Joseph Armagh nunca supo con exactitud cuándo adquirió consciencia de Elizabeth Hennessey como mujer deseable. Tampoco se lo preguntó a sí mismo porque no le dominaba la atracción física, ni le llamaban la atención las mujeres como personalidades, salvo su madre y Regina, y quizás la Hermana Elizabeth, fallecida hacía ya tiempo. Cuando se dio cuenta de la personalidad de Elizabeth, su propia hija, Ann Marie, tenía seis años y Kevin acababa de nacer.
Elizabeth —cuatro años mayor que Bernadette— vino a vivir a la casa de los Hennessey con su hijo Courtney, después que el senador sufrió un ataque. Aunque Bernadette constantemente la hostigó a ella y al «pobrecillo» de su hijo, resintiéndose por su presencia, Joseph se dio cuenta indiferentemente que Elizabeth era una mujer reservada, de elegantes modales. También era muy bonita, de un modo fríamente aristocrático que a él particularmente no le atraía. Prefería las mujeres estúpidas, rientes y de complaciente animalidad que no le exigían pensar y que eran fácilmente olvidadas. En cualquier caso no se habría fijado, deliberadamente, en la viuda de Tom Hennessey. Cualquiera que estuviese relacionado con el senador, sólo le inspiraba aversión, incluyendo a Bernadette y, por aquella época, sus propios hijos. Ofreció dirigir los negocios de Elizabeth desde sus propias oficinas. Había sido un gesto de elemental cortesía. Supuso que ella rechazaría la oferta, pero ella había aceptado.
Poseía un semblante más bien frío, algo neutro, de nariz levemente delgada que en ocasiones tenía una expresión contraída, una boca firme y rosada, y anchos ojos verdosos moteados de oro. Su cabello rubio era liso y bonito aunque muy claro para ser llamativo. Era demasiado esbelta y alta, para resultar a la moda, pero se vestía con estilo sencillo y distinguido. Sus delgadas manos estaban siempre sin anillos, salvo la alianza que más tarde también se quitó. Contemplaba el mundo con serena calma y aceptación, y aparentemente no sentía afecto por nadie, excepto por su hijo Courtney, y aun con él permanecía como aislada.
Su hijo era muy parecido a ella en aspecto, modales y taciturnidad. Tardó años Joseph en saber que Courtney y Rory estaban profundamente encariñados el uno con el otro. Ciertamente, no podía haber dos muchachos más dispares en temperamento, presencia y ambiciones, ya que Courtney, aunque inteligente, según Rory, era un estudiante mediocre, más bien indolente y desinteresado. Joseph no se dio cuenta, por largo tiempo, que Courtney y su madre tenían un extraño modo de comunicarse sin hablar. Un simple intercambio entre aquellos dos pares de ojos verdes, una tenue sonrisa, el más leve gesto de una mano, y se comprendían perfectamente. Pero antes de comprender esto, Joseph creyó que Elizabeth y su hijo se sentían extraños y desinteresados uno del otro y tan sólo elaboradamente corteses cuando se hallaban juntos.
Courtney, según la desdeñosa Bernadette, no era solamente un «pobrecillo insignificante», debido a que quedaba tan descolorido por contraste con Rory, sino que además, añadía con desprecio, era «enfermizo». Ciertamente, Joseph había notado vagamente que el muchacho siempre estaba en casa cuando él llegaba a Green Hills, y que le era preciso tener un profesor durante los meses de verano, si quería progresar en sus clases en el mismo colegio de Boston al cual asistía Rory.
El propio Rory daba a menudo clases a Courtney, y a veces le llamaba burlonamente «tío Courtney», lo cual, por algún motivo peculiar, era un motivo de suave hilaridad para ambos muchachos. Eran las únicas veces en que Joseph oía reír jubilosamente al muchacho mayor, y los únicos instantes en que éste demostraba alguna exteriorización como, por ejemplo, palmotear el hombro de Rory con su huesuda mano, llamándole «robusto irlandés haragán». El propio Courtney era delgado hasta la demacración, y Bernadette le informó a Joseph sarcásticamente que «hacía melindres con su comida, y eso que tenemos los mejores cocineros de la ciudad». La presencia de Elizabeth y su hijo en la casa enfureció finalmente a Bernadette, que consideraba la calma y falta de réplica de Elizabeth, «antinaturales». Aunque Courtney era su hermanastro no lo podía soportar. Cuando supo que escribía «poemas», cabeceó y dijo con gravedad de filósofo: «¿Qué otra cosa cabía esperar?», como si escribir poemas fuera algo poco varonil y depravado. Nunca supo que Rory también escribía poesías, aunque no con la delicadeza de Courtney.
Fue al aproximarse Courtney a sus siete años, cuando Joseph se dio cuenta por primera vez de la profunda personalidad de Elizabeth Hennessey, más allá del mero hecho de su tranquila presencia en las comidas o al pasar junto a ella por los anchos vestíbulos de la mansión Hennessey. Algunas veces ella inclinaba la cabeza en saludo, pero rara vez hablaba. Aparentemente sentía hacia Joseph la misma indiferencia que él hacia ella.
