El gobernador Hennessey había donado la mitad de la propiedad de su casa a su hija como regalo de bodas cuando se casó con Joseph Armagh. («De todos modos era de su esposa y no suya», comentó Joseph). Al cumplir sus veintiún años heredó ella la mitad de los bienes de su madre. La otra mitad fue a parar a Tom que ya estaba casado con la hija del diputado al Congreso.
Por esto vivía ahora en la grande y bonita mansión que había contemplado antaño, muchos años antes, en un atardecer de abril. El gobernador visitaba rara vez aquella casa. Él y Joseph no tenían nada que decirse el uno al otro, aunque Tom parloteaba cordialmente en presencia de su yerno, para cubrir los silencios de Joseph. Le decía a su hija que «adoraba» a sus nietos, aunque en cierto modo ellos con su presencia mortificaban la imagen que tenía él de sí mismo, de galán sin edad. Estaba ya en su sexta década y era tan fatuo, sensual y ambicioso como siempre. Su joven esposa venía con él en sus visitas a Green Hills, pero evidentemente ella y Bernadette nunca serían amigas y solamente se toleraban. Elizabeth era intrínsecamente una joven amable y comedida, y muy inteligente, y hacía tiempo que había perdonado, pero no olvidado, la traición de su marido. Pero más que a ninguna otra cosa él amaba a su hijito, Courtney, a quien él había «adoptado» como el hijo huérfano de un héroe muerto. Esto enardecía aún más los celos de Bernadette, y cuando el niño estaba presente ella o lo ignoraba o le gritaba ásperamente ordenándole que se comportase como era debido. No era tan quisquillosa con sus propios hijos, y perdonaba sus egoísmos y su tendencia a querellarse ruidosamente entre sí, y contestarle a ella insolentemente.
—Es una nueva época para los niños —solía decirle a Joseph—. Ahora hay que darles mayores libertades, y más independencia, y comprenderles mejor y no reprimirles tanto como hicieron con nosotros nuestros padres, Joseph.
Joseph pensaba en su riente y cantante padre, que para él había sido como un niño, y pensaba en su madre, que murió en agonía de temor por sus hijos y con desesperado amor. Joseph había replicado a su esposa:
—Tienes toda la razón, cariño.
Bernadette que detectó una nota ambigua en la voz de su marido, le miró escrutadora, diciendo:
—Bueno, debes recordar seguramente cómo tu padre te castigaba severamente por la menor cosa, y cómo tu madre nunca te demostró afecto y estaba siempre regañándote.
Joseph nunca le aclaró la verdad. Estaría por encima de su comprensión. Para Bernadette, Joseph fue un «pobre mozo irlandés» que había venido a Norteamérica con su madre, hermano y hermana, haciendo una fortuna por sus propios esfuerzos y también por el testamento de Healey. Nunca tuvo curiosidad por los difuntos padres de Joseph. Nunca sintió curiosidad acerca de su vida pasada, ya que Bernadette vivía en el presente. Pero estaba desesperadamente celosa de Regina, que vivía en aquella casa, y la odiaba y anhelaba que se casase para que se fuera «y me deje en paz con mi adorado», pensaba a menudo. Le había complacido lo referente a Sean. Nunca le había gustado pese a que habitualmente le atraían los hombres guapos. Cuando miraba a la regia Regina se decía a sí misma: «¡Andrajosa irlandesa!», y esto la consolaba. Una vez Regina estuviera fuera de aquella casa aquello sería ya el fin de los «otros Armagh».
Estaba dando interminablemente fiestas para presentar a Regina a jóvenes candidatos que se entusiasmaban por ella al primer vistazo y con el dinero del hermano. Obligó a Regina a ir con ella a la nueva casa de Joseph en Filadelfia, donde él permanecía a menudo semanas, y allá daba bailes, cenas y veladas para poner de relieve a Regina. Ella misma fue perseguida por los jóvenes. Regina lo era incesantemente. Pero Regina rechazaba sonriente todas las ardientes insinuaciones, aunque lo hacía con amabilidad. Su morena belleza era una irradiación que atraía tanto a hombres como mujeres, jóvenes y viejos. Le bastaba colocarse un vestido sencillo y era algo fascinante en su encantadora figura. Joseph le había regalado un magnifico aderezo de zafiros, pero no eran más brillantes que sus azules ojos entre aquellas extrañas pestañas doradas. Sus brazos eran largos, blancos y redondos. Era demasiado alta para una mujer, pensaba Bernadette, pero tenía una gracia que ninguna otra mujer parecía poseer.
