XXXVIII

Courtney Hennessey llego a su hogar de Green Hills a la mañana temprano, después que su madre le hubiera escrito brevemente que tenía «algo de grave importancia que has de saber, querido». No era habitual que su madre fuera tan reticente con él, como si temiese que alguien pudiera leerlo o no tuviera el valor de escribir lo que tenía que decir. Siempre había existido plena confianza entre madre e hijo. Por eso cuando Courtney se apeó del tren a las seis y media de una tibia mañana de julio en la estación de Winfield y se dirigió hacia el carruaje de la familia, estaba más alterado de lo que su tranquila expresión aparentaba. Pensó que no podía ser un problema de dinero. Su madre era rica, y tío Joseph manejaba sus asuntos. (Courtney, a diferencia del inquisitivo e intuitivo Rory, no tenía la menor idea de la relación entre su madre y Joseph). Podía tratarse de su salud, y el temor de Courtney se agudizó al recordar su apariencia algo frágil y los repentinos silencios durante sus últimas vacaciones de primavera.

El cochero ayudó a Courtney a colocar su equipaje; el joven se sentó en el carruaje abierto y fue transportado desde la estación a Green Hills. Le gustaba la campiña, las carreteras tranquilas, el denso verdor de las arboledas, el paso sobre arqueados puentes y el reflejo del agua verdosa reproduciendo las sombras de la vegetación. Le gustaba vislumbrar granjas, las blancas cercas, los rojos establos, el ganado yendo a los pastizales, el humo elevándose de las chimeneas y el cloqueo de las aves de corral. Le gustaban los surcos removidos bajo la luz del sol, el aroma de la tierra, los setos, las hileras de verdes hortalizas, los erguidos trigales y, sobre todo, oír el blando silencio enriquecido por los sonidos apacibles que a veces lo poblaban. Conocía ciudades encantadoras como el antiguo Boston, las legendarias Roma, Atenas, Londres y París. Pero en todas notaba una carencia: había en ellas una esterilidad, una extraña ausencia, pese a los parques, arroyos y ríos que pudieran poblarlas. Eran solamente en el campo, en cualquier campo, donde un hombre encontraba su verdadera identidad y sentía que formaba parte de algo.

Mientras la brisa y el sol acariciaban su cara pensó en Ann Marie y sonrió. La existencia de la pequeña Ann Marie era como un amuleto de suerte. Ahora, la única sombra era la posibilidad de que su madre estuviera gravemente enferma. Le preguntó al cochero:

—¿Cómo está la señora Hennessey, Sam?

—Bien, señor, parecía estar bastante bien hasta aproximadamente hace una semana, aunque ahora parece un poco inquieta, señor. Como si estuviera ausente.

Pronto penetraron en la tranquila alameda que conducía a la casa que fue de los Armagh, pero que ahora pertenecía a Elizabeth Hennessey. Courtney tenía apenas vagos recuerdos de haber vivido en aquel «titánico mausoleo blanco», como llamaba a la casa donde vivía Ann Marie, donde casi todo era desagradable debido a Bernadette, la hija de su padre adoptivo. Nunca le había gustado, pero nunca pudo comprender la constante animosidad que ella les demostraba a él y a su madre, como si le molestara verlos. Últimamente la veía rara vez, y en tales ocasiones ella no ocultaba su hostilidad, su odio (porque a él no le cabía duda que aquella constante expresión al verle, era odio).

Era posible que le diera un ataque cuando supiera lo referente a él y Ann Marie, pensó con deleite, aunque con leve aprensión por la muchacha a la que amaba. Ann Marie era mayor de edad y podía casarse con quien ella desease; el tío Joseph le tenía aprecio y le había demostrado amable deferencia cuando visitaba a Rory en Boston. Indudablemente también a él le gustaría vejar a Bernadette, pensó Courtney de su cuñado al que llamaba «tío» por respeto a su mucha mayor edad. Sabía que Rory amaba a su padre más que a nadie, salvo a su Maggie, pero que también le tenía un hondo temor, lo mismo que Ann Marie y Kevin. Courtney frunció el ceño ansiosamente pensando en Ann Marie, su timidez, sus instintivos retraimientos ante un semblante duro o una palabra áspera, su deseo de aplacar y restaurar la armonía. Si, su madre muy pronto dejaría de ser amable con ella… ¡cómo si alguna vez lo hubiera sido!, pensó Courtney y por vez primera su indiferencia hacia Bernadette, su hermana adoptiva, se volvió aversión activa.

