XXXV

Un día en que Joseph y Charles Deveraux terminaron una larga conferencia con Harry Zeff en Filadelfia, éste deslizó un papel doblado en la mano de Charles, con un guiño. Le pedía a Charles, confidencialmente, a que volviera a su despacho tan pronto como le fuese posible. Charles necesitó una hora para poder solucionar la cita, y al verlo aparecer, Harry sonrió, aliviado. Aunque tenía apenas cincuenta años, su cabello era una brillante mata de rizos blancos —que hacía más llamativo su rostro bronceado—, pero no había perdido su aspecto seráfico de buen humor y picardía. Había engordado con el buen vivir, su satisfacción vital, el amor y adoración de Liza y el afecto de sus hijos. Tampoco lo perturbaba el hecho de que ahora era dos veces millonario.

—No sé cómo te las arreglas para parecer tan joven —le dijo a Charles—. Tienes casi la misma edad que Joe, pero no aparentas más de treinta y cinco. ¿No te teñirás el pelo, Charlie?

—Escasamente —dijo Charles instalando su elegante cuerpo en un sillón, frente a Harry.

El despacho de Harry era suntuoso, decorado con pieles, hermosas alfombras, bonitos cuadros y en el hogar de mármol negro brillaba el fuego; era un frío y nevado día de invierno. Harry se reclinó en su sillón, aspirando su gran cigarro y colocando los pulgares en las sisas de su chaleco.

Charles comentó:

—Pareces uno de esos malditos plutócratas[26] hinchados que los periódicos populistas están siempre caricaturizando y denigrando. Pantalones a rayas, chaleco de seda negra bordada y larga levita negra… toda la pesca, y también la gran panza. «El Financiero Explotador de los Pobres y Oprimidos». Eso es lo que eres, Harry.

Harry rió.

—Supongo que habrá gente en esta nación que ha sido tan pobre como lo fui yo, pero no hay ninguno que haya sido más pobre que yo. Me faltó poco para morirme de hambre. Resulta gracioso comprobar cómo tantos de los que claman en favor de los pobres nunca conocieron la pobreza, ni la lucha, ni la miseria y el hambre. Me gustaría darles un paladeo de esto, seguro que me gustaría, como dice Joe.

Pero no había amargura en sus lustrosos ojos negros ni en su sonrisa. Harry podía tolerar hasta a los populistas y socialistas con alegre jovialidad, considerándolos faltos de razón, ignorantes que no conocían la naturaleza del hombre ni las verdaderas circunstancias de la humanidad; o eran descontentos, que carecían de inteligencia para captar la realidad; además estaban desprovistos de dones naturales de carácter y de energía, salvo para la envidia.

—Si un hombre es un fracasado —solía decir Harry—, se cree que esto lo capacita para indicarle al gobierno cómo ha de dirigir el país. —Harry, conocía el gobierno a fondo y no simpatizaba con él, pero sentía un jovial desdén hacia aquellos que lo odiaban únicamente sobre la base de vagos principios y sin una razón práctica.

—Parece ser que tenemos un problema —le dijo a Charles, y ahora ostentaba una expresión tan grave como le era posible a su modo de ser—. Habrás oído hablar de Sean, el hermano de Joe, que desapareció por alguna parte de los barrios bajos de Boston hace ya mucho tiempo.

—Sí, y también entra en mis obligaciones de trabajo quemar, sin leerlas, las dos cartas que al año recibe Joe de su hermana. Ni siquiera quiere darle a la pobre mujer la satisfacción de saber que por lo menos vio las cartas, devolviéndoselas.

Harry, frunciendo el ceño, miró el extremo de su cigarro.

—Bueno, ya conoces a Joe, Charles.

—Creo que sí. Nunca perdona ni olvida. Fíjate lo que hizo con Handell, de la Compañía Petrolífera Handell, hace pocos años. Acaparó todas las existencias en curso y las acciones, y dejó a Handell en la calle, casi al borde de la bancarrota.

—Lo sé, pero como recordarás, Handell intentó hacerle a Joe una pequeña trapacería con respecto a su invento sobre la alimentación de kerosén de la maquinaria industrial. No se trataba de una gran cantidad, tal como está hoy el dinero, pero no dejaba de ser considerable. Joe no acepta las marrullerías al estilo festivo usual, como si se tratase de una simple travesura entre amigos. Quizá se deba a su falta de sentido del humor, ¿eh?

