II

No pasaba ninguna noche sin que Elizabeth Hennessey se sentara junto a la ventana de su dormitorio a contemplar la casa de los Armagh. Enero había llegado y los prados y árboles estaban recubiertos de nieve; al atardecer, una vasta desolación cubría el cielo, las sombras grises se deslizaban sobre la blancura de la tierra y los acampanados abetos y pinos se erguían negros contra el poniente, donde brillaban frías tonalidades anaranjadas. Ni siquiera en Nochebuena se encendieron las luces en aquella casa, excepto en los aposentos altos de la servidumbre, y no hubo movimiento en las oscurecidas ventanas, ni idas y venidas. Ninguna campanilla de trineo quebró el silencio con su música, las chimeneas humeaban, pero esto era rutinario, los tejados parecían de mármol bajo la luna. El Año Nuevo llegó y se fue, pero las puertas no se abrieron, ni hubo risas, invitados, ni bailes, como de costumbre.

Porque Joseph y Bernadette habían llevado a su hija Ann Marie a Europa a fines de septiembre para una desesperada consulta con famosos neurólogos de Ginebra, París, Roma y Londres, y especialistas del cerebro. Kevin y Rory estaban en sus universidades, y no habían venido a casa para las vacaciones. Courtney había acompañado a Joseph y a Bernadette durante su desesperado peregrinaje hasta que Bernadette hizo evidente que él no era grato ni apreciado. Ahora estaba en Amalfi pero su madre no tenía noticias de cuándo regresaría. Elizabeth suponía que él había adivinado su relación con Joseph Armagh y que, en cierto modo, en su honda tristeza y confusión la culpaba por el origen de su nacimiento, la condición de Ann Marie y la humillación final de su asunto amoroso. Ella sabía que algún día, cuando su dolor disminuyera, él vería las cosas más claramente. Mientras tanto, tenía que contentarse con sus breves y frías misivas, a las que ella contestaba con maternal calor y cariño.

Era Rory quien la tenía al corriente de la familia por cartas de su madre. Las cartas que Joseph le enviaba estaban llenas de pesar y desesperación, y ella sabía que no debía contestarlas. Ann Marie ya podía caminar, alimentarse por sí misma, ayudar a la enfermera que la bañaba y la vestía, pero más allá de esto había quedado reducida a la inteligencia de una niña de menos de tres años, había olvidado su pasado, y no recordaba a Elizabeth y Courtney Hennessey, ni a sus hermanos entre visita y visita. Había perdido la memoria de los años de enseñanza y de toda su experiencia. El único indicio que a veces alentaba a la familia era su persistente miedo a los caballos y el terror que experimentaba ante el más pequeño grupo de árboles. Pero con el transcurso de los meses estos miedos comenzaron a desaparecer y sus padres pudieron sacarla de paseo, sin venda, en un carruaje. En consecuencia la última esperanza se extinguió y Joseph trataba de reconciliarse con la idea de que su tímida y joven hija sería una niña durante el resto de su vida. Una sola vez le escribió a Elizabeth:

«Sería preferible que hubiese muerto, porque si bien su salud corporal se ha restablecido y está volviéndose bastante rolliza, sus facultades mentales no se desarrollan. El único consuelo que tengo es que está aparentemente contenta, como lo era de niña, y juega y ríe como aquella niña, y es dócil y afectuosa, y por encima de todo, es feliz, con la inocencia de la infancia. Su fisonomía y sus colores son los de una niña pequeña. ¿Quién puede saber si esto no es para ella mejor que la madurez, y llega a ser vieja, amargada, desilusionada y triste, y plena de los temores de la madurez? Por lo menos nunca conocerá todo eso, nunca conocerá las pérdidas, el descontento, ni la desgracia. Está en el limbo del que nos hablaron los clérigos, es decir, en un estado de felicidad “natural” donde no hay tinieblas, ni temor, ni anhelos, sino solamente afecto, palabras amables y atenciones».

Rory escribió a Elizabeth que la familia esperaba regresar en primavera con Ann Marie. Los médicos habían aconsejado que la muchacha fuera alojada en «un cómodo retiro con aquellas otras infortunadas personas que nacieron en la misma condición, y donde ella recibiría cuidados profesionales, le enseñarían simples tareas y viviría entre seres que se hallaban en su mismo estado». Bernadette había aprobado con prontitud, pensando en la melancólica presencia de su hija en la casa, con enfermeras y constantes idas y venidas de médicos y «desequilibrios», tal como repetía Rory la expresión de su madre. Pero Joseph se había negado. Su hija viviría y moriría en su casa.

