XXXVII

El señor Carnegie dijo en cierta ocasión a Joseph:

—En cualquier compromiso en que yo participe, tengo por costumbre apretar desmedidamente —y le sonrió al hombre más joven—: Ambos somos celtas, ¿verdad? Nos comprendemos el uno al otro. Los anglosajones no son rivales para nosotros.

Joseph había emitido su breve y áspera risa.

—Recordará, señor, lo que dijo Samuel Pepys en su Diario de 1661: «¡Pero, buen Dios! ¡Vaya época ésta y vaya mundo éste! Que un hombre no pueda vivir sin actuar como un bribón y con disimulo».

Carnegie había ladeado su cigarro escrutando a Joseph.

—Bien… Bien, Joseph, ¿hicimos nosotros este mundo? Tuvimos que ponernos de acuerdo con sus costumbres, y yo, muchacho, no me quejé ni lo censuré. Le salí limpiamente al encuentro en su propio campo y gané. ¿Y no está usted también convencido de que ganó?

—Tampoco puedo quejarme del mundo. Jugué según sus reglas y gané, más o menos limpiamente.

—Creo que hay algo bastante cierto —dijo Carnegie—. Si un hombre juega limpiamente nunca ganará. Así es como está hecho el mundo, mi niño[29].

Al mismo tiempo Carnegie pensaba: «Este hombre es un fanático que en determinado momento de su vida tuvo una firme meta, un grave desengaño, y ahora ha ido olvidando. Pero el fanatismo en sí mismo origina potencia, por eso él continuará. Esto nos ocurre a todos nosotros. ¿Quién puede decir qué dioses o qué diablos nos dirigen?».

Comenzó a sentir simpatía por Joseph y por su espíritu celta. Había construido sus fábricas de acero en el río Monongahela imitando los métodos y sistemas de las enormes fábricas Bessemer, de Inglaterra. Le dijo a Joseph:

—Esto podrá parecerle un modesto comienzo en Norteamérica, mocito, pero le aconsejo que invierta en ello.

Joseph lo hizo y en 1890 sus inversiones le habían producido un beneficio del doble del capital invertido. En 1895 su fortuna era respetada por los más poderosos en Europa y Norteamérica, aunque ya era rico, de acuerdo a las normas comunes. El señor Carnegie dijo —con un chispazo burlón en sus glaciales ojos— que las vastas ganancias de dinero eran «la peor especie de idolatría». Permanecía en su castillo en Escocia, donde Joseph lo visitaba de vez en cuando, y simulaba no preocuparse por su imperio de acero en Norteamérica, al que dirigía desde la distancia. El pequeño escocés era un genio para el dinero, y Joseph ya había aprendido que tal genio no es adquirido sino innato.

—Son muchos los hombres —le dijo Carnegie a Joseph— que trabajan toda su vida con laboriosidad e inteligencia, y nunca adquieren ni una libra esterlina, mientras otros, con un simple giro de su muñeca, consiguen todo. Yo soy presbiteriano, o sea que creo en la predestinación. Un hombre es necio o sensato por la voluntad del Todopoderoso, y no cabe quejarse. Démosle gracias ya que Él nos hizo listos.

—A fuerza de constante trabajo —dijo Joseph que conocía la historia de Carnegie.

—Ah, también lo hicimos y no alardeamos de ello. Nunca he sido partidario de esquivar el trabajo duro. Pero usted también tiene esta inclinación, mocito.

Y pensó: «Además un amargo rencor, igual que yo. Sin la amargura del odio un hombre no puede triunfar».

—No soy optimista —dijo con cautela cuando aconsejó a Joseph sobre inversiones—. Solamente juzgo. Son muchos los optimistas que jamás reunieron cincuenta dólares, y nunca lo harán, porque son optimistas. El pesimismo ha salvado a muchos hombres de la bancarrota. Por cierto, muchacho, no demostré interés por sus amigos.

—Ellos se interesan por usted —sonrió Joseph—. Lo consideran un hombre poderoso.

—Vaya, esto sí que es extraño. No soy un asesino.

Joseph no replicó a este ácido comentario, ya que sabía demasiadas cosas. Pero en posteriores épocas de su vida, recordaría esta conversación.

