Joseph recibió una interesante carta del abogado Spaulding cierto frío día de septiembre, dirigida a la casa de Green Hills. Después de las preliminares efusiones de amistad y adhesión, decía, con la máxima delicadeza:
«Nuestros amigos aceptaron la contribución al Partido con agradecida sorpresa por la inigualable generosidad de usted, que, declararon, demostraba la gran preocupación que usted siente por la nación y su prosperidad. Se ocuparán inmediatamente de los otros asuntos que encarecidamente elevé a su atención, y confío que quedará usted complacido por los resultados».
Después de cariñosos buenos deseos concerniendo a la familia de Joseph, el abogado añadía lo siguiente: «No me sorprendería que recibiese usted la visita casi inmediata de un mutuo amigo. De ser así, ruego le haga extensiva mi respetuosa consideración».
Quemó Joseph la carta al instante, pero permaneció rumiando su contenido con sombría y vengativa satisfacción. Necesitaba esta satisfacción porque su vida se había hecho apenas tolerable desde la «deserción» de Regina que componía ahora un solo cuerpo con las crueles acusaciones y huida de Sean. Sentíase solo como nunca hasta entonces en toda su vida, y si algún sentimental hubiese elogiado sus riquezas, su esposa y sus hijos habría estallado en una carcajada y su entonación no habría sido agradable. Nunca había pensado antes en emplear a su familia como fuente de venganza, pero en aquellos días pensaba en ello constantemente. Con frecuencia, en el pasado, había contemplado la idea del suicidio, pero sólo como al azar aunque el impulso fuera breve y agudo. Ahora la idea efectuaba su intrusión varias veces al día y con una pasajera pero atractiva sensación de alivio. Supo por fin que un hombre debía hallar su motivación de vivir en sí mismo y no en los demás que podían traicionar sin la menor vacilación, y hasta sin malignidad.
Algunos hombres vivían para su país, otros por algún increíble Dios, y algunos para sus familias. Pero Joseph había llegado a asimilar que todo eso eran exterioridades que no estaban identificadas con la propia identidad del hombre, excepto tal vez, aquel Dios —o el mito de Él— que había seducido a su hermana llevándosela de la casa de su hermano. Esto, para Joseph, era la máxima locura y la máxima traición secreta de la propia integridad. Nada abstracto adquiría carácter de verdad en la perentoria cercanía que para el hombre suponían las necesidades, apetitos y supervivencia. Esto podría tal vez llamarse animalismo, pensaba Joseph, pero, excepto por unos cuantos santos demenciales que de todos modos nunca conocieron el mundo, ¿qué alienta en la historia del hombre sino el animalismo? Había llegado a odiarse a sí mismo por haber privado su juventud de todo goce, aventura o investigación de posibles placeres al alcance, por pensar sólo en su familia. A veces se preguntaba si no estuvo él mismo un poco loco al considerar su propia existencia como valiosa solamente en relación con Regina y Sean, y que carecía de valor como entidad personal individual. Pensaba a menudo en el señor Healey que había vivido solamente para él mismo y en consecuencia encontró la vida interesante, excitante y compensadora, y murió en plena complacencia. No había muerto con tristeza ni con sombría venganza alentando en su corazón. Nunca había dedicado su vida y su tarea a otros, ni consideró nunca a los otros más merecedores que él mismo ni que tuvieran que ser servidos antes de que fuera él servido. Y así nunca fue traicionado, porque nunca dio a otros una ventaja sobre él, y nunca halló una necesidad de odiar ni fue provocado a odiar. Y, al pensar primero en sí mismo y sirviendo a sí mismo, podía ser bondadoso y con frecuencia justo y solícito para otros. En resumen, el señor Healey tuvo amor propio que era algo enteramente distinto al orgullo, y algo que nunca había querido Joseph.
Un hombre que vivía para «otros» mataba la única cosa que era válida en un hombre: su propia conciencia de sí mismo y su propia identidad. Cancelarse uno mismo era un crimen contra la vida. Joseph consideraba a Sean y a Regina como adversarios que le habían destruido, uno con su egoísta crueldad, la otra al hallar a Alguien por cuya adoración dejó de considerarse necesaria para su hermano.
—Últimamente te entiendo menos que nunca —se quejó Bernadette—, aunque nunca fuiste un marido o padre infatuado, ni atento conmigo como otros maridos con sus esposas. ¿Es que no sabes que te amo con ternura y necesito de tu fuerza y consuelo? Me evitas; rara vez hablas, nunca sonríes. ¿A quién más tengo sino a ti?
Por un instante esto alejó a Joseph de sus negros pensamientos y meditaciones. Fue con áspera compasión que le dijo a Bernadette:
—¡No seas necia! ¡Vive para ti misma, no para mí ni para otra persona! Tú tienes… a ti misma. Esto es más importante que tu esposo o tus hijos. Nunca dependas de nadie por nada. Eso es desastroso.
Bernadette desconcertada preguntó llenándose sus ojos de lágrimas:
—¿Qué tiene una mujer salvo su familia… su marido?
Joseph hizo un gesto brusco, como ausente:
—Piensa en lo que esto hizo con tu madre —dijo, marchándose.
Por vez primera en su joven existencia, ella sintió la frialdad de la desolación, su terrible lobreguez. Ni siquiera la «defección», como decía ella, de su padre, la había afectado tanto. Sus emociones, excepto su pasión por Joseph, era más o menos superficiales, explosivas y de corta duración, y podían ser fácilmente aplacadas. Ahora lloró como una mujer y no como una niña.
El gobernador Tom Hennessey envió un breve telegrama a su yerno:
ESPÉRAME EN GREEN HILLS PRÓXIMO JUEVES PARA CONSULTA NEGOCIOS.
Al leer este telegrama Joseph sonrió levemente regocijado. Informó a Bernadette que emergió de una de sus frecuentes murrias desde la última conversación con su marido.
—¡Daremos una fiesta! —exclamó.
Pero Joseph objetó:
—Cariño, sepamos primero cuánto tiempo podrá tu padre permanecer con nosotros. Tal vez tenga que regresar a Filadelfia casi inmediatamente.
