I

La pesadilla resultaba interminable. Courtney, Kevin y Elizabeth estaban sentados en un pequeño salón en la parte posterior a las salas de estar de la casa Armagh, en un silencio demasiado denso para que pudiera ser truncado siquiera por un suspiro o un murmullo. Rondaba la medianoche y el aire todavía era cálido, aunque ya había caído la noche; de las colinas venía un lejano redoble de truenos, sin relámpagos, ni luna, ni estrellas. Elizabeth estaba reclinada en una silla, con el rostro pálido y vuelto hacia el techo, los ojos cerrados por el agotamiento, su vestido parecía demasiado amplio para su cuerpo; su claro cabello estaba despeinado. Kevin estaba sentado, inmóvil; sus negros rizos casi de punta, su rostro aceitunado tenso e inexpresivo, sus negros ojos mirando fijamente hacia adelante. Había hondos rasguños en sus manos y mejillas causados por las ramas con las que había tropezado y la sangre se había resecado en ellos; no se había mudado el desgarrado traje marrón y sus botas estaban todavía barrosas con fango reseco, musgo y hojitas. Courtney estaba sentado cerca de su madre, tan inmóvil como ella y su rostro aún más pálido tenía sombras azuladas bajo los pómulos.

El pequeño salón era llamativo, adornado con los vívidos colores que le gustaban a Bernadette, todo en azul intenso, escarlatas y amarillos, el techo abovedado estaba pintado con corderos y pastoras danzantes en un increíble prado verdegay repleto de margaritas. Las luces estaban encendidas. La estancia resultaba discordante con la situación con aquellas tres figuras silenciosas sentadas en sillas multicolores, los pies, inmóviles, apoyados en alfombras chinas color jade. Figurillas de porcelana formaban corros en pequeños veladores dorados y un reloj de bronce y oro tintineaba alegremente en la repisa de mármol blanco, festivas y frívolas figuras retozaban en los cuadros que había sobre las paredes de seda amarilla y el aroma de rosas tardías acudía a través de los ventanales abiertos.

Arriba, en la habitación de Ann Marie, había tres médicos y su padre estaba con ellos; Bernadette había tomado sedantes y estaba acostada en su ostentoso dormitorio; las horas transcurrían lentamente. Ocasionalmente aparecía una criada trayendo té y tostadas y se llevaba tazas que no habían sido tocadas. Famosos médicos de Filadelfia, Boston y Nueva York habían sido llamados por telegrama, y llegarían a la mañana siguiente. Mientras tanto, Ann Marie estaba casi moribunda. Todos en el pequeño salón se sobresaltaban ante cualquier sonido cercano o voz distante, aterrorizados con la idea de recibir noticias fatales, pero albergando la esperanza de que Ann Marie todavía tenía vida, y que había una posibilidad de salvarla.

El descenso de la colina formó parte de una permanente pesadilla, con Ann Marie tendida sobre una ancha puerta cubierta de mantas y ella misma envuelta en éstas, y Kevin y Courtney cabalgando detrás. Courtney recordaba con estremecimiento cómo Kevin había regresado con un rifle poniendo término eficiente y misericordiosamente al sufrimiento del caballo de Ann Marie. Lo había hecho sin lamentarse ni entristecerse; había que hacerlo, y lo hizo. El disparo había sonado estrepitosamente a través del verde umbrío de los bosques, pero Ann Marie no lo oyó. Después había comenzado el descenso de la colina hasta la victoria que esperaba con la puerta, cubierta con mantas, había sido arrancada apresuradamente de la casa; varios hombres estaban preparados para tender sobre ella a la muchacha inconsciente, eran los mismos que la habían transportado cuidadosamente desde la obstinada espesura.