Elizabeth, en contra de su voluntad, estaba de acuerdo con Bernadette. Para Joseph la situación no era molesta, ya que rara vez iba a Green Hills, excepto algún fin de semana y durante las vacaciones. No tendría que soportar la diaria depresión que le produciría ver a las enfermeras y los boletines médicos. No tendría que ver diariamente a Ann Marie, y recordar su actual estado. No tendría que luchar con sirvientes recalcitrantes que se quejarían de la engorrosa presencia de una inválida, de las comidas especiales y de la autoridad de exigentes enfermeras. Todo aquello recaería sobre la gregaria, vital y activa Bernadette que odiaba las responsabilidades y especialmente odiaba la simple visión y el olor de la enfermedad, tanto en ella como en los demás. Si Ann Marie, en su presente estado, estuviera profundamente vinculada a sus padres, la cuestión sería distinta, pero Elizabeth había deducido que era igualmente feliz con las enfermeras y sirvientes del extranjero, no echaba de menos a nadie que no apareciese como de costumbre, y apenas reconocía a Bernadette y a Joseph. Una vez Joseph tuvo que permanecer en Londres por tres semanas, con Rory; cuando regresó, fue a visitar a Ann Marie, pero ella no lo reconoció en absoluto y estuvo huraña con él durante una semana. Esto, pensó Elizabeth, debió ser devastador para el padre.

¿Estaría castigando a Bernadette por lo que sospechaba, aunque no tenía pruebas?, se preguntaba Elizabeth. ¿Estaría castigándola porque ella nunca había sentido cariño por la pobre niña, y ésta era su venganza? Pero Elizabeth, que lo conocía mejor que nadie en el mundo, no podía contestar sus propias preguntas. Pensar en Ann Marie era como pensar en los difuntos, porque nunca más sería una muchacha adulta, ni podría volver a ocupar su sitio con los seres vivos. Lo que vivía en Ann Marie no era el alma pensadora que especulaba, se maravillaba y vivía experiencias y goces, y hasta pesares. Era un espíritu simple, animal, natural, que jamás se desarrollaría, ni conocería el amor, ni extrañaría a nadie, ni gozaría de nada.

Algunas veces Elizabeth pensaba: ¿el cerebro de Ann Marie está definitivamente dañado, se habrá apartado de la vida y no regresará a ella? Existen personas extremadamente sensibles, que al ser cruelmente heridas no pueden afrontar la existencia tal cual es y desarrollan una pérdida de memoria o regresan a una infancia menos penosa, menos agonizante, menos exigente en su aceptación. Cuando vuelven a esa isla rosa rodeada de incesante luz solar, nunca más quieren abandonarla. Nadie podía contestar a las conjeturas de Elizabeth, porque nadie sabía. ¿Había impulsado Bernadette a su hija a retornar a aquellos días infantiles, ya que el futuro y el presente eran tan horribles para alguien como Ann Marie? ¿O habría sido, en verdad, un «accidente»? Bernadette no hablaría, naturalmente, y Courtney y Kevin habían sido bastante explícitos y sus relatos nunca variaron. Sin embargo, Elizabeth, altamente intuitiva, tenía la convicción de que ninguno de los dos jóvenes había relatado los hechos con claridad. Recordaba que Courtney había dicho que Ann Marie recuperó el conocimiento en los bosques, lo reconoció y habló con él, le preguntó dónde estaba y cómo había llegado allí, y le había dicho que lo amaba. No obstante, más tarde, cuando Elizabeth le pidió que se lo contara de nuevo, él la miró con ojos fríos y remotos, y dijo:

—Madre, debiste imaginarlo o interpretar equivocadamente mis palabras. Yo sólo dije que ella abrió sus ojos una vez; si me reconoció o no, lo ignoro. Inmediatamente cayó en estado comatoso.

En consecuencia, Courtney, que nunca mentía, le había mentido a su madre. La razón sólo podía ser adivinada por intuición, pero ésta podía ser errónea. En cualquier caso el estrecho vínculo entre madre e hijo había sido destruido. Si volvería o no a reconstruirse sólo era una conjetura. Para Elizabeth esto era más terrible que pensar en Ann Marie, que por lo menos no conocía el dolor y jamás lo conocería.

Mientras, Elizabeth observaba el lento y desolado paso del invierno y por fin la clara luz fría de febrero, las negras tormentas de marzo. La primavera siempre llega, se decía a sí misma, aunque no sean las mismas que conocimos en el pasado. La vida no se renueva realmente. Sólo resucita las hojas muertas del pesar, la pérdida y el sufrimiento y está teñida por ellas de modo que cada nueva primavera trae su propia remembranza triste, sus antiguos anhelos, sus viejos espasmos de dolor, y es oscurecida inexorablemente de tal manera, que su paso está lleno de sombras y carece de color, de significado, y la despedida no produce nostalgia. La mejor esperanza dada al hombre en la Biblia fue: «En la tumba no hay memoria».

La propia casa de Elizabeth estaba tan silenciosa y desértica como la de los Armagh, ya no existían las felices anticipaciones de encuentros con Joseph en Nueva York, ni las risueñas excursiones con él, ni las largas charlas ante un confortable fuego, ni yacía con él en una tibia cama entrelazados como dos árboles, ni su corazón daba brincos al sonido de su voz. Sólo en el amor hay una verdadera primavera, reflexionaba ella melancólicamente. Sólo el amor nos hace inmortales e inmunes al transcurso del vivir; sólo en el amor hay juventud y esperanza. Sin el amor, somos árboles calcinados en una selva de cenizas donde nada se mueve ni tiene esencia ni significado, y donde no hay ocaso ni amanecer del sol, sino un crepúsculo en brumas. Elizabeth no iba a Nueva York a conciertos, teatros ni tiendas. No era de la clase de persona que consigue amistades fácilmente, y tampoco las deseaba. En consecuencia se quedaba en su desértica casa contemplando el paso de las semanas, y vivía pensando en la primavera en que Joseph regresaría. Mientras tanto, su vida estaba en suspenso.

