Joseph Armagh le dijo a su hijo Rory:
—No estás sobresaliendo excepcionalmente en matemáticas en tu colegio. Pero compruebo que obtienes calificaciones inmejorables en historia, alemán, francés, latín y literatura. —Le sonrió al muchacho—. Así que estoy contento contigo. Sin embargo, deberás ser más eficiente en matemáticas para ingresar en Harvard —y rió—: Para ser un intelectual eres singularmente saludable y pragmático.
—Conozco lo suficiente de matemáticas para creer que debería conseguir un aumento en mi asignación semanal —dijo Rory con su seductora y descarada sonrisa—. Solamente tengo dos dólares más que Kevin.
—Un dólar es un dólar, y es un montón de dinero. Tres dólares a la semana para un mozo de quince años es suficiente. Kevin se compra sus propios juguetes de su dólar semanal, y es muy sensato para ser un rapaz de nueve años.
Rory era alto y esbelto moviéndose felina y rápidamente con la gracia de su abuelo Daniel Armagh pero con la fuerza y ahorro de gestos de su padre. Era muy guapo con un aire enérgico y animado que había heredado de su madre. Cortés y galante, pese a su corta edad, estaba siempre pronto para la réplica bromista. Poseía el cabello que fue rojo de Joseph, pero el suyo era rizado y más brillante de matiz más oscuro. Su nariz bien formada era levemente respingada y su boca risueña tenía un grosor sensual en el labio inferior. Sus ojos bajo las cejas rojizo-doradas eran de un claro azul, burlones, alegres y frecuentemente expresando cinismo bienhumorado. Al igual que Joseph sus pómulos eran anchos y su mentón decidido. Emanaba una casi visible aura de satisfacción y goce de vivir, y una excepcional inteligencia.
Era también exigente, en modo encantador y persuasivo, aunque también podía ser brutal cuando era necesario. Aparentaba mayor madurez que la de su edad. A diferencia de otros jóvenes guapos estaba siempre investigando nuevos conocimientos, nuevas percepciones y encontraba a la humanidad indescriptiblemente divertida. Excepto por su padre. Ya a los quince años, sabía todo lo que podía saberse de Joseph y adquirió su información por muchos medios ávidos e indirectos, por otros hombres y por los periódicos, y también por su madre, y encontraba a su padre indescriptiblemente fascinante. Joseph era el único ser humano al que Rory temía, y tal vez quería. Pese a su juventud ya no era virgen desde sus catorce años. Las muchachas, y hasta mujeres cabales sentíanse tan atraídas hacia él como ellas le atraían, y aún desde su temprana juventud era alegremente licencioso, teniéndole sin cuidado que se supiera. Era tan valiente como su padre, pero a diferencia de Joseph le gustaba el peligro y su excitación. Muchos decían con convicción que sería un hombre extraordinario, no solamente debido a su aspecto y habilidad para fascinar tanto a hombres como a mujeres, sino también por sus cualidades intelectuales, su voz elocuente y viril y su certero y sonriente sarcasmo.
Era ya un político en el pequeño mundo que todavía era el suyo propio. Aunque a veces sus compañeros de estudios le considerasen «comelibros», era su cabecilla. Cabalgaba como un centauro, jugaba magníficamente al tenis, y podía trepar como un mono ya que era intrépido. En ocasiones, hasta era camorrista.
Su hermana gemela, Ann Marie, no se le parecía en absoluto. Era una muchacha más bien delgada y apacible, algo alta y tan lisa de figura que su madre constantemente se lamentaba de ello. Antaño tan ruidosa como su hermano, era ahora propensa al silencio, probablemente, pensaba Joseph debido a que su madre «nunca paraba de hablar». Tenía un bonito cabello liso, castaño, que peinaba sencillamente como correspondía a una colegiala de quince años, una cara ovalada de pálida complexión, anchos ojos pardo oscuro, nariz pequeña y finos labios imperiosos como los de su padre. Su madre la había convencido siendo ella todavía muy niña, de que no poseía belleza alguna y que era «muy vulgar», por lo cual la muchacha llevaba vestidos de colores apagados, sin distinción. Pero Joseph, en cierto momento en que se fijó detalladamente en ella, vio que poseía la austera elegancia tan admirada por los irlandeses, y le asombró por cuanto hasta que sus hijos no tuvieron catorce años no estuvo verdaderamente consciente de sus personalidades y existencia.