Un carruaje fue enviado a la estación a recoger al gobernador, y Bernadette fue en el vehículo. Quería hablar privadamente con su padre antes de llegar de regreso al hogar, y él, indudablemente, le explicaría exactamente lo que Joseph quiso significar y la manera en que ella podría vencer aquel obstáculo.
Pero el gobernador estuvo desacostumbradamente taciturno con su hija. Parecía preocupado, estaba pálido y había profundos surcos en su habitualmente robusto y fresco semblante. Sus ojos parecían como obsesionados en visiones internas. Masculló:
—Querida, tu marido no es un galán ocioso. Tiene problemas, como yo mismo. Como yo mismo —y miró impaciente a Bernadette, deseando detener su parloteo—. ¿Crees que no tiene otra cosa que hacer sino dedicarse a estar a tu lado y jugar con tus hijos? La vida de un hombre es algo separado de todo esto, y mucho más grande que todo eso, aunque saberlo pueda ofenderte a ti y a tu vanidad —y palmoteó las enguantadas manos de Bernadette porque ella estaba a punto de llorar—. Seguramente recordarás lo que dijo Byron: «El amor de un hombre es algo aparte de su vida. Para la mujer es su entera existencia». Es completamente cierto, y las mujeres deberían recordarlo en vez de lamentarse por lo que es inevitable.
—Yo tan sólo quiero que él me ame —dijo Bernadette, sofocando un sollozo.
—Estoy seguro que te ama —dijo su padre, y deseó fervientemente que fuera en parte verdad—. ¿Por qué, si no te amara, se habría casado contigo? Era rico por sí mismo, mucho más rico de lo que jamás imaginé. No se casó contigo por dinero. («¿Por qué demonios se casaría con la muchacha?», se preguntaba el gobernador, que nunca se engañó pensando que Joseph hubiese sentido una gran pasión por Bernadette).
Se dirigió inmediatamente a los aposentos de Joseph, entrando en la gran estancia que ahora Joseph usaba como estudio y que antaño había sido el flamante dormitorio del gobernador. Joseph le saludó con breve formulismo ofreciéndole algo para beber. El gobernador aceptó con gratitud.
—Un whisky doble —dijo—. Quizá será mejor que también te tomes uno. Tengo malas noticias.
Joseph nunca fue, en ningún momento, un buen actor. Pensó: «¿Cómo compone un hombre su cara para que exprese aprensión, aun cuando no la siente en absoluto, y qué matices da a su voz?». Joseph recordó la expresiva compostura de Montrose, y consiguió dar a la suya un pasable facsímil de preocupación y atenta solicitud. Intentó la flexibilidad de entonación de Montrose y dijo:
—¿De veras? Entonces hemos de hablar de ello. Bien ¿espero que no concierne a ninguna próxima legislación punitiva contra las alegadas atrocidades de los ferrocarrileros? ¿Es que no comprenden que no pueden administrarse las compañías ferroviarias de modo que los Molly Maguires y sus compadres huelguistas y anarquistas puedan vivir lujosamente, sin ganancias para los hombres que lo han arriesgado todo? Y en primer lugar, ¿quién tuvo el cerebro suficiente para crear líneas férreas?
El gobernador por vez primera sonrió, cínicamente, al decir:
—¿No fui yo quien, por tu sugerencia, Joe, expresó muchas veces su interés por estos desdichados, obteniendo así sus votos, y me las compuse para hacer anular cualquier legislación que les hubiera ayudado?
—Es cierto que de lo primero me enteré. ¡Lo que es ser un político! Celebro no serlo. Mentir no es exactamente mi fuerte.
El gobernador, instalado en el único sillón confortable del ascético estudio, entornó sus párpados mirando a Joseph. Tom Hennessey no tenía nada de tonto. Nunca le había agradado Joseph y siempre receló de él sin razón objetivamente justificada. Toda la pasada cortesía y la ayuda política de Joseph no habían borrado el recuerdo de Tom aquella noche en que Joseph le estuvo mirando en el vestíbulo de la casa, luego de la muerte de Katherine. Bernadette le contó a su padre que Katherine había requerido la presencia de Joseph. Tom siempre se preguntó el motivo. ¿Fue algo referente a Bernadette? ¿Había ya insinuado Joseph sus intenciones a Katherine? Sin embargo, había mirado al padre de Bernadette como si quisiera matarle, con intenso odio. Naturalmente, Katherine pudo haberle contado a Joseph intimidades antes de morir… Ésta era la conclusión a la que llegó Tom. Katherine siempre demostró escasez de juicio. Aquella noche, Tom descartaba a la no deplorada Katherine de sus pensamientos.
—Lo resumiré con brevedad —dijo, y su voz era áspera, con renovada agitación y ahora con ira y desesperación—. Fui informado, ayer, por nuestro Partido, que este año no sería designado. Sin embargo, hace solamente un mes me garantizó el nombramiento el propio presidente de Asuntos Interiores.
Joseph estaba instalado cerca del gobernador en la creciente penumbra de la estancia. Los jardines, bajo el temprano otoño, exhalaban un recio aroma de hierba segada, crisantemos, azucenas, rosas y hojas doradas. Todavía había luz de ocaso en el exterior. La estancia iba oscureciendo y llenándose de sombras mientras afuera se inclinaban los grandes árboles y sus cimas rozaban las ventanas. Joseph, en contra de su costumbre, había mezclado un whisky con soda, saboreándolo a pequeños sorbos, mientras miraba el suelo, como si meditase.
—Veamos, ¿por qué hacen esto? ¿Qué tienen en contra de usted?
Tom depositó su vaso ruidosamente en la cercana mesita.
—¡Nada! —exclamó—. ¿No he hecho cuanto me sugirieron? ¿No he seguido todas sus instrucciones? ¡Dios, he servido bien al Partido! Ahora ya no me apoyan —y respiró pesadamente—. He hecho algunas cosas… bueno, eran beneficiosas para todos los interesados, pero yo fui quien arrostré el posible peligro. Se beneficiaron ellos más que yo.
—Yo no soy un político, Tom. No conozco los usos y razones de los políticos.
Tom rió cínicamente:
—Vamos, Joe, no seas tan humilde. Sabes condenadamente bien que eres uno de los grandes poderes políticos de la nación. Diles simplemente a estos bastardos que cambien inmediatamente de intención conmigo o tendrán noticias tuyas. Así es de sencilla la cosa. No se atreverían a llevarte la contraria.