Había amplios invernaderos en el patio posterior de la casa Hennessey, unidos a ella por un corto pasillo, de modo que bastaban unos pasos para penetrar, en cualquier época del año, en la fragancia boscosa y la exótica flora. Era el único lugar de la mansión que realmente atraía a Joseph, y a menudo pasaba largos momentos recorriendo lentamente aquellos parajes o sentado en una esquina, complaciéndose en aspirar el aire perfumado. Siempre le parecía una renovada sorpresa que, mientras las nieves del invierno yacían pesadamente en suelos y tejados, en aquel bosque artificial las flores brotaran en todo su esplendor tropical, como si un verano eterno las entibiase.
Un día antes de las vacaciones de Navidad, Joseph entró en los invernaderos. Era un día sombrío de espesa nieve gris cayendo al exterior, y un viento que rugía en las chimeneas. Aquel conjunto de jardines de invierno era ahora particularmente fragante con el aroma de rosas y azucenas, y el hálito de la tierra cálida y fecunda. Las luces de gas oscilaban iluminando los anchos ventanales de cristal contra los cuales golpeaba el viento y caía la nieve.
Joseph pensaba estar a solas, porque era la hora de la cena para los jardineros, y su jornada de trabajo había terminado. Vio ante él los largos pasadizos entre las plantas y los colores de las flores, y se dispuso a caminar entre ellas. Entonces oyó abrirse una puerta de otra sección de la casa, un rápido repique de pasos y después la voz alta y algo agudizada de Bernadette recriminando rabiosamente:
—¡Elizabeth! ¡Es increíble que te atrevas a cortar mis capullos de rosas blancas! ¡Sabes muy bien que son para nuestra cena de Navidades! ¡Vaya descaro! ¡Ni siquiera habérmelo pedido! ¡Es… el colmo!
Era el tono que empleaba con la servidumbre. Joseph se detuvo, quedando oculto por una enorme planta cuya copa se ensanchaba desde el suelo.
Oyó un susurro de seda y entonces vio la pálida cabeza rubia de Elizabeth elevándose entre dos pasadizos a su izquierda y a cierta distancia. La luz de gas brillaba en su blanco semblante. Dijo con voz particularmente melodiosa, aunque monótona y sin emoción alguna:
—Lo siento, Bernadette, quise decírtelo pero estabas arriba con jaqueca y no quise molestarte. Solamente he cortado media docena y quedan muchas todavía. Courtney está en cama con un espantoso resfriado y le gustan las rosas blancas, y por eso pensé cortar estas pocas para él.
Bernadette nunca lograba aprender que una voz reprimida significaba dignidad y dominio de los fuertes sentimientos, o buenos modales, especialmente en las mujeres. Ella pensaba que ese tono de voz era servil, apto sólo para sirvientes, y que su poseedor era tímido, humilde, inferior y digno solamente de maltrato y perentorio regaño. O, peor aún, que era síntoma de que le temían. En todos aquellos años con Elizabeth en su casa, no había comprendido que se trataba de todo lo contrario.
—¡Oh!, ¿las querías para este enfermizo y triste hijo tuyo, eh? —gritó Bernadette, mofándose. Ahora Joseph pudo verla, en su vestido de terciopelo escarlata demasiado ceñido a su figura levemente obesa, su grueso y plano rostro crispado en despreciativo escarnio—. ¡Siempre está encamado como una muchacha tuberculosa convaleciente! ¡Y ahora déjame decirte algo, Elizabeth Hennessey! Ésta es mi casa, y yo soy la dueña aquí, y tú y tu hijo estáis aquí solamente por mi buen corazón y en recuerdo de mi padre, y… ¡de ahora en adelante me pedirás a mí cualquier favor, cualquier decisión, aunque sea una sola flor, sin tener ya más la impertinencia de hacer lo que quieras sin considerar mi posición! —y bufó sardónica—: Y la tuya. Si es que tienes alguna, que no la tienes.
Hasta entonces nunca le había hablado así a Elizabeth, y su voz había sido siempre, si no afectuosa, por lo menos cortés, aunque forzada. Nunca emitió sus despechados comentarios sobre Courtney y Elizabeth en presencia de ellos, sino solamente ante Joseph y ante sus amistades.
Elizabeth permanecía en silencio ante aquella arpía cuya antipatía, odio y resentimiento, habían roto súbitamente las barreras que le imponía el decoro, en presencia de otras personas.