Porque para él, Rory y Ann Marie habían sido «los hijos de Bernadette», o los nietos del odiado Tom Hennessey. Como a tales tenía escaso interés en ellos, y aún menos afecto, aparte de una indulgente benevolencia cuando les veía jugar o escuchaba sus discusiones. Con frecuencia se olvidaba de que existían. Para Joseph Armagh su «familia» significó sus padres, y después su hermano y hermana. La «familia» de Bernadette era algo distinto que no formaba parte de él como lo constituyeron Sean y Regina. En más de una ocasión cuando alguien preguntó rutinariamente por la salud de su familia pareció distraído pero sinceramente sorprendido al replicar: «No tengo familia». Finalmente descubrió que le miraban entonces de modo solapado y especulativo, lo cual resultaba algo desagradable, por lo cual ya prestaba atención en su respuesta y, si bien nunca demostraba entusiasmo, solía decir: «Mi familia sigue bien, gracias», y cambiaba de tema impacientemente.
Nunca visitó a sus hijos en sus colegios, ni demostró el menor interés en sus progresos. Como no estaba muy a menudo en Green Hills, pasaban a veces meses antes que los volviera a ver. Los veía forzosamente por Navidades y Pascua de Resurrección, y encontraba su presencia aburrida, soslayándola. Era como si su profunda dedicación a su hermano y hermana, su total ensimismamiento en ellos, había agotado las reservas vitales de amor en él, resecándole. Y desde que Sean y Regina habían «desertado» de su lado, más que nunca quedó desprendido de los demás seres humanos inmerso en una absoluta indiferencia. El resorte de sus afectos se habían paralizado bajo el peso de la losa de los desengaños.
El amor y la adoración de Bernadette hacia él se tornaron fanáticamente obsesivos desde que supo que para él no significaba ella nada y que habíase casado únicamente por la petición de su madre moribunda. Poseía ella la tenacidad de su padre: conquistaría el amor de Joseph sin importarle el tiempo que requiriese, y se consagraba al bienestar de él sirviéndole con un esclavizamiento que todo el mundo notaba y hasta compadecía, porque Joseph ni se daba cuenta. Solamente sabía que Bernadette ya no era insistente ni suplicante con él, lo cual le suponía una grata comodidad, y cuanto menos la veía tanto más satisfecho sentíase. La apreciaba como buena ama de casa y excelente anfitriona, y esto era todo cuanto deseaba de ella. No había tenido contacto sexual con ella desde que nació el más joven de sus hijos, Kevin. No quería ya ningún hijo más; achacaba a Bernadette la culpa por el nacimiento de Kevin, y por esta razón desde entonces evitó todo contacto físico.
No era ni cruel ni áspero con ella. Simplemente ella quedaba ausente de su pensamiento, y de haberse muerto, él no hubiera sentido pesar. Rara vez conversaba con ella, y desde el nacimiento de Kevin ya ni siquiera le divertía ni le suscitaba su peculiar risa a regañadientes. Algunas veces parecía sorprendido como preguntándose quién era cuando ella entraba en una de las habitaciones.
Pese a no ser una mujer estúpida, Bernadette todavía no captaba la extensión de su desinterés por ella. Tenía la romántica noción de que su apasionado amor llegaría a contagiarle, y como era optimista por naturaleza se desanimaba rara vez. En estas pocas ocasiones se preguntaba desesperada: «¿Qué veo en él? ¿Por qué le amo con toda mi alma y corazón? No es guapo según el patrón convencional. Su voz es fría y tajante. No es considerado ni suave. No me demuestra ternura. Me mira como si no me viese. No obstante, ¡cómo le quiero, cómo le adoro! Moriría por él».
