Un soleado día de abril, Rory y Courtney paseaban juntos por el enorme parque de Harvard. Rory dijo:
—Siempre creí que papá bromeaba cuando me dijo que algún día me haría presidente de los Estados Unidos. Bromeé con él y le dije que, lógicamente, él lo conseguiría. Ya conoces a mi padre. Asciende montañas cuando los demás trepan por hormigueros. Pero un hombre debe afrontar la realidad. En esta nación un católico no tiene más posibilidades que un negro de convertirse en presidente. Bien, de todos modos, vamos a estudiar leyes en grado superior; mi padre ya no es joven, y si logramos éxito con las Empresas Armagh esto será suficiente para él. Eso espero.
Courtney, con la serenidad de su madre, dijo:
—No estés tan seguro, Rory Tu padre siempre consigue lo que quiere, de uno u otro modo. ¿No está desde ahora hablando de que iniciarás tu carrera política como aspirante a miembro de la Cámara? Por otra parte, sabrás que los hombres como tu padre nunca envejecen. El Tiziano, según creo, pintó su cuadro más famoso, «la Asunción», cuando tenía noventa y un años, y Da Vinci estaba en plena fogosidad creadora bien avanzada su madurez. Son únicamente los jóvenes los que teorizan, «ruido y furia que nada significan», como afirmó Shakespeare reafirmando lo de «mucho ruido y pocas nueces».
—De acuerdo, viejo —dijo Rory, y frunciendo el ceño reflexionó—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer? Enseñar.
—No estás en tus cabales —dijo Courtney, pasmado. Se detuvo, afirmando a continuación—: Nadie menos indicado que tú para ser profesor…
—Bueno, pero también admitamos que en este mundo hay una gran dosis de farsa, mentiras, hipocresía, así como insensateces, y supongo que siempre las hubo. Cada generación necesita un Aristófanes que ponga todo esto al descubierto. Una verdadera farsa. Por supuesto, ésta resulta trágica. Pero la gente no asimila la tragedia: la hilaridad de la existencia humana. He meditado en ilustrar a la joven generación sobre esto. Enseñarles a reír, jocosamente. Si es que eso es posible.
—No lo es —dijo Courtney—. Las personas… todo el mundo… se toman demasiado en serio. Cada generación cree que salvará al mundo, elaborando una nueva utopía, un nuevo orden. Y todo desemboca en el mismo pantano melancólico.
—No debería ser así.
—Pero así resulta. Porque la naturaleza humana nunca cambia. Es algo inmutable y único en el mundo. Una eterna confusión. Cuando aparece un ser plenamente humano sólo logra ser crucificado, o expulsado de la vida pública, o condenado o ridiculizado; después todo el mundo lo olvida y sigue alegremente por el mismo camino. ¿No habrás olvidado la historia universal, verdad?
—Aristóteles dijo que un pueblo que olvida su propia historia está sentenciado a repetirla, dijo Aristóteles. ¿Por qué resulta imposible que un pueblo recuerde su historia y evite así futuros errores, Courtney?
—Son demasiados estúpidos. Y hacen caso de sus políticos.
—Entonces, ¿tú no crees que cada generación es más inteligente que la anterior?
—Claro que no lo es. ¿Dónde están nuestros grandes hombres, Rory? Esta generación no tiene Cicerones, ni Sócrates, ni Da Vinci, ni Platones. Somos una civilización industrial, pesada y sucia, sin inspiración ni verdadera alegría o creatividad. Todo son máquinas y adoración a las máquinas. Como Karl Marx. Ama las máquinas. Cree que son el nuevo plan providencial. Vocifera contra los «negocios y el comercio», pero es el verdadero santo patrón del comercio.
Llegaron a una larga cerca baja de piedra gris sobre la cual se sentaron a fumar en silencio. Courtney volvió a pensar en Rory y su doble personalidad, que tanto lo intrigaba. Rory podía parecer un legítimo pillo de incrédula y jubilosa sonrisa, y de pronto adquirir aspecto de severo ascetismo. Era cínico un instante, inmune al sentimentalismo y resultaba casi cándido al siguiente. Podía reírse cordialmente de los apuros de un compañero de clase, y después le prestaba dinero y le brindaba consejos y ayuda. Podía ser rudo y sacar el máximo partido de una prostituta y luego, sin previo aviso y afablemente le daba a la mujer el doble de lo que ella había pedido. Podía mentir amigable y rápidamente, sin reparos ni vergüenza, y después ponerse él mismo en peligro con la verdad absoluta y mostrar su desagrado hacia los mentirosos. Podía ser cruel e indiferente y al poco tiempo demostrar compasión y bondad hacia la misma persona. Courtney pensaba que quizás todo eso mostrara el fondo caprichoso de un hombre muy voluble o la falta de sinceridad en una y otra manifestación. Por último, llegó a la conclusión, aunque con cierta duda, de que Rory era realmente dual, y que poseía una doble personalidad. Por esta razón su labio inferior, algo grueso y sensual como el de su abuelo, podía tensarse con la ascética repulsa de la sensualidad. Pero ya fuera el estudiante aplicado como el completo bribón, el protector del débil o el escarnecedor de la debilidad, siempre era sincero. Esta versatilidad tan sorprendente, esta cambiante actitud, creaba una personalidad fascinante que, combinada con su espléndida apariencia y su evidente potencia, lo hacía irresistible tanto para los hombres como para las mujeres. Aunque nunca pareciera ser el mismo, como una veloz libélula bajo el sol, había en su carácter una básica inmutabilidad sobre la cual sus actitudes y emociones chispeaban. Esta cualidad estable, pensaba Courtney, era algo que los demás llegarían a conocer en el futuro para su asombro y quizás para su desconcierto y derrota. Rory podía ser como el signo de Géminis, pero también era misterioso e impenetrable, como su padre. Courtney y Rory podían ser más íntimos que si fueran hermanos, y confiar el uno en el otro más allá de la confianza que daban a cualquier otro; pero hasta el sutil Courtney nunca descubría plenamente la personalidad del otro. Sin embargo, Courtney tenía la firme convicción de que Rory le comprendía por completo, y que nunca se engañaba en cuanto al carácter de cualquier otro.
