IL

Bernadette todavía estaba en la cama. Su figura aparecía abultada en seda rosa y encajes; tenía el cabello enrollado en bigudíes, su cara redonda estaba enrojecida por el copioso desayuno, sus ojos eran hostiles al mirar a su hija. Pero sonrió, dilatándose la carnosidad de sus facciones. Como siempre, la colcha estaba salpicada con migajas y algunas manchas de café. Estaba terminando de masticar un pastelillo cremoso y sus labios rezumaban brillo grasiento.

—¿Qué diablos puede ser tan importante a esta hora? —preguntó, y alcanzando su tazón de café bebió como una sedienta. Se relamió los dedos secándoselos en la satinada colcha—. Annie, desearía que no llevases tan frecuentemente ropa de montar. Tiene apariencia varonil —la llamaba «Annie» porque humillaba a la muchacha y ella se regocijaba como si tratase con una sirvienta que se atrevía a subir desde las cocinas. Suspiró a gusto—: Naturalmente, con tu figura cualquier intento de feminizarte es inútil, a menos que aumentes el busto con pañuelos.

Ann Marie se sentó en el borde de una silla dorada, cerca de su madre, y dijo:

—Mamá, debo hablarte.

Bernadette notó que la muchacha estaba íntimamente agitada; escrutó el fino y pálido semblante y la línea blanca que se acentuaba sobre el labio superior. «Se parece, en cierto modo, a mi madre», pensó Bernadette, y dijo:

—Habla, entonces —y bostezó ampliamente.

—He querido hablarte sobre esto hace mucho tiempo —dijo Ann Marie, sudando y sintiendo frío al mismo tiempo.

—¿Sobre qué? —dijo Bernadette, acomodándose laboriosamente encima de los almohadones y mirando aviesamente a su hija—. ¿Qué pasa contigo? Pareces a punto de desmayo. ¿Tan terribles son tus noticias? —y rió sarcásticamente—. ¿Qué podía ocurrirte a ti aquí, en Green Hills, vagando melancólicamente por la casa, cabalgando y paseando por los jardines como una mustia solterona? A tu edad. Yo ya era una mujer casada y con hijos, a tu edad. Naturalmente, no podemos esperar tal cosa de ti. Quizá quieras ir a un convento como la mentecata de tu tía Regina.

Miró las manos de Ann Marie. Añadió:

—¿No te he dicho que no lleves guantes de montar por la casa? Quítatelos.

La gran estancia abigarrada y llamativa estaba inundada por el ardiente sol y una brisa aún más sofocante. Ann Marie miró a la doncella que rondaba, ansiosa de escuchar para poder murmurar.

—Preferiría estar a solas contigo, mamá.

Bernadette sintióse inmediatamente interesada. Ondeó el grueso brazo hacia la doncella despidiéndola, y la mujer salió de mala gana. Bernadette se apoderó de otro pastelillo, lo examinó atentamente, dio un mordisco para probarlo y después lo devoró produciendo chasqueantes ruidos de glotonería.

—Adelante, habla ya —le dijo a su hija, que ahora se miraba las manos desnudas.

En voz baja, Ann Marie anunció:

—Me voy a comprometer para casarme, mamá. Hoy.

Bernadette sentóse en un revuelo, exclamando:

—¡No! Pero ¿es posible? ¿Con quién, santo cielo? ¿Robert Lindley, que tanto merodea por la casa, o Gerald Simpson, o Samuel Herbert, o Gordon Hamilton? —y sus ojos calculaban, brillantes, dilatados—. ¡Robert Lindley! ¿Cuándo se te declaró y por qué no me lo dijiste? Es un gran partido…, para alguien como tú, Annie, ¡un gran partido!

Estaba maravillada. ¡Aquella chica tan fea, que nunca se maquillaba ni se rizaba el pelo, ni mostraba interés en vestidos y carecía de gracias sociales! ¿Quién podía quererla? Pero claro, los hombres eran muy peculiares. Tenían los gustos más extraños y asombrosos.

«Oh, Dios, por favor ayúdame», pensaba Ann Marie. Sus labios estaban húmedos y helados. Dijo:

—Ninguno de ellos, mamá. Es otro.

—¡Bueno, dímelo! —gritó Bernadette—. ¿Tengo que extirpártelo? ¿O se trata de alguien imposible, alguien sin un centavo ni familia, que nos avergonzaría? —su rostro tomó un color carmesí y en sus ojos brillaba la chispa de la animosidad.

—Mamá, es alguien de buena familia y con dinero —dijo Ann Marie. ¿Se había nublado el sol? ¿Por qué hacía tanto frío ahí, en aquel cálido día?

—¡Magnífico, excelente! ¿Cómo se llama? ¡Por Dios, muchacha, habla ya!

—Alguien a quien he amado toda mi vida —dijo Ann Marie y se oyó tartamudear. Miró a su madre, implorante, esperando benevolencia, afecto y misericordia—. Mamá, es alguien que no te gusta. Pero nos amamos. No importa lo que suceda, nos vamos a casar. Lo hemos discutido desde hace tres años.