Eran apenas las siete de la mañana; al apearse del carruaje y alzar la vista hacia las ventanas de las habitaciones de su madre, vio que los visillos y cortinas ya habían sido descorridos. Habitualmente, su madre desayunaba después de las ocho y media, o más tarde, en la cama. El hecho de que estuviera obviamente despierta y levantada a esta hora de la mañana acrecentó su inquietud. Entró rápidamente en la casa, y la doncella le anunció que su madre lo estaba esperando en la sala de desayuno. Por lo menos, pensó, su madre estaba lo suficientemente bien para levantarse y bajar al pequeño comedor. Por consiguiente, el problema debía ser ajeno a cuestiones de salud.

El cuarto de desayuno, de forma octogonal, daba sensación de serenidad, con sus pálidos amarillos y verdes; la mesa ya estaba dispuesta y la seda dorada de las cortinas se movía al impulso de la suave brisa. Su madre estaba sentada en su sitio, exquisitamente bella como siempre, con su vestido verde mañanero, su cabello caía por la espalda y estaba sujeto en la nuca por un lazo verde. «Parece una muchacha», pensó Courtney, animado, al inclinarse para besarla. Ella le palmoteo la mejilla, y al ver sus manos, dijo:

—Oh, estás lleno de carbonilla, querido. Vete a lavar y te esperaré tomando un poco de café.

—Estaba preocupado por ti, y por eso no me detuve a asearme.

Ahora, por primera vez, vio las sombras violáceas bajo sus ojos, su palidez pronunciada, las prietas líneas pequeñas en torno a su boca. Ella apartó la vista.

—Estoy muy bien, Courtney. Regresa pronto.

Courtney se apresuró a subir a sus habitaciones; se lavó, se peinó, se cambió de traje y volvió a bajar aceleradamente. Al llegar al pie de la escalera, le acometió una desagradable premonición. Se detuvo, colocando la mano en el poste terminal de la baranda. Recordó que Ann Marie iba a «hablar pronto» con su madre. Le había hecho prometer en su última carta —que anunciaba su llegada a Green Hills— que ella no «hablaría» hasta que él estuviera cerca de ella para darle ánimos.

También le había pedido en su carta que viniera a reunirse con él a lomos de caballo «en nuestro sitio acostumbrado». Esto sería dentro de tres horas. Regresó al saloncito. Su madre estaba sentada y parecía inconsciente; tenía en la mano una taza de café sin probar y la mirada clavada en la mesa. Con la claridad de un nuevo miedo Courtney pudo ver cada detalle en su madre, sus orgullosos hombros encorvados como si estuviera muy cansada y hubiese pasado muchas noches insomne. Cuando se sentó, su madre se sobresaltó porque no le había oído entrar.

—Sean cuales fueren —dijo ella— las noticias pueden esperar a que hayas desayunado —y señaló las humeantes fuentes de plata.

—Depende —dijo Courtney—. Si son buenas noticias, no. Si son malas, sí —y la observaba detenidamente bajo sus pestañas amarillas.

—No sé —dijo Elizabeth con voz apagada— si las noticias son «malas» o no. Puede que lo sean… para ti, querido. Pero eres joven, y los jóvenes se recuperan pronto.

Le sirvió los huevos escalfados, las tostadas y el café, y vio cuán translúcidas eran sus finas manos. Courtney consumió un abundante desayuno y le pidió que comiese algo. Ella lo intentó, pero apenas probó el primer bocado, desistió. No cesaba de mirar a su hijo. Temía hablarle y por fin dijo:

—Te echo mucho de menos este verano desde que decidiste adelantar tus estudios con Rory.

—No puedo dejarlo solo en Boston —dijo Courtney—. Dios sabe en qué líos se metería sin mi supervisión. Las chicas están locas por él, y Boston está lleno de chicas solteras, ansiosas de casarse.

—Rory puede parecer impulsivo —dijo Elizabeth—, pero en realidad no lo es. Es un joven muy calculador. No lo digo en un sentido desfavorable porque le tengo mucho cariño y me divierte. Lo que pretendo decir es que todo lo que hace lo ha meditado por anticipado. Estudia todas las ventajas, todos los riesgos, antes de hacer un movimiento. Esto es lo que hace creer a la gente que es impetuoso… Creen que cuanto hace o dice es espontáneo, pero no es así.

