XXXI

Hallándose Joseph en Nueva York asistiendo a una reunión muy discreta, uno de los presentes dijo:

—Sería impolítico que ninguno de nosotros, excepto usted, señor Armagh, intentara conversar personalmente con el senador Enfield Bassett. Los caricaturistas le son muy favorables y basta con que levante un dedo para que ellos satiricen en sus pasquines a cualquiera que intente… hablar razonablemente con él. Ya consiguieron convencerle los más turbulentos «Greenbacker»[22], aunque era un terreno resbaladizo, habida cuenta que tanto los demócratas conservadores y el ala más moderada de los republicanos se opuso a ellos.

—Ya recuerdo —dijo Joseph—. Los republicanos radicales se unieron a los Greenbackers, pero pronto les eliminamos del campo político.

—Nosotros no —dijo un caballero procedente del imperio austrohúngaro, sonriendo—. Estuvimos por completo en contra del patrón oro para Norteamérica, y ayudamos a su inocente presidente Lincoln a emitir papel moneda para pagar su guerra, aunque no había un electivo sólido respaldando las emisiones. Teníamos esperanzas, por entonces, de que su gobierno continuaría emitiendo papel sin garantía en vez de moneda en oro… ya que es el camino más seguro para poder… reorganizar… una nación.

—Haciéndola asequible al saqueo —dijo Joseph, que no siempre era respetuoso con sus colegas—. El dinero emitido con la sola garantía de un gobierno, sin respaldo de oro y plata, inevitablemente lleva a la quiebra a una nación, ¿no es así? Pero yo pensaba que ustedes, señores, compartían la opinión de que Norteamérica no estaba todavía madura para el saqueo total y la introducción de los principios del socialismo marxista. —Les sonrió con la mueca que hacía tiempo ellos llamaban su «sonrisa de tigre»—. Me temo que tendrán que aguardar un tiempo considerable antes de que Norteamérica salga de nuevo del patrón oro, se haga socialista, y esté en consecuencia madura no solamente para el saqueo sino para la conquista, si no por las armas, entonces por los banqueros. Sí… Mucho tiempo ha de pasar antes que Norteamérica se convierta en esclava de la Élite. Sin embargo, quizá sus hijos…

—No tenemos limitación de tiempo —dijo uno de los financieros—. Somos pacientes.

Otro dijo:

—Las repúblicas nunca sobreviven porque sus pueblos no gustan de la libertad sino que prefieren ser conducidos, orientados y seducidos hasta la esclavitud por un benévolo, o no tan benévolo, déspota. Quieren adorar a un César. En consecuencia, el republicanismo norteamericano morirá inevitablemente convirtiéndose en una democracia, y después declinará, como dijo Aristóteles, en un despotismo. Podemos únicamente trabajar tranquila y diligentemente para que llegue este día, ya que será obra de la naturaleza humana —y rió brevemente—. Ningún hombre sensato puede soportar ver a necios votando en elecciones libres, y decidiendo por ellos mismos el destino de una nación. Va contra la razón y el gobierno adecuado. Es el más monumental y deformado de los disparates.

—De todos modos —dijo Joseph— el pueblo sintióse belicoso contra el Presidente Grant que estaba planeando un tercer mandato en funciones, y le llamó «César».

—Hemos convenido —intervino un banquero procedente de Rusia— que Norteamérica no está todavía en sazón para la democracia y su retoño, el despotismo. Pero el día llegará. Conseguiremos persuadir a su gobierno para que abandone el patrón oro y emita papel moneda sin garantía. Uno de los medios es a través de una guerra, pero tenemos otros métodos, como usted sabe, señor Armagh. La revolución, por ejemplo, persuadiendo al pueblo de que está siendo oprimido, e incitando al tumulto incendiario.

—Catilina lo hizo —dijo Joseph— y tengo entendido que murió descuartizado.

—Se adelantó a su época —dijo un británico—. Cuarenta años después hubiera tenido éxito. Actualmente, en esta nación, es suficiente tan sólo convertir a sus demócratas conservadores en radicales, una tarea ardua, pero podemos lograrlo. A modo de defensa, su Partido republicano radical tendrá que volverse más conservador. Esto confundirá al pueblo. Pero ya hemos hablado sobre todo esto repetidas veces antes de ahora. El problema del senador Bassett es el que ahora hemos de afrontar.

Joseph pensó en el tiempo, solamente cuatro años antes, en que los huelguistas contra la Ferroviaria Baltimore & Ohio en Maryland habíanse rebelado desesperadamente contra una reducción del diez por ciento en su mísera paga. El 20 de julio de 1877, el gobernador había solicitado la intervención de la Sexta Compañía de la Milicia de Maryland que emprendió la marcha hacia la estación ferroviaria, abriendo fuego contra los huelguistas, sus esposas e hijos, matando a doce personas. Pero la huelga se había extendido a Pittsburgh, donde también la Ferroviaria de Pensilvania había rebajado los salarios. El gobernador Hennessey ordenó la intervención de la milicia, y cincuenta y ocho huelguistas, y soldados, resultaron muertos en furiosas batallas, y materiales propiedad de la compañía por valor de varios millones de dólares fueron destruidos. Pero la Gran Huelga, provocada por la terrible depresión económica de 1877, y sustentada por el hambre y los ínfimos salarios, se extendió por toda la nación. El presidente Hayes logró finalmente detenerla, pero no hasta que los propietarios de las líneas férreas fueron forzados a conceder un poco y redujeron la jornada laboral de catorce horas a doce horas haciendo posible para los trabajadores ganar el suficiente pan para sus hijos, y carne una o dos veces por mes. Joseph recordaba que un gran número de huelguistas fueron irlandeses, los Molly Maguires, recién llegados del «viejo terruño», que habían encontrado a los propietarios de ferrocarriles escasamente diferentes a sus hacendados ingleses. Sin embargo acudieron seducidos por el lema de que en Norteamérica no había discriminación de razas ni religiones y que un hombre podía practicar su fe en paz. Quizá su desilusión encendió sus desesperados alborotos y no solamente los increíbles salarios bajos. Joseph sonrió sombríamente, y sus colegas, que le consideraban un hombre caprichoso y no enteramente «sólido», vieron aquella sonrisa aunque desconocían la razón. Joseph pensaba: «Hay otros medios de venganza mejores que amotinarse en huelgas».

Viendo que esperaban que hiciese algún comentario, dijo:

—Nuestro nuevo presidente, James Garfield, ha declarado que establecerá nuevas reformas en esta nación.

Los otros intercambiaron significativas miradas. Jay Regan, el financiero de Nueva York, dijo suavemente:

—Estoy seguro que puede ser disuadido mediante argumentos inteligentes y razonables.

—Y si no, puede ser asesinado —dijo Joseph y emitió su desagradable risa—. Como Lincoln —y al ver sus caras ostentando fría ofensa, volvió a reír—: Caballeros, yo no tengo nada en contra del crimen juicioso, como saben. Pero estábamos hablando del senador Bassett. Es un republicano, pero no radical como nuestros fanáticos de la Reconstrucción y nuestros vociferantes diputados y senadores, por lo cual los demócratas conservadores también le votaron en número considerable. Es del agrado del Presidente que le consulta. Pueden estar planeando proyectos perjudiciales para nosotros. Esto es lo que ustedes temen, ¿no es cierto?

—Exacto —dijo Regan, y removió su panza en la silla, encendiendo un cigarro—. Caballeros, el señor Armagh y yo somos norteamericanos y por consiguiente somos bruscos y preferimos ir directo al grano sin bailar un minuet o un vals en torno.