Para aquellos que le importaban poco, a quienes decidía embaucar, Rory se mostraba frívolo, alegre, generoso, de buen temple, humorístico, ingenioso, ampliamente tolerante y despreocupado. Para aquellos que le eran más íntimos mostraba a veces su carácter intrépido, su inexorable crueldad, su firme y extraña rectitud, su poderosa determinación y su exigencia dominante. Una vez Courtney le dijo:
—Llevas muchas máscaras.
—Pero con todas soy yo.
—Debe ser fatigoso —dijo Courtney.
—No, no, siempre resulta interesante —rió Rory—. Nunca sé lo que voy a hacer al instante siguiente.
Courtney lo dudaba. Siempre había deliberación en lo que Rory hacía, cierto cálculo. Sin embargo uno podía confiar en su lealtad, cuando la había concedido. Podía decirle a un amigo: «Has sido un tonto rematado y mereces tu castigo», pero siempre ayudaba al amigo a escapar de aquel castigo, aunque mientras tanto lo insultara y lo censurara públicamente. Para el discriminador Courtney, el cordial compañerismo de Rory con la gente más inverosímil —estafadores de baja ralea, aviesos licenciados de presidio, granujas, sucios y ruidosos parásitos, borrachos, fracasados, traperos y mendigos, y pedigüeños obstinados—, le parecía increíble e impropio de él, casi indigno. Porque apenas transcurrida una hora, Rory podía encontrarse discutiendo con los profesores del modo más erudito y con las frases más elegantes e impecables y exhibiendo una ética remilgada fuera del alcance de la mayoría de los jóvenes de su edad. Pero Courtney había conocido a muy pocos políticos. No adivinó, hasta mucho tiempo después, que Rory era un político nato.
Aquel día Rory era toda placidez juvenil; él y Courtney se sentaron en la cerca, con las piernas colgando, y mientras fumaban, contemplaron indolentemente a los compañeros que paseaban por el patio. No había nada en el semblante de Rory que revelase su capacidad para la reflexión meditativa. Parecía más bien un atlético joven sin otra ambición que las chicas, el whisky, los deportes, las aventuras y el derroche del dinero no ganado. Su espesa melena de dorado rojo relucía a la diáfana luz solar. Su hermoso rostro estaba distendido. Sus claros ojos azules erraban, aparentemente sin ningún pensamiento. De pronto, dijo:
—Yo me figuraba que a estas alturas, tú y Ann Marie ya estaríais declaradamente comprometidos. ¿O es que ella cambió de intención?
—Teme hablarle de ello a su madre —dijo Courtney, y frunció el entrecejo—. Sabes cómo su madre odia a mi madre y a mí. Ann Marie es una muchacha muy tímida, sabes.
—Yo creía que vuestro compromiso sería anunciado en nuestro veintiún aniversario, pero no fue así. Tal como me sugeriste, charlé con ella para convencerla, pero la sola idea de hablarle a mamá la acobarda.
Entonces se enfurruñó y miró el césped. Nunca ignoró la relación entre su padre y «tía». Elizabeth. Pero les tenía cariño a ambos, y aprobaba el idilio que había continuado año tras año. En realidad, su madre era intratable. Rory no censuraba a su padre. Comprendía el temor de su hermana gemela en abordar a su madre con el tema de un noviazgo con Courtney Hennessey.
—Le hablé de esto a mi madre, hará unos seis meses —dijo Courtney. Rory lo miró sorprendido arqueando las cejas—. Creí que iba a desmayarse —continuó Courtney—. Estaba muy agitada. Dijo que era «imposible», y no me quiso aclarar por qué. ¿Tienes tú alguna idea sobre esto?
—No, no la tengo. No existe impedimento al matrimonio, que yo sepa. Eres el hijo de Everett Wickersham, el primer marido de tu madre, y fuiste adoptado por mi abuelo. No hay consanguinidad en el menor grado. O sea que no puede tratarse de esto. Tu madre… simpatiza… con mi padre. Tampoco aquí cabe ninguna objeción. Y Ann Marie y yo queremos a tu madre. En consecuencia, ¿por qué tía Elizabeth iba a «desmayarse» ante la sola sugerencia?