Courtney pensó que Kevin debía conocer la verdad, o de lo contrario el resultado sería catastrófico. Courtney conocía bien a Joseph Armagh, sabía de qué era capaz y adivinó lo que haría cuando descubriese quién había impulsado a Ann Marie a precipitarse hacia lo que podría ser su muerte. Bernadette debía ser avisada. Su marido nunca debía saber su parte en aquel desastre, aunque sólo fuera por el bien de Elizabeth. Lo que le había ocurrido a Ann Marie exigía verdadera venganza, pero no debía ser la clase de venganza que Joseph Armagh podía infligir, ya que Ann Marie podía vivir y no debía ser la causa de la violencia entre sus padres ni de las cosas que Joseph haría indudablemente. Y, seguramente, habría escándalo. Por consiguiente, Kevin debía enterarse e inducir a su madre a guardar silencio. Courtney dudaba que Kevin y Rory sintiesen cariño por Bernadette, pero tenían que ser protegidos porque eran jóvenes y tenían un futuro, y Bernadette no vacilaría un instante en perjudicarlos, tal como había hecho con su hija, para atormentar a su marido y vengarse ella misma de Elizabeth.

Así que, mientras la dolorosa procesión bajaba por la ladera, Courtney colocó su mano en el cuello del caballo de Kevin; éste volvió hacia él su hosco rostro cuadrado y lo miró con sus oscuros ojos, que se mostraban fríos y hostiles. Preguntó:

—¿Ya estás dispuesto a contármelo?

Courtney se lo explicó sin vehemencia y tan escuetamente como le fue posible, con pocas palabras.

—No cabe duda que tu madre se lo dijo, aunque le advertí a Ann Marie que no le hablara hasta que yo estuviese con ella. Por entonces yo no sabía la verdad; sólo quería estar junto a Ann Marie cuando vuestra madre supiera que nosotros…, que nosotros… nos disponíamos… a casarnos.

Kevin había escuchado sin expresión en su ancho rostro. Cuando Courtney le reveló su parentesco los ojos de Kevin brillaron y se dilataron; miró fijamente a Courtney, pero no dijo nada. Cuando Courtney hubo terminado siguieron cabalgando lentamente; Kevin no dejaba de mirar hacia adelante.

—Debemos insistir en nuestra propia versión de que nadie le dijo nada a Ann Marie y que su caballo se asustó por algo…, un conejo, una ardilla, el disparo de un cazador lejano, cualquier cosa, y se desbocó por los bosques. Ambos lo vimos. Esto es lo que diremos.

Kevin cabeceó brevemente, asintiendo, su recio mentón se endureció y apretó sus gruesos labios. Por fin, dijo:

—Pero ¿y si Ann Marie recobra el conocimiento y cuenta la verdad?

—Creo que no lo hará —dijo Courtney, agachando la cabeza—. Ella es demasiado buena, demasiado comprensiva. No heriría a sus padres aunque muriese a causa de ello.

Entonces Kevin dijo:

—Lo siento. Realmente lo siento, Courtney —y miró a su joven tío con evidente conmiseración.

No volvieron a hablar. Pero cuando llegaron a la casa —que estaba envuelta en un torbellino de angustia—, Kevin se acercó a su madre y la condujo hasta arriba por la fuerza, mientras ella lloraba y gemía, después la empujó dentro del dormitorio y cerró la puerta. Tardó largo rato en bajar las escaleras. Cuando lo hizo parecía haber crecido en edad y su mirada era inexpresiva. Después Elizabeth llegó a la casa, y Kevin la acogió con gran amabilidad y cortesía, contestando a todas sus ansiosas preguntas con tal aplomo y seguridad que Courtney, que no podía hablar, pudo solamente admirarle por su recién adquirida hombría y su manifiesta fuerza de carácter.

Elizabeth halló una ocasión de susurrarle a su hijo:

—Ann Marie… ¿nunca lo supo, nunca tuviste la oportunidad de decírselo?

—No —dijo Courtney mirándola fijamente; ella le creyó—. No tuve oportunidad. Su caballo se desbocó antes que pudiera decirle una sola palabra.

—Entonces fue como una tregua compasiva —dijo su madre, y comenzó a llorar—. La pobre niña, la pobre chiquilla. Fue una suerte para todos que Kevin decidiese ir a verte en tu sitio de reunión con ella, para preguntarte algo acerca de Rory. ¿Ocurre algo malo con Rory?