—Sus asuntos políticos —dijo un alemán— son muy suyos, en este punto, señor Regan. Pero sabemos que el senador Bassett está dirigiendo la coalición contra la contratación de mano de obra extranjera, y trata de conseguir la aprobación de un proyecto de ley sobre Contratación de Trabajo Extranjero, que prohibirá la importación de mano de obra barata de Europa para sus fábricas y minas. El senador presta demasiados oídos a los criminales sindicatos unionistas, a los lacrimosos simpatizantes y a los «reformadores». Y otros senadores y congresistas están también prestando atención al senador Bassett y su chusma. Todos sabemos que si la mano de obra extranjera es suspendida la clase obrera norteamericana se volverá arrogante, exigente y pedirá salarios y condiciones imposibles, y esto será el fin del progreso y la riqueza norteamericana. Ya no estarán en capacidad de competir en los mercados extranjeros. Nuestros propios beneficios disminuirán terriblemente. Además, ¿es qué Norteamérica no necesita más y más inmigrantes? Piensen en sus vastos territorios del Oeste, carentes de ciudades, industria y fábricas. ¿Deben quedar privados totalmente de población y crecimiento?

—Me ha llegado usted al corazón —dijo Joseph.

Ésta era la clase de comentarios, emitidos con calmosa ironía que conturbaba a sus colegas, hasta a Regan, que sentía un gran afecto por él.

—Ha quedado comprobado en Norteamérica por la experiencia —dijo Joseph— que los obreros extranjeros no se desplazan al Oeste, sino que se amontonan en los suburbios de las ciudades del Este. Si se trasladasen al Oeste para colonizar los territorios, ¿quién trabajaría en nuestros talleres, minas y fábricas? Caballeros, seamos crudos y honestos, y no empleemos expresiones santurronas. Queremos obreros extranjeros porque resultan baratos y porque la clase obrera norteamericana está reclamando también su derecho a vivir. Esto nos parece intolerable. Procedamos pues partiendo de esta honesta premisa.

Vio fríos ojos reservados, calculadores, pero sabía que estaba a salvo de represalias. Su conocimiento de muchos secretos le hacía invulnerable. Además, Regan, los Morgan, los Fisk, los Belmont, los Vanderbilt, los Gould, podían todos ellos ser villanos norteamericanos pero tenían también un sentido norteamericano del humor, y no sentían un excesivo afecto por sus colegas europeos. Conspiraban con ellos, pero siempre mantenían una peculiar reserva sardónica. Planeaban destruir la libertad norteamericana y establecerse ellos mismos con la Élite —al igual que planeaban los otros en sus propias naciones—, pero lo harían burlándose de sí mismos con hipocresía cortés. En definitiva y al final todo vendría a ser lo mismo, pero los medios eran más jocosos y no tan gélidamente cínicos. Las palabras de Vanderbilt: «Al diablo con el público», prevalecían, pero el público conocería los sentimientos de sus venideros gobernantes y de los actuales, y hasta podría sonreír ante su campechano descaro. Los execrables eran los hombres criminales, que hablaban con tonos reverentes de los «derechos humanos» y «consideraciones misericordiosas» —mientras metódicamente saqueaban y conspiraban incesantemente contra la libertad humana y la dignidad humana.

Pero, pensaba Joseph, ¿una nación prefería un verdugo jovial a uno solemne? Opinaba que era muy probable que Norteamérica lo prefería. Sus experiencias con políticos le habían llevado a este convencimiento. El pueblo elegía sus propios políticos, no sobre la base de dignidad, hombría y probidad, sino por sus sonrisas, su buen humor público, su aspecto, el propio emocionalismo del pueblo, sus propias decepciones excitadas. Joseph pensó en su hijo, Rory, guapo, encantador, humorista, alegre e ingenioso: un engañador nato y, naturalmente, un político. Joseph le había dicho a su hijo: «Miente siempre, muéstrate siempre encantador. Los norteamericanos adoran a los tunantes simpáticos». Todavía no había cumplido Rory los nueve años pero era extremadamente inteligente, un atributo que Joseph le aconsejó más tarde que no desplegase ante el electorado. «Los norteamericanos recelan del excesivo intelecto», le diría. «Prefieren a un payaso resplandeciente. Debes aprender a besar niños, fingir un nudo en la garganta y si consigues tener lágrimas en los ojos y a la vez una sonrisa en los labios el público enloquecerá por ti».

—Si el senador Bassett tiene éxito en hacer aprobar el proyecto de ley sobre Contratación de Trabajo Extranjero —dijo Regan— esto supondrá el final de la expansión norteamericana y el final de las ganancias. Si la mano de obra escasea puede reforzar peticiones imposibles. Es así de sencillo. Por consiguiente el senador Bassett debe ser… persuadido. Otros senadores le tienen en muy elevada consideración.

—Por consiguiente el senador Bassett debe perder esta consideración —dijo Joseph—. ¿Qué esqueleto tiene en su armario? Para los no anglosajones aclararé, ¿qué vergonzoso secreto hay en su pasado?

—Ninguno que hayamos podido averiguar, y lo hemos intentado —dijo Regan—. Lleva una vida de máxima virtud. Nunca ha aceptado sobornos políticos. Nunca ha tenido una querida. Cuando era congresista rechazó todo gaje de su cargo. No es hombre rico. Es propietario de granjas y paga a sus trabajadores altos salarios, increíbles salarios. Su esposa es una dama del Sur…

—Esto debería ser suficiente para alejar de su lado a los republicanos radicales —dijo Joseph—. ¿No podemos sacar a relucir que debido a su esposa el senador no colaboró en el saqueo del Sur tal como hicieron los muchachos de la Reconstrucción?

Estos comentarios eran los peculiares que desaprobaban sus colegas. Regan tosió un poco, pero sus ojos, emboscados bajo espesas cejas castañas, chispearon.

—Desgraciadamente, los demócratas conservadores y los republicanos conservadores han destacado este hecho con aprobación.

Joseph dijo afablemente:

—¿Alguien ha considerado la posibilidad de asesinarle?

Regan emitió una breve carcajada:

—Esto solamente serviría para enardecer a sus partidarios, Joseph. Bueno, el asunto parece quedar a cargo tuyo, muchacho. Hemos decidido que tú nunca te has hecho conspicuo, deberás intentar de convencer al senador. Has demostrado mucha más discreción que algunos de nosotros.

—Tengo entendido —dijo Joseph— que el senador Bassett está bien informado sobre la situación de la clase obrera en Norteamérica. Solicitó la invalidación de los gobernadores de Maryland y Pensilvania que azuzaron la milicia contra los trabajadores ferroviarios. No es radical ni extremista. No podemos sobornarle. No podemos amenazarle con «desenmascararle», o… ¿podemos?

—Creo haber expuesto ya que no hay nada que pueda usarse en su contra. Es una montaña de virtudes cristianas.

—Siempre se encuentra algo —afirmó Joseph—. Lanzaré inmediatamente a mis investigadores al trabajo. A todos ustedes les consta, caballeros, que no existe hombre viviente que no tenga algo que ocultar, grande o pequeño. Si es pequeño, puede hincharse hasta adquirir proporciones gigantescas. Es fácil convertir hasta a un santo en un charlatán hipócrita, en un estafador, un traidor al pueblo, si uno es lo bastante listo. Opino que mis hombres son muy listos.