—No lo sé —dijo Courtney, entristeciendo.
—Suponte que le hablo a mi padre —dijo Rory—. No es de los que acogen con paciencia las necedades. También le resultas agradable.
—No me gustaría que hubiese un desacuerdo en la familia —dijo Courtney—. No soy de la «familia» en el verdadero significado de la palabra, aunque fui adoptado por Tom Hennessey. No soy realmente tu «tío», ni el hermano de Bernadette, excepto por cortesía de adopción, lo cual no significa nada Pero sí me consta que mi madre se mostró perturbada ante la sola idea, se puso muy blanca y quedó abatida Me dijo que debía descartarlo de mi mente. Yo. ¡Yo, que he deseado casarme con Ann Marie desde que tuve diez años! Desde que hablé con mi madre su salud parece haber desmejorado Está cada vez más delgada y nerviosa. Persiste en mirarme fijamente como si estuviera a punto de estallar en llanto. Simplemente no lo entiendo. Quiere a Ann Marie como a una hija lo cual es más de lo que pueda decirse de vuestra propia madre —y miró amargamente a Rory.
Rory encogió los hombros tranquilamente.
—Oh, ya conozco a mi madre. Tal vez tía Elizabeth le teme a mi madre y no quiere que ella se desquite con demasiada dureza en Ann Marie. El odio es algo muy estúpido, a menos que puedas hacerlo trabajar en tu favor —dijo Rory, el político.
—¿Qué podemos hacer para que el odio entre tu madre y la mía «trabaje» en favor nuestro? —pregunto Courtney.
—Déjame pensarlo con calma —dijo Rory—. Tal vez logre poner a mi padre a tu favor. Le importan un pepino los sentimientos y opiniones de mi madre —manifestó sin rencor.
—Solamente sé una cosa —dijo Courtney—. Amo a tu hermana, y voy a casarme con ella aunque tengamos que fugarnos. Pero se pone a llorar cuando se lo sugiero, aunque creo que ya empiezo a convencerla. Teme dar un disgusto a la «familia», pero mientras te tengamos de nuestra parte, Rory, y eventualmente a mi madre, lo demás no importa.
—Debe haber algún obstáculo. De todos modos, como dijo Napoleón, lo difícil podemos realizarlo inmediatamente. Lo imposible exige un poco más de tiempo. Ya encontraré cuál es el inconveniente.
Para apartar su mente de los posibles obstáculos o inconvenientes, Courtney preguntó:
—¿Cómo van las cosas con Maggie Chisholm?
—Su papá no quiere que se case con un católico —dijo Rory, sonriendo burlón—. Ni tampoco con un irlandés. Su padre tiene una nariz de zorro y parece estar siempre husmeando. Cuando voy a verla, se comporta como si ella hubiera llevado a la casa algo maloliente sacado del arroyo. Tipo de antiguo bostoniano. Pero nos casaremos —y sonrió, seguro de sí mismo.
—No podrás casarte por la iglesia —dijo Courtney— a menos que Maggie acepte cambiar de credo y educar a vuestros hijos en la religión católica.
—¿Y qué importa en este caso la iglesia? —dijo Rory con ademán despreocupado—. Si fuera preciso, me casaría con Maggie ante un sacerdote mahometano. O ante un juez de paz.
—Hereje —dijo Courtney sin gran convicción. Al oír las campanadas que anunciaban la cena abandonaron la cerca y se dirigieron hacia el grandioso conjunto de edificaciones.
Después de la cena, y silbando alegremente, Rory fue a visitar a la señorita Marjorie Chisholm en Beacon Hill. Su madre había muerto y la mujer cabeza de la pequeña familia era la tía de Marjorie, una romántica y cariñosa tía; ella sentía predilección por Rory y guardaba silencio sobre sus visitas, ya que las tenía prohibidas. El padre de Marjorie cenaba un día por semana con su melancólica madre, a distancia suficiente.
Los Chisholm eran considerablemente ricos y gozaban de gran influencia social en Boston. Rory pensaba que la antigua casa de ladrillo rosa era angosta, oscura y un poco «pobre», ya que estaba acostumbrado a la grandiosidad de la mansión de su madre. Ésta poseía inmensas salas, techos abovedados, dorados, mármoles, fuentes y estatuas, carísimas pinturas y paredes recubiertas de sedas. En la casa de los Chisholm, en cambio, las ventanas eran altas grietas que formaban depresión, con los cantos fruncidos como la boca de una solterona; las puertas eran gruesas pero estrechas y sobre el acceso principal tenían una ventana de cristales pintados en forma de abanico; los tejados de escalonada pizarra embreada, y las persianas y contraventanas estaban pintadas de marrón. La casa se elevaba abruptamente desde la calle empedrada y estaba separada de sus inmediatos vecinos por tapias laterales y un húmedo jardín atrás. El mobiliario y el decorado eran descoloridos y lóbregos, con abundancia de terciopelo oscuro y tapetes bordados en el centro de las mesas No había enormes y relucientes candelabros como en la casa Hennessey, sino lúgubres lámparas de cobre y porcelana, llenas de kerosén, ya que el señor Chisholm no «creía» en el gas y mucho menos en la nueva electricidad de la cual algunas de las más «anticipadas y manirrotas» casas hacían alarde. Cierta vez Rory había mostrado, con orgullo, algunas fotografías de la casa de su madre a la joven Marjorie; ella las examino con detenimiento y expresión inescrutable, y finalmente dijo:
—Tiene aspecto muy grandioso… pero un poco aterrador. ¡Cielo santo! ¿Qué hacéis tú y tu familia en este sitio tan gigantesco?