—Escucha, Harry, tú sabes lo que pienso de Joe. Y sé lo que pensaba mi padre de él. Para mi padre, Joe era como otro hijo, y Joe provocó una fuerte pérdida comprando tierras contiguas a las de mi padre y vendiéndoselas a la mitad del precio que los yanquis pedían por ellas —y sonriendo añadió—: En el escudo de armas de los Deveraux llamea la siguiente inscripción: «Recordamos amigos y enemigos».

—Bueno, esto también está grabado a fuego en el alma de Joe —dijo Harry—. Quizá Joe fue un poco duro con el viejo Handell, pero Handell lo conocía muy bien y no fue honesto al hacer lo que hizo. Si le hubiese rapiñado a Joe franca y descaradamente hubiera sido distinto, pero lo hizo de un modo taimado y mezquino, y después lo negó. Bueno, pero no hablemos de Handell, que de todos modos ya está muerto, sino de Sean Paul Armagh, hermano de Joe.

—¿Muerto, también?

Harry se rascó la gruesa papada.

—No. Pero aquí tengo el periódico de ayer de Boston y puedes leerlo tú mismo. ¡Maldita sea! ¿Por qué este loco no mantendrá la boca cerrada?

Charles tomó el periódico. En la segunda plana se destacaba, bajo el titular «GRAN ÉXITO DEL TENOR CANTANTE DE BALADAS IRLANDESAS», la fotografía de un hombre delgado y más bien lindo, de mediana edad, de encantadora sonrisa suplicante y de ralo cabello rubio, llamado Sean Paul. El reportaje decía que el señor Paul había cantado durante muchos años «en diversos de nuestros establecimientos públicos que congregan trabajadores que beben cerveza y licores, hábito algo deplorable en los de esta clase»; después concentraba su atención en un bondadoso caballero a quien Paul llamaba únicamente «Señor Harry», el cual, para citar textualmente al señor Paul, «me rescató de la penuria y el fracaso, ayudándome y animándome con dinero, por encima de toda mera expresión de gratitud». Fue el «Señor Harry» quien le pagó los estudios de música clásica y de impostación de voz, «en diversas instituciones musicales y con los mejores profesores, dos de ellos de fama en la ópera», y después «me lanzó por la ruta del éxito».

El éxito, al principio, significó solamente salas de música en Boston, de menor categoría y de clientela principalmente irlandesa. Sin embargo, resultó más que suficiente para mantener al señor Paul. También había cantado, en muchas ocasiones, en otras ciudades de Nueva Inglaterra, «conquistando con su genio musical y su magnífica voz a los devotos de las canciones irlandesas, y emocionando a todos hasta las lágrimas». Sin embargo, bajo la égida del «Señor Harry», el señor Paul había acrecentado su repertorio incluyendo no sólo baladas irlandesas, sino «las canciones de todos los pueblos», y «exquisitas selecciones de ópera, interpretadas con hondo sentimiento y tierna pasión». Ahora, el reportaje expresaba que «el señor Paul ha sido contratado, para una serie de conciertos, por la Academia de Música en Nueva York, en Chicago, en Filadelfia y otras capitales, donde ya se han agotado los abonos y las demás localidades. Su acompañante es…».

Charles dejó el periódico sobre la mesa y contempló a Harry con reprimida diversión.

—Supongo que eres tú el enigmático benefactor de Sean Armagh, el modesto caballero que rehuye la luz de candilejas.

—¿Cómo iba a presentir siquiera lo que sucedió? —dijo Harry con desacostumbrada melancolía—. Maldita sea… Yo estaba en Boston; me gusta la cerveza y entré en una taberna, como llama Joe a las cantinas. Allí estaba Sean, cantando como un ángel… y sin beber. Como un condenado ángel, que de esto tiene el aspecto. Ésta es una mala fotografía. Rezuma encanto, suavidad, deseos de agradar y todo ello es sincero. Todos los barbianes[27] allí reunidos lloraban dentro de sus cervezas, y yo también lloré. Tiene una voz como una dulce trompa, o quizá como una flauta. Nunca logro descubrir la diferencia entre los instrumentos. Pero sonaba como si rebotara en las paredes y el techo, y nadie se movía, salvo para secarse los ojos y sollozar un poco más. —Harry hizo una pausa—: Comprendí que tenía que ayudarlo.

—¿Por qué no se lo dijiste a Joe? ¿No lo hubiera alegrado saber que su hermano ya tenía por entonces un poco de éxito?