Cuatro semanas después Joseph fue a Washington, ciudad que calificaba de «barco blanco en un mar de fango y niebla». Detestaba sus olores de cloacas, su atmósfera ambiental de corrupción, astucias, sobornos y oportunistas. Estaban siendo trazadas grandes avenidas, y meditó Joseph que otras avenidas similares en Francia habían facilitado el pillaje, las insurrecciones y matanzas por las chusmas de París, ya que no había paredes ni vericuetos que les obstaculizasen, ni tenían los soldados modo alguno de parapetarse o tender emboscadas. Pensó Joseph: «Todavía no disponemos de un Rousseau, un Mirabeau o un Robespierre, ni estamos aún infestados por comunas como lo fueron los revolucionarios franceses y sus prósperos cabecillas. Pero, gracias a mis amigos, los tendremos en el futuro, en vida de mis hijos o de los hijos de mis hijos».

Joseph detestaba Washington, lo cual divertía a sus amigos, puesto que, ¿no formaba él parte de sus corrupciones, venalidades y cohechos? ¿No hizo uso con cinismo de sus senadores y congresistas? Desconocían su ambigua probidad de la cual apenas si se daba cuenta él mismo. Por ejemplo, no se había abalanzado en efectuar grandes inversiones en armamento durante la guerra Franco-Prusiana, en la cual sus amigos obtuvieron ganancias conjuntas de varias veces millonarias. No le simpatizaban ninguno de los dos bandos combatientes y hasta había odiado cordialmente a Bismarck que se había dejado contagiar por el socialismo. Sin embargo, ¿no estaban ahora sus amigos conspirando para infiltrar el marxismo en todas las naciones para su destrucción y quiebra, de modo que así pudieran ser quedamente conquistadas y dirigidas por la Élite? Cuando algo no podía ser conciliado en su mente lo suprimía como algo impertinente que debe ser descartado.

Tenía habitaciones en el Hotel Lafayette, una hostelería modesta, ya que siempre, a diferencia de algunos de los más prósperos empresarios, evitaba toda ostentación ante la visión pública. Sus gustos eran austeros. No le gustaban los carruajes rutilantes ni los caballos demasiado vistosos. Y así, su anonimato no era estrategia, sino secuela de su carácter. Que todo esto le ayudase enormemente no se le ocurría pensarlo, aunque sí a sus colegas. Sin embargo, los políticos solían saber cuándo estaba en la ciudad, y algunos sentíanse expectantes y otros inquietos. El senador Bassett era un hombre resuelto, pero sintióse desasosegado al ser informado de la llegada de Joseph Armagh, cuya presencia, por sí misma, era de mal agüero para alguien, según afirmaron los amigos del senador.

—Es uno de los principales opositores contra el proyecto de ley de Contratación de Trabajo Extranjero —le dijeron al senador—. Se mueve sigilosamente, sin ruido, pero de todos modos, ha venido.

—¡Dios mío, cuánto odio a estos politicastros de entre bastidores! —dijo el senador—. Son peores que los elegidos, ya que controlan a demasiados de nosotros. Doy gracias a Dios de que los senadores sean nombrados por la Asamblea y no tengan así que aspirar al cargo como los desdichados congresistas. Espero que nunca los senadores sean elegidos por el voto directo del pueblo, ya que el pueblo es versátil y puede fácilmente ser descarriado por una sonrisa, un guiño o unas cuantas monedas, y, sobre todo, por grandiosas promesas.

—Joe Armagh es uno de los principales promotores de una Enmienda Constitucional para elegir senadores mediante el voto directo del pueblo, y suprimir que sean designados únicamente por la Cámara legislativa.

—Espero que no lo consiga mientras yo viva —dijo el senador severamente—. Entonces vendríamos a resultar superfluos, casi decorativos, lo cual es probablemente lo que se proponen los conspiradores. Y seríamos pasto de los politiqueros como lo son los diputados.

El senador Enfield Bassett procedía de Massachusetts. Era de corta talla pero compacto y de gran cabeza, demasiado voluminosa para su estructura. Pese a su talla daba la impresión de una considerable fuerza corporal y mental. Tenía una cara ancha y vital, bondadosa y muy inteligente, y acababa de cumplir los cuarenta y cinco. No llevaba barba sino únicamente un bigote rizado que en vano trataba de alisar con cera. Su cabello, algo corto, tenía la misma tendencia. Sus ojos eran hermosos, anchos, negros y expresivos, bienhumorados, con largas pestañas sedosas. Su nariz no era notable aunque su boca fuera generosa por contraste, y tenía bonitos dientes muy blancos. Si había una leve propensión al barroco en su atuendo, sus amigos lo consideraban matiz de acicalamiento, ya que sabían que este abigarramiento no se extendía a sus juicios, sino que siempre era equilibrado, precavido, sincero y comedido. Por encima de todo era inexorable en contra de la explotación del obrero norteamericano, sus padecimientos, su injusta opresión y miseria, y contra la inmigración de obreros extranjeros que estaban dispuestos a trabajar por casi nada debido a la calamitosa situación en que llegaban y con lo cual perjudicaban al obrero nativo.

—No estoy en contra de los europeos —solía decir— ya que en definitiva ¿no somos todos nosotros europeos? Pero sí que estoy en contra de la importación de obreros extranjeros que son traídos en barcos ganaderos, enfermos, hambrientos, no para ser socorridos y ayudados por «compasivos» patronos, sino para ser conducidos como bestias a nuestras minas, talleres y fábricas, donde trabajan hasta morir de pie… y ser entonces enterrados en tumbas desconocidas. Son concentrados tras cercas, sin acceso al mundo exterior. Sus esposas y sus hijos son forzados a servir. Su explotación es terrible, sin conciencia, y no puede ser soportada en ninguna nación cristiana. Su destino es mucho peor aquí que en sus países nativos. Por lo menos allá tenían cierta libertad. ¿Qué obtienen aquí? Nada, salvo servidumbre. Nunca ven ni un centavo de sus pagas. Van a parar a las tiendas de la compañía que los explota, para cubrir sus pocas pero apremiantes necesidades.

Y el senador Bassett, al llegar a esta conclusión, hacía más contundentes sus puntos de vista:

—Ha llegado el momento, amigos míos, en que debemos practicar aquello que predicamos. Decimos que somos una nación libre. Pero ¿son libres los que son importados aquí como ganado? Debemos detener esta importación. En lo sucesivo aquellos que acudan a nuestros litorales han de ser hombres libres, dispuestos a asumir las responsabilidades de la libertad, hombres orgullosos con especialización laboral y oficios, y no criaturas calladas dispuestas a trabajar hasta sus muertes por un poco de pan y tumbas sin nombre. A Dios gracias hemos abolido la manifiesta esclavitud. Procedamos ahora a abolir la esclavitud encubierta. En lo sucesivo no debe ser permitido que ningún empresario ni contratista importe hombres desesperados en su propio beneficio, para detrimento de nuestro propio pueblo, que pide solamente un salario decente y una vivienda decorosa.

Sus oponentes clamaban:

—En nombre del progreso, no es lícito cerrar las puertas de nuestra nación a los míseros, a los siervos y a los humildes.

El senador Bassett sabía a quién «pertenecían» aquellos politicastros. No pertenecía él a nadie. En cierto modo, había sido un milagro que fuera elegido para el cargo por sus colegas del Congreso.

—Fue un descuido —comentaba humorísticamente—. Debieron elegirme recién salidos de la misa dominical.

Éste era el hombre de cabal integridad para cuyo soborno había venido Joseph Armagh.