Los misterios del amor nunca los sondeó, y por ello sufría honda e intensamente al no ser correspondido su amor. Sin embargo, no renunciaba a la esperanza. Había mucho de superficial en ella y por esto ignoraba que era suficiente para el amor, servir, existir, por desdeñado o inadvertido que fuera. La mera presencia de Joseph en la casa bastaba para producirle un lastimoso júbilo. Cuando él le pedía algo, como hubiera podido pedírselo a una criada, ella se extasiaba. Su adoración le cercaba como una espuma de burbujas.
Su indiferencia hacia sus hijos ya no la molestaba. Cuantos menos fueran aquéllos por quienes se interesase Joseph tanto más estaba ella complacida. Sentía celos de Timothy Dineen y se alborozó cuando al morir el abogado James Spaulding, Timothy pasó a ocupar su lugar en Titusville haciéndose también cargo de los intereses de Joseph en la sección noroeste del Estado así como en Ohio y Chicago. En Titusville había ocho abogados trabajando a las órdenes de Timothy, además de un considerable personal especialista. Joseph tenía un nuevo y apuesto secretario, un tal Charles Deveraux, un brillante abogado, aproximadamente de su edad, del cual sabía vagamente Bernadette que procedía de «algún lugar de Virginia». Charles afrontaba enormes responsabilidades, las cuales Bernadette ni intentaba siquiera adivinar. Estaba apasionadamente celosa de él porque acompañaba a Joseph por doquier y vivía en la casa cuando Joseph estaba en Green Hills, y le parecía a Bernadette que existía entre ambos demasiado afecto y compenetración. Únicamente cuando Charles estaba presente era cuando Joseph reía sin reparos y mostraba animación. A veces se quejaba ella petulantemente a Joseph por este motivo, diciéndole que prefería la compañía de su secretario-asociado a la presencia de su esposa e hijos, pero Joseph nunca contestaba y por ello Bernadette llegó a odiar a Charles. Su excepcional y casi apolínea figura la habría atraído en otras circunstancias, pero ahora ella pensaba en él como en un enemigo que había «robado» un afecto en justicia perteneciente a «la familia». En cuanto a Harry Zeff y Liza, nunca venían a Green Hills. Bernadette hizo patente que despreciaba la presencia de «aquel árabe» y «su moza criada», encontrando que ambos resultaban ofensivos y casi insultantes para ella.
—Uno de estos días —le decía significativamente a Joseph meneando la cabeza como si tuviera informes secretos— este Harry te traicionará. Pero nunca me haces el menor caso.
Le produjo una enorme satisfacción cuando sus hijos fueron ya lo suficientemente mayores para asistir a internados en Boston y Filadelfia ya que así quedaban eliminados unos rivales en potencia. Declaraba efusivamente ante las amistades su gran amor hacia ellos y cuánto los echaba de menos, pero sintióse dichosa cuando se fueron y todavía más cuando visitaban amistades prolongadamente durante las vacaciones veraniegas. En resumen, si ella hubiese podido aprisionar a Joseph en la gran mansión blanca de Green Hills su dicha se hubiera visto colmada, sin importarle ya no ver a nadie más, pese a su carácter gregario.
Habíase hecho tan malévola y punzante contra Elizabeth Hennessey que Elizabeth compró la casa que Joseph construyera para su familia trasladándose a ella con su hijo. Algunas veces se preguntaba Bernadette la razón por la cual permanecía Elizabeth en Green Hills. Lógicamente, Joseph «administraba» los negocios de la señora Hennessey, como una atención hacia la viuda cuyo marido él destruyó, cavilaba Bernadette. Pero también él podría haberlo hecho igualmente si ella hubiese regresado a su nativa Filadelfia. Elizabeth era raramente invitada a la casa Hennessey excepto por Navidades y Año Nuevo, y su hijo Courtney asistía al mismo colegio que Rory, en Boston. Bernadette no veía a su hermanastro más que una vez al año y no experimentaba el menor interés por él. En su opinión era un «pobrecillo insignificante» en comparación con el resplandeciente Rory.