—Hubiera sido catastrófico —dijo Harry con vehemencia—. Joe ha estado pensando, durante años, que su hermano lo ayudaría en las Empresas Armagh. Cuando Sean estaba en Green Hills, Joe lo apartaba a rastras del piano y no le permitía cantar. Sean iba a ser un águila de los negocios, eso es lo que iba a ser, para repetir exactamente las palabras de Joe. Por esto es por lo que Joe trabajó toda su vida, afianzándose en la idea de que su hermano sería, como él, un multimillonario emprendedor. Casi forzó a Sean a estudiar en Harvard. Sean despreciaba todo esto. Creo que estaba simplemente aturdido, azorado. Tenía tanta afición por los negocios como la que puede tener una colegiala boba y risueña; de todos modos, ésta fue la primera impresión que él me produjo.

Harry tosió antes de especificar:

—Creo que tuvieron un… desacuerdo. Hubo rumores de que llegaron a los golpes. Todo esto comenzó mucho antes. Joe no es hombre que haga confidencias a nadie, pero un día me dijo que su padre era lo que él llamaba «un completo inútil», que también gustaba de cantar en tabernas convidando a quien fuera con su último puñado de chelines, mientras dejaba que su granja fuera embargada por impuestos. Vino a Norteamérica y murió antes que llegase su familia. Sea lo que fuere, yo sabía que Joe odiaría todavía más a su hermano por hacer lo que su «atolondrado» padre, otra frase de Joe, hizo en el viejo terruño. Cualquier cosa que le recordara a su padre tenía la virtud de sacarlo de quicio. Creo que esto es lo que lo hace ser tan inexorable cuando tropieza con cualquier debilidad o blandura o carencia de interés en obtener un sólido triunfo… como el suyo.

—Ya comprendo —dijo Charles.

—Bueno, quizás lo comprendas, y quizás no —dijo Harry, meneando la cabeza—. Tendrías que estar en el lugar de Joe, con sus recuerdos, sus años de hambre, sus luchas y las persecuciones que soportó por ser irlandés. Sí, señor, tendrías que saber lo que significa una verdadera persecución sanguinaria. Tendrías que saber lo que tu propia gente padeció —y suspirando agregó—: Todo cuanto hizo fue por su familia. Nunca vivió realmente para sí mismo. Vivió solamente para Sean y Regina. Aunque últimamente parece haberse vuelto un poco más humano… por lo menos desde hace una decena de años. Sospecho que detrás de esto hay una mujer —y los ojos de Harry se hicieron reservados—. «Buscad a la mujer». ¿No es lo que suele decirse? De todos modos, lo celebro y me alegra. Es la primera vez que parece ser feliz, y lo conozco desde que yo tenía menos de quince años. Es mucho tiempo de tristeza para un hombre.

Charles habló con inusitado afecto:

—Temes que Joe estalle de furor cuando descubra lo referente a su hermano, y pronto lo descubrirá.

—Conozco a Joe desde que éramos muchachos. Me salvó la vida. Le salvé la suya. Yo daría mi vida por él, y lo sabe. Pero no soporta el menor engaño, ni la trapacería ni la clandestinidad. No es su estilo. Tiene su propia escala de valores. Pensará que lo he engañado, obrando bajo cuerda, siéndole desleal.

—¿Por rescatar de la miseria a su hermano?

—Charles, si se lo hubiese contado desde el principio, me habría colmado de improperios. Seguramente me habría echado. Por entonces yo ya era rico. Podría haber salido adelante sin Joe. También tengo mis empresas propias. Joe no habría podido perjudicarme. La sola idea de que me echara de su lado, de que me apartara de su vida para siempre, y nunca más volviera a hablarme ni verme, me producía pesadillas.

—Ha hecho docenas de trabajos que no tenían nada de morales —dijo Charles— y muchos más que eran ilegales. ¿Por qué iba a hallar tantos reparos a lo que has hecho, por pura compasión, hacia su hermano?

Harry meneó la cabeza tristemente.

—No lo comprendes. Hizo esos trabajos para otros hombres de negocios. Se trataba del lobo devorando al lobo. Pero no aceptaría el disimulo ni el tapujo en alguien en quien, hasta cierto punto, confía.

—Supongo que nunca se le ocurriría pensar que su hermano y su hermana tenían el derecho de vivir sus propias vidas.

Harry volvió a suspirar.