—¡Es una espantosa solterona sin sensibilidad! —se lamentó Bernadette a Joseph—. Me temo que la pobre Regina es muy estúpida. Apenas habla, y cuando lo hace se pone tan seria que me enferma. ¿Es qué no tiene la intención de casarse nunca? ¡Qué horrible, si fuera así! —pero Bernadette no creía que Regina no quisiera casarse.
—Deja tranquila a la chica, por Dios —dijo Joseph—. A veces resultas una arpía.
—¡No es ya una chica! —rebatió Bernadette llameantes de celos los ojos—. ¡Tiene veintitrés años, lo mismo que yo! —Al no contestar Joseph, alzó Bernadette los brazos redondeando más los ojos como si estuviera desesperada—. ¿Por qué no me ayudas a conseguir que Regina se case? ¿Es qué no tienes afecto por tu hermana? ¿La quieres ver mustiarse en vejez de solterona, sentada junto a la chimenea?
—Quizá Regina prefiere su vida tal como es —dijo Joseph.
Recordaba el día en que cumplidos ya los dieciocho Regina le dijo que le tenía un gran cariño pero que ya era tiempo que ella se fuese. Intentó olvidar aquel día, y no se habló más de ello, pero el temor vivía en él como una serpiente enroscada y tensa. Cuando Bernadette hablaba de casar a Regina no era un tema molesto para él. Hasta el matrimonio y la separación que el matrimonio acarrearía entre hermano y hermana, era preferible a… aquello. Cualquier cosa bajo el maldito sol de Dios era preferible a… aquello. En consecuencia empezó a ser en cierto modo un aliado de Bernadette, para gran consuelo de ella. También él comenzó a pensar en un marido para Regina. Pero Regina no se casaba.
Bernadette, que era tan cínica en materia de religión como lo era para todo lo demás, excepto para Joseph, hizo ansiosas novenas promatrimonio de Regina. Si Regina se casaba, decía en sus oraciones, ella aprendería a quererla. Seguramente a la Bendita Madre no le gustaba que ella odiase a Regina, aunque no era naturalmente «mi culpa». Y Bernadette hostigaba con sus invocaciones a los santos, a Dios y su Bendita Madre, para conseguir que Regina se fuera de la casa.
—¿Qué tienes en contra del matrimonio? —le preguntó una vez a Regina.
—¿Yo? Nada en absoluto, querida Bernadette —dijo Regina sorprendida, con matiz divertido en su clara y dulce voz—. Opino que es un estado sagrado, tal como enseña la Iglesia.
—¿Entonces por qué no ingresas? —pidió Bernadette—. Todo el mundo piensa que es muy extraño que no estés todavía casada, a tu edad. ¿Por qué no te enamoras?
«Pero, si estoy enamorada», pensó Regina, y sus ojos se inundaron de lágrimas. «Mi corazón se muere de amor. Mi espíritu está lleno de amor. No pienso en nada, salvo en mi amor».
En voz baja y escrutadora preguntó ella:
—¿Amas a Joseph, verdad, Bernadette? ¿Le amas verdadera y eternamente?
—¿Cómo puedes ni siquiera preguntarlo? ¡No debiste ni atreverte a preguntarlo! —gritó Bernadette, y sus redondos ojos destellaban de emoción y cólera—. Le quiero más que a nada en el mundo. Todo cuanto hay en el mundo no es nada para mí, comparado con Joseph.
—Lo sé —dijo Regina, y supo también que había llegado finalmente el momento y podría irse en paz—. Recuerda siempre esto, Bernadette. Aférrate bien a mi hermano. Necesita amor más que nada en este mundo, y ha tenido tan poco… Ayúdale. Consuélale.
Todo esto resultaba muy extraño para la vociferante Bernadette, y se quedó desacostumbradamente muy quieta mirando fijamente a Regina.
