Un compañero de clase le dijo a Rory Armagh:
—Tu padre es simplemente un dueño de prostíbulos.
Replicó Rory:
—Y tu abuelo era un beato negrero puritano, que bautizaba y bendecía a míseros salvajes para llevarlos briosamente a la esclavitud, aunque era contra la ley. ¡Nada como unas cuantas plegarias para quedarse tan tranquilo camino del Banco!
—Ya, ya —se burló el otro joven—. Pero por lo menos mi padre no se acuesta con su madre política.
Rory, el jovial y alegre, había vapuleado a su oponente con un salvajismo frenético que nunca, en toda su vigorosa vida, había desplegado. Fue inmediatamente expulsado y regresó a Green Hills. Su padre, en Filadelfia, recibió una carta ceremoniosa del director del colegio:
Lamento informarle, señor, que su hijo, Rory Daniel Armagh, ha sido expulsado de este colegio a causa de una violenta y no provocada agresión de que hizo objeto al joven Anthony Masters durante la hora de recreación el día 12 de abril corriente. El señor Masters ha sido internado en la enfermería con diversas lesiones y magulladuras —un brazo fracturado con desorden funcional— y su estado es grave. Es creencia general que no estará en condiciones de regresar a sus clases por varias semanas. El señor Burney Masters, de Boston, que es un venerado y distinguido miembro de los círculos de buen tono de Boston, está muy encolerizado con referencia a este brutal castigo infligido a su hijo y está considerando proceder a una acción legal. Se debe únicamente a mis ruegos e insistencias el que demore tal acción reteniéndola bajo la asesoría de sus abogados, firma de la notable importancia de McDermott, Lindsay, Horace y Witherspoon. He de tener en consideración el buen nombre de nuestro colegio, ya que esta incalificable agresión pone en entredicho la reputación de nuestra institución, y se suscitarán discusiones entre padres que repercutirán sobre el colegio. Esto es triste ya que muchos de nuestros graduados han prosperado en carreras de distinción en cargos públicos y negocios y, hasta ahora, nunca se había producido tal clase de incidente.
Es muy desafortunado que el joven señor Armagh sea expulsado solamente dos meses antes de su graduación en el colegio, pero él promovió este contratiempo y nadie más. Lamento que no podamos recomendarle, como estaba planeado, a la Universidad de Harvard, ni a la de Yale o Princeton, ni a ninguna otra institución de fama y erudición, a pesar de las calificaciones escolásticas del señor Armagh que hasta ahora superaban a todas las demás. Nadie deplora este suceso con mayor sentimiento que yo, su respetuoso servidor,
Geoffrey L. D. Armstead.
Joseph regresó de inmediato a Green Hills, con Charles Deveraux. Experimentaba una fría cólera tanto contra su hijo como contra el señor Armstead, que no era ni mucho menos de su agrado. En el tren, dijo Joseph:
—¡Este condenado viejo bastardo altanero! ¡Tartufo puritano remilgado! ¡Tuve que pagar dos veces la tarifa para conseguir que este maldito Rory fuera inscrito en este colegio, entre los gallardos retoños de Boston, Nueva York y Filadelfia, según palabras textuales de Armstead, y ahora fíjate lo que ha hecho! Arruinarse y desgraciarse él mismo, además de humillarme.
—Oigamos primero el relato por boca del propio Rory —dijo Charles—. Conozco algo a Armstead. Aparecía por Harvard cuando estudié allí, a tés y festejos con su esposa, que es una pequeña y renegrida gallina semejando una mujer, aunque de muy noble prosapia, como ella misma no se abstiene de hacer constar. Forman una pareja muy avenida.
—Naturalmente, ya sé que Rory cuenta con tu favoritismo —dijo Joseph asestando una mirada de enojo a su secretario—. Si hubiese asesinado al joven Masters sabrías hallar alguna disculpa para él. —Se pasó los flacos dedos por entre su espeso cabello rojo y blanco, y la implacable expresión que todos temían se encajó en su rostro—. ¿Qué podemos hacer para arruinar a Armstead?
Charles dedicó una larga meditación al asunto.