Courtney apenas negó con la cabeza, y entonces comenzaron su larga vigilia. Joseph fue recibido en la estación por Kevin, y al entrar en la casa, fue directamente arriba para ver a Ann Marie y a los médicos que luchaban por salvarle la vida. Bernadette, finalmente reducida al silencio, dormía con sueño de drogada.

El gran reloj de pie del vestíbulo marcó las doce y media de la noche. Nadie había cenado, pero ni el ama de llaves ni la cocinera ofrecieron la cena. Era como si todo en la casa se hubiese retraído y concentrado en una sola habitación del segundo piso.

Entonces se oyeron lentos pasos por los peldaños de mármol y Courtney y Kevin se levantaron y ambos apretaron los puños mirando la puerta, temerosos de salir al pasillo que conducía al vestíbulo, y temerosos por no hacerlo. Entonces apareció Joseph en el umbral y vieron su rostro avejentado por la ansiedad y el horror, aunque sus ojos brillaban más que nunca; era como si un fuego ardiese tras su amargo azul, su amplia boca se curvaba hacia adentro.

Miró, antes que a nadie, a Elizabeth; ella se puso en pie lentamente y dijo:

—Joseph, ¿cómo está Ann Marie? —sus ojos eran febrilmente verdes a la luz de las lámparas y su boca temblaba.

Él dijo con voz enronquecida:

—Está viva, pero eso es todo. No ha recobrado el conocimiento. Temen que tenga el cráneo fracturado y que se esté desangrando internamente. No hay fracturas óseas, salvo en su brazo izquierdo. Uno de los médicos se ha ido; los otros esperarán hasta mañana, a que lleguen los especialistas. También tendrá enfermeras. Han enviado a buscarlas. Lo único que nos cabe esperar es que sobreviva a la primera conmoción.

Elizabeth se sentó bruscamente porque estaba débil y fatigada, pero los dos jóvenes hicieron frente a Joseph en silencio; fue a ellos a quienes miró Joseph y el fuego azul de sus ojos resplandeció amenazadoramente. Le dijo a Kevin:

—Quisiera oír de nuevo tu relato.

Kevin debió emplear toda su fuerza de voluntad para no mirar a Courtney. Dijo:

—Ya te dije papá, en el camino a casa desde la estación, que encontré a Ann Marie en los establos. Yo acababa de regresar de una galopada. Ella dijo que Courtney había llegado por la mañana y que iba a reunirse con él en su «sitio de costumbre». Había algo que yo quería preguntarle a Courtney… acerca de Rory; le pregunté a Ann Marie si le molestaba que yo fuera allá sólo por unos minutos, ella dijo que, naturalmente, podía acompañarla.

Hizo una pausa y decidió que una pequeña improvisación podía dar más fuerza a su relato y afirmó:

—Comprendí que resultaban un poco inoportuno, pero de todos modos fui con ella. Ella remontó la colina delante mío. Creo que yo no iba a más de cinco metros tras ella. Comenté que Missy parecía un poco nerviosa, pero Ann Marie dijo que siempre estaba espantadiza durante los primeros minutos. Ann Marie se adelantó al llegar a la cumbre de la colina, y yo llegué justo a tiempo para verla tirar de la brida frente al caballo de Courtney, y entonces…, no sé exactamente lo que pasó. Quizás fue un conejo, o una ardilla. Creo que oí el disparo de una escopeta al otro lado de la colina. Pero el caso es que Missy se encabritó y relinchó…, ya sabes lo bruscos que son los caballos…, en sus reacciones…

—No, no lo sé —dijo Joseph. Acechaba el rostro de su hijo con la concentración de un águila, vigilando para captar la más leve señal de falsedad, embarazo o evidente elaboración, y Kevin sintió que el sudor corría entre sus omoplatos, porque conocía a su padre y su habilidad para sondear las mentes de los demás—. Pero, sigue adelante —añadió Joseph.