—Creo que no comprendes.

—Lo comprendo perfectamente —dijo Charles—. Estás metido en un buen lío, Harry —y escrutó al desdichado hombre—. Si conoces a su dama secreta ¿por qué no acudes a ella rápidamente y le haces tu confidencia? Tú opinas que la dama de sus caprichos ejerce mucha influencia en él.

El mustio semblante de Harry, recuperó viveza al impulso del enojo.

—¡No la llames «dama de sus caprichos»! —gritó—. La conozco. Lo he visto con ella varias veces. ¡Ella es una gran dama!

—Bien, pídele entonces consejo. Y será mejor que lo hagas cuanto antes, Harry. A veces, cuando le sobra tiempo, hojea los periódicos de Boston.

—No sé… —murmuró Harry, pero cierta esperanza alentaba en su rostro mientras masticaba su cigarro.

—En todo caso, Sean no hace uso de su apellido. Joe puede pasar por alto el reportaje y no identificar a su hermano.

Harry objetó:

—Te olvidas de que pronto va a cantar en Filadelfia y en Nueva York y los carteles no pasarán inadvertidos para Joe. Siempre asiste a los conciertos. Ahora tiene su propio palco. Apenas vea a Sean en el escenario, cantando con toda su alma, saldrá Harry despedido por la puerta principal, expulsado por las iras de Joe. ¿Por qué no mantendría la boca cerrada, este condenado Sean, sin mencionarme para nada? Probablemente hará las mismas declaraciones en Nueva York y en Filadelfia.

—Bien, a esto le llaman gratitud —dijo Charles—. Mejor que vayas a consultar a esa dama, Harry —y levantándose agregó—: Algunas veces, en este pícaro mundo, una vela encendida en las tinieblas arroja una gran luz, en contra de lo que diría Shakespeare. Ojalá pudiera hallar alguna forma de ayudarte, pero no logro encontrarla.

—Ya me diste una idea —afirmó Harry, y rasgando el periódico lo lanzó a la cesta de papeles.

Harry visitó a Elizabeth. Ella notó su extraordinaria timidez y de inmediato supo que él había adivinado sobradamente su relación con Joseph Armagh. Conocía bien a Harry, y le agradaba lo mismo que su Liza; admiraba a ambos y los trataba con la máxima delicadeza. Pero ahora, el modo cohibido y casi pueril en que él abordaba el tema, le produjo un leve sonrojo; luego recobró su habitual serenidad y lo escuchó con especial atención.

Finalmente ella dijo:

—Sí, he comprendido, Harry. Comprendo su problema; también comprendo a Joseph. Me esmeraré en hacer todo lo posible. Tengo que estar en Nueva York el próximo martes. Haré cuanto pueda, y lo mejor posible —sonrió ante la expresión de alivio del rechoncho visitante—. Fue bondadoso y amable de su parte, Harry, y muy compasivo. La compasión es algo raro en este mundo. Estoy segura que podemos inducir a Joseph a que respete la compasión y no la condene. Ya no es tan implacable… como dicen que era antaño. Por lo menos me agrada creerlo así.

Harry volvió a sentirse deprimido, al recordar un episodio ocurrido hacía tan sólo dos semanas. Joseph no había dado el menor indicio de ser menos implacable. Aunque entonces se trataba de un asunto de negocios…

El martes siguiente caía sobre Nueva York una tormenta de nieve, casi tan severa como la Gran Ventisca del 88, pocos años antes; las habitaciones de Elizabeth, en el pequeño y tranquilo hotel, estaban cálidas con sus fuegos de hogar y luces. Se había vestido cuidadosamente con el color favorito de Joseph —que hacía juego con el claro verde de sus ojos—, y su cabello estaba peinado como de costumbre: alisado a los lados de su sereno semblante y sujeto con un moño a la altura de la nuca. Llevaba las esmeraldas que él le había regalado, y que nunca exhibía en Green Hills. Con los años, había logrado que él aprendiera a saborear la comida; no obstante, ésta seguía siendo sencilla, y por ello había preparado pollo asado con sabrosa guarnición, caldo y ensalada, vino rosado, pastelillos y gran cantidad de té. Siempre le había llamado la atención la cantidad de té que él tomaba. Para completar su arreglo personal se había perfumado con extracto de violeta, su aroma favorito, aunque ella nunca adivinó la razón de esta preferencia.