—Un hombre puede ser ahorcado por un pequeño asesinato —dijo Carnegie—, pero recibirá aplausos por grandes asesinatos —le guiñó un ojo a Joseph—. O por lo menos, será famoso. Y en último término será justificado. Sus amos nunca serán conocidos, porque son demasiado taimados y fuertes.

—Se refiere usted a un golpe de estado —dijo Joseph.

—Todos los asesinatos políticos son golpes de Estado —dijo Carnegie con una leve sonrisa ante la sombría expresión de Joseph—. Nunca hubo un rey, o un emperador, o un presidente asesinado por el capricho de un hombre, y esto bien lo sabe usted, mocito.

«Y hay también otra clase de asesinatos en esta misma esfera», pensó Joseph.

Tuvo un sueño extraño. Yacía en un tibio lecho en su discreto hotel con Elizabeth Hennessey, y estaba colmado de placidez y gozo. Durmió sin sueños durante un rato. De pronto se encontró en una penumbra verdiazul en un lugar desconocido, al parecer sin muebles, y sin formas definidas. Vio al senador Enfield Bassett, un hombre de honor, melancólico; sus lustrosos ojos negros miraban a Joseph con pena. Oyó que le decía:

—Si pudiera, retiraría la maldición que lancé contra ti, pero no es posible. Cuando el perjudicado injustamente maldice y el inocente muere, la culpabilidad recae sobre el maldecido y nadie puede evitarlo. Pueda Dios tener piedad de ti, porque a mí me está vedado tener misericordia.

Elizabeth despertó sobresaltada, ante el grito sofocado de Joseph, y lo despertó. El caluroso amanecer de ese día de verano había pintado oro en las polvorientas ventanas del dormitorio. Joseph se sentó bruscamente, sudoroso y lívido, y miró fijamente a Elizabeth como si no la conociese o no supiera dónde estaba.

—Querido, ¿qué te sucede? —exclamó Elizabeth alarmada, asiéndole del brazo.

—Nada. Nada. Era solamente un sueño —murmuró, volviendo a acostarse. Pero ella vio que miraba fijamente al techo, rememorando—. Solamente una pesadilla. Acerca de alguien… que murió hace ya largo tiempo. No sé cómo pude soñar con él. Hacía años que no lo recordaba —trató de sonreír al ver la expresión ansiosa de ella—. No tiene importancia —agregó, y volvió a clavar la mirada en el techo.

Ella, se tendió junto a él, y al tomar una mano sudorosa entre las suyas, advirtió que su pulso era agitado y sus dedos temblaban.

—Hace años que no pienso en él —repitió Joseph—. Nunca le hice daño o por lo menos no lo hubiera perjudicado. Destruí toda prueba contra él.

—Pero, entonces, ¿por qué te ha de impresionar este sueño?

—Me escribió una nota diciendo que había echado una maldición sobre mí… y los míos. Ni siquiera pensé en ello durante catorce años o más. No estoy «impresionado», querida. No soy supersticioso. Fue una pesadilla. Me pareció que acudía hacia mí y decía que desearía retirar su «maldición», pero que no podía. Eso fue todo. Un sueño estúpido.

La alcoba estaba ya calurosa, pero Elizabeth sintió frío. Dijo:

—Hace ya mucho tiempo y nada te ha ocurrido… ni a los tuyos, ¿no es cierto? No hay razonamiento posible con los sueños. —Tocó la campanilla para pedir el desayuno, y miró a Joseph sonriendo; se levantó para colocarse el blanco peinador, y se echó el cabello hacia atrás—. Yo tampoco soy supersticiosa —se sentó ante el tocador y comenzó a cepillarse el cabello. Sus ojos sonrientes miraban a Joseph, por el espejo, pero él no devolvió la sonrisa; estaba absorto—. Está muerto, dijiste. ¿De qué murió?

—Se suicidó.

La mano de Elizabeth se detuvo, y sus dedos volvieron a sentir frío. Dejó el cepillo en la mesita. Joseph, como si hablara consigo mismo, dijo:

—Un hombre como él no tenía nada que hacer en el terreno político. Quien no puede soportar las campanas y la carbonilla debe permanecer alejado de los trenes.

—Quieres decir que en la política no hay lugar para un hombre honrado.