—¡Y también quiero decirte algo más! —continuó clamando Bernadette—. He deseado decírtelo hace largo tiempo, pero me contuve por respeto a mi padre. Él nunca pudo soportarte —su cara rebosaba júbilo por poder, finalmente, desahogar su acumulado rencor, y sus ojos relucían de regocijo con la idea de que estaba hiriendo a Elizabeth—. ¡Se vio obligado a casarse contigo y adoptar a tu mocoso, porque tu padre tenía más influencia política que él! ¡Pero quiero que sepas que nadie creyó nunca que eras la viuda de un héroe de la guerra, y que Courtney es su hijo, señorita! ¡Fuiste probablemente una frívola y ni siquiera conoces la paternidad de tu hijo! ¡Tú, con tus melindres, gracias y pretensiones de ser una dama…!, ¡tú que conviviste con un hombre con quien no estabas casada y Dios sabe con cuántos hombres más! ¿Es que no sabes que eres el hazmerreír de media docena de ciudades, sin mencionar Green Hills? Eres una desvergonzada absoluta. Te mueves entre gente respetable y de buena fama, como si merecieses estar en su compañía, y no por las calles a las que realmente perteneces. Sólo el hecho de que eres la viuda de mi padre impide a mis amigas apartar sus faldas cuando pasas. ¡Eres apenas algo más que una ramera, y todo el mundo lo sabe!
El semblante de Elizabeth había cambiado, inmovilizándose con rigidez. Dijo con cruda entonación:
—Olvidas algo importante. Tu padre me dejó su parte en esta casa, y tu madre la suya. Pago mi participación aquí, y los gastos de mi hijo. No voy a responder a tus inmundas insinuaciones, que son dignas de ti, Bernadette; eres una mujer vulgar y cruel. No tienes sensibilidad ni decoro alguno, y si tu familia te desplaza es por tu propia culpa.
—¿Cómo te atreves…? —chilló Bernadette avanzando unos pasos hacia Elizabeth.
—No te acerques más —advirtió Elizabeth, y ahora su semblante y su voz alentaban con vehemencia—. Te lo aconsejo. No te aproximes más.
Con divertido asombro Joseph vio, en las facciones de Elizabeth, el deseo de matar y a la vez su desesperada lucha por dominar su furor.
—¡Te quiero ver fuera de esta casa, mi casa, mañana mismo! —chilló Bernadette—. ¡Lías el petate, y fuera de mi casa!
—Ésta es mi casa, también, y me iré cuando lo desee, no antes —y la voz de Elizabeth era más alta, pero todavía controlada. Mantenía apretadamente las rosas—. Estas flores son tan mías como tuyas, y las cortaré cuando me plazca, y no te consultaré absolutamente nada de hoy en adelante.
Bernadette alzó su brazo, con el puño crispado, avanzando rectamente ante Elizabeth, y su rostro se deformaba. Pero Elizabeth cogió el brazo en el aire, al bajar el puño hacia ella, y con gesto de asco y rencor apartó a Bernadette con tanta fuerza que Bernadette se tambaleó, trató de recobrar el equilibrio, cayó contra las plantas cercanas a ella, y después se desplomó pesadamente en el suelo. Instantáneamente aulló como una posesa, lanzando imprecaciones que Joseph jamás hubiera creído que ella pudiera conocer. Rebosaban obscenidad y jadeos.
Elizabeth bajó la vista para mirarla un instante, y dando media vuelta remontó los pasadizos hacia Joseph. Lo vio por vez primera y se detuvo bruscamente; una oleada de sonrojo recorrió su pálido rostro. Sus verdes ojos ardían destellantes, con una ira que él nunca habría adivinado en ella.
Bernadette seguía lanzando amenazadores insultos desde el suelo, pugnando por levantarse. Joseph le sonrió a Elizabeth.
—Me alegra que le dijese esto y le hiciera esto. He estado deseando hacer lo mismo durante años. Pero, después de todo, soy un hombre, y hubiera sido algo impropio, ¿verdad?
Ella lo miraba fijamente. Ahora Bernadette ya estaba en pie, y también miraba a su marido desde el fondo del pasadizo, con la boca babosa y las mejillas humedecidas por las lágrimas. Pero había cesado de chillar. Había allí algo que la aterrorizaba, aunque no hubiera oído el comentario de Joseph, solamente audible para Elizabeth.
Joseph se apartó para ceder el paso a Elizabeth. Ella seguía empuñando sus rosas. Comenzó a avanzar y sin premeditación se detuvo cuando distaban apenas centímetros. Contempló su ascético semblante y vio, en sus pequeños ojos, un regocijo que nunca viera antes. La clara seda gris sobre su erguido y bonito seno tembló. Sus ojos no se apartaron ni titubearon, pero había un velo de lágrimas sobre su verdor que, según notó Joseph, no era un verde oscuro esmeralda sino un claro verde como agua de manantial reflejando hierba. Por primera vez, mirándola detalladamente, ella se convirtió para él en una mujer deseable, y no sólo deseable sino mujer de inteligencia, elevado espíritu, orgullo digno y amor propio; una mujer verdaderamente femenina tal como lo había sido su madre, y su hermana y la Hermana Elizabeth.
—No se vaya —le dijo Joseph.
Ella esbozó una sutil sonrisa, y replicó:
—No tengo la menor intención de irme —y él rió brevemente, inclinando la cabeza al pasar ella de largo.