Después de quitarse el abrigo cubierto de nieve, el sombrero y los guantes, Joseph la besó con su peculiar contención, y dijo a modo de saludo:

—Nunca envejeces, cariño mío.

—Sí, me conservo bastante bien para ser una vieja señora de cuarenta y cuatro años —dijo Elizabeth con voz serena—. Pero cuando alguien ama y es amado, nunca envejece. Por cierto, recibí carta de Courtney. Espera salir graduado de Harvard el próximo junio, con Rory. Eso espero yo también. Ya sabes cuánto odia Courtney el estudio de las leyes. Solamente lo soportó para poder estar con Rory. Pero ¿qué tal sigue Ann Marie? ¿Ya mejoró de su resfriado?

—Bernadette sigue intentando casarla —dijo Joseph mientras se sentaba en su habitual y cómodo sillón, cerca del hogar, y acercaba sus flacas y largas manos al resplandor del fuego—. Va a dar un baile para la muchacha en marzo, en su veintiún cumpleaños, y Ann Marie ya está temiendo el acontecimiento.

Pensó en su hija; ella tenía un considerable parecido con Regina, pero, gracias a Dios —si es que había uno—, no sentía inclinación hacia la vida religiosa. Joseph no había permitido que sus hijos asistieran a colegios y escuelas que no fueran laicas. De pronto indagó:

—¿Su resfriado? No sabía que lo tuviera, aunque es cierto que no he estado en Green Hills desde hace casi tres semanas.

Uno de los pesares de Elizabeth era que no podía ver más a menudo a Ann Marie, ya que sentía un gran cariño por ella. Pero pensaba que lo más justo era respetar los deseos de los padres y sabía que Bernadette se oponía a que Ann Marie la visitara. La joven persistía en liberarse así de los vejámenes y hostigamiento que tenía que soportar de una madre que no le ocultaba el fastidio que sentía hacia ella y que la consideraba «otra pobre insignificante, como Courtney». Para Bernadette las personas delicadas y retraídas, no importaba cuáles fueran sus intelectos o realizaciones, merecían su desprecio por «falta de carácter». Pensaba que los Armagh eran de poco genio, excepto Joseph, por supuesto. Hasta el espléndido Rory, con su tendencia a ser un pícaro, le inspiraba escaso afecto; sin embargo se esponjaba cuando le hacían cumplidos referentes a Rory.

—Es un verdadero Hennessey —solía decir, con énfasis significativo.

—¿No te lo ha escrito Bernadette? —preguntó Elizabeth.

Joseph se encogió de hombros.

—Probablemente. Pero nunca leo sus cartas. Lo hace Charles, y contesta cortésmente.

Observaba a Elizabeth mientras ella arreglaba la mesa redonda para cenar cerca del fuego. Una camarera del hotel podría haberlo hecho, pero a Elizabeth le gustaba disponerlo todo por sí misma. Él la contemplaba con un amor que no había disminuido con los años sino que se había hecho más sólido y arraigado. A su vez, mientras iba disponiendo lo necesario, Elizabeth le dedicaba miradas llenas de ternura. El cabello de Joseph, antaño rojizo, estaba copiosamente veteado de gris blanquecino pero el enjuto y sombrío rostro seguía sin cambiar, excepto cuando sonreía, y esto era ahora más frecuente que antes.

—Elizabeth, tengo que volver a Ginebra en abril. Ven conmigo.

—Pero ¿es que Bernadette… no acostumbra a ir contigo?

—Sí. Voy a terminar con esto. Ven conmigo.

Elizabeth titubeó. Pensaba en Sean. No quería incomodar a Joseph precisamente ahora, así que dijo:

—Por favor déjame pensarlo, Joseph. Siempre me gustó Ginebra.

—Entonces, queda decidido —dijo él, complacido. Tenía la penetrante mirada del amor—. ¿Has ido a visitar a tu médico? Tu color no ha mejorado y pareces más delgada.

—Dice que es lógico a mi edad —replicó Elizabeth. Sabía que sus manos eran ahora casi transparentes y que una fatiga insólita había sido su constante compañera durante los últimos seis meses—. No es debilidad, si esto es lo que preocupa, Joseph. El médico no me ha encontrado nada malo. Después de todo, los años cuentan, ¿sabes?

—Cuarenta y cuatro no son muchos años —dijo Joseph, y un intenso dolor lo asaltó, tal como el que había sentido cuando su madre agonizaba en el barco. Su boca y su garganta se secaron; esto le provocó tos y debió beber un sorbo de vino—. ¿Anemia, quizá? Vosotras, las señoras, estáis siempre al borde de la anemia.