—¡No puedo imaginarme sintiendo antipatía por ningún joven de buena familia y posición! —afirmó Bernadette enojada—. ¿Qué ocurre contigo? Lo que me asombra es que un caballero de esta índole te quiera…, si es que te quiere…, y no sea todo producto de tu vaporosa imaginación, Annie. Habéis hablado de ello durante tres años, ¿y nunca me dijiste nada? ¿Te parece respetuoso con tu madre? ¿O acaso su madre pone objeciones a la unión? —y su enojo se acrecentó—. Si él es independiente, ¿qué importa que su madre se oponga? Tu padre puede compararse con quien sea.

—Lo sé —dijo Ann Marie—. Y presiento que papá no se opondrá. Le agrada el joven. Pero a ti no, mamá. Es por esta razón por la que he venido, para explicártelo.

Bernadette lanzó una blasfemia tan cruda como las que empleaba su padre.

—Si no me lo dices inmediatamente, muchacha, perderé la paciencia. ¿Por qué eres tan reservada? Odio a la gente reservada, y tú siempre lo fuiste. ¡Vamos, habla!

Un denso entumecimiento se apoderó de la garganta de Ann Marie; y estaba aterrorizada. Su madre tenía un aspecto tan… conminatorio. Tan gorda, tan tosca, tan amenazadora. «Has de ser valiente», se dijo. «¿Qué puede sucederme, salvo que se ponga furiosa? No puede matarme. No seas tan ratita, Ann Marie, tan tontamente cobarde».

Intentó mirar a Bernadette a los ojos.

La habitación empezó a girar a su alrededor. Sus labios quemaban. Sus huesos parecían romperse. Susurró.

—Es Courtney.

—¿Quién? —dijo Bernadette. Adelantó la cabeza como si hubiese quedado sorda repentinamente; sus grandes pechos se desparramaban sobre su vientre.

—Courtney, mamá.

Bernadette tan sólo pudo mirar fijamente a su hija. La oscura sangre comenzó a desaparecer de su rostro, dejándolo como pasta húmeda. Sus ojos se hundieron en la grasa que los rodeaba, de modo que apenas eran visibles. Sus labios se volvieron lívidos. Empezó a resollar como si se ahogara, mientras su grueso cuerpo se estremecía. Hondos surcos aparecieron en torno a su boca y en su frente. Su nariz, hundida entre sus mejillas, se puso muy blanca.

—¿Perdiste el juicio? —preguntó con voz ronca—. ¡Tu tío! Tienes que estar loca —y parecía asqueada.

—Mamá —dijo Ann Marie y no pudo seguir. El aspecto escandalizado e incrédulo de su madre la asustaba aún más. Por fin, logró decir—: Ya sé que no te gusta él, ni tía Elizabeth. Pero nos amamos. Nos vamos a casar. —Ya lo había dicho; trató de mirar a su madre pero el aspecto de Bernadette iba haciéndose cada vez más espantoso—. No importa lo que nadie pueda decir —prosiguió la muchacha a través de su reseca garganta—. Nos vamos a casar.

Bernadette se hundió lentamente reclinándose en sus almohadas, pero sus ojos no se apartaban del rostro de su hija. La observaba detenidamente. Dijo:

—Yo creo que la ley tendrá algo que opinar sobro esto —y su irascible carácter estalló—: Pero ¿de qué estás hablando? ¡Idiota! ¡Es tu tío!

—No realmente, mamá. —¿Por qué su voz era tan débil, tan conciliadora, como la de una niña?—. Es tan sólo mi tío adoptivo. No hay impedimento para nuestro matrimonio. Sólo es el hijo adoptivo de mi abuelo. Ya sé que le tuviste resentimiento todos estos años, porque tu padre lo adoptó. Y esto… no fue justo. Él no tenía nada que ver con ello.

Pero Bernadette seguía mirándola fijamente como si viera algo que resultaba imposible de creer. Parecía haber perdido el habla, ella, que habitualmente era tan charlatana.

Entonces un destello maligno comenzó a chisporrotear en las profundidades de sus ojos y fue alternativamente sorbiendo y abultando sus labios, acechando a su hija; el aspecto vidrioso que ostentaba de noche, después de cenar, se extendió por su rostro, que se agrietaba en telaraña, como una porcelana antigua.

—¿Está enterada Elizabeth Hennessey? —preguntó, y Ann Marie no reconoció aquella voz porque vibraba en ella un repulsivo deleite, una excitación reprimida, un secreto y casi indominable júbilo. Fascinaba a Ann Marie, e hizo crecer su miedo.

—No, mamá. Pero Courtney ha llegado esta mañana y va a venir a decírtelo —y titubeó—: quería venir conmigo más tarde, para explicártelo.

Bernadette habló lenta y pérfidamente, mirando a un punto lejano.

—No se atreverá nunca más a venir aquí. O sea que va a decírselo a su madre, ¿eh? ¡Me gustaría estar presente cuando lo haga!