¿Volverían ella y Joseph a conocer la profunda confianza de la intimidad, del amor entregado con pleno abandono? ¿Se deslizaría entre ellos, traicionándolos el recuerdo de aquella desastrosa noche? Para Elizabeth esto no tenía importancia, siempre y cuando estuvieran juntos. Sólo las mujeres eran abyectas en el amor. Lo podían perdonar todo, la infidelidad, el insulto, el abandono y las acusaciones infundadas. Los hombres representaban para ellas más que las mujeres para los hombres, y ésta era probablemente la maldición que sobre ellas pesaba. Y se cumplía en su caso, ya que ella podía amar sin egoísmo alguno, perdonando todo.

A principios de enero Joseph cablegrafió a su hijo Rory:

VEN REUNIRTE CONMIGO EN LONDRES DÍA DIECISIETE DE ESTE MES.

Rory pensó que tal vez los médicos le habían dado alguna esperanza. No, esto no era propio del viejo. Tenía que ser otra cosa. Su padre no era de los que se conformaban con una «esperanza». Era demasiado realista.

Le dijo a su esposa Marjorie:

—Tengo que dejarte por algún tiempo, amor mío. Mi padre me pide que vaya a reunirme con él en Londres.

Marjorie dijo con entusiasmo:

—Llévame contigo. Me agradaría conocer a tu padre. Sí, querido, ya sé. Todavía tienes que terminar tus estudios y eres el favorito de papá y temes que se entere de que te casaste con una descendiente de Paul Revere. Haría perder tono a tu familia —se quedó pensativa y añadió—: me pregunto qué pensaría mi padre de todo esto. Realmente quisiera saberlo.

—Maggie, no seas avinagrada.

Marjorie sonrió dulcemente:

—Siempre es ésta la aplastante respuesta del hombre, y se supone que con ella calmará a su esposa —y arrojándose entre sus brazos, exclamó—: ¡Rory, Rory! ¡No dejes nunca de amarme! Recuerda siempre que estoy aquí, esperándote. Rory, sería capaz de morir por ti. ¿No es esto algo que debería avergonzarme? Olvídalo. Bésame.

—Vosotras las mujeres exigís demasiado —dijo Rory con indulgencia ante el gran amor de ella—. Tenemos asuntos pendientes y solamente se te ocurre pensar que nos besemos.

—Y que nos amemos —dijo Marjorie—. ¿No dijo san Pablo que el amor está por encima de la fe y la esperanza? Olvídalo. Uno de estos días los hombres aprenderéis esta gran verdad, si antes no destruís el mundo.

—Oh, sí, claro, nosotros somos animales de presa, como todos los machos —dijo Rory. Poco después partía hacia Londres.

Rory supo que nada podía ser tan húmedo, oscuro, frío y triste como Inglaterra durante el invierno, tan deprimente, brumoso y humeante con aquel enjambre de chimeneas que constantemente escupían negro hollín y con un cielo apenas más claro. Sin embargo le gustaban las travesías marítimas y el barco era confortable y lujoso. Rory había acosado al «viejo». Charlie Deveraux para conseguir el pasaje de primera clase, aunque Joseph lo consideraba un «despilfarro». En consecuencia, Rory disponía de un magnífico camarote para él solo, con desayuno en la cama, y un sillón en el sector entoldado de la cubierta de paseo. Llevaba consigo sus libros de derecho y algunos de poesía e historia. Lo mismo que su padre, leía intensa y constantemente; esto sorprendía a los desconocidos, que no comprendían cómo teniendo una personalidad tan amable, risueña y accesible —sobre todo por su juvenil vigor, siempre dispuesto a participar en cualquier deporte—, podía ser tan aficionado a la lectura. Rory no se interesaba por los libros sobre política, aunque le gustaba la política en sí misma; en una oportunidad, su padre había dicho con su habitual sonrisa taciturna:

—No importa. Lo que en realidad interesa es conocer a la gente que controla a los políticos y decide el destino de una nación.

Rory había conocido a algunos de estos hombres en Nueva York y se reservaba sus opiniones.

Rory no era partidario de la modestia ni de la gente modesta.

—¿Por qué negar nuestras buenas cualidades? —solía decir.

Fue por eso que se las arregló para que el capitán del barco supiera que él estaba a bordo; de inmediato fue invitado a la mesa del capitán, un escocés con una rutilante barba roja, mostachos, cabello —y hasta el pelo que sobresalía de sus orejas— del mismo color. Sus ojos azules eran penetrantes, como taladros, pensaba Rory, tenía una gran nariz semítica y se apellidaba MacAfee; en la mesa, era galante con las damas y brusco con los hombres. Decidió que no le gustaba el estilo de Rory, descarado, demasiado sonriente, demasiado rico, demasiado cordial. Sin embargo, al tercer día ya no estaba tan seguro de que Rory fuera atolondrado, consentido y algo estúpido, y al quinto día, aunque su inicial antipatía no había desaparecido, pensó que el muchacho era en cierto modo digno de ser vigilado, «aunque sea difícil determinar el motivo», le confió a su primer oficial, que también era escocés.