Bernadette había perdido el encanto de la juventud, y era ahora una gruesa matrona pesadamente encajada en corsé, con amplio seno y más anchurosas caderas, pero siempre extremadamente a la moda. Nunca muy linda, su plana y redonda cara había adquirido una papada, y recurría al maquillaje no siempre con discreción y mesura. Pero su vivacidad y energía, si bien a veces un poco forzadas ahora, seguían agradando a sus amistades aunque no tanto sus modales crecientemente más autocráticos y sus críticas más malignas. Era la dictadora de la sociedad de Green Hills, como correspondía a la esposa de un hombre tan poderoso e influyente, y era también temida en Filadelfia y otras ciudades. Ahora, como aseveraba con orgullo complacido, podía «alternar» en plan de igualdad con los Belmont, los Gould, los Fisk, Regan, Morgan y otros en Nueva York y no había nadie que pudiera desairarla. Sus joyas rivalizaban con las de cualquier otra mujer. Era una de las principales clientas de Worth y su guardarropía era soberbio. Cuando, una vez al año, insistía en acompañar a Joseph a Europa, su ya única insistencia, llevaba una doncella francesa por acompañante y tantos baúles y maletas que era preciso un camarote extra además del que ocupaba y del que usaba Joseph. Volvía Joseph a avenirse a su presencia. Como siempre, era una perfecta anfitriona para sus colegas.
En cierta ocasión le dijo a Joseph:
—Ahora a nadie parece importarle que seamos irlandeses.
No comprendió por qué Joseph le había dirigido aquella mirada feroz y prolongada que la hizo bajar la cabeza desconcertada. No pudo detectar la rabia y desprecio en sus ojos, ni el rencor que suscitó un fuego azul entre sus párpados. Solamente supo que en cierto modo le había ofendido, y durante varios días no le dirigió la palabra.
Después, cuando sus dos hijos mayores ya tenían quince años, recibió ella la más hiriente y lacerante de las experiencias de su vida.
En 1875 Joseph visitó a Montrose, al que ya conocía como Clair Deveraux, en Virginia. La hermosa casa nueva en la plantación había impresionado a Joseph al igual que los florecientes campos de algodón, las manadas de ganado y los caballos pura sangre.
—Sin tu ayuda en la compra de la propiedad adjunta sería ahora el típico dueño sudista de una plantación hipotecada hasta los cimientos, gracias a los logreros yanquis y otros pescadores de río revuelto —dijo Montrose, sacudiendo calurosamente la diestra de Joseph con hondo afecto. Después añadió—: Ésta es mi querida esposa Luana, con quien me casé en Pittsburgh hace dos años.
Joseph pensó que Luana Deveraux era una de las mujeres más bonitas que nunca conoció. Contempló sus maravillosos ojos grises, la masa de su negro cabello, su henchida boca sonrosada y su cuerpo encantador. Ya conocía ahora la historia de los Deveraux. En Virginia era ostensiblemente la concubina y criada de Clair. Más tarde conoció a su hijo, Charles, que fue herido en la guerra que mató a su abuelo. Joseph se asombró ante su enorme parecido con su padre, ya que tenía de Clair Montrose el ondulado cabello amarillo, el rostro sutil y la altura, aunque había heredado los ojos de su madre. Charles, por entonces, se había diplomado en la Facultad de Leyes de Harvard y empezó a practicar en Boston, donde se casó con una muchacha de buena familia.