Ann Marie se sintió como desangrada, inerte. Dijo:

—Mamá, no nos importa lo que puedan decir los demás. Nos vamos a casar. (¡Si tan sólo pudiera detener aquel horrible temblor en sus brazos y piernas!).

—Oh, no, no creo que os caséis, realmente no lo creo —dijo Bernadette y sus saltones ojos se volvieron hacia su hija—. No creo que la ley lo acepte.

—Mamá, ya lo dijiste antes. Pero ¿qué tiene que ver la ley? No existe ningún impedimento legal, y Courtney opina que tampoco existe desde el punto de vista religioso.

—Eso cree, ¿eh? —y Bernadette volvió a sonreír y regocijarse—. O sea que no lo sabe, ¿verdad? Tengo la esperanza de que su madre se lo esté aclarando en este mismo momento. He esperado mucho tiempo para desquitarme de esta zorra, y ha llegado el momento. ¡Esta zorra que sedujo a mi padre para que se casase con ella y poder darle a su cachorro su apellido y el mío! Que sufra ahora todo lo que me hizo sufrir, ella y su precioso hijo.

Ann Marie se puso en pie y se apoyó en el respaldo de su silla.

—Mamá, tengo que encontrarme con Courtney dentro de poco.

Bernadette se relamió las comisuras labiales y un matiz calculador de regocijo llenó sus ojos de brillo. Parecía estar tomando una decisión; por fin preguntó:

—¿Hasta dónde ha llegado todo esto, muchacha mía? ¿Hasta dónde además de los besuqueos y las presiones de manos juntas?

El pálido semblante de Ann Marie enrojeció, trémulo:

—Mamá —dijo solamente. Acechándola fijamente por un instante Bernadette comenzó a asentir con reiterado subir y bajar de su gran cabeza.

—Muy bien. No eres una ramera como su madre.

¿Qué era preferible?, se preguntó Bernadette. ¿Dejar que se fuera y que él se lo contase, avergonzado y degradado? Saboreó el pensamiento y sonrió. Pero no podía esperar los acontecimientos ulteriores, y oírlos de boca de aquella chiquilla boba. Estudió a Ann Marie. El instinto maternal no estaba por entero apagado en ella, pese a que la muchacha le desagradaba y estaba celosa del cariño que Joseph le tenía. Bueno, también se iba a vengar, en parte, de Joseph cuando él presenciase la pena de su hija. Era un deber de madre poner sobre aviso y esclarecer la confusión de su hija, pensó con repentina virtud, y logró dar a su rostro una expresión apenada y hasta un poco compasiva.

—Siéntate, Annie —dijo—. Vas a necesitarlo cuando te diga lo que has de saber. Siéntate, te he dicho. No estés ahí en pie, tiesa como un pez moribundo. Eso es, así está mejor.

La muchacha se sentó otra vez en el borde de la silla, plantando firmemente los pies como si se preparara para salir huyendo. Bernadette entrelazó sus manos —como quien se dispone a rezar— y las apoyó en la ancha rodilla.

—Habíamos pensado que era conveniente perdonar a esta mujer por el bien de su hijo y la buena fama del apellido Hennessey que ella llevaba. Pero estábamos equivocados. Debimos haber pregonado la verdad desde el principio, y así mi hija no habría llegado a este mal paso.

—¿Qué, mamá? —susurró la muchacha, adelantando el cuerpo.

—El tal Courtney Hennessey es en verdad tu tío, mi hermano, y si lo prefieres así, mi hermanastro. Su padre fue tu abuelo…, mi padre. Ahora, ¿qué tienes que decir a esto, señorita?

Aguardó, clavando brutalmente los ojos en su hija. Ann Marie no se movió durante un largo minuto, pero su juvenil semblante se ensombreció. Después se llevó la mano a la mejilla como si la hubiesen abofeteado violentamente. Sus ojos cobrizos se habían ensanchado con la ofuscación.

—Yo…, yo no… —comenzó a decir, y tosió.

Bernadette aguardó hasta que cesó el ruido semejante a los estertores de alguien que se está ahogando. La compasión no estaba del todo muerta en ella. Al fin y al cabo, era su hija; ahora, su antiguo odio hacia Elizabeth se intensificaba.

—¿Quieres decir que no lo crees, Ann Marie? —y tendió la mano, apoyándola en el antebrazo de la muchacha—. Sí, estoy de acuerdo en que es espantoso, pero es verdad. Tu padre lo sabe. Creo que es por esto que viene a casa esta noche…, para ayudarte. Courtney Hennessey no tenía apellido antes de que mi padre le diera el suyo; nació un año antes de que mi padre se casara con su madre. Ella tenía influencia política y lo obligó. No nos rebelamos por el bien de la reputación de mi padre. Después de todo era un senador y el escándalo le hubiera llevado a la ruina —y su furia volvió a estallar—. ¡Le sedujo mientras todavía vivía mi pobre madre! ¡Intentó conseguir que mi padre abandonase a mi madre! Vino a esta casa, a esta misma casa, y rompió el corazón de mi madre, que murió esa misma noche. Yo estaba ahí. Lo oí todo. Ella ya estaba muy delicada de salud, la pobre.