—He oído rumores —dijo Joseph— de que preferirían a un hombre más joven. Por ejemplo, a Hancock. Después de todo ya no es usted joven, Tom. Y ha hecho su fortuna. Ellos tienen todo esto en consideración.
Tom le estudiaba. El aire de Joseph era excesivamente desinteresado. Nunca fue de los que se mostraban irresolutos, en opinión de Tom. Su actitud no correspondía a su verdadero carácter.
—Joe, seamos claros, por favor —dijo quedamente el gobernador.
«Es un astuto bastardo», pensó Joseph, «y no soy buen actor, ni siquiera sé mentir con talento». Meditó y después miró a Tom con una expresión que esperaba demostrase interés y espíritu conciliatorio.
—De acuerdo, Tom. ¿Qué quiere que haga?
—Ya te lo he dicho. Diles que cambien su intención… o no habrá más fondos, ni más sobornos.
—Yo no soborno —dijo Joseph—. Envío solamente pequeños obsequios en prueba de aprecio. Nadie tiene la menor prueba de que yo haya sobornado a nadie.
—Ya tuviste buen cuidado de evitarlas, tú y tus abogados de Filadelfia —dijo Tom con creciente cólera. Vio a Joseph que encogía sus flacos hombros y le sonreía tenuemente.
—Muy bien —dijo Joseph—. Les escribiré esta noche. Espero que sirva para hacerles cambiar de propósito.
—Telegrafía —dijo Hennessey—. He oído decir que pretenden designar a Hancock el lunes. No queda tiempo para escribir.
—Muy bien —repitió Joseph.
Fue a su escritorio y durante unos instantes escribió con su angular y apretada caligrafía. Le llevó el papel a Tom que se caló los lentes para leerlo.
TODAS LAS CONTRIBUCIONES EFECTUADAS RECIENTEMENTE HAN DE SER EMPLEADAS COMO FUE PREVIAMENTE CONVENIDO EN APOYO DEL CANDIDATO HASTA AHORA ELEGIDO. JOSEPH ARMAGH.
Tom Hennessey escrutó palabra por palabra. Hubiera deseado que fuesen más explícitas y que mencionasen su nombre o se refirieran directamente a él. Entonces comprendió que no habría sido prudente. Dijo, con cierta sorpresa:
—Veo que ya aportaste una fuerte contribución.
—Sí, muy fuerte. En agosto. Después de todo, ¿no es usted el candidato perenne?
—¿Cuando hiciste tal contribución no tenías alguna idea acerca de… Hancock?
Joseph se levantó. Miró a Tom con relucientes ojos azules llenos de frío resentimiento, y Tom quedó tan asustado que se irguió en la silla dilatando sus ojos. Preguntó Joseph:
—¿Cuándo le mencionaron a Hancock?
El ancho rostro de Tom, tan sensual y brutal, tembló.
—El lunes, Joe —y al no contestar Joseph, gritó—: ¡Joe, lo siento! Estoy casi fuera de quicio. Veo fantasmas por todas partes. ¿Cuándo enviarás este telegrama?
—Inmediatamente —dijo Joseph, y se dirigió al tirador de campana.
Toda su actitud expresaba una rígida ofensa, y Tom se alarmó de nuevo. Sería fatal antagonizar a Joseph Armagh, a quien debía en gran parte sus últimas reelecciones. Forzó Tom una sonrisa apaciguadora y apesadumbrada, afectuosa, y dijo:
—Sí, veo fantasmas por doquier. ¡Probablemente hasta en Bernadette y tus hijos, y también en Elizabeth! —y trató de reír. Luego al sentirse más tranquilizado rió de nuevo, con real cordialidad, y cogió su copa.
—Este telegrama lo arreglará todo —dijo.
—Así lo espero —dijo Joseph.
Entró en la estancia una doncella y Joseph la instruyó para que diese el mensaje telegráfico a un lacayo que debía llevarlo inmediatamente a la estación. Cuando salió la doncella, dijo Tom con voz entrecortada:
—No sé decirte todo lo que esto significa para mí, Joe, y cuán agradecido te estoy. Te confieso que estuve al borde de la apoplejía desde el lunes. Apenas he dormido y comido.
Joseph le contempló con aquellos ojillos hundidos que eran tan inescrutables.
—Entonces esta noche debe usted desquitarse —dijo—. En el seno de su familia.
Joseph estuvo excepcionalmente amistoso y atento con Tom Hennessey durante la cena de aquella noche, y Bernadette se maravilló porque nunca había visto a su marido tan amable con su padre hasta entonces. Siempre hubo en Joseph una reserva hacia Tom Hennessey, pero aparentemente había desaparecido. Suplicó ella a su padre que se quedase «para una pequeña fiesta».
Tom, enormemente aliviado, congestionado por los vinos y la comida, consintió. Bernadette inició inmediatamente planes para una reunión con cena y baile.
—Muy repentina —dijo ella—, pero todo el mundo vendrá. Haré que las invitaciones sean entregadas en mano mañana. Todo el mundo estará encantado.
Sus redondos ojos avellanados contemplaban a Joseph con infinito amor. Fuera lo que fuese lo que la ansiosa visita de su padre pretendía obtener de Joseph, éste lo había solucionado, y el querido papá estaba ahora muy relajado, muy tranquilizado. Sentábase allí como si la casa todavía le perteneciese, y en cierto modo, reflexionó Bernadette, con cálida complacencia, así era pese a Elizabeth y aquel mocoso, y a las últimas instrucciones de mamá.
Joseph pensaba: «Dejemos que el cerdo disfrute ahora y en los próximos días. Será la última vez. La última cena del condenado». Le sonrió a Tom y le hizo seña a una doncella para que sirviera más vino a su suegro. Los claros ojos de Tom chispearon de satisfacción.
Joseph aguardó. Una semana. Dos semanas. Mientras esperaba fue interiormente sintiendo un creciente y frío regocijo. No le sorprendió que a la mañana del decimoquinto día recibiera un telegrama de su suegro:
LLEGARÉ ESTA TARDE A LAS CINCO. DEBO VERTE A SOLAS, INMEDIATAMENTE.