—Sonríe como un condenado sol radiante, sonríe todo el tiempo, bromea demasiado y camina como un bailarín, pero hay algo que no está nada claro, y hasta diría que es para desconfiar.

—Es irlandés —decretó el segundo oficial.

—Eso sí que es —dijo el capitán, enfurruñado, alisando su roja barba—. Y un papista, no cabe duda. Pero debemos recordar, muchacho, que al fin de cuentas es un celta, como nosotros —volvió a fruncir el ceño—. Conozco todo lo relativo a su padre; es un infame maldito, pero es un accionista importante de esta línea. Es una vergüenza, pero lo es.

A Rory tampoco le gustaba el capitán MacAfee, pero no era hombre que cultivase antipatías, inquinas y prejuicios, ya que consumían tiempo inútilmente, cuando había cosas más interesantes en que concentrarse. Sobre todo, en la presencia de una muy joven señora que se sentaba a su izquierda y que iba acompañada por una severa dama de mediana edad de enormes pechos sobre los que brillaban apliques de azabache, y un rostro como el de una fiera domesticada, de recelosos y negros ojillos «como un reptil», calibró jovialmente Rory. Muy pronto supo que la interesante joven era la señorita Claudia Worthington, hija del embajador de los Estados Unidos ante la Corte de Su Majestad la Reina Victoria. Había padecido un grave «enfriamiento» aquel invierno y acababa de restablecerse, pero no regresaba a su último curso de colegio en Nueva York, sino que iba a reunirse con «papá y mamá» en Londres, «para pasar el verano en Devon y París». La señorita Luky Kirby, la imponente arpía, había sido su institutriz y era su dama de compañía y su asistenta personal.

Fue opinión de la señorita Kirby que la señorita Claudia era una «charlatana», y que había sido muy mal educado de su parte contestar a un desconocido aun cuando se sentara junto a ella en la mesa del capitán. Además, a juzgar por su vestimenta llamativa, sus «modales demasiado familiares» y su modo de reír cordialmente mostrando sus grandes dientes blancos, el desconocido era, sin duda alguna, un pícaro. Era demasiado alegre y afable para ser un caballero. Aun cuando supo quién era, la señorita Kirby irguió la cabeza con gesto desaprobador. Su opinión sobre Rory no cambió. En Norteamérica no era difícil adquirir vastas fortunas… para quien no tenía escrúpulos, y Joseph Armagh, según acostumbraban insinuar los periódicos hostiles, no se distinguía por los escrúpulos y «compraba y vendía políticos como caballos en una feria». El hecho de que su patrón, el honorable Stephen Worthington, tampoco tuviera demasiados escrúpulos, sino que, como declaró abiertamente el «New York Times», «compró» su cargo de embajador, no cambiaba la opinión de la señorita Kirby. Después de todo tenía una posición. Además, ella recibía un buen sueldo y su esposa era una gran dama. La señorita Kirby pensaba que el embajador conocía muy bien a Joseph Armagh, y lo visitaba con frecuencia en Washington. Sin embargo, cuando estaba en su hogar, en la mansión de la Quinta Avenida en Nueva York, hablaba del señor Armagh con un tono que implicaba cordial desdén y hasta cierto temor. La señorita Kirby, que no era tonta, había aprendido que el desdén era asumido con la finalidad de ocultar otra emoción más siniestra; por esa razón había llegado a la conclusión de que el señor Armagh era un monstruo al que deberían expulsar del país después de haber sido convenientemente embreado y emplumado. ¡Y este joven que se sentaba tan a sus anchas y bromeaba con la señorita Claudia era su hijo! Era difícil soportar semejante atrevimiento.

Claudia tenía solamente dieciséis años, pero era demasiado sofisticada y avispada, ya que conocía la importancia de la posición y el dinero. Al principio Rory pensó que ella era afectada y poco educada ya que sus modales, aunque ceremoniosos, eran muy exagerados. Llevaba guantes todo el tiempo, y se los quitaba sólo a la hora de comer, para mostrar unas manos que no eran nada elegantes ni bonitas, con anchos nudillos. Pero Rory se dio cuenta muy pronto de que ella no era consciente de la tosquedad de sus manos y que llevaba guantes todo el tiempo para demostrar que era una dama y que también tenía una posición. Era alta y su cuerpo era demasiado delgado para ser perfecto; sus caderas no necesitaban acolchado para exceder el tamaño normal y tenían forma de ánfora, y Rory imaginaba que también sus piernas estarían en proporción. Suponía, además, que sus pechos habían sido aumentados con ciertos artificios para dar mayor realce a la muchacha. Su cintura era tan estrecha que seguramente un hombre podía abarcarla con dos manos, sin dificultad. Le gustaban las muchachas de talle delgado, aunque sabía que generalmente eran obtenidos a costa de dolorosa comprensión entre ballenas y prietas cintas.