Comenzó a llorar, sorbiendo; eran sinceras y ácidas lágrimas de odio.

—¿Es que no habrá un término al daño que esta mujer ha causado a esta familia? Primero mi padre, después mi madre, después yo, y ahora mi hija. —Pensó en Joseph y su llanto aumentó, pero ni siquiera entonces se atrevió a mencionar la relación de Joseph y Elizabeth—. Ojalá se hubiera muerto.

«No lo creo, no lo creo», estaba pensando Ann Marie casi como en letanía de plegaria. «Dios mío, no puede ser verdad. Mamá me está mintiendo; ella siempre miente. Pero ¿por qué iba a decirme tales cosas?».

Bernadette alzó su lloroso rostro y miró a su hija; en sus facciones había furia y sincero pesar, aunque escaso.

—Ann Marie, mi querida niña, has sido tan perjudicada como lo fueron tus abuelos y como yo, y yo solamente tenía diecisiete años cuando esto sucedió…, cuando ella mató a mi madre. ¡Me arrebató a mi madre, y después a mi padre, y todo cuanto ofreció a cambio fue un hijo fruto del adulterio!

Ann Marie se puso en pie; la sombría expresión de aturdimiento se acentuaba en su semblante. Después, muy lentamente, el horror asomó a sus ojos, y se estremeció.

—Estuvimos a punto de fugarnos…, las pasadas fiestas de Pascua —murmuró, y volvió a estremecerse.

—Y hubiera sido un incesto —dijo Bernadette—. Gracias a Dios, pudiste salvarte de esto, y a nuestra familia, de la vergüenza y el escándalo. Ningún hombre decente hubiera querido casarse contigo después de anularse un matrimonio incestuoso. A sus ojos serías peor que una ramera. Una ramera como Elizabeth Hennessey.

Ahora, el semblante de Ann Marie no expresaba nada en absoluto, salvo un deslumbramiento enajenado. Se ciñó los guantes y recogió su fusta, mirando a su alrededor, como desorientada. Se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¿Dónde vas? —gritó Bernadette.

—No lo sé —dijo la joven con voz opaca—. Realmente no lo sé.

Se detuvo un instante en el umbral como alguien que no sabe a dónde ir. Su perfil tenía el aspecto de una piedra blanca. Y se fue. Bernadette la llamó y descendió de la cama en susurrantes sonidos de seda y encajes, fue hasta la puerta, pero Ann Marie ya había desaparecido.

Kevin se hallaba en los establos cuando su hermana llegó casi corriendo y tambaleándose, jadeando y sin expresión en el rostro. Kevin acababa de regresar en aquel momento de su paseo a caballo.

—¡Eh! —interpeló a su hermana—. ¿Por qué tanta prisa?

Pero Ann Marie, como si no lo viera ni lo oyese, le dijo a un mozo de establo, tartamudeando un poco:

—¿Está mi caballo… Missy…, está mi caballo preparado?

Sus fosas nasales estaban dilatadas y sus ojos tenían una expresión enloquecida. Kevin se sintió repentinamente alarmado. Nunca había visto a Ann Marie en semejante estado, tan absorta, tan silenciosamente frenética, tan espectral. Colocó una mano en su brazo. Ella pareció no advertir su presencia. Su pequeño seno se elevaba y descendía agitadamente, como si hubiera corrido kilómetros.

—¡Ann Marie! —gritó casi en su oído.

Ella entonces fue apartándose de él, encogiéndose, sin mirarlo. El mozo de establo trajo su caballo y le ofreció la mano, para ayudarla. Ella saltó sobre la silla y Kevin quedó atónito ante la expresión de su rostro. La vio taconear a su caballo y salir al galope.

Le dijo al mozo de establo:

—¡Pronto! Tráeme otra vez mi caballo.

Ahora, Ann Marie era tan sólo una distante nubecilla de polvo. Kevin ensilló partiendo al galope tras su hermana, y conoció el primer miedo real de su juvenil y torpe existencia. Algo le había ocurrido a su hermana; daba la impresión de estar fuera de quicio.

Courtney Hennessey, mientras cabalgaba para acudir al encuentro de Ann Marie, había dedicado una larga y angustiada meditación con referencia a lo que debía decirle a la muchacha. Trataba de sofocar su propio dolor; no debía dejar que éste lo dominara, porque lo devoraría y debía concentrarse y pensar en la manera de aliviar el dolor de Ann Marie. Sólo podía contarle la más vieja de las historias, o mentirle, diciendo que estaba interesado ahora en otra muchacha, a la que había conocido en Boston, y que había llegado a la conclusión de que su amor por Ann Marie había sido el cariño de un hermano por una hermana y no verdadero amor. Imprecó entre dientes: «¡Banal, banal!». Quizá podría decir que se precisarían «años» antes de que pudieran casarse y que ella no debía esperarle, y después abandonaría los estudios yéndose al extranjero por un año. Entonces, ya en el extranjero, no le escribiría. Tal vez permanecería lejos por más tiempo, hasta que su agudo dolor y su desesperación cedieran. Podía también intentar convencerla que él era un bribón, indigno de tocar siquiera su mano. Muy melodramático, se dijo a sí mismo, con desdén.