No hizo nada abiertamente. Pidió a dos senadores que transmitieran al senador Bassett una invitación para acudir a visitarle, «por convenir a los mutuos intereses». La invitación fue transmitida. El senador Bassett creía en el aforismo acerca de que un hombre debía conocer a su enemigo, para poderle juzgar mejor y conseguir vencerle. En consecuencia aceptó cenar con Joseph en la intimidad de sus habitaciones hoteleras. Fue un día de intenso calor el primero de julio de 1881, tropical, destilando humedad pese a que brillaba el sol y no hubiese llovido; un día fétido, apestando a aguas fecales, tierra pisoteada, excrementos de caballo, aguas estancadas, y vegetación podrida y otros olores que no podían ser definidos pero que hedían. El hotel no estaba situado en un barrio elegante y la calle adoquinada era estrecha y, como de costumbre en Washington, esparciéndose la desmenuzada inmundicia en un viento ardoroso. A un lado de la calle se alineaban interminables hileras de lo que Joseph llamaba «casas terreras», en recuerdo de las ciudades de Irlanda, es decir, casas contiguas de oscura piedra rojiza con diminutas ventanas manchadas y pintados dinteles dando aceras de tablas o losetas. Las ventanas de las habitaciones de Joseph estaban abiertas y las cortinas eran aventadas dentro y fuera y los drapeados de terciopelo lucían polvorientos. Había un tráfico constante; el traqueteo de ruedas ribeteadas de acero invadía las habitaciones al igual que el repicar de cascos de caballo y el ladrido de perros vagabundos.

Los cuartos eran pequeños, felpudos y muy calurosos y algunos de los amontonados muebles eran de tela de crin, y las alfombras eran ordinarias. El senador observó todo aquello con cierta sorpresa. Aquel hotel parecía difícilmente el lugar adecuado para alguien como Joseph Armagh y por unos instantes el senador pensó que podía demostrar inclinación a la clandestinidad. Después estudió a su anfitrión y vio su excelente pero austera vestimenta y decidió que aquel ambiente era más apropiado a los gustos de Joseph que la ostentación, y por algún motivo sintióse más alarmado que antes. Los ascetas no eran tan fácilmente propensos a la emotividad como los hombres grandilocuentes; tendían al fanatismo y eran con frecuencia menos que humanos en sus sentimientos. Además, frecuentemente carecían de conciencia, no podían ser sobornados fácilmente, y caso de tener humor era usualmente seco y acre, y sin compasión.

Sin embargo cuando Joseph volvióse hacia él con un saludo formulario y una expresión de gratitud por haber condescendido el senador amablemente a aceptar su invitación, el senador Bassett vio algo en aquella cara descarnada que le conmovió. Ahí estaba un hombre que había conocido penas infinitas, tristeza, crueldades y rechaces, y como el senador también las había padecido las identificó. También recordó que un poeta francés dijo: «En este mundo el corazón o bien se despedaza o se convierte en piedra». Joseph probablemente se había vuelto de piedra, y ahora el senador sintió una extraña opresión desalentada. No había nada más inquietante que un hombre que había soportado todas las maldades que el mundo puede infligir, y que se revolvió con hostilidad contra aquel mundo.

—He encargado jamón y pollo para usted, senador —dijo Joseph—, y cerveza y pastel. Espero que todo sea de su gusto.

—Es usted muy amable —dijo el senador con renovada sorpresa—. Son mis vituallas favoritas.

Estuvo a punto de preguntarle a Joseph cómo sabía aquello, pero recordó, con acrecentada alarma que Joseph había averiguado probablemente muchas cosas acerca de él y una inspección tan minuciosa no era halagadora y podía resultar peligrosa. También tenía una finalidad. El senador comprendía sobradamente que Joseph estaba ahí para persuadirle de retractarse en su apoyo al proyecto de ley de Contratación de Trabajo Extranjero, ya que la retirada de dicho apoyo pondría en serias dificultades su aprobación.

—Me complace que la cena sea de su agrado —dijo Joseph, con el tono formalista que había empleado desde la llegada del senador—. Yo mismo, como parcamente, y este calor disminuye todo apetito. Me pregunto por qué ustedes los senadores permanecen aquí en verano, y especialmente estando casi al caer unas fiestas.

—Tenemos trabajo pendiente, muy apremiante —dijo el senador. Sentóse ante la mesa redonda sencillamente servida con mantelería limpia pero modesta y cubiertos de plata deslustrada—. Personalmente no me agrada Washington, pero estoy aquí para servir a mi país.

Las viejas y pomposas palabras, en la fuerte pero musical voz del senador, no sonaban hipócritamente sino sinceras. Añadió:

—Contra sus enemigos internos y exteriores.

Joseph podía estudiar a un hombre sin dar muestras de tal agudo estudio y pronto supo que el senador era un hombre de absoluta rectitud y no un farsante político y por consiguiente estaba fuera de lugar en aquella ciudad, y era una anomalía. También supo que el senador no ignoraba por qué estaba él allí, y que el senador había aceptado su invitación no solamente a causa de su poder sino para enjuiciar personalmente las formidables armas de que disponía Joseph. El oculto escrutinio de Joseph de los rasgos del senador le reafirmaban que se hallaba ante un hombre bueno y honrado. Percibió un tenue remordimiento, algo que hacía años no había experimentado, y lo estrujó. No tenía nada personal contra el senador. Sabía que aquel hombre había sido muy pobre, casi tan pobre como él mismo, y que todo cuanto tenía, aunque hipotecado, lo compró con dinero ganado y no mediante latrocinios ni cohechos.

La cena de Joseph consistió en un plato de caldo ligero, una loncha de carne fría, pan y té. Comía sin prestar atención, lenta y rutinariamente. El senador, aunque sintiéndose cada vez más inquieto, comía con cordialidad y comentaba sobre sus colegas con amable regocijo y sin nombrarlos. Era ingenioso. Cuando reía su risa era más alta que lo normal en un hombre y llegaba a sugerir un lamento a su término. La cerveza le refrescaba y la bebía copiosamente.

—Oí decir que era usted realmente un granjero —dijo Joseph—. Yo mismo nací en el campo. En Irlanda.

—Ah, tenemos buen número de congresistas que son irlandeses —dijo el senador—. Sí, soy granjero, nacido en una granja. Poseo cuatrocientos acres de tierra en Massachusetts y otros quinientos en el Estado de Nueva York. Con cuatro granjeros arrendatarios. Ahora bien, cuando digo que «poseo» estos acres significa que tengo los títulos de propiedad pero en realidad son los Bancos los propietarios. Pago las hipotecas con elevado interés. Nací en Massachusetts, pero mi esposa nació en Georgia. La conocí aquí en Washington cuando era congresista y su padre un senador que sintió que ella se inclinaba mucho al casarse conmigo —y rió, antes de añadir con orgullo—: Tengo una hija preciosa que se casará con un muchacho de muy buena familia en Boston. Muy buena familia. En septiembre.

Se le ocurrió súbitamente a Joseph que el recital cándido del senador era muy semejante al del jovencísimo Harry Zeff en el andén de la estación en Wheatfield muchos años antes. De nuevo aquel molesto remordimiento hizo acto de presencia, y de nuevo lo estrujó.

—O sea que su esposa es una «bella dama del Sur» —dijo Joseph, en un intento jocoso.

El senador depositó su tenedor junto al plato y le miró.

—Sí. Y sigue siendo todavía una bonita dama.

Su corazón había iniciado una extraña palpitación acelerada. Su criterio sobre los hombres era muy astuto y sabía que hombres tales como Joseph Armagh no son propensos a jocosidades. Sin embargo la cara de Joseph era inescrutable.