—No es hombre de negocios. Fortuna heredada, familia antigua, inversiones sólidas, casado con heredera de rica familia del mismo calibre. No tiene antecedentes políticos ni alterna con políticos. Naturalmente, siempre hay algo, como hemos descubierto en el pasado. Pero esto requeriría tiempo, y Rory dispone solamente de siete semanas para la obtención del grado. Debemos ocuparnos de inmediato para que sea readmitido. Lo único que podemos hacer, si existe alguna posibilidad, es presionar a Burney Masters, el padre, para que obligue a su hijo a presentar públicamente excusas, retirar sus acusaciones y lograr que Rory sea readmitido inmediatamente. Armstead no le puede negar nada a Masters; él es exalumno de este colegio y financia becas.
—Burney Masters —dijo Joseph, frunciendo el ceño—. ¿No se presentó contra el alcalde irlandés de Boston y perdió?
Charles sonrió. Sacó su lápiz y libreta de anotaciones.
—Así fue. ¿Y el alcalde no es amigo suyo? ¿No contribuyó usted a los gastos de su campaña? Parece ser, si no recuerdo mal, que Masters se presentó sobre una base de reformas; durante la campaña dijo algunas cosas poco amables sobre los irlandeses de Boston. No es que esto nos pueda favorecer, sin embargo. Dadas las circunstancias, fue un milagro que el alcalde actual fuera elegido. No es precisamente él quien puede ejercer presión sobre Armstead; éste lo desprecia. Creo que el sentimiento es mutuo.
Charles se reclinó en el cómodo sillón del vagón particular de Joseph y cerró sus ojos grises para pensar. Joseph aguardó. Por fin, Charles dijo con voz satisfecha:
—Señor Armagh, creo que hay algo a nuestro favor. Recordará que todas las probabilidades estaban a favor de la elección de Masters y en contra del actual alcalde. Masters llevó a cabo una campaña fuerte y decidida —es un elocuente orador—. Colocó dinero propio en esta campaña, contando con el respaldo de toda la gente elegante y acomodada. El actual alcalde era demasiado pintoresco —y demasiado irlandés— como para resultar eficaz, salvo entre los suyos. Su manía de bailar una breve jiga y cantar una o dos baladas irlandesas en el estrado no reforzó su reputación entre los legítimos bostonianos, aunque los suyos le aplaudieran con entusiasmo. Masters no sólo lo aventajaba en futuros votos —de acuerdo a los periódicos de Boston—, sino que su dignidad y presencia, como lo calificaban, «presagiaba buenos augurios para una administración que no sería corrompida, como la precedente, sino de la cual los bostonianos podrían sentirse orgullosos como ciudadanos de una honorable capital».
Charles movió su lápiz como una batuta.
—Y entonces, durante las tres últimas semanas de la campaña, ocurrió algo. Masters hizo cada vez menos apariciones públicas. Sus discursos fueron haciéndose cada vez más débiles y reprimidos y menos peyorativos. Parecía haber perdido valor. No hizo aparición alguna durante la última semana, y se negó a ser entrevistado por los periodistas excepto para efectuar una blanda proclama a favor de su elección. Sus carteles desaparecieron. Sus partidarios ya no realizaron más visitas de casa en casa. No hubo más boletines sobre sus principales proyectos. No cabe duda que todo esto resulta altamente interesante. Me pregunto qué le pasaría a Masters.
—También yo sentí cierta intriga en ese momento —dijo Joseph, sentándose erguido en el sillón y mirando a Charles con interés—. Le pregunté al Viejo Almíbar, como le llamábamos, y se limitó a sonreír, con esa peculiar mueca irlandesa de esfinge que solamente saben ostentar los irlandeses cuando «tienen algo husmeado en las narices» que prefieren no hacer público. Por consiguiente, él dominaba a Masters. Tuvo que ser realmente importante. Charles, mándale un telegrama en mi nombre esta misma noche y llévale una carta mía mañana.
—Es un tipo marrullero —dijo Charles—. Quiere ser gobernador, y no hará nada, ni siquiera por usted, que pueda sabotear sus ambiciones.
—Pero yo conozco algo muy letal referente a Viejo Almíbar —dijo Joseph con complacencia—. Si quiere ser gobernador preferirá no tenerme como enemigo. Creo que hemos resuelto el problema. Mientras, yo bregaré por Rory.
—Con equidad y moderación, deseo y espero —dijo Charles. Y esta vez Joseph sonrió levemente.