Rory adoraba a las mujeres lindas. Ni siquiera el amor que sentía por su esposa Marjorie había logrado disminuir su veneración por el otro sexo ni le había hecho rechazar insinuaciones de naturaleza amatoria de cualquier mujer deliciosa. Conocía perfectamente su propia naturaleza, y no pensaba que esto fuera una infidelidad hacia Marjorie. Amaba a Marjorie y nunca amaría a ninguna otra, se decía a sí mismo y, curiosamente, esto era absolutamente cierto. Sin embargo un poco de galanteo con alguna encantadora mujer que fuera propensa a ello no perjudicaría su devoción por Marjorie. Nunca tuvo la menor intención de permanecer totalmente fiel a Marjorie, aunque durante los primeros meses este pensamiento no era consciente.

Al principio, pensó que Claudia Worthington no era atractiva, ni mucho menos, sino que su aspecto era «exótico», pero no estaba seguro de que le gustase el «exotismo» en las mujeres. Tenía un rostro anguloso, de pómulos anchos y profundos hoyos debajo de ellos, una nariz recta y algo arrogante, una ancha boca rosa y ojos sesgados que le hicieron pensar en una «oriental». Eran de un color insólito, de oscuro castaño verdoso. Sus cejas eran demasiado gruesas y negras y casi se juntaban sobre el caballete de su nariz, y también eran oblicuas. Tenía un mentón recio y obstinado con un hoyuelo. Su cuello no era grácil y terso, como debería ser el de una muchacha, sino que tenía un matiz cetrino y cuerdas visibles. Su cabello era castaño oscuro, espeso y brillante como la piel de un animal bien nutrido, denso y abundante, y por esto no necesitaba ningún artificio para que se levantara impresionantemente alto sobre su estrecha frente en el nuevo estilo Pompadour, y los dos largos bucles que colgaban sobre sus hombros eran también «legítimos». Vestía con gusto instintivo y no con esa tendencia de las jóvenes a ajustarse a la moda del momento. Sus vestidos eran lujosos pero sin ostentación, y sus joyas se adecuaban a su edad. Llevaba aretes de oro y casi siempre una corta sarta de perlas finamente parejas, y un anillo con una perla rodeada de ópalos.

Para la diversión, para episodios de flirteo, por inocentes que resultasen, Rory prefería, como su padre, las mujeres frívolas, pero por una razón enteramente distinta. La preferencia de Joseph surgía del hecho de que consideraba a la mujer únicamente como un objeto para satisfacer su deseo de inmediato placer y después olvidarla. Pero a Rory le gustaban las mujeres parlanchinas porque por lo general poseían gracia, buen humor y sentido común, y nunca se «ataban» a un hombre, ni esperaban de él más de lo que realmente estaba dispuesto a dar.

Rory decidió inmediatamente que Claudia no era una muchacha de este tipo, que no era bonita —al estilo que le agradaba—, y que tenía la costumbre de abrir sus ojos exageradamente, cosa que podría haber resultado encantador en una muchacha más dulce pero que en Claudia se convertía en una mirada fija, dura y no precisamente atractiva y, por añadidura, las gruesas cejas, demasiado bajas, le daban un aspecto más bien ceñudo aun cuando los labios sonriesen. El primer día Rory pensó que se trataba de una chica adusta y decidió ignorarla.

Después, a la hora de la cena, quedó sorprendido. No se debía a que llevase nada extraordinario. El vestido —de seda malva con un corpiño incrustado en perlas— tenía clase y realzaba su figura. Era otra cosa. Descubrió que apenas podía apartar la vista de aquella muchacha, que no era nada linda, con el henchido labio inferior tan rosa y el perfil carente de provocación. Precisamente cuando acababa de decidir que era totalmente ordinaria, se sorprendió pensando: «¡Caramba, es exótica, cautivadora, insólita!». Al instante siguiente ella volvía a ser una colegiala de vacaciones, charlando sobre algo insustancial con una voz más bien ligera, casi pueril. Tenía un amaneramiento a modo de latiguillo que la hacía hablar demasiado velozmente, de modo que sus palabras brotaban ensartadas y repentinamente se detenía para recobrar el resuello. Algunas veces su voz resultaba inaudible aunque sus labios continuaran moviéndose rápidamente.

Era esta cualidad suya —de aparecer trivial en determinado momento y desmedidamente misteriosa al instante siguiente, sin el menor cambio en sus facciones— lo que resultaba fascinante. No empleaba artificios para atraer, ni coqueterías estudiadas. Rory había oído hablar de encanto, y consideraba exquisita a Marjorie, pero supo que existía un atributo irresistible, realmente encantador en todo su pleno significado y que no tenía nada que ver con la belleza ni ningún otro atractivo, ni gracia de carácter. En aquellos momentos la falta de belleza de Claudia aumentaba aquel magnetismo de modo que el observador quedábase febrilmente preguntándose qué era lo que la hacía tan sorprendente, tan fascinante, tan capaz de atraer las miradas. ¿Era su expresión, sus ojos, su sonrisa, sus modales? Nada de eso. Era algo espontáneo, pero la muchacha parecía no estar enterada.

Pero Rory advirtió que el capitán y los otros comensales estaban tan perplejos como él mismo ante aquella indefinible pero poderosa cualidad. No era un atractivo sexual, ni implicaba sexualidad. Estaba allí, simplemente; era un arma temible y arrobadora. Era misterioso, a pesar de que quien la poseía no era misteriosa en absoluto.