Un poco jadeante, dijo el senador:

—Sé que vino usted para tratar de cuestiones prácticas, señor Armagh. ¿En qué puedo serle útil?

—No es usted mi senador —dijo Joseph con gran cortesía—, pero indudablemente puede ayudarme. Soy hombre directo. Usted probablemente sabe que estoy aquí para discutir sobre el proyecto de ley de Contratación de Trabajo Extranjero que usted instigó y que ahora trata de hacer progresar a través del Senado. Y sé que usted cuenta con un buen número de colegas en su favor, ya que le respetan altamente y desean complacerle aun cuando tengan, quizás algunas reservas con referencia a este proyecto de ley.

—Sí, las tuvieron en un principio. Ya no las tienen ahora. Votarán conmigo por pura convicción y no por respeto personal o amistad hacia mí. No lo aceptaría si no fuera así.

—Ha hablado como un hombre de integridad —dijo Joseph— y prefiero tratar con hombres honestos… que son habitualmente razonables al formularse cualquier pacto.

El senador rascó un fósforo en la suela de su zapato y encendió su cigarro con manos que temblaban visiblemente.

—Señor Armagh, he oído todos los argumentos en contra de este proyecto de ley. Los he tomado en cuenta. No es un capricho por mi parte, ni un impulso emocional. He estudiado largo tiempo la contratación de obreros extranjeros y he quedado ultrajado ante el trato dado a estas pobres criaturas que, viéndose forzadas a aceptar salarios abominablemente bajos, mantienen sin trabajo a los obreros norteamericanos. ¿Sabía usted que algunos de sus… amigos… contrataban obreros chinos para trabajar en las líneas férreas por veinticuatro dólares al mes, y después se los descontaban por ropa y botas de modo que apenas les quedase con que comer? ¿Y que tenían que dormir en inmundos cuchitriles? Tenemos húngaros, búlgaros, austriacos, polacos, alemanes y Dios sabe cuántos más siendo constantemente importados para reemplazar el supuesto y alegado «alto costo del obrero norteamericano», y así subyugar a las uniones, y mientras aquellos pobres extranjeros cobran apenas más que los desdichados chinos que murieron hasta el último de ellos.

Exhaló una bocanada de humo y un contenido suspiro, prosiguiendo:

—De nada sirve hablarles de la conciencia a sus amigos, señor Armagh. Me dicen que estos hombres desesperados y sus familias están mucho mejor en Norteamérica que en sus propios países. Saben perfectamente que es una mentira. Estos hombres son atraídos aquí con el señuelo de promesas que nunca se cumplen, naturalmente. Tratamos mejor a los perros atravesados, señor Armagh, y estoy seguro que usted lo sabe. Hemos declarado ostensiblemente fuera de la ley la esclavitud de los hombres negros. Ahora tenemos la esclavitud para hombres blancos. Por lo menos la mayoría de los dueños de hombres negros los consideraban como una propiedad valiosa, y los alimentaban, vestían y alojaban con cierto decoro y tenían médicos para ellos. Pero estos esclavos blancos no disponen de nada de esto —y apasionadamente exclamó el senador—: ¡Ah, yo no sé cómo estos amigos suyos pueden dormir de noche, señor Armagh, ni cómo podrán sosegar sus almas inmortales cuando mueran!

Joseph le miró fijamente y sonrió con torva mueca:

—Nunca he sabido de alguien cuyo sueño fuera conturbado, senador, ni tampoco el de su alma inmortal, si tiene mucho dinero a su alcance. Bien, usted ha hablado de las desdichas de los obreros extranjeros que hemos traído aquí. Por lo menos, esta gente tenía su pasaje pagado. No tuvieron que contemplar cómo sus conciudadanos moríanse de hambre en las zanjas de los caminos, cómo agonizaban sus familias. Han dispuesto de algo de pan, algo de queso, vegetales, algún techo, por mísero que fuera. Nunca conocieron el verdadero hambre. Yo sí, senador. Llegué aquí siendo un mozo de trece años con un hermano más joven y una hermana recién nacida de quienes cuidarme, y aquello que recibí lo pagué con mis propios salarios. Yo no tenía ningún trabajo esperándome, ni ningún alojamiento preparado. Yo no era un hombre. Era un niño. Y fui rechazado de sus libres puertos, senador, hasta que por alguna intervención misericordiosa me fue permitido entrar con mi familia.

Su huesuda faz había comenzado a entenebrecerse y el senador le escrutaba.

—He trabajado toda mi vida, en cualquier trabajo que pude hallar, desde que tenía apenas trece años, y sustenté mi familia. Pasé hambre, senador, un hambre mucho más penosa de la que aguantan sus obreros extranjeros por los cuales tiene tanta conmiseración. Y nunca refunfuñé. No hubo senadores para socorrerme, para abogar por la causa de los desesperados y hambrientos irlandeses que querían venir aquí simplemente para trabajar. Fuimos despreciados y rechazados por doquier que fuimos. Se nos negó el trabajo, hasta que tuvimos que mentir diciendo que no éramos irlandeses ni católicos. A nadie le importó que sufriéramos de consunción en esta noble tierra libre de usted, senador, y se murieran ahogados en su propia sangre, mendigando pan y ropa. ¡No se nos permitía trabajar! No se nos permitía vivir. No obstante, de un modo u otro vivimos. De un modo, u otro, decenas de miles, cientos de miles de nosotros, luchamos abriéndonos paso fuera del garlito de nuestra existencia con nuestras propias manos, sesos y valor. No pedimos clemencia ni nos la dieron. Y ahora, dígame, senador, ¿acaso fuimos más afortunados en los comienzos que sus obreros extranjeros?

«O sea que esto es lo que le sucede», pensó el senador con fuerte impulso íntimo de compasiva comprensión. «Quiere tomarse la revancha del mundo que le hizo todo esto a él».

—Este mundo mató a mis padres —dijo Joseph—. Fueron asesinados tan inexorablemente como les hubieran baleado a muerte. Bueno, esto carece de importancia, ¿no es así? El hecho que prevalece es que esta mano de obra extranjera contratada, traída aquí pagado el pasaje, cosa que no tuvimos, tuvo las mismas oportunidades o falta de ellas, que yo tuve. En su mayoría son hombres, pero yo era un niño. Usted me dirá que tienen con ellos a sus familias. También yo. Dejémosles que hagan lo que yo hice. Dejémosles trabajar como yo trabajé. No son más débiles de lo que yo fui. Si son resueltos, conseguirán liberarse… como yo lo conseguí.

Con su entonación más bondadosa, dijo el senador:

—En otras palabras, usted quiere que ellos sufran lo mismo que usted sufrió. Conociendo la amargura del hambre y la explotación… ¿quiere también que ellos la soporten?

—¿Son ellos acaso mejores de lo que yo fui? —y con brusco ademán especificó—: Me temo que estamos divagando. Los obreros extranjeros son necesarios para la expansión de Norteamérica y por consiguiente debemos disponer de ellos.

—Estoy de acuerdo —dijo el senador—, pero hemos de pagarles salarios decentes y darles oportunidades decentes. Ayudemos a las Uniones a tener éxito en sus demandas de pagas adecuadas también para nuestros obreros norteamericanos. Toda la cuestión estriba en que el obrero extranjero dispuesto a trabajar por casi nada, está privando de trabajo al obrero norteamericano condenándole involuntariamente a morirse de hambre. ¿Es preciso que le recuerde las huelgas de los ferroviarios y la matanza de huelguistas, y hasta de sus esposas? Si esto es necesario para «la expansión de Norteamérica» entonces digo… ¡no nos expansionemos!