Courtney pensaba en Marjorie Chisholm. Últimamente hablaba poco de ella con Rory y sólo lo hacía casualmente:

—¿Quién? Ah, sí, Maggie. Creo que la veré esta tarde, si puedo resolver antes este problema jurídico que es un rollo. Sí, gracias, ella está muy bien.

Esto era todo. Courtney sabía mucho acerca de Rory, pero también era mucho lo que ignoraba. Se preguntaba si Rory no estaría perdiendo interés en Marjorie, y abandonando el proyecto casarse con ella legalmente. Desaparecía unas horas dos o tres veces por semana, y nunca decía dónde había estado; Courtney sospechaba que otra muchacha acaparaba su interés. Pobre Marjorie Chisholm…

Courtney bebió una tacita de café. Su corazón había comenzado a redoblar rápidamente. Dejó la taza y dijo resueltamente:

—Madre, hace tiempo te hablé de Ann Marie, pero te pusiste muy agitada y repetiste varias veces que era «imposible», así que desistí temporalmente de volver a abordar el tema. Después de todo, seguía el curso de mis estudios. Y temí que pudieras enfermarte porque te vi muy alterada. Madre, ¿qué tienes en contra de Ann Marie?

Las manos de Elizabeth se crisparon y sus verdes ojos miraron a su hijo con valor.

—Courtney, tengo una razón… para oponerme. Te dije que era un motivo de la máxima importancia. Querido mío, eres mi único hijo. No quisiera que cometieras un error. Hay mala sangre en los Hennessey.

—Te casaste con uno —dijo Courtney—. No era tan malo. De hecho, era una especie de viejo tunantón, pero me trató como a un hijo. No pudo ser mejor como padre y yo sólo era adoptado. Creo que se cuidaba más de mí que de su verdadera hija, Bernadette. Una vez me dijiste que habías conocido al senador en Washington mucho tiempo antes de casarte con él, pero si tenías esta opinión de los Hennessey, ¿por qué te casaste con él?

—Le amaba —dijo Elizabeth, inclinando la cabeza—. Ahora sé que todo era una mentira. Courtney, él fue verdaderamente bueno y cariñoso contigo, más que muchos… padres legítimos. Pero debo decirte que era un mal hombre. Es una historia demasiado larga de contar. Bernadette no es mejor de lo que fue su padre. Es una mujer malvada en muchos aspectos. Sí, los Hennessey tienen mala sangre. No quiero siquiera que pienses en… —y fue ella la que pensó, atajándose: «Oh, Dios mío, por piedad, ¿no bastará con lo dicho?».

Tras una breve pausa, dijo Courtney:

—En resumen, me estás dando a entender que te resultaría demasiado difícil de soportar que yo me casase con Ann Marie.

—Sí. Está además el impedimento —susurró ella.

—Madre, no existe consanguineidad —dijo él, esforzándose en ser paciente— y esto lo sabes. He discutido el asunto con clérigos. Uno tuvo sus dudas. El otro estaba seguro de que todo era perfectamente legal. Bernadette y yo no tenemos vínculo de sangre. Yo no soy realmente el «tío de Ann Marie». Soy el hijo de Everett Wickersham; le agradezco al senador que me adoptara y me diera su apellido, pero desearía con toda mi alma que hubieses dejado que yo conservase mi verdadero apellido.

Elizabeth apretó sus blancos y delgados párpados, con infinita pena.

—Aun cuando exista un impedimento técnico, y la Iglesia se oponga, me casaré con Ann Marie —dijo Courtney con firmeza.

—Pero ¿aceptaría Ann Marie? —preguntó su madre, abriendo de nuevo sus exhaustos ojos.

—Lo he discutido con ella. Madre, estamos enamorados. Queremos casarnos y nada nos los impedirá. No me importa si sus padres la echan, aunque no creo que tío Joseph lo haga. Aunque así sea, no importa. También tú puedes echarme de tu casa, si así lo quieres. Tengo dinero propio que el senador fue lo bastante bondadoso para dejarme en legado. Y voy a casarme con esta muchacha tan pronto como sea posible aunque se caiga el cielo.

—¿Has pensado en el lado legal? —preguntó Elizabeth, sabiendo que era inútil, y que no había forma de escapar a la revelación.

—¡Naturalmente, madre! Estoy estudiando leyes y me enseñan abogados; les pregunté acerca de ello y opinan que la sola pregunta es absurda.