Los dos hombres fueron recibidos por una gemebunda[23] Bernadette que exclamó inmediatamente:
—¡Tu hijo! ¡Nos ha desgraciado para siempre jamás! ¡Y yo que era tan amiga de Emma Masters, que rige la sociedad de Boston, y éramos recibidos casi en todas partes en Boston! También los Armstead fueron amables con nosotros en más de una ocasión. Ahora seremos proscritos en Boston, humillados, ignorados y desairados; todo debido al genio extravagante, perverso y violento de tu hijo… ¡atacando a un refinado caballero como el joven Masters!
Sólo Charles vio que ella sentía un considerable regocijo secreto por este episodio, ya que creía que Rory dejaría de ser querido por su padre y en consecuencia ya no sería su rival. Joseph la miró ferozmente y dijo:
—Los refinados caballeros jóvenes no provocan ataques. Estaré en mi estudio. Que Rory vaya allá inmediatamente.
—Si no lo castigas severamente faltarás a tu deber, Joe —dijo Bernadette, algo desanimada por la recepción de Joseph a su queja—. Y pensar que se hubiera graduado en ese distinguido colegio en junio, con todos los honores, y ahora solamente será aceptado en instituciones de lo más inferior, y no será admitido en Harvard, ¡han arruinado su porvenir!
—Envíame a Rory —dijo Joseph, alejándose abruptamente.
Charles lo acompañó y cuando estuvieron en las habitaciones de Joseph éste incubaba nuevamente una fría cólera contra su hijo, ya que por su culpa había tenido que posponer importantes negocios en Filadelfia.
Rory, pulcramente vestido y esplendorosamente guapo, como siempre, a pesar de un impresionante ojo amoratado, acudió inmediatamente al estudio. Ostentaba una curiosa expresión de reserva y tensión, como su padre; pero Charles nunca la había visto antes en la cara del muchacho, habitualmente franca, chispeante y alegre.
Joseph lo hizo permanecer de pie ante él como un penitente. Dijo:
—Así que mi hijo es un jactancioso y agresivo haragán, ¿no? Sin pensarlo ni un instante intenta destruir su propio futuro, que ya le ha costado a su padre una buena cantidad. ¿Qué tienes que alegar en tu descargo?
Rory evitó la mirada de sus cínicos ojos azules y dijo:
—Él… te insultó.
Charles estaba detrás de la silla de Joseph y trató de captar la mirada del joven de diecisiete años, pero no lo logró. Había una terca crispación en la boca habitualmente risueña de Rory.
—Al parecer —dijo Joseph— éste es un sentimiento muy bonito. Proteger el honor de tu padre. Escucha, Rory, yo nunca te he ocultado mis actividades. Te he explicado numerosas veces que los hombres de negocios no se preocupan si las actividades son legales o ilegales, mientras no atraigan la atención, en exceso, de la justicia, y aun esto puede ser superado. Los negocios son los negocios, como se repite constantemente. No tienen ética particular. Tienen solamente una norma: ¿tendrá éxito o no lo que se emprende? No pertenecemos al Ejército de Salvación ni a las Brigadas de Moralidad. Luchamos con un mundo duro y exigente, y por ello hemos de ser también duros y exigentes, si no queremos ir a la ruina. Todo esto te lo he explicado a menudo, y creía que lo habías comprendido.
Hizo una pausa mirando a Rory, pero, con rara terquedad, éste contemplaba sus pies. No parecía desafiante, o rebelde, como muchos jóvenes cuando son reprendidos por su padre. Tenía el aspecto de quien protege a alguien o un secreto. Sin embargo, solamente Charles lo percibió; no así Joseph, que seguía encolerizado.
—Te calificó… de mala manera —dijo Rory.
Se tensaron más las facciones de Joseph.
—Rory, he sido calificado con todos los epítetos que puedas imaginarte y muchos más. Algunos los he merecido; otros no. Para mí carece de importancia y no debería ser importante para ti. También en el futuro te colocarán calificativos. Si eres sensible a la opinión ajena entonces será mejor que te emplees de aprendiz en una de mis oficinas, o enseñes en una escuela de campo, o pongas una tienda. Ahora, Rory, vamos a dejar a un lado toda esta majadería. Haré cuanto pueda para que seas readmitido. Creo que es posible.