—Yo creo que Ann Marie gritó algo, pero el caballo era demasiado fogoso para ella, aunque lo haya montado durante dos años. Como sea, el caballo giró sobre sus cuartos traseros, bajó las patas delanteras y se desboco penetrando en los bosques. Courtney y yo corrimos tras ella. La encontramos, y Courtney permaneció con ella mientras yo iba en busca de ayuda. Esto es todo, papá.

Joseph estudió a su hijo en silencio impasible, y recorrió con sus ojos los rasgos del joven, examinando cada línea, cada facción, escrutando en sus ojos; finalmente dijo:

—¿Y esto es todo? ¿Me lo has contado todo?

A Kevin le resultaba duro disimular y mentir, porque nunca en su vida había tenido oportunidad de hacerlo. No poseía el estilo, percepción y habilidad de Rory para engañar, calibrar y soslayar con arte. Su rostro estaba ahora visiblemente sudoroso, pero se esforzó por hablar y elegir cada palabra. Arrugó su frente y simuló examinar su memoria mientras aquel hombre delgado e implacable esperaba en silencio.

Entonces Kevin extendió las manos abiertas y meneó la cabeza.

—No puedo pensar ni ver ninguna otra cosa, papa. Sé que no soy muy hábil para contar los hechos y darles el adecuado drama, pero esto es verdaderamente cuanto paso —y ahora simuló una inquieta exasperación—. Papá, Courtney y yo somos los que lo vimos todo y pasamos estas horas con Ann Marie antes de que tú llegases a casa. ¡Lo pasamos infernalmente en todo sentido, y no comprendo el motivo de esta investigación!

Joseph apartó lentamente la vista de Kevin y se volvió hacia Elizabeth. Su voz cambió para los agudizados oídos de los jóvenes. Dijo:

—Elizabeth, tenías algo que decirle a Courtney esta mañana, ¿no es así? Te pedí que lo hicieras. ¿Se lo dijiste?

Los ojos de Elizabeth fueron por un momento un fogonazo verde hacia su hijo y después replicó tristemente:

—Sí. Se lo dije durante el desayuno. Nos pusimos de acuerdo en que le contaría a Ann Marie cualquier cosa que no fuera la verdad y que la hiriese lo menos posible.

—¿Qué cosa? —preguntó Kevin con aire de remozado interés—. ¿Es que hay un secreto?

—Tú, callado —ordenó Joseph.

Se volvió hacia Courtney que se amedrentó al ver el poderoso y casi insensato odio en los ojos de Joseph, y la violenta fuerza de su expresión. Su voz sonó áspera y amenazante al preguntar:

—¿Qué ibas a decirle a mi hija?

Courtney no pudo comprender por qué aquella creciente concentración, aquella súbita pasión mortífera, debía ser dirigida sobre él, y por vez primera comprendió por qué tantos hombres poderosos se habían doblegado y agachado, ante aquel hombre. Pero después de la primera impresión, Courtney se irguió tiesamente y contestó:

—Todavía no había acabado de decidir cuál sería la historia que menos daño le haría. Francamente, nunca tuve tanto miedo como en ese momento. Debe usted recordar, tío Joseph, que esta revelación me llenó de confusión, que yo amo a Ann Marie, que mi vida entera quedaba sacudida, y se esfumaban todas mis esperanzas. Fue para mí como un terremoto…, fue como la propia muerte. Yo sé que usted piensa en Ann Marie, y en lo que hubiera significado para ella, pero ella no era la única, tío Joseph. Me agradaría que usted lo recordase.

—Ahora —dijo Joseph— cuéntame qué sucedió.

—No tengo nada que añadir a lo dicho por Kevin, ni una palabra. Ann Marie simplemente remontó la colina a caballo, se aproximó, su caballo se encabritó, trazó un círculo sobre sus cuartos traseros, relinchó, y se desbocó hacia el interior de los bosques. Ann Marie y yo no intercambiamos ni una sola palabra, ni una, aunque creo que alcancé a saludarla. No lo puedo recordar. Todo ocurrió tan súbitamente, todo fue tan repentino que ni siquiera vi inmediatamente a Kevin que venía detrás de ella en su propio caballo. No hay nada más.