En su primer encuentro Charles había dirigido a Joseph una mirada desafiante, pero Joseph le ignoró considerándole un necio engreído. Más tarde cambió por completo de opinión. Volvió a ver por tres veces a Charles y lentamente Charles comenzó a confiar en él y ya no le retó más con la frialdad de sus grises ojos. Charles fue prosperando mucho, convirtiéndose en socio de su firma en Boston. Cuando el abogado Spaulding murió de vejez y achaques. Joseph le ofreció su puesto a Charles, con honorarios considerables. Charles titubeó y por fin le dijo a Joseph bruscamente:
—Doy por supuesto que mi historial no será propagado por Titusville.
—No sea idiota, hombre. No le ofrezco este empleo a causa de que estuve largo tiempo asociado con su padre y le admiré. Se lo ofrezco porque creo que es usted competente. Si me he equivocado lo echaré a la calle sin la menor ceremonia.
Charles, que había heredado la intrépida afición al peligro de su padre, y conocía todo lo referente a Joseph, aceptó la oferta. Tenía una suntuosa casa en Titusville donde residía con su esposa y consultaba con Timothy Dineen, pero viajaba con Joseph y era su «asesor privado legal y asociado». Era un sudista fanático y a menudo divertía a Joseph por sus escarnios hacia los nordistas y el “oportunismo yanqui”. Carecía de todo escrúpulo cuando se trataba de los intereses de Joseph.
En 1880, Clair y Luana Deveraux murieron de fiebre tifoidea y Joseph asistió al funeral. No hizo comentario alguno cuando Clair fue enterrado en el panteón de la familia Deveraux y Luana en una tumba entre las de antiguos esclavos. Pero leyó en la expresión del rostro de Charles, y dijo:
—¿Qué importa dónde quedan enterrados los restos de una persona? La tumba de mi padre fue una fosa común. Los restos de mi madre yacen en el fondo del mar. Por lo menos tu madre tiene un lugar donde reposa en paz a solas bajo una lápida con sus nombres. ¿Quién es más afortunado? ¿Tú o yo?
Desde aquel instante Charles dio a Joseph su lealtad sin reservas. Charles lo vio todo, lo comprendió todo, y no dijo nada en los años que trabajó para Joseph Armagh. Algunas veces la ambigua probidad de Joseph le divertía. Sabía lo referente al senador Bassett, ya que colaboró en la recolección de datos sobre el infortunado. Lo mismo que su padre, Charles era plenamente indiferente a las fuentes de ingresos, y a los métodos para obtenerlos. De todos modos, le complació extrañamente que Joseph hubiera destruido toda prueba contra el senador.
Era para Joseph una interminable causa de cínica e íntima hilaridad la leve aversión que Charles sentía hacia Harry Zeff, y a veces, al igual que Bernadette se refería a él como «el árabe», aunque realmente admirase el talento de Harry para la organización y gerencia, y aprendiese mucho de él y lo tratase con cortés deferencia. Para Joseph, el espectáculo de la humanidad era absurdo y risibles sus pretensiones. Cuando Harry dijo de Charles con cierta admiración: «Éste es un maligno bastardo sudista», Harry no comprendió por qué los ojillos de Joseph relucieron regocijados.
—Por su modo de erguirse —añadió Harry—, cabría pensar que nadie que haya nacido al norte de la divisoria Mason-Dixon tenga el menor derecho a llamarse a sí mismo un ser humano, ni pueda aspirar a ser un caballero inteligente.
—Si la historia de todo hombre en este mundo fuera conocida desde el mismo origen de sus abuelos, ninguno de nosotros tendría la menor razón para sentir ningún orgullo —replicó Joseph.
Harry había sonreído sin contestar. Conocía demasiado bien el orgullo de Joseph Armagh, y por consiguiente Harry tenía también su secreta fuente de hilaridad.
Fue durante una cálida jornada de junio, radiante de sol, impregnada de la fragancia de las rosas, cuando Joseph realmente tomó conciencia de la personalidad de sus hijos.
Estaba con Charles por unos días en Green Hills. Joseph estaba sentado tras su despacho y Charles se hallaba en pie, junto a una ventana, contemplando el lustroso verdor del césped, las flores y los anchos prados con su arboleda. Dijo repentinamente:
—Forman una estupenda pareja de jóvenes. Ojalá tuviera yo hijos.