Elizabeth logró ponerse en pie, no sin esfuerzo, y se desplazó débilmente hacia una de las ventanas. Mirando hacia afuera dijo:

—No puedes casarte con Ann Marie, Courtney. No puedo soportar… el solo pensamiento…

—Yo creía que le tenías cariño a ella —dijo Courtney amargamente.

—Y se lo tengo —dijo Elizabeth. Tuvo que apoyarse en la ventana porque sintió que iba a caerse—. Pero está su madre… los Hennessey.

—También tiene otra sangre. Una vez me dijiste que su abuela era una gran señora, una magnífica persona, aunque la viste una sola vez.

Elizabeth recordó aquel desastroso día, veintitrés años antes.

—Así era Katherine. Una mujer muy perjudicada y destruida por su marido. Pero la sangre de los Hennessey ha salido a relucir en Bernadette, y está también en sus hijos. Rory tiene mucho de ella. ¿Te agradaría tener una hija como Bernadette, Courtney?

—No. Pero también está el lado Wickersham, ¿lo olvidaste? Y tu lado, madre. Creo que superamos en mucho la «sangre Hennessey».

Su madre permaneció en silencio. Todavía no se había vuelto hacia él y seguía aferrada a la ventana. Luego dijo:

—Joseph Armagh no lo permitiría. Lo sé.

Se levantó Courtney:

—Estás equivocada, madre. Rory y yo hemos discutido todo esto. Sabe que su padre me tiene cierto afecto. Cree que no habrá objeción por esta parte. Y aunque la hubiera, no importa. Madre, me iré pronto para reunirme con Ann Marie; iremos a ver a su madre para explicarle lo nuestro.

Elizabeth giró tan rápidamente que se tambaleó y tuvo que agarrarse de una cortina para sostenerse: sus facciones y sus ojos estaban tan rebosantes de horror y miedo que Courtney se sobresaltó. Ella gritó:

—¡Debes impedírselo! ¡No debe decírselo! ¡Conozco a Bernadette! ¡Sé lo que le diría a esta pobre muchacha, y saberlo la mataría! —apretó las manos contra su pecho, como alguien que implora por su propia vida—. Courtney, en el nombre de Dios, dile simplemente a Ann Marie que por varias razones… no puedes casarte con ella. Díselo lo más gentilmente posible, y después déjala y no vuelvas a verla nunca más. Ambos sois jóvenes. Pronto olvidaréis —y en sus dilatados ojos se agolpaban lágrimas de intenso sufrimiento.

Courtney la miraba en silencio, y ahora el presagio terrible le acometió de nuevo, confundiéndolo y torturándolo. Pero también vio la frenética desesperación de su madre, su abrumador padecimiento, su temor.

—¿Esto es lo que querías decirme, madre, que no podía casarme con Ann Marie? ¿Es por esto que me hiciste venir?

Ella asintió, incapaz de hablar, pero sus ojos imploraban, le suplicaban que estuviera de acuerdo, que no preguntase nada más. Finalmente pudo decir con voz quebrantada:

—Yo… sabía… que tú no habías renunciado, que seguías decidido a casarte con esta niña. Por eso te pedí que vinieses. Sabía que todo esto debía ser atajado inmediatamente…

—Dame una razón sólida y sensata por la que no deba casarme con ella, y se lo diré. Es todo cuanto pido, madre. Una razón sensata y no una emocional o supersticiosa. Si yo la considero sólida, entonces te prometo que le concederé plena atención y quizá actúe de acuerdo, pero si no es sólida y sensata, entonces… —y abrió las manos en gesto elocuente.

—Créeme, querido Courtney, es firmemente sólida.

—Entonces ¡dímela! —gritó, dominado por la impaciencia—. ¡No soy un niño! ¡Soy un hombre!

—No puedo decírtelo —murmuró ella y sus labios se crisparon en mueca dolorida—. Si pudiera, lo haría. Pero debes creerme.

Él negó con la cabeza, con similar desesperación.

—Madre, no tiene sentido seguir así. No existe una razón «sólida». La única sería que yo fuera realmente el tío de Ann Marie.