En los días que siguieron Rory intentó sondear el secreto de aquel encanto sin artificio, pero era algo imposible de conocer o analizar. El carácter de la muchacha no impresionaba por hondura, intelecto, bondad ni simpatía. Era, de hecho, algo insípido, sin pasión ni sutileza. Pero también alentaba una dureza, una perversa decisión, un ensimismado envanecimiento, que podían resultar desagradables. Había también indicios de codicia y exigencia. No obstante, Rory pensaba: «¿Qué es lo que tiene ella?». Cuando ella concentraba sobre él aquel encanto, consciente o no, parecía la más adorable criatura del mundo, deseable por encima de todas las otras mujeres, y se sentía aturdido. Ahora comprendía a esos tontos varones que renunciaban a tronos, honores, familia, tradición, obligaciones y orgullo por mujeres como aquélla.

Pero Rory esperaba de una mujer algo más que aquel intimidante y sin embargo irresistible encanto. A la mañana y al anochecer paseaba con Claudia por la cubierta —ella lo encontraba delicioso, como le había dicho desafiantemente a la señorita Kirby—; Rory embutido en prendas de abrigo y Claudia en pieles; la señorita Kirby los escoltaba, como un silencioso y censurante granadero, en larga capa de lana forrada y esclavina de marta cebellina. Rory, el político, sabía que era necesario cultivar el trato de todos cuantos fueran importantes, y Claudia era importante y, aunque a partir del quinto día lo aburría hasta el bostezo, seguía siendo galante con ella. Parloteaba, y por lo general de ella misma, sus ropas, la gente que conocía, su colegio, sus amistades, su familia, su «distinguido» padre, lo que él le había dicho a la Reina y lo que Su Majestad le había respondido, su próxima presentación ante la Reina, vestida de blanca seda y plumas, cómo la Princesa de Gales había elogiado el vestido y las joyas de Navidades de su madre, caballos, perros, su gato favorito y las pesadas lecciones que la señorita Kirby presidía cada mañana después del desayuno. Si Rory trataba de introducir otro tema, tal como libros o viajes, ella lo miraba con impaciencia y decía con voz ligeramente petulante:

—¿De veras? ¿No crees que París está demasiado visto? ¿Te conté lo que me dijo Angela Small, la muy descarada, antes de que yo me enfermara? Fue demasiado maligno.

Pero Rory se dio cuenta de que ella nunca se equivocaba al mencionar la posición social de las personas que nombraba, así como su importancia social. Si tenía pensamientos poéticos, o se había dado cuenta del mundo de la naturaleza y de la belleza que la rodeaban, no parecía evidente. ¿Música? Le gustaban Gilbert y Sullivan, lógicamente, como a todo el mundo. La ópera era pesada. (Empleaba este término para cualquier cosa que no atraía su interés o le resultaba vulgar). Su mundo era ella misma, ante todo. Todas las cosas y personas giraban en torno a ella. Aceptaba este hecho con complacencia, y nunca lo ponía en duda. Mientras Rory no la mirase directamente quedaba inmune a su encanto, su misterioso hechizo y fascinación. Entonces era tan sólo una colegiala inefablemente pesada y algo estúpida, engreída, incapaz de formarse un buen juicio sobre los demás —excepto cuando servía a sus propios intereses— y materialista hasta tal punto que al mismo Rory le resultaba repulsivo. Con sólo mirarla quedaba subyugado, aunque su intrínseco desagrado por ella no disminuía. En realidad, se acrecentaba, ya que la atracción que ella ejercía sobre él le desagradaba y hería su propio orgullo. Comenzó a realizar pequeñas maniobras para esquivarla, pero ahí estaba a las horas del almuerzo y la cena, y siempre lo encontraba para dar paseos, y así al fin se dijo a sí mismo: «¡Vaya, esta majadera me está verdaderamente persiguiendo!». Su orgullo varonil se sentía halagado, pero deseaba que ella tuviera algo de auténtica inteligencia y no emplease los lugares comunes que había aprendido en su colegio y en su ambiente social, y que tuviera simplemente algún que otro pensamiento original de vez en cuando.

En la fiesta de despedida dada por el capitán poco antes de la llegada a Southampton, apareció vestida de raso y encajes rosa y era tan dominante que difícilmente un hombre podía apartar sus ojos de ella, y Rory pensó: «Es el objeto más hermoso del mundo, y sin embargo no tiene un solo rasgo bonito ni una pizca de seso en su cabeza». Ella estaba contenta de que la gente creyese que tenía por lo menos dieciocho años, y le encantaba informarles que todavía no «había sido presentada en sociedad», añadiendo que dentro de dos meses cumplía los diecisiete.

Claudia y la señorita Kirby fueron recibidas en Southampton por dos de los agregados del embajador. Claudia los presentó amablemente a Rory, y comentó que su querido papá era el famoso Joseph Armagh; Rory fue invitado a acompañar al grupo en su vagón especial hasta Londres. Pero Rory, por el momento, ya había visto demasiado a la señorita Worthington, por más encanto que tuviera, así que se disculpó apresuradamente y desapareció. En cierto modo, mientras estaba instalado en el vagón de primera clase del tren hacia Londres, sintió que su despedida tuvo algo de fuga, y pensó en Marjorie, que tenía inteligencia, ingenio y percepción, y una encantadora profundidad de carácter y simpatía. El tren era frío, pero el pensamiento de Marjorie lo entibió, sacó su estuche de correspondencia y le escribió allí mismo una carta. Era muy fervorosa y Marjorie sintióse colmada de dicha al recibirla, aunque se sonrojó ante alguna de las insinuaciones.