—Es una realidad indiscutible —comentó Joseph— que no puede hornearse pan sin extinguir la levadura.

—Me encantan los epigramas. El problema radica en que rara vez son generosos o misericordiosos. Estamos hablando de hombres, señor Armagh, no de levadura. Hasta que no sean empleados todos nuestros obreros no debemos traer más obreros extranjeros en barcos de ganado. Cuando sean necesarios, que vengan pero con salarios decentes.

El senador apartó su silla de la mesa y añadió:

—Habló de prejuicios contra los irlandeses, señor Armagh. También existe un prejuicio contra esta pobre gente. Porque son lo que son, les tratan nuestros propios ciudadanos como si no fueran seres humanos. Esto también ha de ser rectificado. No ha lugar entre hombres honorables para los prejuicios contra otros hombres por la culpa, si así quiere llamarla, de su nacimiento. Los prejuicios resultarían risibles si no fueran tan atrozmente nefandos. Usted, más que nadie, debería comprenderlo.

Pero Joseph desvió la respuesta, iniciando el ataque:

—No somos hombres que pedimos sin recompensar. Supongo que esto ya lo sabe.

El senador estaba ahora pálido y toda clase de apacible humor había desaparecido de su semblante. Dijo:

—Sí, señor Armagh, lo sé. ¡No voy a saberlo! Si mis colegas mostrasen cualquier indicio de vergüenza podrían ser perdonados quizá, por debilidades humanas y codicia humana. Pero no están avergonzados. Votarán en contra de los mejores intereses de su patria, por dinero, jactándose encima por ello, y buscando más dinero. Son prostitutas alquiladas, señor Armagh. Peores aún que las mismas rameras.

No pudo evitarse Joseph sonreír.

—Pero, como las rameras, reciben su paga. Atiéndame, senador. No vamos a ofrecer sobornos ni nada tan vulgar. Sencillamente estaremos agradecidos por la compra de lo que puede usted ofrecer, y por un precio excelente.

—Es decir, ¿retirar mi apoyo al proyecto de ley de Contratación de Trabajo Extranjero… que yo mismo fomenté… y convencer a mis colegas para que hagan lo mismo?

—Exactamente. Es un asunto de poca monta.

—La respuesta, naturalmente, es no, señor.

—¿No existe argumento alguno que pueda persuadirle siquiera de reflexionar sobre este asunto?

—No. He oído todos los argumentos. Durante meses los he refutado. Estoy verdaderamente asombrado que sus amigos lo intenten de nuevo, ya que me abordaron con anterioridad —y miró fijamente a Joseph—. Sabe usted perfectamente que lo que me ha dicho, lo que me ha ofrecido, es un delito penal de ofensa contra la dignidad del Senado, y su intento de sobornarme le hace incurrir en riesgo de procesamiento judicial.

—Lo sé, senador. Pero usted no tiene prueba alguna.

—Y además —dijo el senador con inmensa amargura— solamente serviría para divertir a bastantes de mis colegas, ¡todos ellos hombres honorables! Pero sigo teniendo la esperanza de que este proyecto de ley será aprobado. Tenemos un Jefe de Gobierno al parecer apacible y amistoso, pero es un hombre de principios y tiene planes que sólo ha comunicado confidencialmente a unos pocos, y me honro en ser uno de éstos.

—Tengo conocimiento de las convicciones del presidente Garfield. Creo que está mal aconsejado.

La estancia rezumaba mayor calor. Las paredes parduscas reverberaban el crudo y quemante reflejo solar. El polvo revoloteaba en los antepechos de las ventanas formando caballitos del diablo. El ruido del tráfico se hizo más audible en la estancia al observarse ambos interlocutores en grávido silencio. Por fin, dijo el senador:

—¿Qué es lo que quieren los suyos?

Joseph exhibió su mordaz y fría sonrisa:

—¿Qué es lo que cualquier hombre, en el fondo, realmente quiere? Poderío, mando, autoridad. ¡Los hipócritas chillan ideologías y lemas para prosperar a costa de los simples y crédulos y los que me agrada llamar «puros de corazón»! Pero mis… amigos… no tienen ideologías aunque hacen solemnemente uso de aquellas de los demás si sirven a sus propósitos. Son hombres que participan en muchas empresas, políticos, directores comerciales, dueños de minas, industriales, banqueros, jefes de líneas férreas, petroleros, navieros, fabricantes de armamento y municiones, hombres de riquezas heredadas, hombres de ilustres familias tanto aquí como en el extranjero, príncipes incluidos. Terratenientes. Todos tienen varios puntos en común: ninguno siente la menor devoción por su patria particular. A ninguno le importa el bienestar del pueblo en cualquier nación. Todos son avariciosos más allá de la avaricia que el público en general pueda comprender. Todos son sublimes egotistas. Todos son enemigos de lo que usted llamaría libertad, senador. Quieren dirigir, cada uno en su propia esfera, cooperando con sus iguales. Quieren ser la Élite, con absoluta autoridad sobre las vidas y muertes y destinos del mundo. En el fondo, todos son Robespierres, Dantons, Mirabeaus. Jacobinos.

El senador le contemplaba fijamente, porque había captado la ironía y el desdén bajo las palabras de Joseph. Meditó unos instantes y replicó:

—Jacobinos. Sí. Las revoluciones nunca arrancan del pueblo trabajador, los agricultores, los modestos tenderos. Brotan de la aburrida y bien alimentada, los hombres que ya gobiernan, los llamados intelectuales, los muchos inquietos cuyas almas están vacías de todo valor espiritual pero que anhelan la fría violencia. En toda la historia ningún déspota surgió jamás del llamado «pueblo». Los déspotas brotan de los depravados radicales que odian a sus prójimos aunque los embaucan con suaves palabras y halagos y pretenden ser su amigo. Como ve, señor Armagh, yo también conozco la historia.

—Entonces, sabrá también cómo supieron los italianos del Renacimiento que las éticas política y moral nunca van juntas. La política y la ética están en plena contradicción. Un político honesto o bien es un hipócrita… o está predestinado a la destrucción.

El senador se puso en pie. Recogió de una silla su sombrero de alta copa sedosa y negra. Lo sostuvo entre las manos contemplándola y su expresión era a la vez grave y dolorida. Dijo, casi inaudiblemente:

—Sigo teniendo la esperanza de que mis compatriotas elegirán hombres buenos y no ladrones, embusteros, bribones exigentes, blandos aduladores y saqueadores en potencia.

Miró fijamente a Joseph:

—Creo haber dicho todo cuanto era necesario decir. No abandonaré mi postura. No puedo, en conciencia.

También se levantó Joseph. Ahora empuñaba en la mano un recio papel enrollado.

—Entonces, senador, y confío que tendrá una conciencia concerniendo a diversas personas relacionadas en estas breves notas. Por favor, léalas.

El senador cogió el papel y desenrollándolo comenzó a leer, siguiendo en pie. Su cara fue agrisándose lentamente, se hizo horriblemente lívida, casi yesosa, aunque ninguna de sus facciones se alteró. Pero gotas de sudor aparecieron en su frente y resbalaron por sus mejillas como lágrimas. Joseph le observaba. Finalmente no pudo observarle por más tiempo y fue hacia una ventana sintiendo en la boca un gusto de cenizas. Crispó las manos en el polvoriento antepecho y miró hacia abajo, al tráfico, sin verlo. El silencio a su espalda se hizo pesado, denso, funesto. Por fin oyó un susurro y supo que el papel apergaminado había sido depositado sobre la mesa. Pese a ello, no podía aún volverse.