Joseph había alzado la vista impacientemente:
—¿Qué dijiste?
—Sus hijos —dijo Charles—. Rory parece un dios griego, de ésos que hablan las mitologías y la muchacha es delicada y graciosa. Una dama.
Joseph se levantó y se acercó a la ventana para mirar al exterior. Cualquier cosa que llamase la atención de Charles Deveraux debía ser notable, porque Charles, lo mismo que él, se desinteresaba habitualmente de los demás y consideraba a muy pocos seres lo bastante dignos como para merecer un comentario.
Rory y Ann Marie paseaban uno al lado del otro por una de las alamedas bajo el sol. Había entre ellos un hondo cariño. Se asían de la mano como amantes muy jóvenes, sus cabezas se inclinaban y, evidentemente, estaban hablando con gran seriedad. El rojizo cabello de Rory destellaba bajo la luz del sol. Caminaba como un bailarín: con prestancia, soltura y felinidad. Su hermoso rostro de muchacho estaba absorto y atento. Tenía propensión al dandismo y vestía siempre a la última moda, lo cual le sentaba bien. Ann Marie caminaba a su lado, con aire grácil y tenuemente tímido; su vestido azul colgaba de su delgada pero arrogante figura, su cabello castaño brillaba, y su pálido semblante era amable y sereno. Miraba a su hermano con seriedad e insistencia y por momentos asentía.
Por vez primera Joseph estuvo plenamente consciente de ellos, de que eran sus hijos, y de que tenían una personalidad y un aire conmovedor de juventud e identificación. Eran también hermosos y, en cierto modo, patéticos. Joseph se apoyó en el antepecho de mármol de la ventana, miró fijamente a sus hijos y se dijo a sí mismo con renuente y hasta enojada maravilla: «¡Mis hijos!». Súbitamente, ya no eran de Bernadette, sino suyos. No eran los nietos de Tom Hennessey, sino los nietos de Daniel y Moira Armagh, y tenían su sangre y su carne.
«No sé nada de ellos», pensó Joseph, con renovado pasmo, aunque sin lamentarlo. Eran como una revelación para él, ya que también ellos tenían su destino.
A cierta distancia, tras ellos, caminaba Kevin; su macizo cuerpo de niño, ancho y fuerte, aún poseía la torpeza de la infancia. Tenía una cara morena, cuadrada, de huesos duros, muy seria y decidida, casi terca. Su cabello castaño muy oscuro era una masa de rizos. Sus densos ojos pardos estaban examinando algo que sostenía entre sus manos, y estaba muy absorto en ello. Joseph nunca se había dado cuenta hasta entonces: Kevin se parecía al padre de Moira Armagh, un robusto y macizo irlandés que nunca pactaba con nadie, ni siquiera con su Dios; un hombre calmosamente beligerante de intimidante orgullo y pundonor.
Aquel día, en la ventana, Joseph no supo que estaba sonriendo mientras contemplaba a sus hijos. Tampoco supo, hasta cierto tiempo después, que el amor hacia ellos le sobrevino en aquel día de junio y que finalmente eran suyos y parte suya, y que había adquirido otra familia.
Al cumplir Rory los quince años Joseph forzando una sonrisa dijo:
—Voy a hacerte presidente de los Estados Unidos.
Rory miró a su padre con su habitual descaro reflexivo y dijo:
—De todos modos lo intentarás como sea, y yo estaré contigo, padre.
Entonces Joseph supo que su hijo haría cualquier cosa para agradarle, y sintió un agudo dolor y una súbita confusión.
—¿Por qué habría de ser esto importante para ti? —preguntó Rory.
Joseph había cavilado, y Rory observándole vio el ensombrecimiento de su rostro y la crispación de sus delgados labios. Dijo Joseph:
—Me temo que nunca sabría explicártelo adecuadamente. Tengo un exceso de remembranzas.