Joseph la vio alejarse. El vestido de seda gris se amoldaba a su esbelta figura tan lisamente como una piel, hasta quebrarse en los pliegues, sobre las caderas, cayendo en drapeado clásico hasta sus pies. Se detuvo un instante en el umbral y miró por encima del hombro a Joseph, que no pudo comprender su expresión. No sabía ni supo hasta mucho más tarde que ella lo amaba desde hacía varios años.
Ahora Bernadette estaba a su lado, asiéndose a él, sollozando, desahogando en ruidoso llanto su furia contra Elizabeth. Él la empujó, apartándola, y ella lo miró temerosa.
—Hablaste y actuaste como una perra rabiosa, sin el menor control y sin vergüenza —dijo con voz áspera y brutal—. Lo oí todo, así que no mientas, como de costumbre. Hasta que no enmiendes tus modales y trates a Elizabeth con consideración, no me hables para nada. No me gustan las mujeres de pescadores. Deberías pedirle disculpas a Elizabeth. Supongo que es inútil pedirte que lo hagas, pero puedes demostrarlo de alguna manera, si es que te resulta posible.
La dejó, como si ella fuese una abominable criada engreída, y Bernadette quedó sola, para llorar en aislada desolación que nada tenía que ver con Elizabeth. Desde aquella noche retuvo su lengua en presencia de la otra mujer: no volvió a hablarle sino accidentalmente, y era expansivamente cortés con ella cuando Joseph estaba en Green Hills.
Seis meses después Elizabeth le compró a Joseph su primera casa y abandonó la mansión Hennessey con su hijo. Un mes después se convirtieron en amantes.
Ocurrió sin premeditación, y sin que Joseph fuera consciente de que amaba a Elizabeth Hennessey. Casi había olvidado aquella noche en el invernadero, excepto porque su aversión hacia Bernadette había aumentado.
Como manejaba los numerosos negocios de Elizabeth en sus oficinas de Filadelfia —personalmente, ya que eran asuntos privados— un día recibió una buena oferta por una finca que ella poseía en la ciudad. Decidió consultar con ella en lugar de cerrar el trato él mismo, como acostumbraba, ya que esta vez implicaba una cantidad respetable. Salió hacia Green Hills al anochecer. Elizabeth en persona, y no un criado le abrió la puerta. Ella lo miró en silencio; sus tersas mejillas se sonrojaron y haciéndose a un lado cerró la puerta tras él. Lo acompañó hasta la sala y una vez allí, le preguntó:
—¿Le agradaría una copa de vino, Joseph? ¿Ha cenado?
Era tarde, y la servidumbre se había retirado a sus aposentos del cuarto piso.
—Para decirle la verdad, Elizabeth —manifestó él con sincera sorpresa—, no sé si he «cenado» o no. Vine en un tren regular, ya que están reparando mi vagón. Voy a permanecer en Green Hills sólo esta noche. Tengo que tratar con usted de un negocio.
Al instante supo que él todavía no había ido a la casa Hennessey, y sintió una extraña y anhelante excitación, una excitación que no recordaba haber alentado. Dijo:
—Vayamos a la sala de desayuno y veré yo misma lo que hay en la despensa; me desagrada molestar a los sirvientes que han trabajado duramente todo el día.
Esta consideración hacia sirvientes u otros prójimos le pareció excepcional a Joseph. La siguió hasta el cuarto mañanero; recordaba que había sido decorado ostentosamente por Bernadette, con exceso de dorados y tallas en los muebles y pesados cortinados de seda. Ahora parecía más espacioso ya que había menos muebles, y eran más sencillos y elegantes. El tapizado era gris y azul con un toque de rosa, y los ventanales se abrían sobre jardines floridos. Había perfume no solamente a rosas, sino a azucenas, hierba fresca y aire. (Bernadette creía que el «aire nocturno» era peligroso y por ello entraba muy poco en la mansión Hennessey, aun durante el verano). Elizabeth pintaba acuarelas, y las paredes de seda gris irradiaban brillantes matices de flores silvestres, helechos y agua, en estrechos marcos de madera; algo excepcionalmente nuevo para Joseph, habituado a los marcos enormes y dorados. Estudió los cuadros mientras esperaba a su anfitriona, y quedó impresionado por el gusto sobrio de ella, tan similar al suyo. Notó que la habitual rigidez de su cuello y hombros, se relajaba. La casa estaba en pleno silencio, aunque visitada por las brisas, y podía oír el susurro de las hojas de los árboles.
Elizabeth regresó con una gran bandeja de plata en la que había pollo, vino, una ensalada, pan moreno, mantequilla y un vasito con mostaza amarilla. Colocó un mantel blanco y un brillante juego de plata sobre la pequeña mesa ovalada. No hablaba. Esto, en sí mismo, era refrescante para Joseph, que no oía otra cosa que voces durante todo el día, por todas partes. Estudió a Elizabeth, en su blanco vestido salpicado de pequeñas violetas y hojitas verdes; su claro cabello rubio brillaba a la luz del candelabro, su semblante estaba sereno y tan delicadamente reservado como siempre. Notó que su cintura era muy esbelta, su busto exquisitamente turgente, sus manos hábiles, ligeras y muy airosas. Su perfil parecía haber sido tallado en mármol.