—¿De qué me estás hablando? ¡Consuélale, ayúdale! ¿Es que no hago otra cosa sino esto, por todos los santos? Él es mi vida. No existe nada más. ¿Por qué iba él a necesitar consuelo ni ayuda? Estoy aquí, ¿no?
—Sí, querida —dijo Regina y besó a Bernadette en su estrecha, redonda y pecosa frente, antes de irse.
Bernadette quedó nuevamente intrigada. Ahora su figura era plenamente de matrona, pero todavía agradable, y llevaba siempre faldas elaboradamente drapeadas para darle altura, y destellaba siempre con brazaletes, pendientes y peinetas enjoyadas, y siempre se movía con vivacidad. Opinaba íntimamente que Regina parecía una infeliz con sus vestidos tan sencillos y aquella simple manera de peinarse. Regina no mostraba más vida que una muñeca de cera. Además tenía una pequeña nariz aquilina y no respingona y encantadora como la de ella. ¿Por qué, pensaba exasperadamente Bernadette, todo el mundo opina que es tan bonita? Aparte una cierta prestancia y una hermosa tez, carecía de espíritu y brío.
Dos días después de que Joseph regresó a Green Hills, desde Titusville, Regina fue a los aposentos de su hermano en la gran casa plena de ecos, los aposentos que fueron antaño del gobernador Hennessey. Había hecho retirar todo el mobiliario barroco y recargado, y las cortinas bordadas, reemplazándolo por sobrias mesas, sillas, sofás, sencillas alfombras y rectos cortinajes, sin ornamentos ni chucherías, excepto varias pinturas valiosas que colgaban de paredes pintadas en matices apagados. Bernadette entraba rara vez en aquellas habitaciones, porque la deprimían. Todos aquellos libros, aquella gran mesa despacho de caoba, la estrecha y lisa cama… era como la leonera de un hombre pobre. Ella ocupaba las habitaciones de su madre, que embelleció a su propio y afiligranado gusto, que propendía hacia los dorados, el terciopelo, la seda y los colores fuertes.
«Siempre he sido como una forastera en esta casa», pensaba Regina mientras subía las escaleras hacia las habitaciones de su hermano. «Nunca he tenido un hogar excepto en el orfanato». Estaba plenamente decidida aquella noche, pero su garganta y pecho le dolían en ardores, y rezando en voz baja le parecía que sus pulmones estaban paralizados y que no podía respirar. Un frío sudor la invadía, su corazón palpitaba con tremenda fuerza, y jadeante suplicó: «Oh, Dios mío, mi amado Señor, ayúdame, ayúdame». Pero no hubo respuesta y sintió una vacía frialdad en su estómago y un debilitamiento en sus piernas. Volvió a rezar: «Ayúdame a conseguir que Joseph comprenda, amada Madre Bendita. Ayúdale a convencerse de que debo ir hacia mi Amor, hacia el único matrimonio que deseo y he deseado siempre, desde que era una niña».
Sintió vahídos y se detuvo en lo alto de las escaleras para recobrar el aliento. Pensaba en su hermano y en el dolor que estaba a punto de infligirle y se encogió trémula al sólo pensamiento, cubriéndose la cara con las manos y meneando la cabeza lentamente a un lado y otro. Temblaba tan fuertemente que por fin tuvo que apoyar la mano en la pared para evitar caerse. ¿Qué era lo que temía? El dolor de su hermano, y sólo ella sabía lo violento que podía ser el dolor de él aunque fuera silencioso. Pensó en Sean, y de nuevo se encogió vacilante. Sean le había abandonado y ahora ella debía abandonarle, para nunca volverle a ver, excepto como una sombra, una imagen imprecisa. Ella oiría su voz, pero no vería cómo los años le agrisaban y arrugaban. Su más apremiante aflicción consistía en que era muy probable que la voz de Joseph nunca volviera a oírla, y que ni siquiera viese su sombra. La cólera de Joseph era total, y Joseph nunca perdonaba ni olvidaba.
—Ayúdale —rezó en voz alta—. Debo hacerlo, y él debe comprender, debo saberlo. Ayúdale.