Sin mirar a su padre, contestó Rory:
—Mis notas son lo bastante altas para que no me sea necesario volver a ese colegio. Sobresalí en todas las materias. Ni siquiera hubiese tenido que pasar el último examen. Bastaban mis calificaciones. El viejo Armstead lo sabe. Se comporta malignamente, porque te odia a ti, padre, y a mí… porque somos irlandeses. Él haría lo que fuera con tal de molestarte. Recordarás cómo se opuso a mi ingreso en su maldito y estúpido colegio —el muchacho se sonrojó mirando a su padre con enojo que igualaba al suyo—. ¡Me ofende que tuvieras que pagar el doble para conseguir que me admitiesen!
—¿Quién te lo dijo? —preguntó Joseph incisivamente.
—El propio Armstead, con su clásica malevolencia saliveante, hace cuatro días.
Joseph y Charles intercambiaron una ojeada.
—¡Si no puedo abrirme paso por mis propios méritos en cualquier maldito colegio, entonces no me interesa! —exclamó Rory más sonrojado—. ¡No quiero que me mortifiquen más!
La entonación de Joseph era más afable al decir:
—Has de afrontar los hechos de la vida, Rory, y no me agrada que comiences a ser altivo. Soporta humillaciones, pero aguarda el tiempo necesario para tu desquite, y nunca olvides ni perdones. Siempre llegará el día en que puedas cobrarte. Lo sé. Pero en cuanto un hombre empieza a ser altivo inicia la senda de su derrota. Soportar es un modo de luchar, y si no lucha, entonces es mejor que se escurra con el rabo entre las piernas. Ésta es la ley de la vida ¿y quién eres tú para pretender desafiarla ni alterarla?
Charles intervino:
—Todo hombre tiene que soportar desaires por una u otra cosa, Rory. Tiene que adquirir sus compromisos aunque sin debilidad. Si puede ocultar algo de sí mismo que resulte injurioso, entonces debe hacerlo. Si no tiene nada grave de que avergonzarse y es calumniado, entonces debe luchar.
Rory simpatizaba extremadamente con Charles, pero ahora le dijo con amargura:
—Esto está muy bien para usted, Charles, ya que es un Deveraux de Virginia, y nadie puede señalar con el dedo a sus padres o a usted mismo.
Hubo un repentino y largo silencio. Charles miró de nuevo a Joseph que negó terminante con la cabeza. Pero Charles aspiró profundamente y dijo:
—Estás equivocado, Rory. Yo desciendo de negros.
Rory miró boquiabierto a Charles, hasta que gritó incrédulo:
—¿Cómo, qué?
Charles asintió amistosamente con una sonrisa:
—Mi madre era también una Deveraux, por sangre, pero nació esclava, y yo nací ilegítimo, hasta que ella se casó con mi padre.
Rory contemplaba, con los ojos desorbitados, el cabello amarillo de Charles, sus afiladas facciones y sus ojos grises. Parecía en el colmo del estupor.
—Rory —dijo Charles—, si alguien me preguntase si soy de raza negra, le diría que sí, ya que no siento que sea una desgracia ni una inferioridad. Pero es asunto mío, mi secreto, y no le importa a nadie más. Ante la Divinidad…, no existe color ni raza. Hay solamente hombres. Pero el mundo desconoce esta realidad, y por consiguiente un hombre ha de protegerse a sí mismo contra la inmerecida malicia y crueldad. Guarda para sí cualquier secreto que pueda perjudicarlo.
Joseph estaba conmovido como rara vez había estado hasta entonces. Que el orgulloso Charles Deveraux se arriesgase a decirle a un muchacho de diecisiete años un secreto tan peligroso, le revelaba a Joseph, más que ningún otro detalle, la lealtad de Charles hacia él y su adhesión a su familia. Joseph no era un hombre expresivo. Se limitó a colocar brevemente su mano en el brazo de Charles con leve presión.
Rory seguía mirando asombrado a Charles, y ahora la pétrea dureza de su juvenil semblante se suavizó.
—Caramba —silabeó casi en un susurro, pensativo. Y añadió—: Me gustaría llegar a ser tan hombre como usted, Charles.
—Lo serás. Supongo que el joven Masters no solamente llamó a tu padre irlandés de tal-y-cual-cosa, sino que dijo algo más acerca de él.
—Sí —admitió Rory, tras una pausa.