Estrujó Joseph el telegrama en su mano y sonrió. Fue a ver a Bernadette que estaba desayunando, como de costumbre, en la cama, su colcha cubierta de tarros de cosméticos, perfumes, peines y cepillos, espejos y pañuelos de encajes. No era frecuente que Joseph viniese durante el día y apenas más frecuente de noche, y la plana faz de Bernadette sonrojóse irradiando júbilo. Su doncella estaba preparándole al atavío de la mañana, y un pequeño fuego ardía para ahuyentar el frío matinal, aunque al exterior el día era brillantemente azul. Los bigudíes[21] de Bernadette estaban ocultos por un gorro de encajes con cintas y llevaba una mañanita de seda azul, y sus rollizos brazos se alzaron ansiosamente hacia Joseph para el beso de saludo.
No lamentaba por su esposa lo que ella pronto iba a saber. Bernadette a su modo, era tan pragmática como él y mucho más mundana y muy práctica. Todavía amaba a su padre, y sentiríase grandemente condolida, «lo cual me importa un comino», pensó Joseph, permaneciendo junto a la cama, una de sus manos presa por Bernadette, que charlaba acerca del té al que iba a ir con algunas amigas en Green Hills, y su maliciosa lengua desmenuzaba reputaciones, opiniones, juicios y vidas de todas sus amistades, destrozándolas con el máximo regocijo. Joseph la escuchaba porque a veces hasta lograba hacerle reír con sus bromas, salidas e ingeniosidades, ya que ninguna de ellas era en absoluto bondadosa y todas golpeaban muy acertadamente en las dianas apuntadas. No podía recordar a Bernadette hablando gentil y amablemente de nadie, excepto de su padre. Encontraba ella a sus propios hijos aburridos y fastidiosos y los trataba con mano dura, meditaba Joseph, pese a todo su parloteo sobre «el método moderno de educar a nuestros preciosos angelitos».
Ni la amaba ni la odiaba. Ni le gustaba ni le disgustaba. Por consiguiente siempre podía estar con ella templado y despegado sin emoción excepto la del tedio ocasional. Para él, hubiera podido ser un perro de la casa, el cual no le gustase pero tampoco resintiese su presencia. A veces encontraba tentador su cuerpo pero ya no quería más niños. Se preocupaba por Rory y Ann Marie apenas más de lo que se preocupaba por la madre, pero desde la deserción de Regina había comenzado a tomar en cuenta a Rory y hasta a escuchar los infantiles comentarios de la gemela de Rory, Ann Marie.
El aislamiento de Joseph acrecentaba más que disminuía la devoradora pasión de Bernadette. Ella lo consideraba cortés y aristocrático a diferencia de su vividor y muy basto padre. La besaba rara vez y eso solamente en la cama con ella, y después no permanecía en sus brazos para dormir sino que silenciosamente se marchaba. No podía querellarse con él a causa de su indiferencia hacia ella que se persuadió a sí misma que era recientemente masculina. («Mi querido Joseph es demasiado profundo para fáciles expresiones, protestas y otras trivialidades»). Debido a su gran desinterés por las mujeres, Bernadette, pensaba que no tenía motivos para estar celosa cuando estaba fuera con frecuencia durante semanas, y aun cuando en Green Hills solamente permaneciese dos días por semana. Nunca supo ella que prefería las lujosas aventureras de Filadelfia y Nueva York a su esposa, y que era el «protector» de una belleza, una joven actriz de éxito en esta última ciudad. Una muchacha irlandesa de cara y cuerpo deleitables y una voz gloriosamente melodiosa. Joseph no se tomaba la menor molestia para ocultar sus adulterios a su esposa ni tampoco alardeaba de ellos. Le tenía sin cuidado que ella sospechase. No era nada para él como tampoco lo era Bernadette. Una vez sintió por ella una tenue compasión la noche de la muerte de su madre, porque era joven, abandonada en frenesí de llanto y sudores, pero ahora ya no sentía la menor conmiseración por ella y nunca la más leve ternura. De haber ella descubierto alguno de sus asuntos femeninos y de habérselo reprochado no habría sentido enojo ni vergüenza. Se habría limitado a decirle:
—¿Qué te importa a ti? ¿Qué me importas tú a mí?
Estaba ella siempre pendiente de Joseph como nunca lo estuvo antes de nadie y había notado lo mucho más sombrío que se había vuelto desde que «aquella horrible Regina huyó como un ladrón en la noche». Sus facciones se habían hecho más tensas, sus ojos más recónditos, y las sombras de gris más pronunciadas en su espeso cabello rojo. Los planos de su cara eran más angulosos, más hondos los huecos bajo sus pómulos, más pálida su complexión. Pero nunca habló de Regina lo mismo que nunca habló de Sean. Era como si ellos jamás hubiesen existido.
Cuando el parloteo de ella amenguó un poco, le dijo:
—Tengo un telegrama de tu padre, Bernadette. Viene a visitarme inesperadamente esta tarde a las cinco, para negocios. El semblante de Bernadette se iluminó complacido:
—¡Oh, qué bien! ¡Y estuvo ya aquí hace poco! Tendré que enviarle mis disculpas a Bertha por no acudir a su té…
—No —dijo Joseph—. Esto sería descortés —y miró en derredor del cuarto ahora recargado y llamativo que fue la habitación de Katherine, y recordó la noche de su muerte—. Ve a tu té. Tu padre estará aquí solamente antes de tu regreso. Creo que trae noticias muy importantes para mí.
—¡Ah, querrá decirte que ha sido nuevamente designado! ¿Son éstas las noticias? Entonces, supongo que esto merece que demos una fiesta para nuestras amistades, en celebración, como siempre —y mirando fijamente a Joseph vio algo en él que vagamente la perturbó—: ¿No hay nada que vaya mal con papá, no, Joe?
—¿Y por qué tendría que haber algo que vaya mal?
—Bien, entonces, se trata solamente de tus negocios… ¿de todos tus asuntos?
—No me sorprendería en absoluto —afirmó él—. Estoy plenamente seguro que es asunto mío.
—¿Tampoco hay nada que vaya mal con tus asuntos, no, Joe?