—¿Acaso dije que fuera honrado? —preguntó Joseph, mortificado por haber siquiera mencionado al senador Bassett. Se colocó el batín; su rostro tenía una expresión sombría—. Ha llegado nuestro desayuno. Voy a abrir.

No volvieron a hablar más del asunto, pero Elizabeth nunca olvidaría aquella calurosa mañana en Nueva York. Dos horas después Joseph fue a Boston para entrevistarse con su hijo Rory. Comentó:

—Veamos, yo alabo la ambición y el afán de trabajo, y tú las demuestras, muchacho. Pero ¿por qué has decidido asistir los cursos de verano y embestir como una locomotora por la vía de la carrera de leyes?

Los amables ojos azules de Rory contenían una leve reserva. Pero miraba a su padre con franqueza, mientras charlaban sentados en su cuarto. Sin embargo, sus cambiantes expresiones no engañaban a Joseph.

—¿Para qué desperdiciar tres años? —preguntó Rory—. Puedo obtener el título en dos años. ¿No se hizo la vida para vivirla? Quiero empezar a vivir un poco antes, ¿qué hay de malo en ello, papá?

—Pensé que pasarías el verano en Long lsland con tus amistades, practicando el deporte de vela, tal como hiciste los dos últimos años. También esto es importante.

—Prefiero seguir adelante con los estudios —dijo Rory.

—¿Abandonando todos estos deportes de los que eres tan entusiasta? Vamos, vamos. Rory, dime lo que estás callando.

—Pronto cumpliré los veintidós —dijo el joven—. No me veo en las aulas hasta que tenga cerca de los veinticinco. Ya te lo he dicho, papá: quiero empezar a vivir lo antes posible.

—¿Y tú crees que formar parte de mi cuerpo de abogados será «vivir»?

—Si me aceptas y me necesitas, si —y los ojos de Rory evitaron los de Joseph. Joseph frunció el ceño:

—Eres evasivo. Yo nunca tuve tiempo para vivir. No quiero que te suceda lo mismo —y aunque le asombraban sus propias palabras, prosiguió—: Yo sería el último en aconsejarte que desperdicies el tiempo; sé lo valioso que es. Pero también quisiera que a la vez…

—¿Disfrutase de la vida? —y Rory se sintió profundamente conmovido. Aproximó su silla a la de su padre, y ambos sonrieron—. Padre, tú nos has hecho la vida muy cómoda. No creas que somos desagradecidos, Ann Marie, yo, y este oso negro de Kevin. Tienes derecho y te mereces que nos valgamos por nuestros propios medios lo antes posible —y al pensar en su hermana, titubeó.

Joseph indagó rápidamente:

—Bien, ¿de qué se trata? No intentes ocultarme cosas, Rory. Siempre las descubro, ya lo sabes. Lo intentaste en el pasado.

—Se trata de Ann Marie —dijo Rory, y levantándose hundió sus grandes manos en los bolsillos y comenzó a pasear de uno a otro lado del cuarto, con paso a la vez recio y felino.

—Demontres. ¿Qué pasa con Ann Marie? —rezongó Joseph. Quería a sus hijos, y en particular a Rory, pero Ann Marie era su favorita—. Últimamente está lánguida; medité en ello, pero su madre dice que se encuentra bien de salud y son simplemente «lunas» femeninas. ¿Le sucede algo grave?

Rory se detuvo y miró a través de la ventana. Bueno, le había prometido a Courtney sondear y ahora parecía un momento oportuno ya que su padre estaba de buen temple, cosa rara en él. Dijo:

—Ella quiere casarse.

—¿Y qué hay de grave en esto? ¿Lo sabe su madre? ¿Quién es el aspirante? ¿Alguien poco aceptable? —y Joseph se enderezó en la silla.

—Alguien que considero muy digno de ser aceptado —dijo Rory.

—¿Uno de tus pisaverdes de Harvard sin dinero ni familia? Vamos, Rory, desembucha ya.

—Tiene dinero y procede de buena familia, aunque quizá tú no lo creas —y no pudo evitar sonreírse. Volvió la espalda a la ventana—. Es Courtney Hennessey. Mi tío por adopción —y rió brevemente.