—Cuando mi madre está allí ya no parece tan «gigantesco». Ella está en todas partes —afirmó Rory.
—Parece aún mayor que los «cottages[28]» en Newport —dijo Marjorie— y siempre pensé que eran… vastos —y pensó—: y de mal gusto.
Maggie era menuda. Su cabeza llegaba apenas al hombro de Rory, y tenía una exquisita figura deliciosamente similar a la de una muñeca. Era morena, vivaracha y alegre, sus grandes ojos negros sonreían constantemente, tenía largas pestañas negras y gruesas cejas negras, y una densa cabellera negra enmarcaba su rostro de tez aceitunada. Vestía exquisitamente pero con afectación y podía bailar o jugar al tenis casi tan competentemente como el propio Rory. Tenía una boca carmesí oscuro, con pequeñísimos dientes muy blancos y poseía una sonrisa cariñosa, a instantes tiernamente burlona. A los diecinueve años ya era reconocida como una de las bellas de Boston. Era inteligente, espiritual, extremadamente ingeniosa, amable y bondadosa. Se enamoró de Rory Armagh apenas lo conoció, y como tenía una voluntad de hierro bajo todo aquel alegre y efervescente exterior, en pocas horas decidió que se casaría con él. Rory tardó un mes en tomar la misma decisión.
El señor Albert Chisholm experimentó menosprecio hacia Rory desde la primera entrevista, por cuanto sabía todo lo relativo a Joseph Armagh. Era un hombre honrado porque nunca había sentido la tentación de ser algo distinto, y nunca había conocido pobreza ni necesidad. Para Chisholm, Rory no sólo era un indeseable aspirante a su hija única —a causa del padre de Rory y sus «abominables empresas y compromisos en política despreciable»—, sino también era indeseable por sí mismo, ya que opinaba que era demasiado «propenso a la ligereza», demasiado despreocupado, demasiado insolente. Pero además, le decía a su hija con desdén, era irlandés y todo el mundo sabía lo que «eran» los irlandeses. Ningún hombre con decoro y buena posición tenía el menor trato con ellos, ni les admitían en sus casas. Habían nacido sin conciencia, sin principios morales, sin escrúpulos y sin carácter estable. Se abrían paso a «empellones», de un modo aún peor que los judíos, y trataban de invadir la sociedad decente que tenía una obligación de defensa de la moralidad y de la nación.
—Pero, papá, tu secretario de confianza es un judío —dijo Marjorie.
—Mi querida muchacha, Bernard es… ¡por entero diferente al judío corriente! Esto lo has podido comprobar tú misma. Pero este joven Armagh… es el típico irlandés. No, no debe entrar más en esta casa. Te prohíbo que lo vuelvas a ver.
Naturalmente, Marjorie vio a Rory dos o tres veces por semana. Se hallaban ya en la etapa en que discutían muy seriamente sobre una fuga.
—Tú crees que tu papá está contra nosotros —dijo Rory— pero no es nada comparado con lo que diría mi propio padre, cariño. Le bastaría mirar una sola vez a tu padre con sus patillas blancas, su mostacho y su aire de estar oliendo todo el tiempo algo putrefacto, y le sobraría para saber el terreno que pisa. Ahora bien, mi padre no cree en religión alguna pero basta que alguien diga algo contra los «papistas», y no para hasta sacarle hígado y bofes. Y recela de hombres como tu papá. Los llama hipócritas y otra serie de nombres que no repito por respeto a tus preciosas e inocentes orejitas. Ha conocido a muchos de ellos en su vida. Y destruido a demasiados. Y no por resentimiento contra el aire de superioridad que adoptaban con él, sino simplemente porque sabía cómo eran en realidad y los despreciaba.
Marjorie tenía genio y lealtad. Se enojó, sonrojada, y exigió con altivez:
—Señor, retire toda clase de injurias contra mi padre…
—Vamos, vamos, Maggie. No pretendo ofenderte a ti. Estoy tan sólo diciendo lo que mi padre opinaría del tuyo. Mi padre se come crudos a hombres como tu progenitor, para desayunarse. No es muchacho fácil de tratar. Tiene el espinazo todavía más tieso que el de tu padre. En realidad, tú padre es una rama de sauce comparado con el mío. Además, él quiere que me case con una heredera, rica por fortuna propia, y cuyo padre sea tan poderoso internacionalmente, como él mismo.