Como todos los ricos que nunca conocieron ni privaciones ni estrecheces el dinero era algo tierno y emocional para ella, y la riqueza algo que debía conservarse con todos los recursos y a toda costa contra quienquiera o cualquier cosa que pudiera disminuirla en sólo un centavo. Por ello Bernadette contemplaba fijamente a Joseph con sus redondos y algo saltones ojos y ya no sonreía.
—No hay nada en absoluto que vaya mal con mis asuntos, querida —y la miró con cierta curiosidad—. Por ti misma eres una mujer muy rica, Bernadette, y cada vez tienes más fortuna. ¿Por qué habrías de preocuparte por mis negocios?
—¡Nadie es nunca lo bastante rico! —exclamó ella con énfasis apasionado—. Papá dijo una vez que tú eras el hombre más rico de Pensilvania. Esto no es suficiente. ¡Quiero que seas el hombre más rico de toda la nación! Tanto como Gould, Fisk, Vanderbilt, Morgan y Regan y todos los otros. Más ricos aún que ellos.
Los ojos de Joseph se estrecharon hasta no ser sino un destello entre sus pestañas.
—¿Y qué ibas a comprarte con ello? —preguntó con acrecentada curiosidad—. ¿Más joyas, más modelos Worth, más viajes a Europa, más caballos, más carruajes, casas, sirvientes?
—Sólo para tenerlo. Eso es todo. Sólo para tenerlo.
—¿Pero por qué?
Ella estaba cariñosamente exasperada y cogió de nuevo su mano.
—Joe, ¿por qué sigues tú amontonando dinero?
—Sólo para tenerlo —remedó él, y entonces cuando ella se echó a reír, él, sin sonreír, abandonó la alcoba.
Ella se reclinó en sus almohadas, extrañamente acongojada sin saber la razón. La había mirado como un enemigo, o como si la odiase o la considerase ridícula. Bernadette no era muy sutil, aunque fuera perspicaz. Masticó reflexivamente un pequeño bizcocho recubierto de mermelada. Y después se dijo a sí misma: «No seas absurda. Joe me ama. Pero es un hombre muy raro. No siempre logro comprenderle. Cambió mucho desde que la maldita Regina se fue». Un nuevo pensamiento la acometió, mortificándola. ¿Le habría importado tanto a Joseph si hubiera sido ella la que se habría ido?
Volvió a evocar el rostro de Joseph. Su amor trató de cegarla engañándola. Pero rara vez se mentía ella a sí misma como mentía a los demás. Dijo en voz alta:
—No, no le habría importado tanto.
De nuevo experimentó aquella lúgubre desolación que ya la había herido antes. Cuando la doncella vino a retirar la bandeja, Bernadette le asestó un bofetón en la mejilla y después prorrumpió en llanto.
Toda la servidumbre conocía también los cambios de temple y genio de Joseph, aunque invariablemente pareciera calmoso, silencioso, sin nunca alzar la voz ni hablar rudamente ni lamentarse. Pero la fuerza de su personalidad era tanta que proyectaba su clímax mental sin una palabra ni mirada. Por consiguiente la gran casa estaba desacostumbradamente tranquila aquel día. Los niños permanecieron con su institutriz, la envejecida señorita Faulk, y Timothy Dineen consideró necesario consultar algo con alguien y por ello abandonó la casa sigilosamente, y la servidumbre cumplía sus menesteres con el menor ruido posible y hablando con voces apagadas. Bernadette había ido a su té.
Joseph aguardaba en sus aposentos. Nunca el tiempo habíase arrastrado tan lentamente. Miraba con frecuencia su reloj. Las cinco y veinte. Y veinticinco. Las cinco y media. Oyó repicar de cascos y crujido de ruedas y levantándose fue a la ventana y vio la reluciente victoria negra de la familia avanzando por la alameda. Entonces fue Joseph a abrir la licorera, para colocar en la mesa whisky, soda y vasos, y tocó la campanilla llamando al mayordomo.
—Lleven el equipaje del gobernador Hennessey a su habitación pero comuníquenle que me agradaría conferenciar con él lo más pronto posible en mi estudio.
Recompuso la nitidez de sus blancos puños lisos, y después su corbata y pasó ambas manos sobre su espeso cabello. Sobresalía alto, luctuoso, negro y mortífero en la silenciosa estancia. Había en él una gélida exultación. Había destruido hombres más dignos que el gobernador Hennessey en su escalada hacia el poder y el dinero, pero lo hizo sin animosidad, sin la menor sensación de venganza ni triunfo. Pero esta vez era en verdad una venganza, una «vendetta» personal, una concentración de odio, enemistad, asco y aversión larga en su gestación y desenlace. El arrogante y jactancioso gobernador, al parecer invulnerable, resultó vulnerable y por fin había sido destruido.
Joseph sentóse y abrió un libro. Pudo oír al mayordomo dando la bienvenida al gobernador, y oyó la farfullada respuesta de Tom Hennessey —él, que nunca farfulló— y entonces captó los rápidos pero vacilantes pasos acudiendo por el largo vestíbulo hacia las habitaciones de Joseph. El gobernador apareció en el umbral y Joseph se puso en pie, hermético y sin expresión el semblante.
Tom Hennessey, ancho, exuberante y siempre acicalado, aparecía ahora desaseado, inquieto y sudoroso. Toda su rubicundez había desaparecido. Su rostro era como yeso cuarteado, temblequeante, su boca sensual colgando fláccida, húmeda, la frente arrugada. Siempre impecable, «espejo de la moda», parecía ahora basto y desaliñado. Había en él una enloquecida agitación reprimida, una trémula incertidumbre, un desesperado trastorno. Sus claros ojos siempre cínicos y dominantes, ahora mostraban un brillo angustiado y vacilante. Sus largos cabellos castaños y grises, habitualmente muy bien peinados en airosas ondas, colgaban sobre sus mejillas, frente y nuca, revueltos y desgreñados.
—¿Qué tal está usted, Tom? ¿Tuvo demora su tren? —indagó cortésmente Joseph.
El gobernador avanzó algo titubeante mirando en torno como si nunca hubiese visto aquella estancia o aquel hombre, y no supiera quién era. Dio unos pasos a la ventura hacia las ventanas, retrocedió un poco y fue a un lado. Por fin se estabilizó tras una silla aferrándose al respaldo y miró a Joseph, y su respiración era anhelante y ruidosa.