No cesaba de imaginarse su semblante asombrado, sus ojos martirizados y oír sus preguntas balbuceantes. Sabía que ella lo amaba más que a nadie en el mundo, inclusive más que a su padre, y que se aferraba a él como una niña. Intentó persuadirse a sí mismo de que ella era joven, que su larga ausencia la haría olvidar, que encontraría a otro hombre. Pero nunca podría decirle la verdad. Sabía lo melindrosa que era ella, y cómo se sublevaría su ánimo, abrumándola. Debía también tener consideración hacia su madre, que no tenía por qué sufrir el desprecio y la vergüenza en aquella época de su vida.

Ahora la verde tierra comenzó a elevarse mientras el caballo ascendía la ladera de la pequeña colina hacia los bosques de la cumbre; el sol recalentaba el rostro y los hombros de Courtney pero él no sentía más que la negra frialdad interior. Inclinaba la cabeza. Analizó una y otra vez las mentiras que podría contarle a Ann Marie, y todas ellas le parecían insensatas y crueles. Seguía ajeno a la belleza del paisaje idílico. Carecía de significado para él. Un recóndito paraje de su mente se preguntaba con amargo asombro por qué el mundo podía ser tan hermoso y los pensamientos y circunstancias del hombre tan terribles, como si el hombre fuera un intruso en la naturaleza, rechazado por cada hoja, cada rumor, cada pétalo.

Llegó a la cumbre de la colina bañada en luminoso silencio con los densos bosques a poca distancia. Miró a su alrededor; estaba completamente solo. Allá abajo se extendía la radiante tierra de la cual, como ahora sabía, todo hombre quedaba exilado y había estado exilado desde el comienzo de los tiempos. El edén de los jardines terrenales no era realmente para los hombres. Su hogar natural era crepuscular y tenebroso, lleno de peldaños vacilantes, senderos espinosos y enemigos mortales acechando detrás de cada roca. Era un lugar de emboscadas, fogonazos de fuegos distantes y el estrépito y clamor de muertos y árboles estallando por los aires, una tierra en la que nada viviente podía crecer. La morada natural del hombre era el infierno, y no este mundo. Sus voces eran los gritos de odio y discordia, el trueno de las armas y la muerte, y su azarosa y casual iluminación, el relámpago. No resultaba extraño que todo lo que era inocente huyera del hombre como de una furia, sabiendo que había sido condenado por un inexplicable dios, para ser dominado por este mentiroso y este asesino. Courtney era un escéptico, pero ahora su espíritu se rebelaba contra el dios que había perpetrado esa raza, que era una blasfemia y una maldición bajo el sol. Era mucho más fácil y comprensible creer en Lucifer que en Dios.

Sabía que todos estos pensamientos procedían de la necesidad que tenía de herir y destruir a un ser inocente y bueno, y por esta misma razón aún más rebosantes de verdad.

Ningún rumor acudía de los bosques; nada, excepto un aroma de decadencia fecunda y un frío aliento perfumado de humedad. El camino que Courtney y Ann Marie solían hacer lindaba con los bosques, rodeándolos, para luego volver a descender hacia el llano. Courtney inclinó la cabeza hasta rozar el cuello de su caballo como si el peso de la pena fuera demasiado insoportable. Nada de cuanto su madre le había dicho lograba aminorar su amor por Ann Marie. De hecho, lo había aumentado porque ahora era algo prohibido y supo que nunca más volvería a ascender aquella colina ni volvería a vivir lo que había vivido.

Oyó el veloz repicar de unos cascos que venían del otro camino que remontaba la colina y su corazón latió atormentado. Después creyó oír otros cascos, pero pensó que sería producto de un eco. Entonces Ann Marie y su yegua joven aparecieron repentinamente ante él, como saltando del suelo; Courtney trató de sonreír y alzó su mano.

Pero Ann Marie tiró tan violentamente del bocado que la yegua se encabritó y retrocedió unos pasos relinchando con indignación. Ann Marie estaba tiesa sobre la silla y miraba a Courtney; entonces se dijo a sí mismo con una especie de terror: «¡Ya lo sabe!». Vio su semblante convulso, espantosamente blanco y demacrado, y descubrió en sus ojos el horror y la desesperada agonía. Ann Marie bajó la vista hacia Courtney y creyó identificar en él algo ajeno a su mundo y a su vida, algo amenazador e indescriptiblemente catastrófico.

—¡Ann Marie! —gritó él, y espoleó su caballo para acercarse.