Rory esquivó a Claudia y a su grupo en la gran estación ruidosa y humeante de Londres, subió a un simón y se dirigió al oscuro aunque suntuoso hotel en el que Joseph se alojaba habitualmente. Tal como Rory había pensado, el día en Londres era húmedo, lluvioso y oscuro, y una neblina planeaba en girones cubriéndolo todo, y los negros paraguas relucían en las transitadas calles y los ómnibus chapoteaban a través de charcos y predominaba la fetidez del gas de alumbrado. Hasta las tiendas iluminadas lucían tristes y sombrías.

El hotel era enorme, antiguo y confortable y felizmente había un buen fuego en el hogar del vestíbulo así que el interior era un poco más tibio que el exterior. Estaba adornado con terciopelos rojo oscuro y caoba y espejos en marco de dorado antiguo, y todo estaba en silencio como en una catedral. Subió a la «suite» habitual Armagh en el tercer piso, en el dorado y crujiente ascensor que era elevado y bajado mediante cables. ¿Por qué su padre elegía aquel hotel, cuando había otros mucho más alegres en Londres? Nunca supo que cuando Joseph entraba en aquel vestíbulo, estaba realmente huyendo de una cabaña agrietada y remendada en Irlanda, y que había escapado por escaso margen a los criminales enemigos por los negros senderos cercanos.

La «suite» era enorme, y también allí había un fuego bien nutrido que caldeaba deliciosamente. Rory sabía que su padre no soportaba el frío, pero no conocía la razón. Vio de inmediato que Joseph había envejecido mucho, y estaba más flaco que nunca, aunque comedido como siempre. Las anchas vetas de gris blanquecino en su espeso cabello rojo habían aumentado. Recibió a su hijo como si lo hubiera visto el día anterior. Pero Rory preguntó:

—¿Cómo está Ann Marie? ¿Ella y mamá están contigo?

—Están en un sanatorio de París —dijo Joseph—. ¿Ann Marie? Sigue igual. Sonrosada, saludable y floreciente —hizo una pausa bajando la vista—. Nunca recobrará la memoria. Ya nos hemos conformado —su hermético semblante no cambió, pero había un hundimiento en torno a su boca—. Estoy aquí sólo por unos días, Rory. De negocios. Ya es hora de que seas presentado a… a los hombres que importan.

—¿Los que conocí en Nueva York?

—No. Tú solamente viste a los norteamericanos. Ahora conocerás a los internacionales que… —se interrumpió. Después reiteró—: Los hombres que importan.

No dio más explicaciones. Consumieron una suntuosa cena en su comedor privado y Rory notó que su padre comía muy poco. Aunque esto era casi habitual en él. Apenas probó el vino, que Rory bebió con gusto, mientras su rubicundo rostro se ponía cada vez más colorado. De vez en cuando su padre lo observaba agudamente. Los leños chisporroteaban; el aroma de buey asado, el budín de Yorkshire y el pastel de riñones eran reconfortantes.

A Rory le gustaba conseguir que su padre sonriese y olvidara su expresión taciturna. Así que con su estilo vivaz y divertido le contó lo referente a Claudia.

—¿La hija del embajador? —dijo Joseph mostrando algún interés—. ¿Una chiquilla tonta, dijiste? El embajador es un cerdo inmundo.

Era raro que Joseph calificara a alguien tan agresivamente, así que Rory se sintió interesado.

—Yo pensaba que era un viejo amigo tuyo, papá.

—¿Amigo? Yo no tengo amigos —dijo Joseph. Estudió su copa de vino, todavía llena—. Excepto, quizás, Harry Zeff y Charles Deveraux. Tengo… relaciones y conocidos. Recomendé a Steve a determinadas personas y al Presidente. Me debe mucho.

—¿Si tienes una opinión tan baja de él por qué lo recomendaste? —quiso saber Rory, siempre inquisitivo.

Joseph lo miró con refrenada impaciencia.

—¿Todavía no has aprendido, con lo que te he dicho, que la política es algo enteramente separado de las personalidades, muchacho? ¿Acaso crees que yo y los hombres que conozco, vamos recomendando a hombres buenos de integridad y temple? No seas tonto, Rory, y no me decepciones. Tales hombres no servirían en absoluto para nuestros propósitos. Seleccionamos a los hombres que nos servirán. El embajador tiene influencia en el otro partido, también, porque es un hombre rico, aunque no me gustaría verlo en compañía de mi hija —pensó en Ann Marie y su rostro se ensombreció—. Ni con un joven hijo mío. Puede ser útil, cuando te presentes a candidato para el Congreso, dentro de unos años.

Saciado, cómodo y soñoliento, Rory se reclinó en su silla y sus claros ojos azules eran aparentemente cándidos.

—Papá, ¿para qué quieres que yo sea congresista, luego senador, quizá, o gobernador, o, como solías decir, presidente de los Estados Unidos?