—¡Alguna chica llamativa y vulgar! —exclamó Marjorie.
—Bueno, no exactamente. Además, quiere que sea una dama. Nada de una chica de una familia que no tenga mucha influencia en Washington, por ejemplo. Y opinaría que el dinero de tu padre en conjunto es simple calderilla.
—¡Lo que faltaba! —exclamó Marjorie, mientras su breve y redondeado seno se agitaba—. ¡Entonces, señor, es preferible que empiece ya a buscarse esta princesa norteamericana y deje en paz a esta insignificante chiquilla bostoniana!
—Es que resulta que amo a «esta insignificante chiquilla bostoniana» —dijo Rory mientras la tomaba entre sus largos y fuertes brazos, besándola; ella se puso lánguida y trémula—. Amor mío —añadió Rory—, ¿qué importa lo que ellos piensen?
Anidó ella su cabeza contra su hombro aferrándose a él. Pero también era práctica. Dijo con voz entrecortada:
—Tienes que terminar tu carrera de leyes. ¡Años! Habremos envejecido mucho.
—Nos fugaremos sigilosamente a otro Estado y nadie lo sabrá, y cuando haya obtenido mi título entonces les diremos a todos que se vayan al infierno.
—Pero no podríamos… no podríamos… —y sonrojándose violentamente, Marjorie bajó la mirada.
—¿Dormir juntos? —dijo Rory, besándola de nuevo—. ¡Claro que sí! Ya lo tengo todo pensado. Conseguiré un pequeño apartamento en Cambridge y nos reuniremos allí sin que nadie lo sepa. Y no tienes que inquietarte en absoluto por ninguna… consecuencia. Sé cómo protegerte e impedirla.
Su boca entreabrió la suya en apasionada caricia, y ella creyó que iba a perder los sentidos. Logró con esfuerzo retirar sus labios.
Ahora estaba intensamente colorada, pero presionó su cabeza contra la región donde se imaginaba que estaba el corazón masculino y murmuró queda y repetidamente su nombre. Su menudo cuerpo era recorrido por inexplicables estremecimientos, y estaba a la vez avergonzada y ansiosa.
Aquella noche habían decidido hacerle confidencias a tía Emma. Aunque se negara a ser cómplice no repetiría nada a su hermano. Adoraba a Maggie, sentía gran cariño por Rory, y siempre estaba recordándoles que fueran «prudentes». Consideraba aquel romance clandestino muy excitante, ya que ella no había tenido uno en su vida, y era romántica por naturaleza. Estaba siempre leyendo novelas «francesas» y se lo ocultaba a su hermano; ya que éste lo consideraba censurable. Era tan menuda como Marjorie, pero muy gruesa y sonrosada, y de dulce rostro, y algo desarreglada en el vestir aunque fuera detallista en exceso, y parecía que nunca lograba arreglarse del todo su cabello gris castaño. Siempre se le desprendía por el cuello y sobre las orejas, y estaba siempre hincando horquillas y riéndose. Nunca tuvo un solo pretendiente ni de muchacha ni de joven, y rondaba ya los cincuenta, pero frecuentemente insinuaba que había tenido una trágica relación amorosa y suspirando, con los ojos húmedos murmuraba algo acerca de «papá», y Marjorie la abrazaba, la besaba, consolándola. Tenía a su hermano Albert y no podía comprender cómo Marjorie no le temía. Marjorie no temía a nadie ni a nada, excepto a perder a Rory. Consideraba fascinante la dualidad de carácter de Rory, pero recelaba de ella ya que siempre le era ofrecido un nuevo Rory. Ella tenía la firmeza, estabilidad y constancia de la familia, salvo cuando estaba colérica, lo cual no era frecuente. Una vez le gritó rotundamente a su padre:
—¡Necesitamos sangre nueva en esta familia enclenque!
—Pero no sangre irlandesa —rebatió él.
No quería que ella lo supiera, pero Marjorie podía intimidarle, como podía su difunta esposa, y cuando los ojos de Marjorie llameaban y su semblante adquiría fogosidad, igual que el de su amadísima difunta, él se ablandaba por la nostalgia y el pesar. Marjorie no adivinó, hasta mucho después, que su padre podía perdonarle todo.
Después de besar a Rory con entusiasmo, Marjorie le condujo a la pequeña sala de estar de atrás de la casa. Nadie ocupaba los dos grandes y fríos salones salvo cuando había invitados. La tía de Marjorie estaba haciendo su labor de punto, plácidamente. Al ver a Rory su rostro se hizo más sonrosado y más lindo y aceptó su beso como una amante madre y comenzó a decirle como siempre, que él era «el más guapo de los galanes jóvenes que viera ella jamás». Le había traído un ramo de narcisos, que no podían crecer en el húmedo y oscuro jardín de Albert absteniéndose de traerle otro igual a Marjorie. Ésta era una táctica de político habilidoso que Marjorie acogió con guiño travieso.