¿Qué sería de él si Elizabeth se separaba definitivamente de su vida? Su antiguo y fuerte impulso de suicidio volvió a brotar en él, como ocurría cada vez que la melancolía lo dominaba. La vida sin Elizabeth sería intolerable, ya que ella estaba tan ligada a él como lo están las raíces de los árboles gemelos. Ella era todo el goce que jamás conoció, toda la paz, la maravilla y el deleite. Algunas veces, como ahora, se sentaban durante horas, a leer algunos libros o el periódico, y no hablaban, pero la unión era como la de un solo corazón, un solo cuerpo, abarcándose con plenitud de contentamiento. Joseph vivía sólo para gozar de esos momentos con Elizabeth.

—He tenido tres resfriados este invierno —dijo Elizabeth— y ya no soy joven. Quizá éste sea el problema. Es posible que necesite un cambio, como ir a Ginebra. Sería maravilloso viajar por Europa contigo, Joseph —ahora hablaba sinceramente. Joseph se adelantó y tomó su mano aprisionándola por un instante; sus pequeños ojos azules brillaban con juvenil vivacidad—. Acabo precisamente de saber que Sean Paul, el célebre tenor irlandés, vendrá a Nueva York dentro de tres semanas para dar un recital en la Academia de Música. Supongo, querido Joseph, que podrás llevarme.

Su sonrisa seguía siendo serena, pero su corazón comenzó a latir rápidamente. El austero rostro de Joseph se ensombreció.

—¿Sean Paul? —dijo, cavilando sobre los dos nombres—. Nunca lo oí nombrar.

—No es joven. Quizás tenga mi edad, más o menos. Oí decir que es muy famoso en Boston. Canta baladas irlandesas y selecciones de ópera. Voy a buscar el folleto anunciando su recital en Nueva York.

Fue a su alcoba y Joseph aguardó; su cólera crecía lentamente. Era una insensatez, se dijo a sí mismo. No podía ser el… mismo. Sean había muerto de intoxicación alcohólica, probablemente, en algún callejón oscuro. Y con la cólera llegó la pena y la antigua sensación de impotencia.

Elizabeth regresó con el folleto, que reproducía la foto de Sean, y se lo dio a Joseph. Él no leyó los líricos anuncios ni los comentarios de los críticos musicales. Miraba el rostro sonriente de la fotografía y supo que ése era su hermano. Se sintió aturdido, entonces leyó las halagadoras críticas. Miró nuevamente la fotografía. Sean. Era realmente Sean. No podía comprender lo que estaba sintiendo, pero había en él un relajamiento débil, y sus ojos se enturbiaron. Colocó el folleto sobre la mesa y siguió mirándolo fijamente; Elizabeth lo observaba con nerviosa ansiedad.

Se dio cuenta que un largo silencio se había instalado entre él y Elizabeth. La miró; ella sonreía. Dijo:

—¿Nunca viste a mi hermano Sean?

—No —dijo mostrándose perpleja—. Sólo vi a Regina un par de veces, pero no a Sean. —Se llevó las manos repentinamente a la boca simulando un complacido asombro—. ¡Oh, Joseph! ¿Este maravilloso cantante, este célebre tenor irlandés, es tu hermano Sean? ¡Qué orgulloso debes sentirte! —y se inclinó por encima de la mesa para tomarlo de la mano; su semblante irradiaba sincero placer.

Joseph intentó apartar la mano; su cólera era incontenible. Pero ella logró asirla; Joseph la miró a los ojos y supo que no podía rechazar a Elizabeth ni siquiera con el más leve ademán.

—Sí —dijo—. Es mi hermano. Pero es una larga historia.

—Cuéntamela —pidió ella.

¿Cómo podía contarle esa historia? Ella no lograría entender. Miró nuevamente sus ojos verdes y supo que estaba equivocado. Ella podría comprender. En breves y duras frases fue relatándole los hechos; ella no se movió ni habló, sólo se limitó a escuchar; le había explicado algo de todo esto con anterioridad, pero no con tanta emoción ni tanto detalle. Nunca había hablado mucho de su hermano ni de su hermana.