Regina no había conocido hasta entonces el miedo, y tenía un sabor del hierro frío en su paladar. Nunca había conocido tamaño dolor y era agobiante. Soportó las privaciones de su niñez con tranquilidad y sin quejas, porque para ella resultaba una vida de la máxima riqueza espiritual y no de privaciones y hambre. Nunca comprendió plenamente la sublevación de Sean, ni sus rebeliones e impaciencias. El dolor y el miedo no le eran familiares, y sintió terror ahora ante su presencia. Eran lacerantes. La asaltaron con violencia y casi la hicieron desistir. Después, tras unos instantes de lucha, sintió una nueva fuerza y resolución y yendo a la puerta de Joseph, repicó en ella.
La cena hacía ya tiempo que terminó. Rory y su gemela Ann Marie estaban en su aposento infantil. La servidumbre había ido a sus alojamientos. ¿Dónde estaba Bernadette? Sin duda en su alcoba, aplicándose cuidadosa y ansiosamente diversos cosméticos en su redondo y algo plano semblante juvenil, o cepillándose la cascada de lacios cabellos castaños. Joseph nunca pasaba sus veladas en compañía de su esposa. Regina titubeó, acometida por un nuevo pensamiento. Seguramente Joseph amaba a su esposa o nunca se habría casado con ella. Joseph no era hombre fácil de emocionar ni persuadir. Todo lo hacía con fría deliberación. Quiso casarse con Bernadette, y se casó con ella. No cabía pensar otra cosa. «Seguramente la ama», pensó Regina y oyó a su hermano invitándola a entrar.
Joseph conocía su modo de llamar y estaba colocando a un lado su libro cuando ella entró y su rostro taciturno mostró una distensión y un agrado que ninguna otra persona jamás suscitaba en él. Era casi la sonrisa de un amante, iluminando el azul de sus ojos. Se levantó para saludar a su hermana, alto y cóncavo de cuerpo, y severamente vestido hasta en la intimidad de sus propias habitaciones. Nadie le había visto jamás desaliñado, ni siquiera su esposa, y tenía siempre un aspecto compacto y a la vez enjuto, con la fuerza alambrina[20] de sus paisanos.
—Hola, Regina —dijo, y cogiéndola de la mano la hizo sentarse en una silla de cuero cercana a la suya. Bajó un poco el resplandor de su lámpara de mesa para que no la hiriese a ella en los ojos.
Regina temía abordar aquello que debía decir, por lo cual demorándolo dijo en cambio:
—¿Qué estás leyendo. Joe?
—Jurisprudencia. Siempre leo códigos legales —y pensó en lo que había dicho Cicerón: «Los políticos no son paridos. Son excretados». Pero era una cita difícil de mencionar ante una joven dama, y sonrió nuevamente—: Es una lectura valiosísima. ¿Cómo puede saberse qué ley es beneficiosa para quebrantarla a menos de conocer que existe tal ley?
Pero ella no sonrió como él había esperado. Sentóse frente a ella.
—Joe, yo desearía que no estuvieras siempre tratando de dar la impresión que eres un villano. Sabes muy bien que no lo eres.
Le gustaba bromear con Regina. Sin embargo vio que ella estaba seria y acongojada.
—Celebro que tengas una buena opinión de mí, Regina.
Ella bajó la vista hacia sus manos que había entrelazado en el regazo.
—Joe, querido, hasta el fin de mi vida siempre tendré una buena opinión de ti, aunque…
Instantáneamente estuvo él alerta.
—Aunque… ¿qué?