Estaba preparado a que su padre arrugase el entrecejo, cavilase, y hasta pusiese inconvenientes, ya que al parecer los hombres no están muy conformes con que sus hijas se casen. Pero no estaba preparado para el impresionante cambio en el rostro de Joseph, y como no pudo interpretarlo, se quedó algo atemorizado. ¿Acaso el viejo consideraba que el hijo de su amante no era digno de Ann Marie? Sin embargo, siempre le había demostrado a Courtney benevolencia y hasta cierto afecto.

Aunque sus ojos resplandecían Joseph dijo con voz muy queda:

—¡Estás fuera de tus cabales! ¿Courtney Hennessey?

Se miraban fijamente, y el rostro de Joseph era un pálido fulgor en la sombra. Miraba a Rory con aire rígido y escandalizado.

«¡Dios!», pensó Rory. «¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre con Courtney?». Dijo:

—Papá, ¿qué inconveniente hay en contra de Courtney? Ya sé… ya sé que mamá odia a su madre y a él, pero ignoro la razón, aunque mamá odia prácticamente a todo el mundo. Tú no permitirías que sus objeciones se interpusieran entre Ann Marie y Courtney, ¿verdad? Ann Marie ya no es una niña, padre. Tiene derecho a vivir.

Pero Joseph apenas lo escuchaba. Se disponía a hablar, pero se contuvo. Pensaba en Elizabeth. Se sintió aturdido al pensar que Rory, como era lógico, creía en la propagada historia de que Courtney era el hijo de un difunto héroe militar y no, en realidad, su verdadero tío. Y atribulado, pensó: «En el nombre de Dios, ¿qué puedo decir? ¿Por qué no se dijo la verdad desde un principio? Ann Marie, mi niña… Bernadette. La conozco. Esto sería para ella una estupenda y vengativa broma, el triunfo final sobre Elizabeth». Carraspeó antes de preguntar:

—¿Le han… dicho algo a tu madre?

—No. Todavía no sabe nada. Courtney ha estado presionando a Ann Marie para que se lo diga, pero ella es una verdadera ratita. Bueno, en Harvard a las chicas como ella las llamamos «ratitas». Ya sabes… Amables, gentiles y retraídas, que siempre tratan de evitar lo desagradable, y ya sabemos lo desagradable que puede ser mamá cuando se lo propone.

Joseph se limitaba a mirarlo sin verlo, buscando desesperadamente una salida a aquel dilema, una solución que no fuera vergonzosa para Elizabeth ni cruel para Ann Marie. Pero ¿acaso cabía otra solución que no fuera decir la verdad?

Entonces Joseph imprecó en voz alta, y Rory que creía conocer todas las obscenidades existentes en el idioma inglés, aprendió algunas más. Ya había oído a su padre blasfemar pero nunca le oyó emplear palabras tan sucias ni con tanta vehemencia. Rory era muy perspicaz. Advirtió que su padre estaba blasfemando impulsado por una especie de impotencia y pena, y no por la ira.

Finalmente Joseph dejó de lanzar ese torrente de groserías y se percató de la presencia de Rory. Entonces dijo:

—Puedo decirte una sola cosa. Es imposible. Hay un… impedimento. Vete a cualquier clérigo y pregúntale.

—Ya lo hizo Courtney. El clérigo examinó el caso, y al principio dudó, pero después dijo que puesto que ante la ley Courtney no era sino el hijo adoptivo de mi abuelo y el verdadero hijo de un hombre ajeno a la familia… —y Rory se detuvo; el inconmovible silencio de su padre le producía una aterradora impresión.

—He dicho —repitió Joseph— que existe un impedimento.

—Pero ¿cuál? Si lo hay, Ann Marie y Courtney deben saberlo. Si alguna disposición religiosa objeta… Bueno, siempre hay otros recursos, y al fin de cuentas, no somos tan extremadamente piadosos, ¿no es así?

Pensaba en Maggie, que lo esperaba en aquellos tres maravillosos cuartos raídos. Joseph se puso en pie. Estaba solamente en los inicios de su cincuentena pero de pronto, a Rory le pareció viejo, casi quebrantado, y esto alarmó al joven más que nunca. Un Joseph encolerizado podía ser muy temido, pero podía ser afrontado, tal como había comprobado y hasta llegaba a ser razonable cuando disminuía su ofuscación. Por lo menos, a veces. Pero aquel hombre no estaba furioso, sino anonadado, casi suplicante.