Cuando hubo terminado, Elizabeth dijo:

—Pero ¿te das cuenta, Joseph? Después de todo lograste un buen resultado con Sean. Sin la educación que recibió no habría adquirido ningún discernimiento. La instrucción, frecuentemente desdeñada durante la juventud, adquiere importancia en la madurez. Sirve para saber discernir. Si Sean fuera un ignorante no comprendería otra cosa más que canciones de cantina, ni tendría mayores aspiraciones. Pero sabe que hay algo más: tratar de superarse. Y esto se lo diste tú. Éste debe ser tu orgullo y tu consuelo.

Joseph no dijo nada. Contemplaba el fuego atentamente, más sombrío e impenetrable que nunca. Pero ella pensó que la escuchaba con anhelo, porque ya lo sabía todo acerca de él. Dijo, muy suavemente:

—Me has contado muchas veces que tu padre cantaba en las tabernas de Irlanda y derrochaba lo poco que tenía en cerveza y whisky para los demás, y solamente le interesaba el placer y felicidad que daba… aunque descuidara a su familia. Hay algo en esta historia, Joseph, querido mío, que no está del todo completo. Representaba la alegría para sus amigos y para tu madre, que lo amaba. A veces creo en el destino, en la fatalidad. Él estaba predestinado a morir de esa manera, y también tu madre; era inevitable.

—No hables como una tonta —dijo Joseph, con una rudeza hacia ella que le resultaba desconocida—. ¿No nos enseñaron desde niños que existe algo llamado libre albedrío? Sí, existe, y es verdad. Mi padre eligió su vida. Desgraciadamente, también determinó la de su esposa y la de sus hijos.

Notó que Elizabeth había empalidecido y que se contraía, encogiéndose. No soportó haberla herido, aunque fuera levemente. Asió su mano de nuevo apretándola fuertemente entre las suyas y trató de sonreír.

—Perdóname, te lo ruego —dijo, y era la primera vez en su vida que pronunciaba tales palabras—. No te causaría la menor pena por nada en el mundo, Elizabeth.

Ella movió su mano entre las suyas y sus dedos presionaron su diestra.

—Estábamos hablando de Sean, querido Joseph, y de nadie más. Ha tenido éxito gracias a ti, y sólo por tu esfuerzo. Tú le diste carácter, persistencia, decisión. Deberías sentirte muy orgulloso, cariño.

—¿Por qué diablos no me ha escrito? —preguntó Joseph; Elizabeth comprendió que estaba cambiando de actitud y cerró los ojos por un instante.

—Quizá recordaba todo lo que hiciste por él, y se sentía avergonzado. Tal vez sabía que tú recordarías a tu padre y sus canciones, y no quiso encolerizarte más de lo que ya estabas. Tienes un carácter inexorable, querido, y tengo la idea de que siempre asustaste a tu familia.

Joseph cogió nuevamente el folleto y lo observó. Lo dio vuelta y leyó; «Mi querido bienhechor, a quien llamo señor Harry, vino en mi ayuda cuando más la necesitaba. A él y a un familiar, a quien oportunamente no me importará nombrar, debo mi éxito y los elogios que he recibido. Siempre les dedico mis oraciones; ahora les dedico mi recital en Nueva York».

Joseph se puso en pie súbitamente; su rostro había adquirido una expresión que Elizabeth jamás había visto. Ella estaba aterrorizada. Con tono aterrador, Joseph dijo:

—Harry Zeff. Hizo esto a mis espaldas. Nunca vino a decirme: «He encontrado a tu hermano y necesita tu ayuda». No. Prefirió esperar para mortificarme con… el triunfo de mi hermano. Deleitándose. ¡Echándome en cara que él pudo hacer por Sean más que yo! Se ha reído de mí… a mis espaldas. ¿Por qué? ¿Por qué? Yo le proporcioné los medios para que hiciera una fortuna. Pero ¿qué otra cosa podía esperar sino ingratitud y falsedad? Y envidia mortal.

Elizabeth también se puso en pie, trémula, y colocó su mano en el brazo de Joseph; por primera vez él apartó aquella mano. Estaba fulgurante de ira y humillación.

—Éste es el fin… para Harry —dijo con aquella entonación temible.

—¿Querrás escucharme un momento, Joseph? De lo contrario, no debemos vernos más, aunque esto significaría mi muerte, pero no me resignaría a verte en silencio.

Pese a su monstruosa ira la escuchó porque sabía que ella estaba dispuesta a hacer lo que decía; permaneció quieto, esperando, con los puños crispados.