Ella inclinó un poco más la cabeza por lo que él solamente podía ver su blanca frente y el arco de su nariz, y se preguntó con súbita alarma si aquella muchacha que vivía enclaustrada tenía algún leve indicio de lo que él era realmente. Ella era más su anfitriona que lo era la alborotadora Bernadette, ya que tenía más equilibrio sereno, amabilidad y buena educación natural, y por ello había recibido el homenaje de muchas de sus relaciones, entre ellos algunos de los más malignos y expeditivos politiqueros y hombres de empresa. Había conocido ella a los hombres que trabajaban para él como gerentes de sus incontables empresas y todas sus ramificaciones. Nunca le ocultó a ella las maniobras que emprendía para llevar a la atención pública ciertos políticos, y lograr que fueran designados y después electos, aunque tuvo cuidado de no permitir que ella supiera el cinismo de aquellas maniobras ni los móviles por los cuales él respaldaba a aquellos individuos con dinero y publicidad en sus periódicos. Dio por sentado que ella creía que esto era lo habitual en la política y que siempre eran los «mejores hombres» los electos. Conoció a todos ellos no solamente en la casa de Green Hills sino en Filadelfia y en sus residencias de Nueva York y en Boston. No obstante, había estado convencido de que la propia inocencia de su hermana la preservaba de conocer la verdad y adivinar la clase de bribones que se inclinaban sobre su mano.
Súbitamente pensó en Tom Hennessey, y miró con penetrante fijeza a Regina reiterando:
—Aunque… ¿qué?
—Quise decir —contestó la muchacha quedamente— aunque dejases de quererme como hermana tuya.
Quedó aliviado no obstante tener la sensación de que ella había sido evasiva. Ahora alzó ella la mirada y él vio lágrimas en sus ojos.
—¡Por Dios, Regina! ¿Cómo podría yo jamás dejar de quererte?
—¿Prometido? —dijo ella, como una niña, y trató de sonreír.
—Lo prometo —pero su inquietud aumentó.
—¿Aunque me vaya de tu lado, Joe?
Él no contestó inmediatamente. Sus ojos se fijaban en ella intensamente y por vez primera vio ella algo en ellos que la atemorizó. Pero él indagó con bastante calma:
—¿Por qué ibas a separarte de mí? ¿Piensas casarte, Regina?
—En cierto modo —replicó ella, y apenas pudo él oírla, porque de nuevo había bajado la cabeza—. El único matrimonio que jamás deseé.
Se puso él en pie como impulsado por resortes, pero no dijo nada, limitándose a mirarla. Le tendió ella la mano pero él no la aceptó.
—¡Oh, Joe! —dijo ella y era una exclamación dolorida—. Ya sé que prometí no hablarte más de ello… cuando tenía cerca de dieciocho años. He intentado, Joe, he intentado con todas mis fuerzas, alejar mi propósito… apartarlo a un lado. Pero ha ido creciendo con mayor fuerza y mayor exigencia durante todos estos años, y ahora ya no puedo resistirme más. Debo ir. A la Orden de las Carmelitas, en Maryland. Debo irme inmediatamente. ¡Oh, Joe, no me mires de este modo! No puedo soportarlo. Debes saber que esto lo he deseado toda mi vida, desde que pueda recordar, hasta como niña muy pequeña en el orfanato. Cuando te hablé por vez primera de ello me dijiste que era demasiado joven para conocer mi propio deseo, y que debía ver el mundo, y, Joe, no puedo soportar este mundo. Una vez me dijiste: «Un hombre inteligente y sano encuentra este mundo horripilante y demente», y es completamente cierto. No quiero formar parte de este mundo, Joe. Ya no puedo más.
En su agitación se levantó permaneciendo ante él que la miró con una expresión que la aterrorizó. Pero deglutió su creciente miedo, y entrelazó apretadamente sus manos ante él y su rostro le imploraba que comprendiese.
—¿Qué sabes tú lo que es vivir? —preguntó con voz de tan inmensa aversión que ella retrocedió un paso—. Una chica de convento. Puedes tener veintitrés años, pero sigues siendo una colegiala. Te he llevado a Europa y a docenas de capitales de aquí, pero no ejercieron impresión en ti. Ni las viste siquiera.
—Sí que las vi, Joe.
—De haberlas visto en alguna te hubiera gustado residir. Pero las monjas te cegaron, hicieron de ti una boba, te sedujeron con insensateces, supersticiones y fantasías medievales, llenando tu mente con sueños idiotas, visiones y mitos. Te destruyeron, hermana mía.
—No, esto no es verdad. Ni una de ellas me sugirió siquiera que yo tenía la vocación…
Joseph estalló en ronca y áspera carcajada:
—¿Vocación? ¿La vocación para qué? ¿Prisión? ¿Aislamiento? ¿Interminables oraciones necias? ¿Sacrificios? ¿Para qué? ¿Por quién? ¿Con qué finalidad? ¿Qué propósito?