—¿O sea que mi hija nunca supo nada?

—No. Que yo sepa, no. No había nadie, sino yo, para poder decírselo.

—Estaba su madre —dijo Joseph, y vio a los jóvenes intercambiar una mirada de soslayo.

Courtney tragó a través de su reseca garganta. Después de una aparente reflexión, dijo:

—Ann Marie y yo estábamos de acuerdo en que no le diría a su madre… que queríamos casarnos…, a menos que yo estuviera con ella. No tengo motivos para creer que Ann Marie traicionase este acuerdo. Cuando llegó cabalgando hacia mí, y antes que Missy se desbocase, estaba como siempre…, contenta de verme, anhelando hablarme… —y no pudo seguir. El semblante de Ann Marie aparecía ante sus ojos tal como lo había visto en aquella desastrosa mañana, invadido por el terror y la angustia. Bajó la cabeza.

—¿Estás seguro de que ella no lo sabía?

—Estoy seguro —dijo Courtney—. Yo lo hubiese adivinado de inmediato. —Joseph miró con dureza a Courtney y dijo incisivamente:

—Creo que los dos estáis mintiendo. Estáis tratando de proteger… a alguien.

Elizabeth exclamó:

—¿Por qué iba mi hijo, y el tuyo, a mentir, Joseph? ¿Qué es lo que te hace creer que mienten? —Estaba de nuevo en pie y su rostro era como fuego blanco en el colmo de la profunda indignación.

Joseph dirigió la mirada a su rostro y la contempló fijamente y en silencio, pero su propio semblante cambió sutilmente. Dijo:

—Quizá, Elizabeth, también te mintieron a ti.

Kevin intervino:

—¿Qué es todo esto? ¿Qué es lo que tenían que decirle a Ann Marie? ¿Cuál es el misterio?

No estaba preparado para la respuesta de su padre. Esperaba que Joseph no contestase y abandonara el enojoso tema. Pero los ojos de Joseph se fijaron otra vez en el muchacho con expresión terrible.

—¿Nadie te dijo que Courtney y Ann Marie no pueden casarse? ¿Nadie te dijo nunca que Courtney es tu verdadero tío, el hermano de tu madre?

—¡No! —exclamó Kevin, dando un gran respingo y dilatando mucho sus ojos—. ¡Por el amor de Dios! ¡Yo creía…, yo creía que había sido adoptado por mi abuelo! —y mirando a Courtney simuló examinarlo reflexivamente, haciendo conjeturas—. Yo creía que el apellido de su padre era Wickersham.

El tenso rostro de Elizabeth se había sonrojado, pero irguió la cabeza en orgullosa defensa de su sufrimiento. «Demonios», pensó Kevin, «lamento tener que hacerle esto a ella, pero mis padres y mi familia me importan más que Elizabeth Hennessey y el viejo abuelo».

Joseph la contempló; en su rostro había una sombra de vergüenza y deploración, pero dijo:

—Lo siento, Elizabeth, pero tengo que conocer la verdad. Mi hija está arriba, probablemente muriéndose, y quiero saber quién le dijo lo que casi la mató.

Los ojos de Elizabeth eran ahora como piedras verdes.

—Siempre fuiste demasiado imaginativo, Joseph —dijo con voz firme y fría—. Yo creo que Ann Marie es más fuerte de lo que tú crees y soy de la opinión de que aun cuando se lo hubieran dicho ella lo habría aceptado sin recurrir a soluciones desesperadas.

Se miraron en silencio y Joseph pensó: «Nunca me perdonará, mi Elizabeth. Nada será igual entre nosotros…, si es que vuelve a haber algo».

Elizabeth estaba pensando lo mismo, y a su fatiga, ansiedad y compasión se añadió una enorme pena y un retraimiento, el presentimiento de que algo bello se había hecho pedazos y aun cuando fuera reparado quedaría agrietado y sutilmente desfigurado.