—Me han arruinado —dijo, y su voz era espesa e insegura.
Joseph notó que sus ojos estaban hondamente estriados de rojo como si hubiera estado bebiendo copiosamente. Sus mejillas abultaban y se ahuecaban con su jadeo. No lograba apartar la mirada de Joseph. Repitió.
—Me han arruinado.
—¿Quién? —dijo Joseph acercándose más a su suegro.
El gobernador alzó un grueso índice, que tembló y cayó y su mano se abatió al costado.
—Lo averiguaré y entonces los voy a degollar —dijo con infinita malignidad rencorosa. Sus ojos abultaban—. Todavía no han acabado conmigo.
—Por favor, siéntese, Tom —dijo Joseph deseando que fuera convincente su solicitud. Asió el grueso y tembloroso brazo de su suegro y le forzó a sentarse en la silla que hasta entonces agarraba—. Déjeme prepararle un trago. Después me lo contará todo.
—Un trago —dijo el gobernador y graznó como atragantándose—. Beber es todo lo que he hecho durante dos días y dos noches. Pero dame un trago, y abundante —y tosió, sofocándose.
Intentó reclinar su exhausta cabeza contra el respaldo de la silla pero estaba tan frenético que inmediatamente rebotó hacia adelante y crispando las manos en las acodaderas resopló ruidosamente:
—¡Dios los maldiga a todos ellos! ¡Oh, Dios mío, maldíceles! Pero ¡todavía no he terminado con ellos! ¡Nadie pudo nunca acabar con Tom Hennessey!
Colocó Joseph un vaso casi lleno de whisky en la ancha y blanca mano con sus anillos y uñas pulimentadas. Tom bebió honda y ansiosamente como si el vaso contuviera el elixir de vida y fuerza. Inhaló roncamente. Sus pesados hombros mostraron un estremecimiento. Miró el vaso. Después miró en alto hacia Joseph con sus enrojecidos ojos, semejando los de un toro atormentado, y dijo:
—¿No te enteraste?
—No —dijo Joseph—. No he visto periódico alguno esta última semana. He tenido trabajo en exceso aquí en Green Hills. Pero ¿qué le ha sucedido? ¿Quién le ha arruinado?
El gobernador se quedó muy quieto. Miró a Joseph, fijos los ojos en el hombre más joven como si hubiera percibido repentinamente algo terrible, algo todavía no del todo aparente y bien enfocado. Acechó a Joseph mientras decía:
—Debes saber que aunque el Partido insinuó que finalmente me iba a reelegir, no ha sido así. Anteayer me hicieron saber que iba a ser nombrado Hancock.
Joseph frunció el ceño. Sentándose en la esquina de su mesa contempló sus botas, apretados los labios, meneando levemente la cabeza. Dijo:
—No me lo comunicaron.
—¿No te lo comunicaron a ti? ¿Al contribuyente más importante del Partido? ¿No te lo dijeron a ti que nombraste los cinco senadores del estado el año último y conseguiste que fueran elegidos? ¿No te lo dijeron, ni te escribieron ni telegrafiaron? —y el gobernador sentábase ahora erguido en su silla, jadeando, pero sin apartar la mirada.
—No —dijo Joseph—, no me dijeron nada.
Ahora volvió la cara hacia Tom y Tom vio sus ojos ferozmente implacables, la hoja acerada de su boca y la blanca vibración de su nariz, y no supo cómo interpretarlo, pero dijo con voz quebrantada:
—No lo comprendo. Tú, ¡quién lo hubiera creído! Mi yerno. —Bebió de nuevo, apartó el vaso de su gruesa boca y gruñó—: Pero, aun ahora, tú puedes hacer algo.
—¿Qué me sugiere, Tom?
—Amenázales a todos. Todavía hay tiempo —y su cara volvió a distenderse—. No, ya no hay tiempo. —Depositó un vaso con fuerza en la mesa y se pasó las manos una y otra vez sobre la temblorosa cara como si se la lavase—. Ya es demasiado tarde. Lo olvidé. Hay algo aún peor.
Sus hombros se encorvaron y bajó la cabeza hundido el rostro entre sus manos. Joseph pensó que estaba llorando. Todos los recios músculos y la contextura de su corpachón se encogieron visiblemente, como desintegrándose. Ahora ya no era el boyante y autoritario gobernador, el antiguo y pintoresco senador de los Estados Unidos, el dueño de una enorme fortuna y poder. Era un viejo destrozado, arruinado, abatido, desarticulado, pleno de estupor y desesperación en una agonía que jamás conociera antes en su vida, y con una sensación de incredulidad demencial.
Notó otro vaso presionando contra el dorso de una de sus manos masajeantes y temblonas. Respingó. Después asió el vaso llevándole casi a tientas a sus labios y el líquido fue en parte dentro de su boca y en parte resbaló goteante por su mentón. Joseph le observaba y la ferocidad de sus facciones se acentuó. Dijo:
—No me ha contado todavía qué es «lo peor».
Los horrendos ojos desprovistos de toda humanidad por la angustia, la incredulidad y la tortura, se clavaron en Joseph. Las anchas facciones estaban convulsas, deformadas.
—¡Todo lo peor! —exclamó—. Lo saben… todo. No es sólo por Washington aunque ya esto es bastante grave ante sus ojos hipócritas. ¡Oh, Dios, Dios, ayúdame! Desde que fui gobernador… Joe, tú mismo lo sabes, ya que te beneficiaste. Los contratos estatales, de carreteras, puentes, derechos de peaje, edificios gubernamentales. Todo eso. Sí, también yo me beneficié. Pero ellos mucho más que yo. Más que tú mismo. Yo hice lo que me decían que hiciera. Obedecí todas sus sugerencias. Nunca objeté. Yo era su hombre de confianza, ¿no es así? —y sus ojos se dilataron, moteados de sangre, demenciales—. ¿Sabes lo que me dijeron ayer? Que yo era, a mi modo, ¡el cabecilla de una Camarilla Tweed en este Estado! ¡Se atrevieron a decirme eso! ¿Quién se benefició más? ¡Ellos! ¿Me oyes? ¡Ellos!
—Sí —dijo Joseph—. Pero ¿puede usted demostrarlo?