Se le ocurrió a ella, aun en medio de su temor, el descabellado pensamiento de que él era como un hombre luchando desesperadamente y agónicamente por su vida, su propia vida. Hasta jadeaba en breves resuellos, abriendo y crispando las manos. Apenas podía ella reconocer su rostro. Y prosiguió con la entonación más cruel que jamás oyó ella:
—Todo fue desperdiciado contigo, todo lo que yo… No sabes nada de nada. Nunca tuviste que luchar por nada, ni trabajar por nada. Has vivido en el lujo desde que tenías trece años, el lujo que yo conseguí para ti. Probablemente te ha empalagado, y entonces te volcaste hacia los misterios y las imaginaciones ocultistas, ¡impulsada por el propio aburrimiento ocioso! ¿Qué te he negado yo jamás? Yo te di…
Se interrumpió un instante y su resuello era más fragoroso aún.
—Yo te di mi vida, y todo lo que en ella pudo haber. Yo pensaba haberte dado también el sentido de la realidad, esclarecimiento, instrucción, que toda mujer sensata ha de tener. Te di el mundo por el que luché, y ahora me sales con vaporosidades, simplezas y esquiveces infantiles y me dices que todo fue para nada, que no quieres lo que te he dado. Dices que quieres fríos suelos de piedra en que arrodillarte y rezar tus estúpidas y vanas plegarias, y confesar pecados que nunca cometiste, y ocultarte tras celosías para que nadie vuelva a verte jamás. Quieres esconderte. ¡Sí, quieres esconderte! ¡Eso es lo que deseas!
—Joe… —suplicó ella, pero movió él la mano ferozmente para silenciarla.
—¿De qué te estás escondiendo, Regina? Del mundo, dirás. Pero el mundo nunca te maltrató como a mí me ha maltratado. Nunca te mostró su verdadera faz como me la mostró a mí. ¡No sabes nada, tonta, no sabes nada! Y en tu estupidez te recreas a ti misma con románticas ilusiones de una vida enclaustrada, donde todo es incienso y lirios blancos, y lindas estatuas, serenidad imbécil y música pía… ¡y aquellas oraciones bobaliconas! Estás aburrida. ¿Por qué no te casas, como todas las mujeres se casan, y tienes hijos y vives la vida que las demás mujeres viven con satisfacción?
El mentón de Regina cayó sobre su pecho y Joseph, en su rabia furiosa, la odió como se odia a un traidor. La corona de su negra cabeza relucía a la luz de la lámpara. Estaba muy quieta, en su túnica de tejido marrón que de pronto a él le pareció un hábito de lo más feo y aborrecible que jamás viera. Quería pegar a Regina, golpearla hasta derribarla al suelo, y a la vez que sentía el impulso también sentía un estrujamiento de intolerable angustia dentro de sí, un dolor desintegrante. Le era también familiar, y porque le traía evocaciones de otras dos mujeres, tartamudeó duramente:
—¡Preferiría verte en tu ataúd! ¡Preferiría verte muerta!
Percibió ella el tormento en su voz, la desesperación, el frenético sufrimiento, y alzando la mirada su rostro estaba lleno de compasión y cariño al igual que de temor.
—Joe, no lo comprendes. Yo amo… yo quiero servir, aunque sea solamente con oraciones. Yo amo… Joe.
—¿Qué es lo que amas? —exclamó con otro ademán brusco—. ¿Qué Dios? ¿Qué necedad es ésta? ¡No hay Dios, maldita tonta sensiblera! No hay nada a quien servir, nada a quien rezar, nada que pueda oírte, nada que tenga misericordia. Lo sé. Mi padre yace en la fosa común de los pobres y los huesos de mi madre yacen en el mar… a pesar de todas sus oraciones y toda su fe y toda su caridad. He visto a centenares morir del hambre, hombres, mujeres, niños, infantes, viejas abuelas… yaciendo en las zanjas de las carreteras mordiéndose las manos en sus últimas convulsiones de hambre. ¿Acaso les oyó tu Dios, o le importó, o envió a sus ángeles a alimentar a aquellos inocentes? Aquellos de nosotros que sobrevivimos fuimos rechazados de los puertos de este país, o bien para regresar a Irlanda a morir de hambre o para errar como vagabundos en los barcos con la esperanza de un puerto, de un mendrugo de pan… literalmente, un mendrugo de pan.