Elizabeth tanteó ciegamente en busca de su silla y se desplomó en ella. Se apoyó en la mesa y se cubrió el rostro con las manos. Courtney se sintió repentinamente paralizado; tenía la garganta reseca y ardiente y apenas podía respirar. Intentó mover la cabeza, desprenderse del ahogo, de la náusea en su estómago, de aquel ardor que quemaba sus fibras. No podía dejar de mirar a su madre. Oía su llanto. Le pareció el más desolado sonido que jamás oyera, y no obstante, sentíase inundado por un enloquecimiento de ira y tormento.

Fuera unos jardineros estaban segando el césped y la brisa traía la fragancia de la hierba recién cortada; un muchacho silbaba alegremente y los árboles susurraban una melodía. Pero dentro de la habitación el silencio era mortífero, como el silencio que sigue a un asesinato, un horrible silencio reprimido que era reforzado por la luz y aromas más allá de las ventanas.

—Debiste decírmelo hace mucho tiempo —murmuró él, luchando con la atroz náusea estomacal—. No debiste dejar pasar tanto tiempo. Debiste habérmelo dicho, antes de que llegásemos a este punto.

Ella gimió, cubriéndose el rostro:

—¿Cómo iba yo a saber que llegaría a este punto? Yo tenía la esperanza de que olvidases, después de lo que te dije la primera vez.

—¿Por consiguiente el senador era realmente mi padre?

—Sí —y apenas pudo oírla.

—¿Y nací antes que él se casase contigo?

Ella sólo pudo inclinar más la cabeza. Ahora la odiaba aunque también la compadecía y quería más que nunca. Quería recriminarla y a la vez consolarla. Se atragantó un poco y tosió, y una negra desolación recorrió su rostro, sus labios y sus ojos como agua con sabor a muerte, ahogándole.

—¿Y Bernadette es realmente mi hermana? ¡Dios, que broma más atroz! ¡Odiosa Bernadette! Madre, ¿lo sabe también ella?

—Sí. Lo sabe —murmuró Elizabeth.

—¿Quién más?

—Joseph Armagh.

—¿Son los únicos?

Volvió a asentir con el rostro todavía cubierto. Pudo hablar un poco más claramente, aunque su voz seguía sofocada y tenue:

—A Bernadette le dijeron… lo que todos los demás creen… pero desde un principio supo con toda certeza que tú eras el hijo de su padre. Lo ha rechazado constantemente, intentando humillarme. Pero ella conoce la verdad. Y le gustaría poder lanzársela al rostro a Ann Marie, esta pobre niña, para herirla a ella y a nosotros.

—Debiste decírmelo hace años.

Elizabeth dejó caer las manos y él vio las huellas rojas en su blanco y húmedo semblante y su creciente agonía. Dijo ella:

—¿Por qué? ¿Para marcarte, para hacerle sentir avergonzado desde niño? ¿Para que despreciaras a tu madre? ¿De qué hubiera servido tal revelación? Si no hubieses querido casarte con Ann Marie nunca lo habrías sabido, Courtney. ¿Puedes decirme una sola razón por la cual debí decírtelo «hace años»?

—No —reconoció él tras unos instantes—, no existía razón alguna para que me lo dijeras, hasta ahora —y miró su reloj—. Debo irme pronto para reunirme con Ann Marie. De cualquier modo, debo decirle… algo. No puedo decirle la verdad —parecía tan quebrantado y exhausto como su madre.

—Debes decirle a Ann Marie que no hable con su madre… ¡sobre nada de todo esto! Por el propio bien y salvación de Ann Marie. ¡Conozco a Bernadette!

—Sí —admitió él. Se disponía a irse, pero la compasión le acometió, y se acercó a su madre inclinándose para besar su mojada mejilla. Abrazándolo apretadamente, ella gimió:

—Ojalá nunca hubiese yo nacido. Ojalá estuviese muerta. No me hubiera importado morir para evitarte todo esto, hijo mío.

Ann Marie se sintió muy feliz al recibir la carta de Courtney anunciándole que vendría y hablaría antes con su madre, pero que la acompañaría cuando ella «hablase» con la suya. Le decía también que antes de dicha entrevista, se encontraría con ella en los bosques y «efectuaremos nuestra habitual cabalgata» a través del campo. La «habitual cabalgata» consistía en recorrer un camino de herradura aproximadamente a un kilómetro de Willoughby Road, apartado de toda rama baja y colgante, y remontando y bajando una pequeña colina. La hora de la cita sería a las diez y media de la mañana.