—No puede ser muy importante —dijo Joseph—. ¿Qué fue, Rory?
Rory volvió a encerrarse en mutismo, mirándose de nuevo los zapatos. Y el denso sonrojo había vuelto a su cara.
—¿Bien, qué fue? —inquirió Joseph, impaciente.
—No puedo decírtelo, padre.
—¿Tan desagradable es? —ironizó Joseph.
—Para mí, lo es —dijo Rory.
—Diablos, muchacho, no seas necio. Sabes bien lo que soy. Nunca he pretendido ser algo distinto de lo que soy. Nunca oculté nada, aunque tampoco lo proclamé por los tejados. Me tiene sin cuidado la opinión de la gente, y debes imitarme.
—Supongamos, señor Armagh —intervino Charles— que dejamos a Rory guardar su secretillo. Más tarde, él mismo se reirá de ello. Todo hombre tiene derecho a poseer un secretillo propio, ¿no es así, Rory?
—Quizás mi padre no desea que esto sea conocido o que se hable acerca de ello —dijo Rory mirando a su padre con un cariño tan conmovedor, que impresionó a Charles. Pero Joseph sentía tanta curiosidad que no advirtió la emoción en los ojos de su hijo.
—Si el joven Masters está enterado, entonces todo el mundo lo sabe —afirmó Joseph.
—Pero ¡es una mentira! —exclamó Rory—. ¡Una puerca mentira! ¡No podía yo permitir que una mentira de esta índole fuera propagada por todo el colegio!
Un destello peligroso chispeó entre las pestañas de Joseph. Estudió a su hijo. No se le ocurrió, la verdad. Estuvo muy cuidadoso, con la máxima discreción, en un sector privado de su vida, más completamente reservado que nunca; no pensó en este aspecto muy íntimo, ya que creía que solamente él y la otra persona compartían el secreto. Dijo:
—Espero que no te estés volviendo un melindroso remilgado, Rory. Sobre mí se cuentan mentiras a millares. No importa, no me importa. Pero ¿cuál es esa mentira particular que tanto te inflama? Podemos aclararla entre nosotros.
Una expresión de desesperación, pero de acrecentada terquedad, cubrió el semblante de Rory. Sacudió la cabeza.
—No puedo, no quiero decírtelo, padre.
Joseph se puso en pie súbitamente y, con cara tan feroz que hasta el propio Charles retrocedió, dijo con voz serena pero terrible:
—No me desafíes, joven mequetrefe. No me digas a mí que «no puedes» o «no quieres». No acepto esta insolencia de tu parte, esta falta de respeto, este insulto. ¡Vamos, desembucha ya!
Charles se había recobrado. Intervino.
—Señor Armagh, supongamos que deje a Rory que me cuente de qué se trata y me permita usted ser el juez. ¿Estarías de acuerdo, Rory?
Pero Rory sacudía nuevamente la cabeza negativamente.
—¡Nunca se lo repetiré a nadie!
Joseph golpeó furiosamente la cara de su hijo, en manotazo de revés, lo mismo que había golpeado a su hermano Sean. Pero, a diferencia de Sean, Rory no se encogió, ni estalló en lágrimas, ni dio media vuelta. Se tambaleó sobre sus tacones por un instante, hasta equilibrarse nuevamente, y miró a su padre con fijeza, casi inexpresivamente. La marca de la mano de Joseph sobresalía en su mejilla.
El remordimiento no era una emoción común para Joseph, pero de pronto, mientras observaba a su hijo, sintió remordimiento y una especie de honda vergüenza. El muchacho estaba confrontándole en silencio, dispuesto a soportar cualquier castigo para protegerle; Joseph comprendió súbitamente todo esto y su remordimiento se acrecentó. Charles permanecía en silencio, algo molesto.
Pero Joseph, con tono gruñón, dijo:
—Muy bien, jovencito, puedes conservar tu maldito y tonto secreto. Yo creía que eras más sensato y que tu hombría no se dejaría afectar por mentiras. Yo acepté humillaciones de las que no puedes tener ni la más remota idea… y aguardé a que llegase mi momento. Solamente hubo una cosa que jamás hubiese aceptado, y habría sido una inmundicia en contra de mi padre o mi madre.