—Pudo usted abstenerse de humillar a mi madre delante mío —dijo Courtney sintiendo una honda rabia—. ¿No le agradaría además dar la noticia a los periódicos? ¿Quiere usted que los cite para mañana…, o les dijo ya a sus doctores que pueden propagar por todas partes el secreto de mi madre?

—Courtney —dijo Elizabeth—. Courtney, llévame a casa. Por favor. Siento que aquí no somos bienvenidos.

—Yo te llevaré —dijo Joseph.

—No lo hará —dijo Courtney—. Ella es mi madre. De todos modos, ¿qué podría decirle usted? Ha venido a una casa donde es odiada por su esposa, y es insultada por usted, y vino únicamente porque ella ama a Ann Marie como a una hija y porque pensó que tal vez podría ayudar…, ayudar a su esposa. ¡Mi hermana! ¡Maldita sea! La sola idea de que ella es mi hermana me resulta odiosa, ¿se entera, señor Armagh? ¿Puede acaso usted imaginarse lo mucho que desprecio a su esposa, y ahora le desprecio a usted? —el rostro del joven ardía con el fervor de su rabia y de su nuevo odio—. ¡Y su esposa ha tenido la audacia, en todos los años que puedo recordar, de ser insultante, cruel, desdeñosa y vulgar con mi madre! ¡Ella, que ni siquiera es digna de besar los pies de mi madre! Pero aún y así, mi madre vino a esta desagradable casa, para volver a ser avergonzada e insultada, para que de nuevo le dijesen que su presencia aquí no es deseable. Madre, vámonos.

Joseph pensó: «O sea que hay una cosa que él ignora», y sintió remordimiento… una emoción tan ajena a él que lo sobresaltó; la última vez que había experimentado algo semejante fue al confrontarse con el senador Bassett. Courtney había asido a su madre del brazo y ella estaba ajustándose el chal sobre los hombros; Kevin observaba y escuchaba sorprendido.

Joseph avanzó, se detuvo ante Elizabeth y ella no pudo apartar la vista aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus labios temblaban.

—Yo te llevaré a casa, Elizabeth. Seguramente Courtney preferirá quedarse un rato más aquí, esperando más noticias sobre Ann Marie. ¿Elizabeth?

—¡No! —dijo Courtney.

Pero vio atónito, que su madre y Joseph estaban mirándose el uno al otro; como alguien que amaba —él mismo—, conocía las miradas del amor y quedó horrorizado. Retrocedió, moviendo las manos en gesto de profundo repudio, y sintió en la boca una repentina quemazón. Creyó sentirse mal, mareado y con náuseas. Nunca había visto en el rostro de su madre esa expresión de ahora, indefensa, plena de blandura, pese a todo su orgullo. Vio sus lágrimas y la vio inclinar la cabeza, asintiendo dócilmente. Vio cómo Joseph tomaba gentilmente a Elizabeth del brazo, la conducía hacia la puerta y la miraba con toda la solicitud y ternura de un enamorado, un enamorado pidiendo perdón —y esperando conseguirlo como algo normal—, y sintió deseos de matarlo.

Kevin también observaba todo aquello, sus negras cejas se elevaron, quedó intrigado, estupefacto, y hasta sintió cierta diversión a pesar de todo lo sucedido aquel día. No experimentó impulso de condena hacia su padre, ni malestar. Era joven —hasta olvidó por un momento a su hermana—, rió íntimamente y, sacudiendo la cabeza, se preguntó si su madre lo sabría. Indudablemente, sí. Esto explicaba parcialmente su odio hacia Elizabeth. Pobre mamá vieja. Aunque, comparada con tía Elizabeth, resultaba tan sólo una pescadora, ruidosa, vengativa, grosera y de lengua mordaz, amante de los chismes, siempre anhelando oír una maligna historia sobre sus amistades, siempre ejercitando su hiriente ingenio contra cualquiera que le desagradara… y prácticamente le desagradaba todo el mundo, incluyendo a sus hijos, y exceptuando a papá. La idea de su padre como amante de una mujer le hizo reír nuevamente. Hasta los hombres como Joseph Armagh podían caer bajo el dominio de una mujer. «Que esto te sirva de lección, mozo», se dijo a sí mismo. «Si una mujer puede hacer esto a tu papá, figúrate lo que podría hacer contigo una mujer, ¿eh?».