—¡Oh, querido! —dijo tía Emma, aspirando el aroma del ramo y alzando después sus húmedos ojos hacia Rory—. ¿Cómo supiste que estos radiantes retoños de la primavera son mis favoritos?
Si Rory respingaba internamente ante su estilo anticuado y melodramático no lo exteriorizaba. Dijo, con galantería:
—Tía Emma, se debe a que me recuerdan su lindo cutis.
Ella lo miró con coquetería y casi lloró; le dio las flores a Marjorie para que las pusiera en un jarrón, y mirándolas, comenzó a inundarse de sentimentalismo.
—Ah, infeliz de mí —suspiró—. Estas flores me traen tantos recuerdos…
Se tocó los párpados con su pañuelo. Vestía siempre de seda negra, tanto en invierno como en verano, como si llevase un luto constante. Marjorie la consoló apretándole la mano, mientras le guiñaba el ojo a Rory.
Él se inclinó hacia la solterona señora, rebosando ansiedad, gravedad y sinceridad pueril. Los claros ojos azules eran los de un muchacho muy joven y captaron la atención inmediata de tía Emma. Nunca le había visto tan seductor, tan digno de confianza, tan implorante.
—Usted sabe, tía Emma, que Maggie y yo nos amamos, ¿verdad?
—Ciertamente, querido, lo sé —y la señorita Chisholm suspiró nuevamente. Aquélla era la clase de tragedia romántica que la chiflaba. Su sobrina y Rory eran para ella una reencarnación de Julieta y Romeo. Pero añadió con voz trémula—: Pero Albert nunca permitirá que os caséis.
Observándola y tomándola ahora de la corta y rolliza mano, dijo Rory:
—Sin embargo, pretendemos casarnos. Casi inmediatamente. Nos fugaremos.
—¡Oh, oh! —exclamó la señorita Chisholm, viendo a Romeo y Julieta casándose clandestinamente en alguna gruta a la luz de velas con monjes por único testigo—. Pero ¡Albert no lo aceptará de buen talante ni jamás lo aprobará!
—Lo apruebe o no, esto es lo que vamos a hacer, tía Emma —y le palmoteo la mano, antes de soltarla.
Con los ojos llenos de lágrimas, dijo.
—Pero, Rory, le he oído decir a la misma Marjorie que tu propio padre ¡también se opondría rotundamente!
—Llega un momento crucial en que los hijos deben pensar por ellos mismos —dijo gravemente Rory—, ya que, ¿acaso hay algo más importante que el amor?
Como éste era el propio sentir de la señorita Chisholm, titubeó y por un instante un juvenil deleite irradió en su cara. Pero no en vano era nativa de Nueva Inglaterra, y argüyó:
—Pero Marjorie no dispondrá de dinero hasta sus veintiún años, y aun entonces no lo tendrá si insiste en casarse con alguien a quien su padre rechaza. Entonces tendría que esperar hasta haber cumplido los treinta.
—Lo sé —dijo Rory. Y como no conocía la pobreza, agregó—: No nos importa ser pobres, tía Emma, durante un tiempo, hasta que obtenga mi título…
—Tres años —especificó tía Emma; ahora dominaba en ella la habitante de Nueva Inglaterra—. Y dime, Rory, ¿dispones de algo además del dinero de bolsillo que tu padre te otorga?
Rory siempre opinó que su padre era excesivamente temeroso del despilfarro estudiantil, y por esta razón su asignación era tan sólo de cincuenta dólares al mes.
—Es suficiente para ir de jarana —comentó Rory entonces.
Ahora negó con la cabeza, y fue Marjorie la que dijo:
—Yo tengo una asignación de treinta al mes para alfileres. No pensamos decírselo a nadie más que a ti, tía Emma. Seguiré viviendo aquí en casa, y Rory y yo…
La señorita Chisholm estaba demasiado escandalizada y su rostro estaba completamente blanco.
—Pero ¡queridos! Lo que pretendéis sería un engaño hacia vuestros pobres padres, al no decirles…
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Marjorie, pestañeando—. No nos agrada, pero no tenemos otro remedio.
—¡Es tan… tan engañoso, queridos míos! ¡Tan irrespetuoso! ¡Tan desobediente! Lo mejor sería decírselo a ellos, tener vuestras conciencias tranquilas y vivir juntos abiertamente a la vista de Dios y de los hombres…
—¿Con ochenta dólares al mes? —preguntó Rory—. Y hasta podríamos perderlos si se lo contamos a los viejos caballeros. Y no exagero al decir que mi padre sería capaz de sacarme de los estudios y ponerme a trabajar como un esclavo, sin un centavo, en una de sus malditas oficinas. A modo de lección. Entonces Maggie y yo quedaríamos separados… —hizo una pausa mirando a la señorita Chisholm, calibrándola— eternamente.
La señorita Chisholm se estremeció plena de gozo, cerró sus ojos y echando la cabeza hacia atrás, susurró conmovida:
—Cómo me sucedió…
Marjorie dijo en voz muy baja:
—¡Ay, no, Dios mío! Que no empiece otra vez…
—Por consiguiente —apremiaba Rory— sólo podemos… engañar a nuestros papás hasta que yo obtenga mi título de leyes. Entonces nada se opondrá a que lo anunciemos a todo el mundo.