Sonrió como si acabase de decir un buen chiste, pero su padre le dirigió una de sus fieras miradas y Rory dejó de sonreír.

—Creía habértelo dicho —dijo Joseph con lentas pero enfáticas palabras—. La nación que no me quiso aceptar ni a mí ni a mi familia, la nación que me rechazó, la nación que me despreció… aceptará a mis hijos como diputados, senadores o lo que sea. Ésta será mi… —y se detuvo para saborear un poco de vino.

Rory se sentía molesto.

—Pero ahora ya has sido aceptado, papá. Hace mucho tiempo.

—Nunca habrá eso de «hace ya mucho tiempo» —y los largos dedos delgados de Joseph se crisparon sobre la mesa—. Para nosotros, los irlandeses, los recuerdos son muy tenaces.

Y muy sombríos también, pensó Rory, que no tenía ningún recuerdo tenebroso ni remembranza de ningún dolor. Conocía la historia de su padre ya que Joseph se la contó con frecuencia. Pero, pensaba Rory, ésta es la historia de muchos inmigrantes en Norteamérica, judíos, católicos, esperanzados protestantes pobres, agricultores de la Europa oriental. Ellos no conservaban «tenaces y malos recuerdos». Simplemente, estaban agradecidos por hallarse en Norteamérica. Las cejas bronceadas de Rory se fruncieron en meditación. Era posible que ellos no poseyeran el inflexible orgullo del irlandés, o la sensibilidad irlandesa. «Bueno, en todo caso, yo no», pensó Rory, que estaba orgulloso de su raza y había tropezado con escasos insultos en su amparada vida, y hasta los encontró hilarantes.

—Cuéntame de esta chica Claudia —dijo Joseph, y Rory se asombró.

Parecía una petición pueril por parte de su indómito padre, y hasta un poco indigna de él. Pero Rory rara vez interrogaba a su padre, ya que Joseph tenía siempre sus motivos. Por ello, Rory habló jocosamente de Claudia Worthington y no percibió que Joseph le escrutaba atentamente y que, en ocasiones, se absorbía los labios como sumido en honda cavilación. Algunas veces sonreía, mientras observaba cómo Rory, un poco bebido, daba una muy pintoresca descripción de la damita y trataba de describir su cualidad fascinante y evasiva.

—Entonces quedaste impresionado por ella —dijo Joseph.

Rory meditó unos instantes.

—No es linda, pero, de pronto, es más que hermosa. Todavía no ha cumplido los diecisiete. Algún día, quizás será una mujer notable, aunque tiene menos sesos que un mosquito.

—Los sesos no son necesarios en una mujer —dijo Joseph—. De hecho, son desventajosos para nosotros. Debiste haber aceptado su oferta del vagón particular.

—¿Por qué?

—¡Maldita sea! ¿Es qué resultará preciso que te explique el significado de cada palabra, joven idiota?

El comedor estaba ahora más que caldeado y lleno del aroma de la comida, del vino y de las flores primaverales. Repentinamente, Rory sintió frío, hasta estremecerse, con un presagio agorero.

Joseph se puso en pie y Rory alzó la vista mirándole. Dijo Joseph:

—Yo creía haberte enseñado que nunca debes dejar pasar una sola oportunidad de progresar y a hacer uso siempre de la más pequeña ocasión. La hija del embajador no es una pequeña oportunidad. Recuérdalo.

«¿Qué diablos quiere decir?», pensó Rory. «¿Acaso quiere que le sirva a ella de caballero acompañante por todo Londres? Lo puedo hacer sin demasiado esfuerzo, y quizás hasta con un posible y leve disfrute. Estoy dispuesto».

Pero Rory vio los ojos de su padre fijos en él con intensidad y comprendió que Joseph estaba pensando en algo distinto, y conspirando ya.

—La esposa del embajador —expuso Joseph— está lejanamente emparentada con la Casa Real británica. Conserva bien esto en la mente. El embajador dará un baile muy pronto para la presentación en sociedad de su hija, según tengo entendido. Ella heredará de su madre una fortuna considerable, y de su padre todavía más, y es hija única. Tiene tíos con gran influencia en Washington, Londres, Berlín y Roma. Nunca olvides esto. Hemos sido, naturalmente, invitados al baile.

Como si la mirada fija y aturdida de Rory fuera excesiva para tolerarla, Joseph abandonó bruscamente el comedor. Rory siguió inmóvil, muy reclinado en su silla. Volvió a rellenarse la copa. Miró en derredor, ceñudo. Ahora ya sabía sobradamente lo que su padre quería significar.

Súbitamente deseó ver a Marjorie, mantenerla apretada en sus brazos, besarla y acariciarla, aspirar el aroma a azucenas de su brillante pelo negro, oír su voz burlona, tocar sus pechos, mirar en sus ojos. «Maggie, Maggie», pensó, «nada podrá separamos jamás, cariño. Mi pequeña y temeraria Maggie». Era el vino, naturalmente, pero sus ojos se llenaron de lágrimas, y se estremeció de pies a cabeza aunque el fuego ardía con mayor fuerza. Por vez primera en su vida conoció el pleno significado del miedo.