—¡Claro que puedo demostrarlo! —gritó el gobernador con voz bramante—. ¡Naturalmente que puedo…!
—¿Sí? ¿Cómo?
—Los contratistas…
—Los contratistas son hombres que trabajan para subsistir y que pueden ser intimidados por los políticos como le consta sobradamente, Tom. ¿Cree usted que ellos van a confesar las amenazas, las promesas, la influencia que se ejerció en ellos? ¿Y ahorcarse a sí mismos, por lo menos verse abocados a la quiebra, a pleitos y a procesos? ¿Y, quizá, exponerse a ser asesinados? Todos sabemos lo que son los políticos, ¿no, Tom?
Contempló gravemente al gobernador, añadiendo:
—Pero estoy seguro que nuestros amigos ya le dijeron todo esto ayer, ¿no es cierto?
Los gruesos dedos de Tom masajeaban repetidamente el vaso vacío. Lamió las gotas de whisky en su boca. Estremecíase como sacudido por un viento poderoso.
—Sí —susurró—, ya me lo dijeron. Pero pensé que podrías ayudarme.
Joseph suspiró:
—No soy Sansón, Tom, ni tampoco lo es usted. Podemos intentar un esfuerzo para demostrar quién se aprovechó realmente de las ganancias. Tengo una batería de abogados en Filadelfia y son verdaderos hurones. Podrían descubrir la verdad… aunque entonces correrían ellos mismos un grave peligro físico, como sabes. Podemos apelar ante el propio Fiscal General. Podemos recurrir a periodicuchos y a celosos reformadores de la nación. Puedo imprimir acusaciones en mis periódicos y editoriales inflamadas. ¿Y qué resultado íbamos a obtener? Si sus… amigos… son involucrados también lo estaría usted, Tom. Estamos complicados en conjunto, en robar al pueblo. Así es como lo calificarían, ¿no?, y sería la pura verdad.
Sonrió levemente:
—El otro Partido rebosaría de gozo… si les contásemos todo. Podríamos atestiguar bajo promesa de inmunidad. Corrupción, fechorías, latrocinios, cohechos, sobornos, intimidación de contratistas del Estado, especulación, explotación de mano de obra, materiales inferiores a los precios más altos, abusos de cargo público, perjurio. Todo. Naturalmente podríamos alegar que también nosotros fuimos intimidados, amenazados. ¿Piensa usted que el pueblo lo creería? Usted, el rico gobernador, yo, el financiero… Vamos, Tom, recapacite.
—No me importa nada ya… —murmuró el desesperado gobernador.
—Ya veo. Algo como en «Macbeth»: «Yo soy quien, vasallos míos, tan enfurecido estoy en mi interés por el mundo que anhelo proclamar cómo le escupí al mundo…». Tom, ¿quiere ir a la cárcel? ¿O, como mínimo, quedar deshonrado y ser un proscrito, para siempre? ¿Acaso cree que el otro Partido le acogerá en su seno por gratitud? Todos sabemos lo que vale la gratitud de los políticos, ¿no es así?
Los pardos ojos sanguinolentos no se apartaban de él, y empezaba a relucir en ellos una enloquecida especulación. Con voz más clara, dijo Hennessey:
—No lo sabes aún todo, Joe. Me han dicho que tengo que efectuar las «compensaciones». Que debo devolver «el dinero» a la nación. Con intereses, con «juiciosas y equitativas multas». Esto me dijeron. Se me llevaron casi toda mi fortuna, todas mis inversiones. Todo. Hasta me han mostrado documentos de Washington… Hasta han falsificado… documentos revelando el origen de la fortuna Hennessey. Trata de negros. Cosas similares. Solamente parte de mi dinero, según me dijeron ellos mismos, sería devuelto a la nación. El resto…
—¿Es para ellos?
—Sí.
—¿Fueron tan desvergonzados?
Pero Hennessey no replicó. Estaba estudiando a Joseph como nunca jamás había estudiado amigo o enemigo, con toda la concentración y poder de su intelecto, que no era escaso, toda su intuición, y toda su sutileza de irlandés. Siempre escrutando con la completa concentración de su mente, dijo:
—Sí, Joe. Así de desvergonzados. Alguien está tras ellos. No serían tan ensañados de no tener órdenes.
Joseph miró profundamente los ojos brillando en plano inferior. Dijo:
—No pueden quedarse con todo. No se lo llevarán todo. Sigue usted teniendo el dinero de Katherine. Sigue teniendo el dinero de su esposa. Basta para mantenerse modestamente en su casa de Filadelfia. Cualquier cosa es preferible al escándalo, a la exposición, acusaciones, procesamiento y cárcel. ¿No opina lo mismo? Todo es preferible a vivir en constante temor, ¿no es así? Al final quedará usted financieramente mejor no luchando contra estas… atroces… demandas. ¿Se da cuenta de la cantidad de abogados que iba a necesitar? Le dejarían reducido a la indigencia, Tom. Conozco los abogados.
—¿Me estás pidiendo que no haga nada en absoluto? —y Tom estaba lentamente alzándose de su silla asiéndose a las acodaderas y al respaldo—. ¿Me pides que haga esto?
—Le estoy aconsejando —dijo Joseph.
—¿Y… no vas a hacer nada… para ayudarme?
Ninguno de los dos hombres vio a Bernadette, vestida de terciopelo negro con sombrero de velo, en el umbral. Acababa de aparecer. Había subido rápida y alegremente las escaleras para saludar a su padre, pero vio a su marido y a su padre, enfrentándose, y súbitamente supo que no era una discusión amistosamente familiar sino entre adversarios. Percibió el hálito del odio, el olor salvaje de la mortífera enemistad. Supo instantáneamente que uno de aquellos hombres estaba enloquecido al límite de su resistencia, y que el otro era el enloquecedor, terrible, implacable. Había oído las últimas frases.
Apenas podía reconocer a su padre en aquel hombre quebrantado, cuya potencia estaba apagándose ante sus ojos, desmelenado, de ropas manchadas y arrugadas, cuya cabeza se inclinaba como la testuz de un toro moribundo detenido en su embestida. No pudo reconocer a su esposo en aquel hombre envarado de sonrisa vengativa, de párpados casi juntos, de músculos contraídos como a punto de golpear. Llevóse una mano a la boca, un débil ademán insólito en ella.