El senador murmuró monótonamente:

—¿Quién sabe esto además de usted?

—Solamente otro, senador. Por completo. La información fue recogida fraccionada y separadamente por una docena de hombres expertos que no tienen interés en usted, y que no conocen la totalidad de los datos recogidos. No he mostrado este papel a mis… amigos. Preferí enseñárselo solamente a usted.

—¿Qué intenta hacer con esta información, señor Armagh?

Joseph se volvió lentamente. Sus ojos le escocían. Vio que el senador parecía haber encogido, menguado, y que tenía el aspecto de un hombre terminado.

—Senador, si usted no retira su influencia del proyecto de ley de Contratación de Trabajo Extranjero es mi intención entregar esta información a los periódicos… y a varios de sus colegas. Lo siento. Sabe usted que no hay libelo. Sabe que son ciertos los hechos anotados en este papel.

El senador tanteó en busca de la silla que había abandonado, y se desplomó en ella, agachada la cabeza. Dijo con voz que era apenas un murmullo:

—Estamos en una época nueva. Ya no resulta nefasto… o repulsivo… haber tenido una abuela mulata, que fue esclava en Carolina del Sur. Era una dama agradable, y fue educada por su ama y por maestros. A su vez, ella educó a los hijos de su ama, que la había libertado. Por último, su ama le dio una considerable cantidad de dinero y la ayudó a trasladarse al Canadá. Pero, ya usted sabe todo esto. Ella se casó con un granjero canadiense acomodado… ya está todo expuesto aquí, ¿para qué repetirlo? Se trasladaron a Massachusetts. La conocí muy bien. Hasta su muerte ella fue el ser más querido en mi vida.

Alzó la mirada hacia Joseph con ojos dilatados y turbios:

—Ella me enseñó que nada es tan importante como la libertad, y que hasta la misma libertad no tiene valor si no está acompañada por el honor y la responsabilidad. Ella me enseñó que ningún hombre digno de esta condición podía llamarse a sí mismo hombre a menos que tuviera integridad.

Joseph miró a un lado.

—Entonces, carece de importancia que se propague la noticia de que usted tuvo una abuela provista de tantas virtudes, ¿no es así?

Dijo el senador:

—Tenemos bastantes congresistas negros en Washington actualmente, señor Armagh. Nadie les desprecia, ni les insulta…

Comprendió entonces Joseph que el senador no había oído su comentario. Dijo:

—Pero su esposa, la encantadora beldad sudista de Georgia… no está enterada, ¿verdad? Y su hija, que ha de casarse con el vástago de una aristocrática familia de Boston, el señor Gray Arbuthnot, ¿no es así?, tampoco lo saben ni ella ni él, ¿verdad? Quizás que ellos no sean tan amplios de miras y tolerantes como sus colegas del Senado, y me temo que también éstos perderían súbitamente su tolerancia, y no le respaldarían. He podido observar que la «tolerancia» tiene un curioso modo de esfumarse cuando el propio futuro de un hombre está en un atolladero. Hay también algo más. Sus enemigos llegarían a la conclusión de que su apasionamiento por el bienestar del trabajador norteamericano, y su oposición a la importación de obreros extranjeros, procede del hecho de que es usted descendiente de un esclavo, y por consiguiente posee una sensibilidad de esclavo para el «esclavizamiento» de los demás. No crea que los hombres son bondadosos, senador. Son demonios.

El senador seguía mirando fijamente a Joseph y sus lustrosos ojos negros brillaban como si retuvieran lágrimas.

—Mis colegas en el Senado son demócratas conservadores y los más moderados de los republicanos. No me volverán la espalda.

—Lo harán. ¿De cuándo acá un hombre apoyó jamás a cualquier otro expuesto a la aversión o ridiculización públicas, por inocente o bueno que fuera? Ninguno ni nadie, que yo sepa. Cada uno de sus amigos pensará solamente en su propio porvenir político. No lo va a sabotear por usted, mi estimado señor. Ciertamente que ahora todos palpitamos en el Norte por «la elevación del negro». Está de moda. Pero es abstracto. Pasando a la realidad de los hechos es otra cosa enteramente distinta como saben muy bien los liberales. Muchos de sus amigos demócratas conservadores proceden del Sur, como recordará, y lo mismo ocurre con sus «más moderados» republicanos. Públicamente, emitirán palabras suaves, pero en la realidad huirán de usted. ¿Y qué pensará su esposa? ¿Cómo soportará la humillación? ¿Cree usted que el señor Arbuthnot se casará con una muchacha descendiente de un esclavo negro? Piense en ello, senador, puesto que según queda expuesto aquí, ni su esposa ni su hija conocen este antecedente suyo.

El senador volvió a inclinar la cabeza. Dijo con voz entrecortada:

—Ya lo ha dicho usted. Los hombres son demonios.

—Cierto, senador. Bastará con que les diga a sus colegas que tras madura reflexión ha decidido no apoyar más el proyecto de ley en cuestión, y toda esta información quedará destruida. Nadie lo sabrá jamás. Le doy mi palabra de honor.

El senador emitió una angustiada risa que resultó gimiente.

—¡Debo simplemente abandonar mis principios, desertar de mis convicciones, renunciar a todo lo que hace soportable la vida para un hombre!

—Piense en ello como una protección de su esposa e hija, senador.

El senador se puso en pie. Contemplaba el apergaminado papel nuevamente enroscado por sí mismo. Remojóse los grises labios con la punta de su lengua. Y tras una larga pausa, dijo:

—Es posible que esté usted en lo cierto, señor. Voy llegando a la conclusión de que este mundo es realmente infernal.

Colocándose el sombrero de copa añadió:

—Pensaré en todo esto.

—Dispone usted de tiempo hasta mañana a las seis de la tarde, senador. Envíeme aviso. Si por entonces no he recibido noticias suyas…

Asintió el senador, cuyas facciones habíanse avejentado, pero en cuyos ojos alentaba una insondable resolución.

—Dispongo hasta las seis de la tarde de mañana para decirle a usted si renuncio… o no renuncio. Sí. Tendrá noticias mías.

Se dirigió hacia la puerta, y su paso era lento y débil. Joseph se anticipó rápidamente para abrirle la puerta. El senador se detuvo en el umbral. Volvió la cabeza con lo que parecía costarle un gran esfuerzo y miró rectamente al rostro de Joseph. Dijo lentamente:

—Señor Armagh, que Dios tenga misericordia de usted porque no es usted un mal hombre. No, no es usted un mal hombre. Por ello mismo, tanto peor para usted.

Los párpados de Joseph casi recubriendo sus hundidos ojos azules.

—Soy lo que el mundo me hizo ser, senador. Pero ¿acaso no es esto verdad en todos?

—No —dijo el senador—. No. Esto no es verdad. Tenemos la facultad de escoger.

Joseph le vio alejarse, caminando con inseguridad, como ebrio, pasillo adelante hasta que alargó la mano tanteando hacia la baranda, y desapareció bajando las escaleras. Joseph cerró la puerta.