Bernadette solamente sabía que cuando Courtney estaba en su casa, su hija se encontraba con él para dar un paseo a caballo. Esto comenzó cuando la muchacha tenía solamente ocho años y Courtney nueve, y aún proseguía. Courtney tenía numerosos amigos de la «familia» en Green Hills, y estos amigos le habían sido presentados por elemental cortesía social a Ann Marie. Así, la excesivamente tímida muchacha tuvo una cantidad de aspirantes que se sentían atraídos por sus gentiles modales, su repentina y dulce sonrisa que producía cierta fascinación, sus hermosos ojos cobrizos con sus cambiantes brillos y hasta por la desgarbada puerilidad de su delgado cuerpo carente de curvas que le daba un aire de temprana pubertad. Bernadette podía burlarse de su apariencia «amuchachada» y lamentar el hecho de que Ann Marie «no tenía estilo» aludiendo a que no vestía a la moda. Pero los jóvenes la encontraban muy encantadora por cuanto emanaba de ella una constante puerilidad y delicada virginidad. El claro cabello castaño de Ann Marie rehusaba curvarse en rizos pese a tenacillas y bigudíes. Tenía un modo de desprenderse de horquillas y prendedores y caer en cascada sobre sus hombros como un velo de ámbar, lo cual también fascinaba a los jóvenes.

Tuvo muchas proposiciones, pero las rechazó todas, y cuando Bernadette la hostigaba no contestaba nada. Sabía que le era antipática a su madre y no sentía ningún cariño por Bernadette, pero la respetaba y le temía. Bernadette la había abofeteado pocas veces en su vida, cuando era mucho más joven, pero si solamente hubiera empleado la crueldad de su lengua como arma contra su hija, habría bastado para inspirarle a la muchacha un enorme pánico.

—Pero ¿por qué? —preguntaba repetidamente Courtney—. ¿Qué daño puede hacerte tu madre?

—No lo sé —contestaba Ann Marie afligida, entrelazando las crispadas manos—. Es como si hubiera en ella algo oculto que pudiera estallar y destruir si fuera incitada en exceso por algún motivo, y tengo miedo.

Courtney consideraba que esto era una aprensión ridícula. Pero como conocía a Bernadette, y no quería que hiriese a la extremadamente vulnerable Ann Marie, le escribió diciéndole que debía esperar a que él viniera para ir juntos a anunciarle su propósito de casarse.

El día convenido Ann Marie despertó muy temprano. La estación estaba a más de cinco kilómetros, pero ella estaba segura de que podría oír el alarido del tren que traería a Courtney a Winfield. Se sentó en la cama y se abrazó el cuerpo con sus delgados y juveniles brazos, sonriendo con anticipada dicha. Después echó a un lado las sábanas de seda y fue hasta la ventana que daba frente a la casa en que vivía Courtney. Se sentó junto a ella, observó y esperó. Se estremecía con delicia y verdadero éxtasis de amor, y al mismo tiempo sentía miedo de tener que enfrentarse más tarde a su madre. Después de todo, como decía Courtney, ¿qué daño podía hacer mamá? Pero de pronto sintió frío y tembló.

«Soy un ratón, una ratita», pensó con pesar. «Así es como me llaman los muchachos; me lo dijo Rory, no con mala intención, sino porque quiere que yo sea menos arisca. Pero nadie sabe que nunca quise ni amé a ningún muchacho salvo a Courtney, desde que éramos niños». Con Courtney se sentiría a salvo para siempre; no temería a la gente, no sería arisca ni tímida, y olvidaría la secreta malignidad y la solapada crueldad que alentaba en la mayoría de las personas, excepto, lógicamente, en Courtney. Y quizá tía Elizabeth. Adoraba a su gemelo Rory, pero era demasiado complejo para su comprensión, demasiado caprichoso y mudable de carácter. Lo admiraba porque no temía a nadie, excepto a papá, pero esto era algo que tampoco podía comprender. Ella había encontrado en él al más considerado y amante de los padres, por lo menos desde hacía mucho tiempo. Era posible, aunque Ann Marie no lo supiera, que ella fuese la única en el mundo que no le temiese ni actuase cautelosamente con él. Hasta Kevin, el «negro irlandés» —como le llamaba Joseph—, se mostraba inquieto ante él pese a su morena, sombría y obstinada apariencia y su evidente fuerza, su rostro cuadrado y voluntarioso —que retaba a todo el mundo en forma correcta y taciturna—, sus firmes maneras tranquilas y su sencillez pétrea. Ann Marie había descubierto que Kevin ignoraba a Bernadette y sus frecuentes estallidos de malhumor no te molestaban en absoluto y parecía ni darse cuenta. En consecuencia, Bernadette no lo podía intimidar; sólo podía acalorarse y echar humo en vano.