—No haré nada para ayudarle —dijo Joseph con todo muy suave—. Ni siquiera si dependiese su vida de mi ayuda.
Tom Hennessey caviló, mirando en derredor vagamente, y ahora Bernadette pudo ver sus inflamados y sanguinolentos ojos que no la veían. Tom apoyó una mano sobre su propia cabeza. Tragó saliva antes de murmurar:
—¿Qué es lo que dijiste?
—Nada para ayudarle. Ni para salvar su vida, Tom.
Tom se llevó ambas manos a la garganta y meneó su gran cabeza. Boqueaba sin apartar la vista de Joseph. Había ahora un hondo congestionamiento carmesí en su frente, un abultamiento de venas en su cuello.
—¿Por qué? —pregunto.
—Katherine —silabeo Joseph.
—Katherine —repitió Tom en voz baja como amodorrada—, Katherine. ¿Qué tuvo ella que ver contigo?
—Nada, Fue lo que usted le hizo a Katherine.
La mirada de Tom permanecía fija con renovada intensidad en Joseph. El enrojecimiento iba adensándose. Alzó lentamente la diestra apuntando a Joseph.
—Ahora recuerdo —dijo, y su voz brotaba muy sofocada—. Tú eras un mozalbete. Tú… estuviste contemplando esta casa. Sabía que alguna vez lo iba recordar. Un puerco irlandés andrajoso. Esto es lo que eras, lo que eres. Tú querías esta casa, irlandés andrajoso. Un mendigo. Lo planeaste todo. Desde un principio. Te… apoderaste de mi hija. Era parte de tu plan. Puerco irlandés andrajoso. —Se interrumpió, gruñendo jadeante, y añadió—: Katherine. Sí, ya recuerdo. Siempre estuviste… Era Katherine. Esperaste mucho tiempo, irlandés.
—Esperé mucho tiempo —dijo Joseph—. Pero Katherine nunca lo supo. La noche en que murió me hizo prometer que me casaría con su hija. Era su deseo. Y cumplí.
Tom veía aquel rostro y por vez primera en su vida se estremeció ante otro hombre. Alzó los brazos crispados los puños. Se bamboleó hacia Joseph manoteando impotente, ciegamente, en el aire. Fue cayendo hacia adelante, tropezando, tambaleándose. Bernadette emitió un leve chillido. Tom cayó sobre Joseph, braceando aún. Entonces, instintivamente ya que percibió el desmadejamiento en colapso del antiguo coloso, Joseph lo asió entre sus brazos, se tambaleó un instante al impacto, y sostuvo a Tom Hennessey, caído contra su pecho, colgantes los brazos.
Fue entonces cuando Joseph vio a Bernadette. Le tuvo sin cuidado lo que ella pudo oír o ver. Le dijo:
—Ayúdame a colocar a tu padre en una silla.
Pero Tom ya estaba inconsciente. Se deslizó fuera de la silla en la que le habían colocado, y Bernadette durante todo el tiempo llorando y emitiendo sordos gemidos. Tom quedó yacente en el suelo entre ambos con el rostro congestionado bañado en sudor, respirando con estertores, semiabiertos los ojos en blanco.
—¡Mataste a mi padre! —chilló Bernadette—. ¿Qué le hiciste a mi padre?
—Llama a alguien —dijo Joseph—. Envía a buscar un médico, y que vengan algunos mozos para colocar a tu padre en la cama.
Su voz era fría y neutra. Bernadette cesó en su llanto. Mirando a su marido, pestañeaba, resbalando los lagrimones por sus doradas mejillas.
—Lo oí —dijo—. Nunca te importé yo nada, ¿verdad?
—Así fue —dijo Joseph, aunque de nuevo experimentó una vaga compasión hacia ella—. Nunca me importaste nada. Pero ahora ya todo eso no tiene remedio alguno.
El doctor, y otros médicos que acudieron desde Filadelfia y también desde Pittsburgh, diagnosticaron que el gobernador había sufrido un ataque fulminante de apoplejía, que todo su costado izquierdo estaba paralizado y que probablemente nunca volvería a hablar ni podría abandonar su cama. Era también posible que de ahora en adelante no estuviera plenamente consciente de cuanto le rodeaba y debería tener una constante atención de enfermeras. No podía ser trasladado, o peligraba su vida.
Bernadette, pálida y sosegada, dijo:
—Ésta es la casa de mi padre. Permanecerá en ella todo el resto de su vida, y nunca me apartaré de su lado. Que venga su esposa… y el hijo de ella.
De este modo Tom Hennessey había retornado a su casa y allí permanecería hasta morir. Halló Joseph en esto una profunda ironía. Hasta pudo reír quedamente a solas ante aquella ironía. Se esmeró en cortesía con la apenada Elizabeth, a la que odiaba Bernadette. El hijito de Elizabeth, Courtney, se unió a Rory y Ann Marie en la guardería infantil.
Bernadette deseaba decirle a Elizabeth para herirla: «Mi esposo mató a tu marido», pero su irremediable amor por Joseph se lo impidió. No importaba lo que Joseph hiciese, con ella, o con cualquier otra persona, porque no alteraba su enamoramiento por él aunque ahora le temía. Su madre, ¿realmente amó Joseph a su madre? Sí, fue así. Y ella, Bernadette debería vivir con este pensamiento toda su vida.
El periódico de Joseph en Filadelfia expresó su pesar por «el postrado gobernador», y rogaba por su pronta recuperación.
Cuando Tom Hennessey murió dos años después —dos años de existencia vegetal que no contuvieron captación alguna ni de amor ni odio o dinero o influencia ni siquiera de vivir— fue ensalzado por la prensa como «el más grande y más humano de los gobernadores que nunca conoció esta nación. El defensor del débil, el sostenedor de los trabajadores, el inflexible luchador por la justicia y el progreso, el enemigo de toda corrupción y explotación, el patriota, el político perspicaz que mantuvo ensueños de una Norteamérica más noble. Éste fue el gobernador Tom Hennessey, que cayó derrumbado por la enfermedad en la cúspide de su lucha por el bien de la nación. Compartimos el dolor de su familia. Rezamos por su alma».
Tom Hennessey fue enterrado junto a su esposa, que le había amado.