Permaneció largo tiempo en el centro de su polvorienta habitación. Sus ojos llegaron finalmente a posarse en la parrilla vacía de la chimenea. Súbitamente tembló como si tuviera frío. Cogió el recio papel desenrollándolo y lo colocó en la parrilla. Rodilla en tierra prendió un fósforo. El papel era grueso y resistente. Encendió más fósforos, y la habitación se impregnó de olor a humo y azufre. El pergamino comenzó a arder por una esquina. Fue ardiendo como jubiloso, crepitante, y pedazos ennegrecidos se desprendieron y el resto iba enroscándose como un largo gusano negro, hasta desintegrarse. Joseph empuñó el atizador y removió hasta aplastarlo todo en cenizas. Como siempre, y en último momento, no había sido capaz de resistirse a la inocente honradez.

Sentábase sobre sus tacones y se dijo a sí mismo: «Indudablemente, eres un estúpido. Ni siquiera sabes por qué has hecho lo que acabas de hacer ¿Qué te importa este hombre? Un político más o menos. Ahora he actuado contra mis propios intereses. ¿Cómo voy a explicarles esto a mis asociados? Me costará atreverme a explicarles lo que he hecho. Se reirían hasta la hartura para después llevar a cabo las maniobras para destruirme. ¡Me he puesto en una situación magnífica!».

Miró las negras cenizas y de pronto algo que le estrujaba íntimamente se relajó. Nadie sabía que estaba en su poder esta información excepto Timothy Dineen, que había reunido los informes de los demás investigadores resumiéndoles en un conciso extracto. Joseph les había dicho a sus colegas únicamente que tenía «cierta información que pudiera persuadir al senador Bassett. Puedo intentarlo, en último extremo. Creo que atenderá a razones». Tendría que decirles ahora que el senador, al final, no había atendido a razón alguna. Joseph se encogió de hombros. El resto incumbiría ya a nuevas conspiraciones por parte de ellos, que dudaba resultarían eficaces con un hombre como el senador.

Ya estaba seguro de cuál sería la decisión del senador. No renunciaría porque entonces no podría vivir consigo mismo. Joseph se puso en pie, nerviosamente. No había tren abandonando Washington aquella noche. Tendría que quedarse en aquella abominable ciudad blanca y corrompida, rebosante de pestilencias y maldad, hasta el día siguiente.

Aquella noche Joseph acudió a un concierto de Brahms pero la música no logró abstraerle como de costumbre. Veía las facciones del senador Bassett por doquier en las butacas de platea y en los palcos. En cierto momento, pensó: «Si supiera dónde vive iría a verle esta noche y le diría… ¿Qué le diría? ¿Qué he destruido la información? ¿Consolaría esto a un hombre tan hondamente herido? ¿Quedaría tranquilizado con la inexistente garantía de que algún otro enemigo no desenterraría esta historia alguna vez en el futuro? ¿Podría seguir viviendo con este conocimiento, el temor, el obsesionante temor? No temería nada para él mismo. Sufriría el más agobiante de los temores… el de que la verdad destruyese a aquéllos a quienes amaba».

El amor… Meditó Joseph que como todas las demás cosas era una mentira y un engaño, una mutilación traidora. No era de extrañar que fuera tan celebrado: era tan raro, tan por encima a la naturaleza del hombre que le sorprendía maravillándole como si fuera un milagro. Solamente estaban a salvo aquellos que nunca amaron ni amarían. Estaban a salvo del mundo de los hombres.

Caminó de regreso a su hotel en el calor de la medianoche de la ciudad. Las calles adoquinadas, enladrilladas o fangosas estaban pobladas de vehículos, ruidosas de risas, crujido de ruedas y pisoteo de cascos equinos. Vio las faces de políticos, rotundas, sonrojadas, joviales. Los había tratado con frecuencia y les conocía. Saludaban a las amistades desde sus suntuosos carruajes y sonreían, sonreían, sonreían. Nunca cesaban de trabajar, pensó Joseph. Eran como insomnes animales de presa.

El fétido calor tropical no aminoraba. Todavía resultaba peor en las habitaciones de Joseph. Se revolvió, dormitó y tuvo pesadillas. En cierto momento soñó que estaba en un minúsculo esquife y veía la mano de su madre tendiéndose hacia él, emergiendo de negras aguas. Pero cuando estaba él a punto de asirla volvía a sumergirse, y oyó un gemido. Despertó, sudoroso, precisamente cuando aparecía la luz verdiazul de la alborada. Levantándose fue a asearse.

Cuando estaba consumiendo indiferentemente un parco desayuno llamó a su puerta un mensajero entregándole una carta. A solas, la abrió viendo que era del senador Bassett. Durante unos momentos se frotó los escaldados ojos antes de leer. Después se enderezó. El senador había escrito: «Me pidió retractarme al precio de no destruir aquellos que me son muy queridos. Existe tan sólo un modo que me permita retractarme sin que lacere mi conciencia y no me deje descansar en paz. Cuando reciba estas líneas habré emprendido el camino por donde cesa toda mi vida corporal. Pero con mi postrer aliento puedo únicamente decirle lo siguiente: he invocado sobre usted una maldición y ninguno de aquéllos a quienes usted estime prosperarán jamás ni colmarán sus sueños y sus esperanzas».

No llevaba firma, salvo la inicial «B».

Joseph se puso en pie bruscamente. Pensó que estaba asfixiándose y a la vez todo su cuerpo estaba recorrido por una enorme frialdad, y un horrendo vértigo le hizo tambalearse. Todo en derredor suyo se volvió neblinoso. Las paredes y el techo de la habitación fueron ondulando en brumas hasta disolverse. Sintióse al borde del desvanecimiento. Tuvo que asirse a una silla, derrumbándose en ella, cayéndole la carta de las manos. Cubrióse el rostro con las manos y se estremeció.

No era la espantosa maldición del hombre que se había inmolado lo que le conturbaba, porque no era supersticioso. No creía en maldiciones ni en bendiciones. Lo que le abrumaba era que había matado a un fenómeno: un hombre honrado. Tras un largo intervalo pensó: «Pero entonces un hombre honrado es algo grotesco. No tiene sitio en este mundo, y nunca tuvo cabida. En cierto modo, si todos los hombres honrados muriesen, este mundo sería un lugar apacible, ya que no existirían perplejidades transitorias ni agitaciones, ni necias esperanzas, ni esfuerzos con plena dedicación y estériles, condenados al fracaso desde el principio, ni cruzadas destinadas a ser destruidas, ni elocuencias elevadas y contagiosas».

Se hallaba en la estación del ferrocarril entre bulliciosos gentíos cuando el presidente Garfield fue asesinado a balazos.

Pocos meses después el proyecto de ley de Contratación de Trabajo Extranjero fue aprobado tanto por el Senado como por la Cámara. Un senador manifestó:

—Debemos este triunfo a la tarea de nuestro muy apreciado senador Enfield Bassett que dedicó todas sus energías altruistas a conseguir la aceptación de este proyecto. Murió como muere un caballo pura sangre sobrecargado, sin por ello dejar de avanzar con todas sus fuerzas, y fue una muerte honorable. El peso de los cargos públicos mata con frecuencia. Consideramos al senador Bassett un mártir por el bienestar de esta nación al igual que nuestro difunto presidente Garfield.

Joseph Armagh no creía que los asesinatos políticos fueran «hechos casuales, elaborados por mentes insanas e intelectos desequilibrados», como aseveraban algunos periódicos refiriéndose al presidente Garfield. La mano en el gatillo pudo ser «casual» y la mente y el intelecto «insanos y desequilibrados». Pero los hombres ocultándose en el anónimo tras el asesino no eran casuales ni insanos ni desequilibrados. Sabían perfectamente las razones y lo que se hacían.