—Debieron decírmelo antes —especificó, y Rory se dio cuenta de que estaba pensando en voz alta—. Hubiera podido atajarlo en sus comienzos —miró a Rory con una expresión que Rory no conocía—. Créeme, Rory, existe verdaderamente un impedimento. No puedo revelártelo, pero existe. Debes decírselo a Courtney…

—¿Qué? ¿Qué puedo decirles a Courtney… y Ann Marie?

Como Joseph no contestó, Rory prosiguió:

—Le prometí a Courtney que trataría de descubrir… si había algo. Pero no puedo ir a verle y decirle vaguedades sin sentido. Necesito hechos… algo…

Joseph seguía sin hablar. Entonces la mente de Rory empezó a elucubrar. ¿Cuánto hacía que su padre «conocía» a «tía». Elizabeth? ¿Desde cuándo existía la relación entre ellos? ¿Desde antes de casarse con Bernadette? No. Se habría casado con Elizabeth. Afortunadamente Courtney no era su hermano. Pero ¿cuál podía ser entonces el impedimento? Los pensamientos de Rory llegaron a un tenebroso punto y Joseph vio que los ojos de su hijo se dilataban por la sorpresa y el disgusto. Se limitó a asentir. Entonces Rory indagó quedamente.

—Dios… O sea que era esto. Todos estos años de engaño, ¿por qué?

—Trata de razonar —dijo Joseph—. Eran demasiadas las personas que podían salir perjudicadas. La señora Hennessey, el propio Courtney, la posición… de tu abuelo. Pero tu madre y yo siempre lo supimos. Antes de que tú nacieras, las mujeres no quedaban automáticamente absueltas ni siquiera después de casarse con el hombre que… Actualmente quizá sea distinto, pero entonces no era así. La señora Hennessey no era ni mucho menos una aventurera pero habría sido considerada como tal, con o sin boda ulterior. Fue seducida y engañada por un truhán carente de todo escrúpulo, maldita sea su alma.

Rory se aproximó a su padre. Sentía un extrañísimo deseo de consolar a Joseph, pero no sabía cómo. Además y con certeza, eran Courtney y Ann Marie los irremediablemente perjudicados y no Joseph.

—¿Qué diablos voy a decirle a Courtney? —dijo Rory con tono alterado. Añadió—: Necesito un trago.

Se dirigió a un armario y extrajo una botella de whisky que llevaba la etiqueta de Empresas Armagh, y desenroscó el corcho con desesperada violencia, como si estuviera retorciendo el cuello de alguien. Sabía que Joseph no aprobaba que «los jóvenes estudiantes» tuvieran alcohol en sus habitaciones, y hasta entonces Rory había sido discreto. Pero ahora miró a Joseph por encima del hombro y dijo:

—Creo que también tú necesitas un trago, papá.

—No falla —dijo Joseph volviendo a emplear su casi olvidado dialecto nativo—. Opino que necesito varios.

Y se desplomó en su silla. Rory colocó en su mano una copa finamente tallada y permaneció en pie ante su padre. Ambos bebieron ansiosamente, como si estuvieran muriéndose de sed. Rory miró fijamente el fondo de su copa. Después dijo:

—Hubo famosos faraones en la antigüedad… Se casaban con sus hermanas. Y así lo hicieron durante siglos, dinastía tras dinastía. No sólo era aceptado, sino que constituía la costumbre legal. Courtney… en definitiva es tan sólo tío a medias —y Rory emitió una breve y desalentada risa—. No es necesario que sepa nada. Tampoco Ann Marie. No hay enfermedades hereditarias en la familia, que yo sepa. Papá, la idea no me parece en absoluto repulsiva. Nadie lo sabría nunca.

—Te has olvidado de tu madre —rebatió Joseph—. Ella lo sabe. Incluso a mí me ha negado su parentesco de sangre con Courtney, sólo porque odia a Elizabeth y si pudiera la haría pasar por una aventurera. Pero sabe sobradamente la verdad. Y se lo diría inmediatamente a Ann Marie, con placer, para herir a Elizabeth. Y a Courtney. Y a mí.

—Yo no creo que tú… —comenzó a decir Rory y se sonrojó sinceramente, lo cual divirtió a Joseph. Pero pensó en el día en que había golpeado a Rory, pocos años antes.