Recuperándose, tía Emma volvió a ser bostoniana, y abriendo los ojos con expresión aguda, dijo:
—De todos modos, Rory, es posible que tu padre nunca te perdone, y entonces tendrás que esperar hasta que Marjorie cumpla los treinta para disponer de su dinero. Tu padre es un hombre riquísimo, Rory. Un joven prudente debe pensar en… las herencias. No las rechaza a la ligera —Romeo y Julieta se esfumaron oportunamente en el limbo—. Yo te quiero, Rory, pero me sentiría muy triste si Marjorie se casara con alguien que no tiene un centavo…
—Heredaré de mi madre —dijo Rory, con aplomo exterior pero sin la menor certeza íntima. Sabía lo dominada que estaba su madre; ella haría lo que Joseph le dijese, no sólo por temor sino principalmente por complacerle.
—¿Ella tiene su propia fortuna?
—Sí, y es incalculable. Heredó montañas de su padre y madre. Es dueña de nuestra mansión en Green Hills, en Pensilvania. Tiene que haber visto fotografías ya que aparece frecuentemente en los periódicos cuando mamá da veladas y fiestas para importantes personajes. Hemos tenido como invitados a presidentes. Mi abuelo era senador y después gobernador de Pensilvania durante varios mandatos, como supongo ya sabrá.
—Sí, sí, querido. ¿Y eres el hijo favorito de tu mamá?
—Completa y totalmente —dijo Rory sin pestañear—. Nunca me ha negado nada.
—Entonces —dijo tía Emma— debes contarlo todo a tu mamá inmediatamente. Sin duda ella te ayudará —y sonrió dichosa.
La lógica del comentario tomó a Rory de sorpresa y sin respuesta preparada. Suspiró, agachó la cabeza y fue la viva imagen de la tristeza.
—Mamá siente un terror absoluto por mi padre. La pobre tiene muy mala salud. Una palabra de enojo de él la agobiaría, quizá la destruiría. —Vio el obeso cuerpo de su madre, su complexión sanguínea y sus ojos destellantes, y la imaginó quebrándose como una flor marchita. Esto le produjo una risa casi incontenible—. Pero ella me ha revelado en confidencia lo relativo a su testamento. Yo… yo recibiré… aunque ruego para que su salud mejore y Dios la conserve muchos años para su amante familia… tres cuartas partes de su fortuna aproximadamente… —y Rory dejó vagar sus dilatados ojos azules en lejana abstracción— quince millones de dólares.
—Quince millones de dólares —susurró la señorita Chisholm. Calculaba los intereses—. ¿Están invertidos sólidamente?
—Con la solidez del oro puro —dijo Rory. Se resistía a mirar el travieso negror de los ojos de Marjorie—. Mamá ni siquiera es partidaria de hacer uso de los intereses, y mucho menos del capital, que para ella es sagrado.
—¿Dijiste que está mal de salud? —preguntó la señorita Chisholm con voz triste.
—Muy mal. El corazón, según creo.
—Valiente embustero —dijo Marjorie moviendo apenas los labios y acaparando su mirada.
—¿Pero si dentro de tres años descubre que la engañaste?
Rory emitió un suspiro que era casi un sollozo sofocado.
—Creo que nunca podrá saberlo —dijo con la untuosa voz del político. Simuló cubrirse los ojos con la mano—. Los médicos nos han dado escasas esperanzas sobre su vida.
La señorita Chisholm se humedeció los labios y caviló, aunque su semblante rebosaba maternal simpatía hacia el joven. Quince millones de dólares, al cuatro por ciento, en breve tiempo… Posiblemente más, con las inversiones. La fortuna del señor Chisholm era mucho, muchísimo menor.
Y el querido Rory era muy inteligente. Cualquier firma legal estaría orgullosa de contar con su colaboración en su consejo directivo. Bastaba con que ella fuera discreta… ¡Lástima que fuera irlandés y papista! De lo contrario, el querido Albert hubiera aprobado el enlace instantáneamente. Se hubiera contoneado como un pavo real, vanagloriándose con su estilo garboso.
Rory seguía cubriéndose el rostro; la señorita quiso consolarlo, y con la yema de los dedos tocó amablemente la recia rodilla. ¡Qué gran tristeza saber que la querida mamá estaba al borde de la tumba y nada podría salvarla! Quince millones de dólares. La luz de la lámpara hizo resplandecer la cabeza del joven en puro oro rojo. Marjorie se había sentado en su silla; tenía la vista baja pero los hoyuelos se alborotaban en sus mejillas.
—¿Qué puedo hacer por vosotros, queridos niños? —preguntó tía Emma. (Albert, más tarde, «se convencería». Quince millones de dólares, al cuatro por cien de interés, no era algo que pudiera despreciarse).