Y Rory había asentido como si comprendiera por completo.
Joseph había contraído hacia Ann Marie una ternura especial. Su sencillez de carácter lo conmovía y a la vez lo asustaba. No era la sencillez de Regina, que estuvo plena de entendimiento, sino una límpida ingenuidad que no sabía nada de la maldad y por ello suponía su inexistencia. Ahora sentía hacia Kevin un afecto áspero y jovial: a veces solía decirle:
—Creo que naciste con barba, viejo.
Rory aumentaba sus conocimientos con facilidad y despreocupación, mientras Kevin se afanaba laboriosa y obstinadamente.
Cuando Joseph se enteró de que sus hijos siempre lo habían querido se sintió a la vez avergonzado y con remordimientos, y a ratos incrédulo. Pero era así. No había hecho nada para ganarse su cariño, y sin embargo ellos se lo concedían así como no se lo habían dado a su madre. Ella los consintió primero y después les demostró resentimiento porque no se avinieron a crecer de acuerdo a las «nuevas teorías» que había adquirido leyendo las expansiones de Horace Mann. Ellos no respondieron —tal como alegaba Horace Mann que los hijos responderían— a determinados métodos. Finalmente Bernadette comprendió que ellos la consideraban un poco tonta, y como no lo era en absoluto, se sintió ultrajada.
Ella se alegraba cuando ellos no estaban, porque así podía pensar solamente en Joseph. Casi un año después que Joseph reconoció secretamente a sus hijos como muy suyos, ella se enteró de que los quería. Esta revelación fue algo que ella nunca les perdonó. Sus celos la oprimieron conturbándola profundamente, hiriéndola en sus fibras más recónditas. Ellos habían conquistado el cariño de Joseph sin esfuerzo y ella, que le había entregado toda su vida, era rechazada. Fue perturbándose. Empezó a lamentar haberles dado el ser. Eran sus rivales, sus enemigos. Para complacer a Joseph simulaba solicitud y afecto por ellos. Pero creía que ellos le habían robado lo que en justicia le pertenecía únicamente a ella.
Para Bernadette el día más atroz de su vida tuvo lugar cuando, lamentándose de la «fealdad» de Ann Marie, le dijo a Joseph:
—Con esa falta de belleza y presencia, creo que la muchacha jamás podrá hacer un buen matrimonio. ¡Válgame Dios! Carece de todo encanto y no tiene clase alguna.
Joseph se volvió con una expresión tan vengativa y una mirada tan ferozmente rencorosa que ella retrocedió atemorizada.
—Deja en paz a mis hijos —silabeó Joseph—. Te lo advierto: deja tranquilos a mis hijos.
Bernadette, abandonada, experimentó la primera postración profunda que jamás sintiera. Se vio obligada a guardar cama, ella que nunca estaba enferma. Durante días permaneció en su cuarto con escasa iluminación; era incapaz de llorar, y sólo podía mirar fijamente, con los ojos secos, el pintado techo. Ni siquiera podía hablar. Creía morir, y realmente lo deseó.
Cuando se recobró, había envejecido. Su aflicción era más soportable pero rebosaba tristeza. Sin embargo, aún tenía ánimos. Era tan sólo una cuestión de tiempo, se decía a sí misma. «Pronto ellos se casarán, se irán, y estaré a solas con Joseph, y él finalmente sabrá que no tiene a nadie más que a mí. Nos estamos haciendo viejos. Algún día él comprenderá y me amará; me basta con esperar a que llegue este día».
Por entonces ya sabía de sus muchas infidelidades y de las mujeres con quienes alternaba. Pero ella era su esposa, y la posición de una esposa es inconquistable, sustentada por Dios, la sociedad y todas las sanciones legales. Hasta el propio Joseph Armagh no podía ignorarlo siempre. Ahora, en su desesperación, solamente le quedaba una imagen a la que se aferraba con vehemencia; su marido y ella, a solas definitivamente.