Pero ella obligó a su yegua a girar y en un instante la condujo salvajemente dentro de los bosques. La aterrorizada yegua tropezaba y quebraba las ramas del suelo, subiendo y bajando por el terreno desnivelado. Antes de que Courtney pudiera siquiera alcanzar el camino hacia los bosques la muchacha y el caballo habían desaparecido, dejando tras ellos ecos y ruidos de golpes.

«Se va a herir ahí adentro, se va a matar», pensó Courtney, apeándose del caballo, y sus piernas temblaron. Podía sentir la sangre acumulándose en su corazón, y el frío sudor que recorría todo su cuerpo; todo adquiría los agudos perfiles y sombras de la pesadilla y el pavor. Oyó un grito; corría hacia los bosques, pero se detuvo porque le pareció escuchar su nombre. Era Kevin, que llegaba a lomo de su propio caballo; saltando, tiró a un lado las riendas y corrió hacia el otro joven.

—¿Dónde demonios está ella? ¿Dónde está Ann Marie? —gritó—. La seguí hasta aquí arriba. ¡Cabalgaba como si estuviera loca!

Recién entonces pudo Courtney coordinar sus pensamientos. Replicó:

—Remontó simplemente, y entonces…, entonces su yegua se desbocó repentinamente adentrándose en los bosques. Ella no dijo ni una palabra. Nada.

—Jesús —silabeó Kevin, y ambos escucharon por un momento los distantes ruidos de quebrantamientos y rasgaduras de arbustos.

Kevin estaba horrorizado y desesperadamente alarmado. Corrió con Courtney penetrando en los bosques, y quedaron inmediatamente empapados por la húmeda frialdad y la penumbra. Kevin se encorvaba como un gran oso negro, nativo en este elemento ambiental, aparentemente bamboleándose pero moviéndose con aplomada velocidad; esquivaba troncos y ramas colgantes, a veces se hundía en pequeños hoyos naturales, saltaba sobre piedras, apartaba brezales, brincaba por encima de troncos caídos y daba gritos que suscitaban el pánico de las escondidas criaturas, que eran incitadas a voz y movimiento ante aquella impetuosa intrusión. Courtney, que se consideraba más ágil que aquel fornido muchacho, se encontró jadeando tras él, cayendo de vez en cuando, rasgándose la ropa con las espinas y la maleza, magullándose y arañándose la carne, tropezando contra un tronco no visto en la penumbra, distendiéndose los músculos de los tobillos y las piernas, y ahogándose en contenidos sollozos.

Kevin no consumía aliento en gritos ni llamadas. Sus pupilas seguían la brecha abierta por el caballo de su hermana, y las ramas que todavía oscilaban tras su paso. Oía a Courtney detrás de él pero no se volvía para mirar. Era como un ariete penetrando por aquella verde y adusta penumbra, aquel crepúsculo de árboles entrelazados. Chapoteó al pasar por un arroyuelo, y después corrió más aprisa como cobrando, nuevas fuerzas, y Courtney casi lo perdió de vista.

Se oyeron agudos sonidos; Kevin se detuvo un momento para escuchar y comenzó a correr en esa dirección; Courtney corría detrás suyo. Ahora la fuerza y la velocidad de Kevin aumentaron. Se zambullía en los matorrales en vez de apartarlos con sus manos, que ahora sangraban. Se detuvo una sola vez para gritar:

—¡Ann Marie! ¿Dónde estás?

Solamente le contestó aquel espantoso chillido, como un lamento sin corporeidad; cuando Courtney lo alcanzó vio el ancho y mortalmente pálido rostro del muchacho, como el de un fantasma en las tinieblas; el miedo crecía en sus oscuros ojos pardos.

—Es su caballo —le dijo a Courtney, y ambos comenzaron a correr.

Hasta que Kevin se paró tan bruscamente que Courtney chocó contra aquella amplia espalda, y tuvo que agarrarse del musculoso brazo del muchacho para no caer. Sentía que su tobillo derecho ardía como si estuviera rasgado, y sus zapatos estaban llenos del agua que rezumaba el musgo. Miró por encima del hombro de Kevin, y entonces fue como si todo enmudeciera a su alrededor y muriese.

Missy, la yegua, yacía cerca de un árbol contra el cual se había golpeado; sus patas golpeaban el aire, extendía su largo cuello, sus dientes brillaban en espasmo de tortura y tenía los ojos en blanco. Y cerca de ella yacía el cuerpo herido de Ann Marie, casi perdido en aquella oscuridad, ya que su traje de amazona era del color de la penumbra; pero ella no se movía ni profería el más leve gemido. Kevin vio todo aquello y advirtió que los cascos batientes de la yegua golpearían de un instante a otro a su hermana; corrió hacia ella, se agachó y la cogió entre sus brazos, poniéndola a salvo. Ella era como una frágil muñeca entre sus manos, su cabello caía en velo marrón, sus brazos colgaban, desmadejados. Su traje estaba rasgado en girones.

—¡Oh, no, Dios, no! —exclamó Courtney, y corrió hacia Kevin que estaba acomodando a su hermana en el suelo.