Aspiró a fondo para recobrar aliento, y aún jadeante, remachó:
—¡Tonta irracional! ¡No conoces nada de este mundo! ¿De dónde supones que procede gran parte de mi dinero? De guerras conspiradas, de guerras planeadas. ¿Estuviste nunca en un hospital para soldados heridos y moribundos, más jóvenes que tú? ¿Les cuidaste y vendaste sus heridas? ¿Qué sabes tú de este maldecido mundo? Yo te digo que es un infierno, y la matanza de inocentes sigue día tras día en cada nación. Y ningún Dios ayuda, ningún Dios oye, a ningún Dios le importa. ¡Y esto, por Cristo, es lo que quieres servir! ¡Una mentira, una superstición, un mito, un monumental engaño y fraude, algo que nunca existió ni existe!
En aquel penumbroso cuarto retumbante con ecos de gritos, dijo Regina:
—Es precisamente por un mundo así por el cual debo rezar y servir con mis plegarias. ¿Por qué execras a Dios por la maldad del hombre? El hombre tiene su elección. Si elige el mal es su libre voluntad y ni siquiera Dios quiere, o puede, interferirse. Ya sé que no tienes fe, querido Joe. Sería inútil por mi parte intentar convencerte… ¿porque quién puede hablar sobre el entendimiento del corazón y el alma? Está hincado y no puede explicarse. Yo siento compasión por este mundo. Crees que no sé nada —y su boca tembló pero sus ojos resistieron resueltamente los suyos—. Pero sé demasiado, Joe. ¿Quién soy yo para reprocharte a ti que hiciste todas las cosas por tu familia? No creo que ni siquiera Dios te lo reproche… demasiado. En cierto modo, Joe, tu vida entera ha sido una plegaria… por aquellos que no merecieron tanto sacrificio… Sean y yo. No, no. No lo merecíamos. Dudo que nadie se merezca tanto altruismo.
Joseph quedó desconcertado, aún en su furia, desprecio y rabia. Se esforzó a cesar en su jadeo. No pudo hacer cesar el duro clamor de su corazón, pero habló con razonable calma:
—Si piensas y crees eso, ¿cómo puedes resolverte a querer dejarme, desertarme, traicionarme, por la nada, por una mentira, por la vaciedad?
—En realidad, no te dejo, Joe, ni deserto ni te traiciono. Nunca estarás fuera de mis plegarias, cariño mío. Solamente te querré aún más profundamente, y le estaré aún más agradecida. Estarás siempre en mis pensamientos, porque, en este mundo, eres para mí el único ser querido.
Se mantenía de pie ante él, alta y esbelta y encantadora, muy pálido el semblante, sus hermosos ojos brillantes y ahora sin temor, y él tuvo una súbita y aborrecible visión de toda aquella gloria enclaustrada entre muros de piedra, y de aquellas voces elevadas en preces, y de aquella tierna carne yacente sobre piedra en extática postración ante… ¡Demencia! Sintió una sensación casi voluptuosa de horror y revulsión que apareció en su expresión y de nuevo Regina retrocedió un paso con renovado miedo.
—No permitiré que te vayas. No permitiré que te destruyas —dijo él.
—No estaré destruyéndome, Joe. Estaré salvándome.
Pero ahora ella sólo podía sacudir la cabeza desvalidamente, una y otra vez, como si no tuviera dominio de sus propios movimientos. Observándola quería tomarla entre sus brazos, retenerla salvajemente y también quería matarla. Finalmente dijo ella:
—Yo quise que tú comprendieras lo que siento, querido Joe. Sabía que te causaría pena y te enfurecería. Pero pensé que quizá podrías comprender un poco referente a mi propia felicidad, porque no hay felicidad para mí en este mundo ni nunca la habrá. Debo ir donde hay paz y oración y penitencia. Es todo cuanto quiero; no hay nada más. Si comprendieses siquiera esto, dirías: «Vete, hermana mía. Cada uno debe hallar la felicidad, o por lo menos la paz, a su propia manera».