Ann Marie estaba contenta porque Kevin —que tenía diecisiete años— vendría a casa, y estaría en ella hasta dentro de una semana. Después iría a Long Island a reunirse con sus «amigos lancheros», como los llamaba papá con desdén. Kevin era poco demostrativo y nada temeroso; vivía ensimismado y parecía más fuerte que su espléndido hermano Rory; quería a su hermana y ella le correspondía con creces. Por vez primera Ann Marie pensó en Kevin como en un aliado, después que ella y Courtney hubieran enfrentado a su madre con la noticia de su noviazgo. Hasta podían pedirle que estuviera presente, dominando como una oscura pero invencible presencia.

Después se sintió avergonzada. No era extraño que Rory se burlara cariñosamente de ella y Courtney sonriese a veces con afectuosa sorpresa ante su timidez, ni que Kevin encogiera los hombros como si ella resultase divertida. Todos sabían que ella era una ratita cobarde que huía de los demás, se sonrojaba si un desconocido le hablaba, que temblaba interiormente ante sombras y siempre se ocultaba. Era una mujer y se portaba como una niña. No tenía firmeza ni nada de la fuerza serena de la querida tía Elizabeth. ¿Por qué estaba siempre tan asustada, siempre huyendo? Nadie la había herido en sus veintiún años. Las monjas de su colegio habían sido buenas y gentiles con ella. Sus hermanos y su padre la amaban y protegían. Era cierto que su madre, que tenía duros y a veces alarmantes arrebatos, sabía cómo herir, y se sentía excitadamente feliz cuando encontraba un blanco para sus malicias. Pero mamá era la única hostil, y como dijo Courtney, mamá después de todo no era más que una mujer.

Ann Marie miró el reloj de su coqueta. Eran casi las siete de la mañana de aquel brillante día de julio. Miró ansiosamente a través de la ventana. El carruaje de los Hennessey remontaba el camino hasta la casa y ahí estaba Courtney, apeándose. El corazón de la joven latió con alegría y éxtasis al ver a su amado. Apenas podía dominar su embeleso. Hubiera querido salir corriendo de la casa tal como estaba, en camisón, y abalanzarse hacia Courtney, rodearle el cuello con los brazos y besarlo y dejar que él la sostuviese apretadamente contra él, como ya había hecho antes. Cerró los ojos, encendiéndose con anhelante pasión abismal. Cuando los abrió. Courtney ya no estaba visible y el carruaje se dirigía a las caballerizas.

Ella era tan sólo una ratita y no se merecía a Courtney. Debía tener valor. Si seguía huyendo de la gente, sería una calamidad para Courtney en su vida profesional, y sus reuniones sociales. Se mortificaría y llegaría a despreciarla. Él le había dicho que no era difícil ser valerosa, y que debía atreverse a realizar alguna acción positiva o de lo contrario sufriría toda su vida por su falta de energía. Hoy no esperaría a que Courtney estuviera a su lado y hablaría con mamá. Hoy comenzaría a perder su cobardía. Cuando se encontrase con Courtney en el sitio convenido, le contaría con sublime serenidad que ya se lo había dicho a su madre, y él estaría orgulloso de ella. «Lo único que cuenta es Courtney», pensó. «Nada podrá separarnos, excepto la muerte. Nos amamos. Seré digna de su amor».

A las nueve, su madre tomaba un copioso desayuno en la cama. Nadie se permitía ser intruso en aquellos momentos, excepto papá, que rara vez iba a verla. Ann Marie, con su nueva resolución, decidió ser intrusa. No importaba que su corazón palpitase furiosamente y que su resuello se hiciese penoso. No importaba. Debía comenzar a ser valiente.

Se bañó, cepilló su largo cabello cuidadosamente, lo trenzó y le sujetó severamente a la nuca con un lazo y luego se puso su traje marrón de amazona y las botas. Bajó al ornamentado comedor, para el desayuno. Grandes ventanales se abrían sobre los largos prados y los cálidos jardines escarlata, rosa y amarillo. Para Ann Marie todo era radiante, todo brillaba con fulgor de vacaciones y dicha. Qué bonito era el mundo, estático, elocuente y pleno de amor y delicia. Qué maravilloso era ser joven y estremecerse de goce anticipado y conociente del propio cuerpo, aun con el simple roce del puño contra una delgada muñeca. ¿Cómo podía haber tristeza o disonancia en este mundo?