Hacía tiempo que no sabía lo que era tener apetito. Su indiferencia por la comida no había disminuido. Sin embargo, de pronto sintió hambre y se sentó a la mesa; Elizabeth se sentó cerca de él, con las manos cruzadas sobre el regazo, observándolo. No advirtió la pasión en los ojos femeninos, ni se dio cuenta de que las manos, supuestamente descansando, estaban fuertemente entrelazadas. Cuando él levantaba la vista, ella ostentaba su fría sonrisa y seguía sin decir nada. La casa estaba poblada del blando suspiro del aire, el aroma de los jardines y el susurro de los árboles. No había nada más.
Ella sirvió vino en dos copas; una para ella y una para Joseph. Nunca le había gustado mucho el vino, pero, de pronto, aquél le pareció delicioso y repentinamente embriagador. Se reclinó en la silla y por primera vez miró fijamente el semblante de Elizabeth.
Se disponía a hablar, pero de pronto sintió por ella un deseo que nunca había experimentado por ninguna otra mujer, un deseo tan ardiente, tan intenso y tan tierno, que no supo explicarlo. Solamente podía pensar en lo muy femenina que era ella, en la inteligencia que revelaba su rostro, en la exquisitez de su blanca garganta y en cuánta claridad verde había en sus ojos. Le parecía increíble que una mujer así, tan patricia, pudiera haber amado al tosco Tom Hennessey.
Mientras Elizabeth lo miraba serenamente, supo, con absoluta certeza, que él la amaba aunque todavía no lo supiera ni él mismo, y que era posible que él la amara desde hacía tiempo. Lo sabía todo acerca de Joseph. Tom Hennessey se lo había contado, con envidia y afán de ridiculizar, y ella había averiguado mucho desde que fue a vivir en la casa Hennessey. Ahora se dijo a sí misma: «Lo que sentí por Tom no fue nada comparado con lo que siento y he sentido por este hombre durante mucho tiempo. Aquello fue solamente una infatuación[25] de muchacha. Esto es amor, el amor de una mujer madura por un hombre. Éste es el hombre que siempre he deseado».
Observó sus manos, su rostro, sus ojos, su rojizo cabello agrisándose, la enjuta fuerza de su cuerpo, y sintió el poder en él, una clase de potencia distinta de la que había poseído Tom. Era una potencia invulnerable. Recordaba lo que Tom había dicho de él y algo se removía en ella como ante una lascivia expresada con palabras. Tom, lo mismo que su hija, había sido un mentiroso. Al traicionar a Bernadette, no experimentaba sensación alguna, ni tomaba en consideración ninguna restricción social. Bernadette ya no existía para ella.
Saborearon el vino juntos, en hondo y elocuente silencio, y escucharon los rumores de la noche, el repentino grito de una lechuza y el soñoliento lamento de un pájaro. La tensión en la sala se acrecentó, se hizo dulcemente insoportable, y los objetos que los rodeaban adquirieron mayor relieve, como si poseyeran vida propia. La luz de las velas y sus doradas sombras alentaban con vida.
Entonces, espontáneamente, Elizabeth se puso en pie, Joseph también se levantó. Ella le tendió la mano, como una niña. Sopló las velas y una suave penumbra cubrió la sala. Tomados de la mano, como jóvenes enamorados, subieron juntos a la alcoba de ella.
Joseph despertó al amanecer, cuando la alborada verdiazul se enmarcaba en las ventanas. Vio a Elizabeth a su lado, en el blanco lecho, y su primera sensación fue la de una paz que nunca había conocido antes, de plena satisfacción y asombrado gozo. Vio su claro cabello en las almohadas, su misterioso rostro durmiente, la juvenil redondez erguida de sus pechos. Tomó suavemente un mechón de sus cabellos y lo besó. Nunca lo había hecho con ninguna mujer. Su cabellera era cálida y fragante contra su boca. La besó en el hombro.
Ella se movió hasta quedar entre sus brazos y dijo:
—Te amo.
Pero no pudo responder con las mismas palabras porque no se las había dicho nunca a una mujer. Tardó tres meses en poder decirlo sin sentirse absurdo ni molesto; entonces supo que era verdad. Por primera vez en su vida conocía la dicha sin temor: el goce total, un goce sin escepticismo, inquietud ni duda. Supo lo que era amar a una mujer, no sólo con éxtasis sensual, sino con su pensamiento y todo su ser. Nunca hubiera creído que fuera posible.
Tres meses después, en el pequeño pero lujoso hotel de Nueva York, donde se reunían con frecuencia, le dijo:
—Me divorciaré de Bernadette y nos casaremos.
—Tienes tres hijos, uno es apenas un chiquillo; también tengo un hijo. Ambos somos católicos y tenemos obligaciones.