El espantoso estridor de la yegua era más agudo; sus chillidos enviaban alados ecos a través de los bosques. Los dos jóvenes se inclinaron sobre Ann Marie; Courtney apartó el cabello de su rostro y vio que su cabeza sangraba.

Se arrodillaron apoyando las manos junto a la muchacha; sus respiraciones eran roncas en las frías sombras. Pudieron ver el rostro de la muchacha, quieto y hermético, las cobrizas pestañas sobre sus blancas mejillas y la sangre que comenzaba a oscurecer su frente y sus sienes. Courtney tanteó buscando el pulso, y prorrumpió en llanto.

—Está viva —dijo—. No podemos trasladarla. Kevin, corre a la casa y trae gente que nos ayude —su voz era tan serena por contraste con sus lágrimas y su expresión que Kevin lo miró asombrado—. Necesitaremos un vehículo, una tabla y mantas; envía a alguien en busca de un médico de modo que esté allí cuando la llevemos.

—Dime lo que pasó —exigió Kevin y miraba a Courtney con tal expresión que el otro joven retrocedió un poco el rostro—. ¿Qué le sucedió a mi hermana?

—No lo sé. Siempre nos encontramos allí. Teníamos que vernos esta mañana. Ella llegó poco antes que tú. No me dijo nada en absoluto, aunque le hablé. Entonces la yegua giró…, debió asustarse por algo, siempre fue espantadiza, se desbocó y penetró en los bosques con Ann Marie. Esto es todo. En seguida llegaste tú.

—La vi en los establos —dijo Kevin, y hablaba con precisión a través de sus grandes dientes blancos, apretados—. Algo la tenía perturbada. Era como si hubiese visto u oído algo…, en la casa, o le hubiesen dicho algo. ¿Lo sabes?

Courtney gritó furioso:

—¡Maldito seas, vete por ayuda, por médicos! ¿Por qué estás ahí arrodillado mirándome fijamente? No sé nada, excepto que su caballo se desbocó. Corre ya, o se morirá aquí. Yo me quedo. ¡Por Cristo!, ¿es que no te das cuenta que está gravemente herida, imbécil? ¿Quieres que muera mientras charlas?

—Ya lo sabré —dijo Kevin con voz amenazadora—. No creo que su caballo se desbocase. Creo que Ann Marie espoleo deliberadamente su yegua dentro de estos bosques, precisamente para esto…

Se puso en pie y se fue corriendo por la brecha que había abierto; Courtney pudo oír el ruidoso crepitar de sus pies corriendo.

Ahora estaba a solas con la muchacha inconsciente cuya cabeza se apoyaba en un montón de musgo. No se movía. Yacía como si ya estuviera muerta, tan pequeña, tan encogida, silenciosa y quieta, magullada, herida y sangrante. El caballo chilló y bufó y Courtney gritó angustiado:

—¡Por Cristo, tranquila, Missy! ¡Por Cristo!

Pero la yegua trillaba el aire y chillaba y se bamboleaba en estertores agónicos, su lustroso flanco castaño chorreaba sangre.

Courtney ansiaba alzar a Ann Marie en sus brazos, mantener aquella sangrienta cabecita contra su pecho, hablarle, besarla y consolarla. Pero temía causar más daño. Pudo solamente seguir en cuclillas inclinado sobre la muchacha a la que amaba con tan ferviente anhelo. Tomó una de sus pequeñas manos inertes. Estaba fría y sin vida. La presionó contra su boca, contra su mejilla y murmuró:

—Ann, Ann Marie. Dios mío ¿qué te pasó, cariño mío? ¿Por qué hiciste esto? ¿Quién te impulsó a esto?

Acarició sus dedos una y otra vez, tratando de darle un poco de tibieza, esperando alguna respuesta, pero aquel silencio de marfil no se alteró ni se abrieron sus ojos. Las sombras oscilaban sobre su rostro demacrado. Los labios se separaron, pero no para hablar. Courtney, ansioso de sentir su aliento, acercó la oreja a su boca, y mantuvo la mano en su muñeca. El aliento era breve y ligero, el pulso palpitaba frenéticamente. Las largas pestañas yacían inmóviles sobre sus mejillas. Su seno juvenil apenas se movía.

—¿Quién te hizo esto, Ann Marie? —dijo Courtney—. ¿Quién pudo empujarte a esto? Porque ya lo sabes, ¿verdad? Alguien te lo dijo. ¿Quién, mi amor, quién, mi más querido amor?

Entonces lo supo. Nadie más que su madre podría haberle dicho a la muchacha la verdad. Su padre no era esperado hasta la noche. No había nadie más que Bernadette. Ann Marie había «hablado» finalmente con su madre, pese a las advertencias.

Era como una niña, tendida en los bosques, golpeada y sola, arrojada al suelo, abandonada, mortalmente herida; parecía hundirse cada vez más en las negras hojas que le servían de lecho. Courtney inclinó la cabeza ladeándola, tocó la mejilla de ella con la suya y lloró como nunca lo había hecho; un luego ardió y se elevó en su interior y experimentó un hondo sentimiento de odio.