Marjorie dijo:
—Nos fugaremos quizá pasado mañana para casarnos, mi queridísima tía Emma. Después iremos… —hizo una pausa, ya que habría sido poco delicado mencionar que Rory tenía ya alquiladas tres habitaciones amuebladas en Cambridge…—, estaremos fuera quizá unos tres días. Son las vacaciones primaverales de Rory, y después, naturalmente, irá a visitar a su familia. Me gustaría que tú, queridísima tía, le dijeses a papá que voy a visitar a Annabelle Towers, en Filadelfia.
—¿No puedes decírselo tú misma, mi querubín?
—Lo haré. Pero tú le podrías decir a papá que esta mañana recibí una invitación y después yo hablaré con él.
—Pero, Marjorie, ¡eso es mentira!
Tía Emma estaba escandalizada, y además siempre se equivocaba por temor, ante su temible hermano. Marjorie suspiró, como descorazonada.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —murmuró—. Nos amamos.
—Comprendo —dijo la señorita Chisholm repitiendo la «mentira» mentalmente—. Y después regresarás a casa, Marjorie, y Rory a la de sus padres. ¡Vais a vivir separados… oh, mis queridos niños… por tres largos años! ¡Será difícil de soportar, casados ante Dios pero no a los ojos de los hombres!
Entonces pensó de nuevo en los quince millones de dólares y la mamá moribunda, la pobre y buena señora. Quizás sólo fuera cuestión de meses.
—Sabremos soportarlo —dijo Rory con esa noble expresión que más tarde los electores admirarían—. Después de todo, no hay nada que no pueda sobrellevarse por amor. ¿No dijo San Pablo que era el más sublime sentimiento, más aún que la fe y la esperanza?
Esta cita del santo favorito de la señorita Chisholm derritió la poca resistencia que le quedaba. Se llevó el pañuelo a los ojos y lloró un poco. Ni por un instante se le ocurrió que aquella parejita de conspiradores se tomaría ningún anticipo amoroso antes de que fuera lícito hacerlo. Estarían casados, pero vivirían en estado de castidad, puros y sin mancilla, soportándolo todo en aras del amor, confiando en su Padre Celestial… y en quince millones de dólares, algo irrefutable según el comentario que mentalmente hizo la señorita Chisholm.
Dijo con pesar:
—Hice tantos planes, toda la vida de Marjorie, pensé en una boda preciosa en la iglesia donde fue bautizada. Rory, eres un «romano»… Perdóname, querido, no pretendí ofenderte… ¿Aprobará tu iglesia el enlace? Tengo entendido…
—Ya encontraremos el clérigo adecuado. Tía Emma, ¿qué importan los obstáculos cuando el amor es el impulso?
La señorita Chisholm estaba a punto de sugerir a los jóvenes enamorados que esperasen hasta que la pobre querida mamá… Pero no, sería demasiado tosco y cruel. Dijo:
—¿No te importará casarte ante un pastor protestante, Rory?
Rory casi iba a decir: «Tanto me daría casarme ante Satanás; siendo con Maggie», pero pensó que quizás aquello sería excesivo para tía Emma, que ya estaba dispuesta a colaborar. Dijo con amplio gesto:
—Hasta un pastor protestante, ¿no es acaso también un hombre de Dios? ¿Quién puede negarlo?
La señorita Chisholm no estaba completamente segura que le gustase aquel «hasta», pero prefirió no hacer comentarios. Exclamó tan sólo:
—¡Pero no podré ver a mi queridísima sobrina cuando se case!
—Te traeré mi ramillete de boda —dijo Marjorie, besándola.
Se casaron ante un pastor presbiteriano dos días después, en Connecticut, en un pequeño y oscuro villorrio donde el apellido Armagh no significaba nada; los cincuenta dólares que Rory dio al pastor conmovieron profundamente al pobre viejo raído haciendo acudir las lágrimas a sus ojos. Aquella joven pareja vestía tan modesta y sencillamente… Era obvio que la donación significaba para ellos un gran sacrificio y así lo manifestó a Rory con tímida sonrisa.
—No tiene importancia —dijo Rory, y cuando Marjorie le pellizcó el brazo, añadió—: Éste es el momento más feliz de mi vida, y he estado ahorrando dinero mucho tiempo para esta ocasión.
Regresaron discretamente a Cambridge y se ocultaron en los tres cuartos sombríos que Rory había alquilado por veinte dólares al mes. Eran escasamente cómodos, pero ellos estaban extasiados en amorosa euforia. Hasta que Marjorie indagó:
—¿Estamos realmente casados, Rory? Quiero decir, según tu religión.
Rory vaciló un instante, y dijo:
—¿Casados? ¡Naturalmente que estamos casados! No seas tonta, Maggie. Anda, deja que desabroche tu vestido. ¡Qué bonitos son tus hombros…! ¿Y qué preciosidades son las que estoy viendo? Vamos, vamos… ¿acaso no estamos casados?
Nunca más conocería Rory tanta felicidad como la que vivió en aquellos tres cuartos de un humilde barrio de Cambridge. Lo recordaría hasta el mismo día de su muerte y su último pensamiento consciente sería: «¡Maggie, mi querida pequeña Maggie! ¡Dios mío, Maggie, vida mía!».