ni siquiera un instante: estos hombres son los verdaderos gobernantes del mundo, como ya te he dicho. Hoy no te dieron a conocer sus nombres pero, llegado el momento, lo harán Sí, lo harán.