Oyó su propia voz, balbuceante y sumamente apenada, que murmuraba:

—¿Cómo pudo nadie hacer semejante daño a esta niña? ¿Cómo pudo alguien ser tan monstruoso? ¿Quién tuvo tanto odio para matar así, despiadadamente, deliberadamente? ¿No sabe acaso esta mujer cómo eres realmente, cariño mío, una muchachita indefensa, inofensiva, que sólo quiere amar y ser amada? ¡Oh, Dios mío, Ann Marie, cómo te quiero! No te mueras, cariño mío. Aquí estoy yo, Courtney. No me abandones, mi amor. Nunca quise a nadie en el mundo sino a ti, Ann Marie. ¿Me oyes? No te mueras, no me dejes. Si solamente puedo verte alguna que otra vez… será bastante. Bastante para todo el resto de mi vida.

Sus incoherentes palabras se mezclaban con los gritos de la yegua moribunda y el susurro y el rumor de los árboles. Su voz se elevó, frenética, insensatamente:

—¡Ann Marie! ¿Dónde estás? ¡Regresa, vuelve a mí! No me dejes.

Sus manos temblorosas acariciaron su cabello, sintieron la sangre en sus dedos. Su cuerpo estaba cada vez más frío. Se quitó la chaqueta y la cubrió, remontando el cuello bajo su mentón cariñosamente; como un padre. Le frotó las manos, manteniéndolas entre sus sudorosas palmas.

No supo en qué momento ella abrió los ojos, pero lo miró con toda claridad, reconociéndolo; él comprendió, a través de la niebla de su dolor, que ella estaba consciente y pensó que iba a desplomarse de dicha. Vio que ella casi sonreía, que sus blancos labios se curvaban en la dulce sonrisa que él tanto había amado.

—¿Courtney? —susurró ella.

Él mantuvo apretadas las manos de Ann Marie. Se inclinó más sobre ella. La miró en los ojos, y susurró:

—¿Ann Marie…?

—Oh, Courtney —dijo ella como una niña, pero como si no supiera que su mundo se había derrumbado—. ¿Dónde estoy? ¿Qué estamos haciendo aquí? —Su voz era débil, aunque firme y asombrada. Intentó mirar en torno, pero el dolor crispó sus facciones, y gimió. Se volvió de nuevo hacia Courtney—. ¿Qué me sucedió, Courtney?

No recordaba nada. «Conmoción», pensó Courtney, y se sintió aliviado.

—Missy se desbocó. No te muevas, amor. Kevin ha ido en busca de ayuda.

Su frente infantil se arrugó levemente.

—¿Missy? ¿Desbocó? Nunca lo había hecho. Ni siquiera recuerdo haberla montado. No recuerdo…

—No importa, Ann Marie. Nada importa salvo que estás viva. Pronto tendremos ayuda. Kevin fue a buscarla.

—¿Kevin? ¿Cómo supo que estábamos aquí? —preguntó con infantil curiosidad.

—Kevin…, decidió reunirse con nosotros. No te inquietes por esto, querida. No es importante. Estoy aquí contigo. Pronto estarás bien, mi amor, completamente bien.

Ella lo miró. Sus manos estaban un poco más tibias. Se inclinó sobre ella de nuevo y la besó suavemente en la boca; los fríos labios se movieron en respuesta, y sus dedos apretaron los de Courtney. Sus ojos eran tan diáfanos que, a pesar de la penumbra, Courtney podía verse reflejado en ellos, como tantas otras veces.

—Querido Courtney —dijo ella—. Te amo, Courtney.

Entonces él notó algo extraño. Vio que su imagen desaparecía y se hacía cada vez más diminuta, en las pupilas de Ann Marie. Ahora no era sino la más minúscula de las caras, fue fundiéndose hasta ser una mota sin forma y desapareció.

—¡Ann Marie! —exclamó.

Ahora lo miraba sombríamente y con pleno conocimiento; sin moverse ni cambiar de expresión emitió el más espantoso de los gemidos, que parecía elevarse no de sus labios ni garganta sino de alguna parte vital de su cuerpo. Cerrando los ojos, murmuró:

—Mamá me lo dijo —y quedó silenciosa, inerte.

La llamó por su nombre frenéticamente una vez y otra, pero ella no contestó y él no supo si le oía o de nuevo había recaído en la inconsciencia. Ahora solamente quedaban los estridores de la yegua atormentada y la asustada respuesta de los árboles, los efluvios de putrefacción y los olores de hongos, el tenue crujido de los árboles y una creciente tiniebla en la cual todas las cosas iban disolviéndose.

Courtney se tendió junto a la muchacha, sostuvo sus manos y deseó poder morir allí con ella, o que ninguno de los dos necesitase nunca más saber lo que habían sabido aquel día, sino que despertasen como si hubiera sido una pesadilla que soñaron juntos.