Por primera vez Joseph se enojó con ella. Dijo ásperamente:
—No te importó cometer adulterio conmigo, y creo que esto también es contrario a tu religión.
Elizabeth lo miró gravemente y dijo:
—En cierto modo, creo que ninguno de los dos estamos incurriendo en adulterio. Nuestros matrimonios sí fueron adúlteros, y de la peor clase.
Todavía con aspereza, le preguntó:
—¿Y qué hubo con Tom Hennessey? Lo quisiste, ¿no?
Ella sonrió con picardía.
—Yo era joven y él me sedujo. Yo te seduje a ti. ¡En cierto modo, esto es muy distinto!
—Puede que sea lógico —opinó Joseph—, pero es complicadamente teológico.
Los meses y años que siguieron —plenos de luminosidad— le parecieron increíbles. Siempre se había sentido viejo, endurecido, oprimido; ahora sabía lo que era sentirse joven, suelto y casi libre. Era una sensación ambigua, matizada de vulnerabilidad y hasta de un leve temor, a veces, como si ya no fuera dueño de sí mismo, de su propia fortaleza, de su propia invencibilidad.
Nunca había sabido lo que era confiar plenamente, pero ahora confiaba en Elizabeth y esto lo conturbaba a menudo. En los primeros años pensaba que, después de todo, ella era una mujer, era otro ser humano y la humanidad era caprichosa, versátil propensa a la traición. Luego, con el paso del tiempo, se sintió menos receloso de confiar en Elizabeth, y llegó a confiar en ella plenamente, sin la menor reserva. Para él, ella representaba una paradoja: una mujer inteligente. Se sorprendía al hablar con ella, no sólo humorísticamente y hasta con cierto tono burlón —que le asombró como si fuera un idioma nuevo—, sino también al revelarle algunos aspectos de sus negocios.
También le sorprendía su sutileza, su rapidez de percepción, su sentido común, sus súbitas inspiraciones, su agudo entendimiento en materias intrincadas y sus comentarios. Ella nunca parecía escandalizarse por las cosas que él le revelaba. Lo escuchaba con gravedad, y si experimentaba objeciones las declaraba en voz alta y, para su deleite, a veces él las encontraba prácticas.
Una vez exclamó él:
—¡Hay momentos en que me cuesta creer que eres una mujer!
A lo que Elizabeth replicó suavemente:
—Nunca creí que la inteligencia fuera una cuestión de sexo, aunque este error esté muy generalizado.
En otra ocasión, él dijo:
—Elizabeth, eres todo un gran señor.
Y ella sonrió. Tales palabras en boca de Joseph, eran el más delicado de los requiebros. Pensó: «Cariño mío, eres el hombre que he estado esperando toda mi vida. Fuimos afortunados al damos cuenta».
Elizabeth constituía para Joseph un interminable y fascinante cúmulo de descubrimientos. Él solía decirle que tenía mil rostros, y que era mil mujeres distintas. Ella compartía su amor por la música. Su propio conocimiento del arte era más clásico, ya que lo había adquirido en colegios, pero también ella descubría distintos hombres en Joseph. A veces lo acompañaba a la Academia de Música de Nueva York; entonces, la sensibilidad y el embeleso que él experimentaba, la conmovía, casi hasta las lágrimas. Su biblioteca, repleta de libros que él compraba y leía constantemente, despertaba en ella respeto y admiración. Él tenía escasa formación clásica, como él mismo decía, pero era un hombre extremadamente educado y no un «bruto ávido de dinero» como le llamaba el padre de ella. Descubrió que él tenía una sensibilidad que mantenía cuidadosamente oculta, como si fuera un secreto vergonzoso y un aspecto vulnerable de su persona. Bernadette le había contado, mofándose, lo referente a Sean y Regina, y Elizabeth adivinaba que Joseph nunca perdonaría, ni olvidaría ni se recuperaría de su íntima pesadumbre.
Ella le dio, una vez más, una motivación para vivir. Se encontró gozando de la vida, casi en contra de su voluntad, y hallando placer donde nunca había sabido que existía. Su acceso al mundo espiritual de ella fue cauteloso, dubitativo, a veces irónico, pero finalmente penetró en él y lo encontró fascinante. Sus impulsos de suicidio se hicieron cada vez menos frecuentes, y últimamente sentía este apremio una o dos veces al año, cuando estaba lejos de Elizabeth por más tiempo del que deseaba. Todavía era sombrío, receloso y reservado con los demás; con el transcurso de los años fue modificando su actitud y su primera impresión de los desconocidos era cada vez menos prejuiciosa.
Por inconsciente que fuera, la influencia de Elizabeth era lo que lo volvía más afable. Él solamente sabía que la amaba y que sin ella su vida volvería a ensombrecerse.
Bernadette, que hacía largo tiempo presentía las infidelidades de su marido —y además lanzaba indirectas socarronas sobre sus amigas de Filadelfia y Nueva York—, no descubrió la relación amorosa de Joseph con Elizabeth hasta cinco años después.