Con tono de infinito y sincero asombro, dijo ella:

—¿Puedes acaso creer que Harry Zeff haría jamás nada para mortificarte o dañarte, o para regocijarse en menoscabo tuyo? ¿Deleitarse por algo que te cause el menor daño? ¡Por Dios, Joseph! No consigo creer que hayas podido pensar así ni siquiera por un segundo. ¡Forzosamente has tenido que perder por un momento tu claridad de juicio! Medita, por favor, recapacita. Harry te conoce y te teme. Sabe lo que tú proyectabas para Sean. Sabe cómo Sean… desertó de tu lado. Sabe lo mucho que debiste sufrir. Intenta comprenderlo, aunque creo que jamás comprendiste a nadie en tu vida, ni siquiera a mí, que te amo.

Ella alzó la mano en ademán suplicante, para que él no la interrumpiese.

—Sí, de acuerdo, él ayudó a Sean. Creía en Sean. Lo animó para que sacase el mejor partido de su voz, y pagó las clases. ¿No se te ha ocurrido preguntarte la razón? Porque Harry siente por ti un hondo cariño, Joseph. No quiso que esta parte de tu vida fuera una derrota y una constante decepción para ti. Sean ha llegado a triunfar en su carrera. Te lo debe principalmente a ti. Harry solamente le ayudó a lograrlo y reforzar lo que tú ya habías sembrado proporcionándole estudios.

Cuando ella terminó de hablar, los ojos de Joseph apenas se veían entre la estrecha rendija de sus párpados. Dijo:

—Bien, ahora deseo saber una cosa… ¿Cómo sabes todo esto, Elizabeth, acerca de Harry y mi hermano? ¿Acaso resulta que me has estado llevando como a un niño metido en un andador?

Elizabeth se llevó las manos al rostro, apretadamente, por unos instantes. Cuando dejó caer los brazos parecía más delgada y exhausta; Joseph lo advirtió y comprendió que nuevamente le asaltaba la alarma con respecto al estado de su salud.

—Por favor siéntate, Joseph —dijo ella quedamente.

Él se sentó en posición rígida al borde de su sillón; Elizabeth también se sentó. Sabía que Joseph solamente aceptaba la verdad y que, aunque la verdad lo destruyera, tenía que conocerla. No le quedaba otro remedio, así que contó todo lo sucedido, con absoluta sinceridad; el tono abatido de su voz rebosaba amor. Cuando hubo terminado se reclinó sobre el respaldo del sillón, con los ojos cerrados, como si estuviera dormida o desvanecida.

Joseph contempló su rostro y sintió por ella una infinita compasión. Se arrodilló a su lado y tomándola entre sus brazos, besó su frente y sus mejillas; ella se apretó contra él, llorando mansamente, y dijo:

—¿Por qué rechazas así el cariño y la ternura? Ya sé, querido. Tu vida ha sido horrible, árida, y has conocido el abandono y la profunda tristeza. Si ahora te muestras receloso, ¿quién puede reprochártelo? Harry te lo hubiese explicado todo desde un principio, pero estaba asustado, porque tu carácter no es precisamente agradable, cariño. Instalaste el miedo también en tu hermano, y en Regina, aunque quizá nunca lo supiste. ¿Sabes acaso lo espantoso que es que los demás te tengan miedo?

—Elizabeth, ¿tú me tienes miedo?

Ella apoyó su húmeda mejilla contra la de él, enlazando su cuello con los brazos.

—No, amor mío. No tengo el menor temor de ti. Verás… Conozco todo acerca de ti y con amor y comprensión todo lo demás carece de importancia.

Unos días después Joseph entró en el despacho de Harry Zeff y dijo con una sonrisa jovial:

—Por cierto, mi hermano Sean cantará en Nueva York el viernes y el sábado. Sé que no te agrada mucho la música, pero me gustaría que tú y Liza asistierais como invitados míos al Hotel Quinta Avenida, en Nueva York. Tengo un palco en la Academia de Música, e insisto en que estéis conmigo. Después de todo, no es tan común tener a un famoso tenor irlandés por hermano, ¿no es cierto? Después del recital daremos una fiesta.

Harry se levantó lentamente, con sus negros ojos clavados en Joseph. No podía hablar. Sólo pudo tender la mano. Joseph la estrechó, reteniéndola un instante apretadamente y dijo con voz muy suave:

—Eres un grandísimo pollino, Harry. Un grandísimo pollino sentimental.