Rory miró a un lado. No habló. Joseph trató de sonreír:
—Hay muy poca cosa, hijo mío, que pueda ser realmente una calumnia contra mí. Por consiguiente, tómalo con más calma la próxima vez. Bien, ya puedes irte.
Rory saludó brevemente a su padre y después a Charles. Fue a Charles a quien miró directamente, con gran respeto y un destello de admiración. Después abandonó la estancia, caminando rígido, con la cabeza erguida. Cuando se hubo ido, Joseph meneó la cabeza y soltó su arañante risa.
—Me parece que, pese a cuanto le he dicho acerca de mí, sigue siendo quisquilloso. Y eso no me gusta, Charles.
—Tiene coraje, y ésta es una rara virtud —dijo Charles—. Es como una roca. No cederá terreno; no se desmoronará. No es tanto una cuestión de rectitud como de honor.
Joseph estaba complacido, pero encogió los hombros.
—No hay lugar en este mundo para el honor —dijo—. Mi padre nunca lo comprendió, y por esto pereció. Bien, prosigamos con el asunto del honorable Masters —y mirando a Charles, añadió—. Sí, el mozo tiene coraje, ¿verdad? Espero que sea el adecuado. ¿Qué crees que pudo decirle de mí el joven Masters, Charles?
Pero Charles no lo sabía. Sin embargo, caviló sobre cómo pudo Anthony Masters haber llegado a conocer su secreto. Alguien fue indiscreto. Charles no sabía que era Bernadette la que había expuesto quejas a su «querida amiga Emma Masters», en un momento de lacrimógena propensión confidencial, inducida por el vino. La mansa y piadosa Emma, siempre ávida de chismes que pudieran perjudicar a los demás, lo contó a su marido, y su hijo lo que había oído furtivamente. Como todos los secretos bien guardados, fue fácil de descubrir. Bernadette ni siquiera recordaba aquella nebulosa noche y la falsa simpatía de la cual fue víctima. De haberlo recordado, se habría aterrorizado pensando que Joseph pudiera saberlo, pero esto era lo único que importaba en aquel asunto. Además, para su alivio, habría pensado que las infidelidades de Joseph eran sobradamente conocidas. Una más era insignificante, aunque ésta era la más insoportable de todas. La había descubierto cuando ni por asomo se figuraba que iba a descubrir algo.
El asunto de Burney Masters fue fácil de solucionar para Charles; mucho más fácil que muchos otros que también solucionó. Lo consiguió casi de inmediato.
«Viejo Almíbar», el alcalde de Boston, se sintió muy dichoso por recibir noticias y un comunicado de su querido amigo Joseph Armagh —«Hemos de mantenernos bien unidos, nosotros los irlandeses, porque condenado me vea si nadie más se unirá nunca a nosotros»—, y el comunicado significaba que, si era el deseo de Su Señoría llegar a ser gobernador, el señor Armagh se sentiría complacido en aportar una contribución para su campaña, mencionando una cifra que producía vértigo o, mejor aún, si deseaba ser senador, el señor Armagh se hallaba en las máximas y mejores relaciones con muchos de los miembros de la Cámara en Massachusetts. De hecho, la influencia del señor Armagh en el propio Washington era estupenda.
«Viejo Almíbar» odiaba a los brahmanes[24] de Boston que habían tratado de derrotarlo, humillándolo y despreciándolo durante su forcejeante y desesperada carrera política, explotándolo y hambreándolo en sus talleres y fábricas, en su temprana juventud. Dio a Charles Deveraux una rápida y amistosa visión de aquellos días, mientras saboreaban whisky y fumaban cigarros en el suntuoso despacho del alcalde, en el Ayuntamiento. Su primera esposa había muerto muy joven de «consunción» por falta de alimento, calor y adecuada vivienda. Durante la misa de funerales la iglesia había sido invadida por vándalos, hostigados por sus dominadores, y el propio ataúd de tosco pino, profanado al igual que la sagrada forma. El sacerdote fue vapuleado hasta quedar inconsciente, y los asistentes fueron dispersados a golpes, «hasta las mocitas de escasa edad».