Con frecuencia iba de compras a Nueva York con una o dos amigas, y pernoctaban en el Hotel Quinta Avenida, donde Joseph tenía reservadas habitaciones permanentemente. A ella le gustaba el estrépito de la ciudad, y la pestilencia y humareda de las fábricas no le molestaban; además podía visitar sus tiendas y joyerías favoritas. Habitualmente iba a Nueva York cuando Joseph se hallaba ausente de Green Hills, porque cuando él estaba «en el hogar» no podía soportar estar fuera.
Caminaba alegremente con una amiga, chismorreando, cuando llegaron a una esquina ruidosa y atiborrada de tráfico. Trataron de abrirse paso entre la gente y los vehículos; mientras lo hacían, Bernadette lanzó una mirada casual hacia su derecha y vio un carruaje cerrado, casi al alcance de su enguantada mano. Se irguió, tensa e inmóvil, con los ojos desorbitados, asombrada, sintiendo un impacto en su pecho como un golpe mortífero.
Allí estaban, dentro del vehículo, Joseph y Elizabeth. Reían, y Bernadette, en su asombro, pensó que nunca había visto a Joseph reír así. El semblante habitualmente sosegado de Elizabeth estaba incandescente, su expresión era risueña y lucía maravillosamente bonita y vivaz; sus mejillas estaban sonrosadas y sus verdes ojos brillaban. Joseph tomó una de sus manos y súbitamente la alzó hasta sus labios, besándola; ella fingió escandalizarse y rió. Su rostro era el de una mujer arrebatadamente enamorada, y el de Joseph, pese a la rigidez y surcos de sus facciones, era el rostro de un amante. Un rostro totalmente desconocido para Bernadette. Nunca lo había visto tan alegre y despreocupado.
—¿Qué hacemos aquí paradas? —dijo la amiga de Bernadette—. Pareces clavada en la acera, querida. Vamos.
Aturdida, moviéndose con la inseguridad de una anciana, Bernadette obedeció. Se sentía débil, exhausta, como si estuviera desangrándose mortalmente, y un malestar y una angustia que nunca había experimentado, oprimían ahora su pecho. Afortunadamente, su amiga seguía charlando y Bernadette, con los ojos enturbiados por un velo doliente, miró hacia atrás. El vehículo cruzó la bocacalle y se detuvo ante el umbral de un pequeño y lujoso hotel de la esquina. Joseph y Elizabeth estaban apeándose del carruaje. Galantemente, aunque con cierta rigidez, Joseph la ayudó y la sostuvo brevemente entre sus brazos, mientras ella descendía. Ella alzó la mirada, con el semblante trémulo de amor y deseo, y él estuvo a punto de besarla. Después entraron juntos en el hotel.
—Pero mujer, ¿qué pasa ahora? —dijo la amiga de Bernadette, enojada—. Tienes aspecto de moribunda. Toma mis sales aromáticas, pero vayamos al escaparate. La gente nos está mirando. ¿Estás mareada? Bueno, hay que reconocer que el día es caluroso para ser otoño, ¿verdad?
En la turbación de su enorme sufrimiento Bernadette se oyó a sí misma diciendo:
—Me ha parecido ver… a alguien… que conozco, entrando en aquel hotel. Se parecía… a Joseph. Quizás esté alojándose allí, lo cual es muy desacostumbrado en él. ¿Te importaría que fuese a averiguar?
—En absoluto —dijo su amiga, que de pronto había descubierto un sombrero en un escaparate—. Entraré en esta tienda y te esperaré. Pero ¿por qué crees que tu marido está aquí? ¿No está en sus oficinas de Filadelfia?
—También tiene mucho trabajo en Nueva York —dijo Bernadette.
Al separarse de su amiga, sintió un sofocante dolor en la garganta. Entró en el hotel. Había una pequeña sala de recepción que sugería discreto lujo y aún más discreta intimidad. Un gerente y un recepcionista de levita Príncipe Albert, se erguían tras el mostrador. Mientras se dirigía hacia ellos, Bernadette tomó consciencia repentinamente de su gordura y sus achaques. La observaban cortésmente, aunque con curiosidad, porque las señoras no entraban a los hoteles sin compañía y Bernadette era obviamente una señora aunque algo tosca, a pesar del vestido de Worth, la esclavina de marta cebellina, su caro sombrero de terciopelo negro y sus joyas.
Tenía la garganta y la boca tan resecas que le quemaban como una piedra bajo el ardiente sol del verano. Sentía los labios hinchados; trató de humedecerlos y forzó una sonrisa.
—Perdón, pero creo haber visto a… mi hermano… entrar recién con su… esposa. Yo… no sabía que estaban en la ciudad.
—¿El apellido, señora? —preguntó el gerente que exhibía un espléndido par de patillas.
—Señor Armagh —dijo Bernadette.
El gerente consultó el libro de registro y meneó la cabeza lamentándose.