Entonces, súbitamente comprendió que Rory no había querido «avergonzarlo» dejándole saber que conocía su relación con Elizabeth, y que también otros lo sabían. Dio una torpe palmada en el hombro de su hijo, pero retiró la mano rápidamente, porque tales demostraciones de afecto le embarazaban.

—Cómo llegó a enterarse, lo ignoro —dijo Joseph—. Pero lo sabe. Lo leo en su cara cuando habla de Elizabeth. La mataría si se atreviese. Esto no me interesa. Tu madre sabe perfectamente que si me casé con ella no fue por dinero ni por seducción sino por un motivo que prefiero guardar para mí. Sucedió hace ya mucho tiempo. Soy totalmente indiferente a los deseos de tu madre, y siempre lo fui. Nunca la engañé acerca de mis sentimientos, o sea que no soy culpable de nada salvo haberme casado con ella. Quizás no debí hacerlo. Pero lo hice. No lo lamento ahora. Tengo mis hijos.

Rory iba a hablar, pero guardó silencio al ver que su padre estaba exponiendo meramente hechos, sin sentimentalismos. Joseph continuó:

—Fue para proteger a Elizabeth, y no a tu madre, que tomé todas las precauciones que pude. Quizá debiera sentir lástima por tu madre y a veces creo que la tengo, pero esto también carece de importancia. Lo importante es el impedimento que se interpone en el camino de Courtney y Ann Marie. No es sólo un impedimento, sino que es gravemente ilegal, y está penado judicialmente, ¡y ten por seguro que tu madre ya se ocuparía de que así fuera…! Tú y tus faraones. Compruebo que eres un abogado nato.

Pero Rory no sonrió. Volvió a llenar las copas y bebieron. Hasta la pequeña Marjorie quedaba momentáneamente olvidaba en aquel apuro.

—¿Qué le diré a Courtney? —preguntó Rory.

—Supongamos que su madre pudiera ser convencida para que le dijese la verdad… Aunque preferiría que él no se la dijera a Ann Marie.

—Odiaría entonces a su madre, y a su padre. ¡Su padre! ¡Mi abuelo! Es como para maldecir las jugarretas del destino.

—No creo que llegue a odiar a su madre. Quizá ella pueda explicárselo de modo que él logre ser comprensivo. Pero, por lo que más quieras, no se lo digas tú. Cuantas menos personas crea él que saben esto, tanto mejor se acomodará a su situación.

—Courtney ya le habló de Ann Marie y le dijo que quería casarse con ella —dijo Rory. Joseph se estremeció—. Y tía Elizabeth, me dijo él, se puso enormemente agitada y casi indispuesta y le dijo que era «imposible». No quiso hablar más de ello con él.

«O sea que esto es lo que ha estado afectando la salud de Elizabeth» —pensó Joseph.

—Le sugeriré a Elizabeth que le diga a Courtney la verdad —dijo Joseph—. Sugiérele que la visite dentro de pocos días. Me he enterado que él se queda este verano contigo en el curso de leyes. Creo que nunca llegará a ser un abogado extraordinario, pero supongo que no podéis estar separados.

Por primera vez Rory mostró cierta amargura. Dijo:

—Creo que existe algo más que mera «amistad» entre Courtney y yo. Es de mi misma sangre. Bueno, ahora nada puede cambiarse. Es un terrible lío. —Súbitamente recordó a Marjorie—: Tengo que escribirle una nota a alguien, y enviarla, si me disculpas. Estoy faltando a una cita. Pero quiero estar contigo un rato más, papá. Vayamos a cenar juntos.

Joseph había invitado a su hijo a cenar varias veces pero algunas veces Rory no había demostrado entusiasmo y nunca había invitado a su padre. Joseph miró a su hijo, y simultáneamente ambos extendieron sus manos para intercambiar un recio apretón.

—Iremos también a oír a tu tío Sean en su último recital de la temporada —dijo Joseph—. No lo he visto desde que regresó de Europa hace dos meses. ¿Por qué no se casará?

Si Joseph ignoraba la razón, Rory, en cambio, la conocía. Fue a escribir unas líneas a Marjorie. Se sentía muy apesadumbrado.