La doncella le informó que Kevin ya había desayunado y había salido a pasear a caballo. Ann Marie, que había pensado en un principio tener consigo a Kevin cuando fuera a hablar con su madre, quedó decepcionada al principio, pero después se decidió. Sí, había llegado el momento de ser valiente. Depositó su sombrero y sus guantes en una silla vacía. Notaba un temblor en el centro de su cuerpo pero trató de comer un poco y beber café. Miraba muy a menudo el reloj prendido en su solapa. Las nueve. Esperaría hasta que mamá hubiese terminado su desayuno. Serían entonces las nueve y media. La doncella dijo:

—La señora Armagh recibió esta mañana un telegrama, señorita. El señor Armagh estará en casa esta noche a las ocho.

—¡Oh, qué maravilloso, Alice! —dijo Ann Marie.

Estaba de nuevo rebosante de dicha. Sería una gala familiar, pese a mamá. Fortificada por Courtney, Kevin y su padre, ¿qué podía asustarla o dañarla? Una vez alcanzado el valor, nada podía atemorizarla. Dentro de dos horas estaría en brazos de Courtney, riendo feliz, incoherentemente, sus labios contra su cuello, a salvo con él, rescatada y segura para siempre. Cabalgarían juntos en el cálido día, charlando de su porvenir juntos, como siempre hacían. Vivirían en una casita de Boston mientras Courtney completase sus estudios. Ann Marie cerro los ojos, incapaz de soportar el resplandor de su felicidad. Pronuncio en su interior una pequeña plegaria de gratitud. Cuando abrió los ojos, todo —la mañana, el decorado de la habitación, el resplandor en las ventanas— adquiría matices tiernos, prometedores. Mamá, naturalmente, no admitiría que la ceremonia de la boda fuera modesta. Después de la misa nupcial los invitados se agruparían en los jardines, y habría luces, bailes, música, risa, y ella, Ann Marie, vestida de blanca seda, tules y velo de novia, bailaría con Courtney y ya no existiría nadie más en el mundo entero. Quizás el diez de agosto. Esto le daría tiempo sobrado a mamá. Indudablemente se las arreglaría para obtener una bendición papal. Emergiendo con esfuerzo de su embelesado ensueño, dijo Ann Marie:

—Alice, ¿quieres preguntarle a la doncella de la señora Armagh si puedo pasar a ver a mi madre? Es muy importante.

Mientras esperaba, palideció Ann Marie y volvió a sentir el temblor. Se sentó erguida en la silla y se dijo que tenía que ser valiente. Por un momento, acobardada, tuvo la esperanza de que su madre se negaría a verla «a hora tan temprana». Entonces se impuso a sí misma un castigo. No se le presentaría un momento semejante nunca más. Si su madre no quería verla ahora iría de todos modos… La doncella regresó y dijo que la señora Armagh la recibiría, aunque se encontraba indispuesta. No era de extrañar, pensó Ann Marie. Ella comía demasiado en la cena. Comía vorazmente, con apasionada voluptuosidad, como si en ella hubiera un apetito insaciable, y bebía cantidades de vino hasta que su rostro se volvía vidrioso y el mal humor le empeoraba. Ann Marie suspiró. No comprendía en absoluto a su madre.

Había llegado el momento. Ann Marie se levantó, colocándose el sombrero y los guantes y recogió su fusta. Le dijo a la doncella:

—Alice, ¿quieres pedirle a los caballerizos que ensillen a Missy? Quiero montar dentro de media hora.

Pasó el gran vestíbulo de mármol blanco, intentando dominar el súbito repicar de su corazón, y subió corriendo los blancos peldaños, riñéndose a sí misma. Cuando llegó a lo alto se detuvo un instante para recobrar el aliento y de pronto sintió un frío penetrante que oscurecía todo. Rehaciéndose, avanzó firmemente por el vestíbulo superior hacia las habitaciones de su madre; un sudor helado brillaba en su frente, y el miedo había vuelto a apoderarse de ella. Era como si un espectro de facciones invisibles caminase a su lado.