—¿Felicidad? —exclamó él con nueva e indominable repugnancia—. ¡Necia palabra hueca! Nunca existió tal cosa excepto para los hipócritas, y mentirosos y los locos. Nunca hubo paz alguna, y nunca la habrá en este mundo, y este mundo es todo lo que conocemos y jamás conoceremos. Debemos contraer nuestros compromisos con él, y aceptarlo. ¡Pero tú quieres huir de él! Si esto no es debilidad y cobardía me gustaría saber qué es.
De nuevo sacudió ella la cabeza con desesperanza. No podía hablar del gran amor en su alma, de su gran y humilde aceptación y del júbilo en esta aceptación, porque serviría únicamente para enfurecer aún más a su hermano. Dijo por fin:
—Debo ir, mi muy querido Joe. Ya hice todos los arreglos. Me voy mañana por la noche. No te lo dije antes porque temía… temía mi propia vacilación… que pudieras persuadirme… Pero nada puede ya apartarme de mi decisión, ahora. Nada. Ni siquiera tú, Joe.
Le miró implorante pero él clavaba en ella los ojos fijamente con frío odio, como un hombre traicionado y, pensaba él, traicionado con malicia y presuntuosa satisfacción. Pensó en Sean que le acusó con una crueldad superando la suya propia, abandonándole. En consecuencia, dijo con voz tan queda que Regina apenas casi le oyó:
—Vete, y vete al infierno, perra. Fuera, fuera vosotros dos. No erais dignos ni de un solo año de mi vida. No valíais ni siquiera una hora… ninguno de los dos.
—Lo sé. Solamente yo lo sabía, Joe —dijo Regina, y abandonó silenciosamente la habitación.
La vio desaparecer. Había creído que conoció toda la desolación posible que un hombre pudiera soportar, pero ésta era la peor de todas. Ahora ya no tendería la mano para detener a su hermana, aun si hubiese podido detenerla. Ella se había convertido en tan muerta para él como su hermano y tan aborrecible.
Regina dirigióse a su propia habitación arrodillándose en su reclinatorio ante el crucifijo en la pared, lloró silenciosamente y trató de rezar pero en ella ahora solamente había pena y una última remembranza del rostro de su hermano.
Bernadette fue despertada en su habitación por las altas exclamaciones y gritos de su marido y de puntillas pasó al largo y cálido vestíbulo para escuchar. Oyó la mayor parte de la conversación entre Joseph y Regina y había sentido un inmenso regocijo. Ahora se vería libre de aquella simple, Regina, y Joseph asimilaría finalmente que no tenía a nadie más en el mundo sino a su esposa, fiel, adicta, infinitamente amante.
Al día siguiente no apareció para nada Joseph. Cuando Regina, sollozante le confió a Bernadette que debía irse y sus razones, Bernadette dilató los ojos comprensivamente, con simpatía, y pronunció las más tiernas palabras de ánimo y dio a Regina los más cordiales abrazos.
—¡Naturalmente que te comprendo, cariño! —exclamó—. ¡Nunca conocí hasta ahora a nadie que tuviera la vocación, pero lo comprendo! No puedes resistirla. Sería un pecado resistirla. No te preocupes por Joe. Yo le consolaré y con el tiempo también él lo aceptará y comprenderá.
Así Regina quedó confortada y nunca supo que había sido consolada por una joven que la despreciaba, que estaba muy contenta por perderla de vista, y que sus consuelos fueron falsos e hipócritas. La muchacha se fue con más paz de ánimo de lo que creyó posible, abrazándose con fuerza por última vez a Bernadette que la acompañó a la estación con su escaso equipaje. «Ya parece exactamente una monja, la muy zopenca», pensó Bernadette, mientras murmuraba contra la mejilla de Regina las más extravagantes promesas, con júbilo en el corazón y el más hondo alivio.
Cuando finalmente apareció Joseph el día después de la partida de Regina, Bernadette era toda indignación contra Regina y compasión hacia él, pero Joseph la miró fijamente y especificó:
—Por favor, no hablaremos de ella nunca más.