—El nombre me parece familiar, pero no hay ningún señor y señora Armagh inscritos. ¿Está segura que los vio entrar, señora?
—Sí, estoy segura. Hace sólo un instante. Por favor —y Bernadette le dedicó una conmovedora sonrisa—. Por favor.
El gerente la examinó con ojos sigilosos. Cerró el libro.
—Lo lamentó, señora. Debe estar equivocada.
—Pero… la señora y el caballero que acaban de entrar…
—Debe estar en un error, señora. Nadie ha entrado aquí desde hace más de media hora.
Bernadette le miró fijamente y él devolvió la mirada, como un basilisco. Entonces ella se volvió, abandonando el recibidor; salió de nuevo a la calle, miró a su alrededor con ojos vidriosos, y durante varios minutos no supo dónde estaba ni por qué estaba ahí. La gente la empujaba. Un par de transeúntes imprecaron. Ella no veía ni oía nada. La cogieron del brazo; era su amiga, que dijo:
—El sombrero no me favorecía en absoluto. ¡Bernadette! ¿Qué te ocurre? ¿Estás indispuesta?
—Sí, lo estoy —musitó Bernadette, y miró a su amiga con ojos tan atormentados, que aquélla se asustó—. Quiero ir al hotel. Debo… debo acostarme. Me parece que sufrí un ataque de alguna clase…
No regresó en dos días a Green Hills, imposibilitada de moverse de la cama del hotel. Su amiga llamó a un médico; éste dijo que posiblemente estuviera experimentando los primeros síntomas de un acceso de apoplejía.
Si Joseph hubiese muerto, ella no habría sufrido más tormentos, dolores agotadores ni tantas incertidumbres. Sus otras infidelidades, aunque la humillaron, no le resultaron tan difíciles de perdonar. Los caballeros son caballeros, tal como su propio padre le había enseñado a través de su propia conducta. Pero los caballeros, aunque pudieran retozar ocasionalmente con otras mujeres y encontrarlas placenteras, seguían amando a sus esposas, pero no a las otras mujeres. Eran simples caprichos pasajeros, atracciones de paso. Por lo tanto, no eran muy importantes, no lo bastante importantes como para suponer una amenaza para una esposa.
Pero Bernadette había visto los rostros de Elizabeth y Joseph; ahora sabía que estaban enamorados y, en cierto modo, adivinaba que eran amantes desde hacía mucho tiempo. Aquello no era una pasajera frivolidad de Joseph. No estaba «jugueteando» con Elizabeth. La amaba. Ella, en correspondencia, lo contemplaba con adoración. Habían entrado en el hotel seduciéndose mutuamente, ella aferrada a él, y él inclinando la cabeza para oír mejor lo que ella decía.
De pronto Bernadette oyó el clamor en su mente: «¡Incesto!». Evidentemente era incesto vil, intolerable, inmundo, más allá de toda imaginación. Un hombre con la mujer que era la viuda de su padre político. Era una aberración. Intolerable.
Pero Bernadette sabía que tendría que tolerarlo. El poderoso instinto del amor le hizo comprender que una sola palabra que pronunciara, haría que Joseph la abandonase finalmente y para siempre, y ella nunca más volvería a verlo. Una sola palabra a Elizabeth daría el mismo resultado. Nada podría separarlos, ni el escándalo público, ni la condena pública ni, probablemente, ninguna sanción legal. Bernadette lo sabía por intuición y natural sagacidad. Comenzó a vivir con el temor de que su propio genio, su mismo pesar y su dolor la impulsarían a hablar por distracción, y por tal motivo vigilaba cuidadosamente sus palabras al hablar con Joseph.
Ella evitaba a Elizabeth y aunque fueran vecinas ambas se las arreglaban para no verse más de una o dos veces al año, y si por casualidad se veían a cierta distancia, fingían no darse cuenta. En los últimos años habían intercambiado apenas dos o tres frases fríamente corteses. Ahora Bernadette huía a refugiarse dentro de su casa apenas veía un lejano ondular de faldas que podían ser las de Elizabeth.
—¡Ah, Dios mío! —solía murmurar a solas—. Si hubiera sido cualquiera, cualquier otra, ¡menos esta mujer!, lo habría podido soportar.
Bernadette odiaba a Elizabeth hacía tiempo. Pero ahora la odiaba con una fiereza tal, que era como un fuego inextinguible que ardía dentro de ella. Hacia su marido sólo podía sentir un amor que crecía irremediablemente su convicción de que algún día él la amaría en justa correspondencia. Por último se persuadió a sí misma de que, dado que Elizabeth era una «mujer ligera», Joseph algún día se cansaría de ella. Las frívolas casquivanas no conservaban por mucho tiempo la atención de los caballeros.
Hasta el fin de su vida no cesó de manifestar:
—Mi esposo nunca miró, siquiera, a otra mujer que no fuera yo. Se dedicó por entero, siempre, a mí. En cuanto a mis sentimientos, yo no viví para nadie más que él. Nuestra vida juntos fue un idilio.