—Le aseguro, señor —afirmó el alcalde a Charles Deveraux—, que ni siquiera los negros, en el Sur, fueron tratados del modo en que fuimos tratados nosotros, los irlandeses, en este país. Usted es un sudista, ¿verdad, señor? Lo he captado en su voz. Dueños de esclavos, ¿eh? Pero por lo menos se cuidaban de ellos. Hay que ser oprimido, señor Deveraux, o ver oprimido a su pueblo, para saber lo que es —y contempló las facciones patricias de Charles y su elegante atuendo, con cierta beligerancia—. Pero usted no lo sabe, ¿no es cierto?
—Poseo un poco de imaginación, señoría —dijo Charles, sonriente.
—Bien, su papá y su mamá eran probablemente ricos dueños de plantaciones. No importa. No tengo rencores. Bueno, no muchos, de todos modos. Nosotros, los irlandeses, tenemos la memoria larga. No olvidamos fácilmente. Bien, o sea que Joe desea meterle mano dura a Burney Masters, ¿eh?
Charles había colocado, al principio, un grueso fajo de billetes de Banco, pagaderos en oro, sobre la mesa del despacho y, de modo admirable, habían desaparecido. Nada se dijo de ellos, que pudiera ser alusivo, ni siquiera una palabra de gratitud.
El señor Burney Masters, unos cuatro años antes, había sido sorprendido en «flagrante delicto» con un lindo limpiabotas de tan sólo doce años de edad.
—Directamente en medio de su propio jardín en Beacon Hill —dijo el gordo alcalde, con radiante satisfacción y muchas risitas—. Yo lo hacía vigilar hacía meses. Tenía ese aspecto solapado que poseen los hombres como él, y un modo cariñoso de mirar. Hace tiempo conocí a los de su tipo. Usted ahora no podrá creerlo, señor, pero yo mismo fui un mozo guapo, y fui aproximado muchas veces por tipos como Masters. En pleno taller. Tienen cierto aspecto especial, ansioso, tierno. Se preocupan por los intereses de uno. Siempre hablan de agobios económicos y de su deseo de ayudar a salir a flote a un mozo, como entrada en materia. De blandas manos amistosas. Escriben cartas a los periódicos, deplorando «la explotación del obrero». Ganan reputación de defensores del pueblo, de las buenas obras y de las buenas causas. Liberales. Aclaremos que no insinúo, ni mucho menos, que todos los hombres que son así sean lo que es Masters, pero buena cantidad de ellos, sí que lo son. No les importa nada de las hembras, ni de las muchachas. Sólo piensan en los mozos —el alcalde meneó la cabeza, como apenado—. Muchos de ellos, muy instruidos. Algunos escriben libros, exponiendo críticas. Me produce placer, a veces, exponerlos también a ellos quitándoles la máscara.
El niño limpiabotas no era el único. Había también un lacayo muy joven entre la servidumbre de Masters que, con un poco de apremio, reveló considerable cantidad de datos referentes a él mismo y a otros muchachos con relación al señor Burney Masters.
—O sea que ya era nuestro —dijo el alcalde reclinándose en su sillón— y bastaron unas palabras susurradas a su oído. Y así es como perdió las elecciones. Bien, me alegrará refrescarle la memoria al señor Masters, en beneficio de Joe y de su Rory. Considérelo resuelto.
Así fue. En pocos días Rory fue readmitido en su colegio. El joven Anthony Masters confesó desde la cama de la enfermería, que «provocó intolerablemente» a Rory «infamando a su padre».
Y el señor Armstead dijo virtuosamente:
—Esto es algo que ningún joven puede virilmente soportar y, mucho menos, un caballero. Nos entristeció que terminara en arrebato violento, pero uno es comprensivo. La edad de la caballerosidad y del honor todavía no se ha extinguido.
Rory, resentido íntimamente pero sonriendo exteriormente, fue graduado en junio con todos los honores. No sabía cómo se había resuelto todo, pero sabía que su padre era poderoso. Hubiese preferido volver a dar una gran paliza al joven Anthony Masters, pero, a causa de Joseph, Rory se reprimía manteniendo los ojos siempre frente a él, aunque Anthony estaba a su lado en el aula.
Rory hizo el discurso de despedida de su clase, un honor que se ganó por sí mismo y que no debía a su padre. Él y Joseph estaban orgullosos, y hasta Bernadette derramó unas cuantas lágrimas públicamente y casi perdonó a Rory su amor paternal. En septiembre, Rory ingresó en Harvard. Cuatro años más tarde saldría diplomado con los máximos honores.