Advirtió la presencia de Courtney que se había sentado nuevamente, apoyando los codos en las rodillas y ocultando el rostro entre las manos. Pobre viejo Courtney, vaya choques que había recibido aquel día. Descubrir que mamá era su hermana… y ella siempre le había inspirado antipatía. Tener que revelarle aquello a Ann Marie, estando enamorado de ella. Luego, la tragedia que casi había matado a Ann Marie… Lógicamente mamá se lo había dicho; lo supo casi de inmediato, o por lo menos supo que la querida vieja mamá le había hecho algo a la chica. Después, Courtney tuvo que explicarle a él. Caramba, era un viejo muchacho noble, Courtney. Protegiendo a mamá, que era como un rinoceronte. Para que luego hablasen de Sir Galahad: el viejo Courtney valía por veinte de ellos. Protector de toda la familia Armagh.

En todo caso, Kevin sentía más afecto y admiración por su padre que antes. Sentándose cerca de Courtney, dijo:

—Voy a beber algo, y creo que tampoco te vendrá mal, así que le diré a una de las malditas criadas que nos traiga emparedados y café.

—No, gracias —dijo Courtney desde detrás de sus manos.

Pero Kevin silbó a la vez que tiraba del cordón de la campanilla.

—Como quieras —dijo—, pero no hay ningún funeral en esta casa, y aun en los funerales se comen fiambres, o algo. Nunca estuviste en un velatorio irlandés, claro.

Courtney dejó caer las manos. Su rostro carecía de vitalidad, estaba como embotado, y sus ojos contenían una expresión de derrota. Pero dijo:

—He estado en velatorios irlandeses. Te olvidas que yo también soy irlandés Soy un Hennessey tanto por sangre como por apellido, y ojalá pudiera borrar todo esto de una vez.

Una oleada de ira sombría recorrió su rostro con una amargura y una pesadumbre que no podía expresar. Bebió el coñac que trajeron para él y Kevin, y algo de color matizó la palidez de sus mejillas, y hasta comió medio emparedado y bebió algo de café. Mientras, estaba atento a cada rumor. Después oyó que Joseph regresaba y subía otra vez escaleras arriba.

Cuando Courtney regresó a su casa —después de que una doncella le dijo que Ann Marie estaba todavía «descansando» y que no había novedades—, pero no fue a ver a su madre. Vio una luz bajo su puerta y sintió el sonrojo en su rostro. Fue a su cuarto, se arrojó sobre la cama y una misericordiosa modorra se apoderó de él. Nunca supo si durmió o no, pero al menos la agonía se retiró, convirtiéndose por unas horas en algo irreal.

Mientras tanto, Joseph estaba sentado junto a su hija, observando los rostros de los médicos que la atendían, viendo las largas trenzas castañas en su almohada, la demacración de su perfil aniñado, el brazo en su cabestrillo, el vendaje de su cabeza, donde su cabello había sido afeitado. Escuchaba su respiración. De vez en cuando ella gemía.

Se aproximaba el amanecer cuando —como una visión que se dibujaba borrosamente ante él— vio el rostro del senador Bassett y recordó la maldición que el infortunado había lanzado sobre su familia y su persona y recordó su propio sueño.

Pensó que era ridículo recordar aquello. Esta superstición era apta únicamente para ancianas que se sentaban junto al fuego y hablaban sobre espectros, gnomos, presagios, apariciones y maldiciones. Pero Joseph, sentado junto a su hija, volvió a pensar en el senador Bassett al que había matado con la misma inexorabilidad que cualquier asesino.