El abogado James Spaulding era viejo, pero sus ojos ávidamente simpatizantes bajo sus pesados párpados eran tan brillantes, malignos y sonrientes como siempre, y su cabello seguía tan escandalosamente teñido. La elástica contextura de sus facciones, ahora arrugadas y algo fofas, se habían hecho aún más móviles y parecían estar casi en constante actividad con el apretamiento y avance de sus labios, los frunces de frente y el olfateo y vibración de fosas nasales. Sus orejas eran mayores y empujaban a un lado su cabello que ahora le llegaba poéticamente cerca de los hombros. Gustaba de lucir una larga y sobriamente elegante levita a lo príncipe Alberto, los pantalones grises a rayas, el meticuloso plastrón con el alfiler de gran perla, y sus botas ceñidas y lustrosísimas.
Era muy rico, porque no solamente recibía un magnífico «estipendio» de la herencia del señor Healey, como quedó designado en el testamento, sino que Joseph cuidaba mucho de hacerle también donaciones y regalos ya que como le había advertido jovialmente Healey: «Tienes que estar siempre comprando a tus amigos, Joe, no importa lo fieles y sinceros que parezcan ser. Puedes comprarles con favores, pero nada sustituye al dinero sonante. Hay una cosa segura: no puedes comprarles con protestas de cariño, aprecio y dulces palabras. No contienen sustento». Por lo cual Joseph continuó comprando a Spaulding y no tuvo motivo de queja por la devolución en lealtad y atención a sus intereses. Ni confiaban ni simpatizaban el uno al otro, ya que Spaulding había detectado también la gran probidad que alentaba tras las inmensamente extensas bribonadas de los negocios manipulados por Joseph, y Spaulding nunca confió en alguien que no fuera un bribón tan completo como era él mismo.
Joseph había duplicado lo que heredó de Healey y se hallaba en camino de triplicarlo.
—El toque del rey Midas —decía Spaulding con admiración—. La suerte del irlandés, como solía decir Ed. Pero es preciso no tener conciencia —añadía virtuosamente.
Ahora temía a Joseph, él que nunca había temido antes a nadie y esto acrecentaba tanto su respeto como su antipatía. No podía comprender por qué Joseph no se había unido a la compañía de los especuladores malévolos y voraces que habían saqueado al postrado Sur. Tampoco podía comprender el odio que Joseph sentía hacia Thaddeus Stevens, de Pensilvania, dirigente del Partido Republicano en la Cámara de Diputados, y antaño un sañudo enemigo del conciliatorio y apesadumbrado Abraham Lincoln que únicamente deseó la cicatrización de las heridas fratricidas.
Fue Stevens quien proclamó con referencia al sitiado Sur:
«Nunca he deseado los castigos sanguinarios, pero ¡hay castigos tan espantosos y por largo tiempo recordados como pueda serlo la muerte! Son más aconsejables porque alcanzan a un mayor número. Desnudad a un pueblo orgulloso de sus jactanciosos bienes, reducidle al nivel de un sencillo republicano, hacedle emprender trabajos de esclavo y enseñad a sus hijos a trabajar en talleres… y así humillaréis a los orgullosos traidores». Abogó para que el Congreso reformara de nuevo «las condenadas provincias rebeldes», y las llenase con colonos del Norte. Y Joseph dijo pensando en Irlanda: «Como si fuera todo el Sur una tierra extranjera conquistada». Stevens intentó forzar al Congreso a dividir en pequeñas granjas las grandes plantaciones del Sur y venderlas a los libertos a diez dólares el acre. Dijo Stevens. «Me gustaría ver a los blancos del Sur, obligados a regresar a sus países de origen, las Islas Británicas y Francia».
Joseph comentó con Spaulding:
—Es un perro de mala casta, y rebosa de odio secreto contra sí mismo como era de esperar.
Pero Joseph pensaba también en las propiedades irlandesas que habían sido enajenadas por los ingleses y vendidas a escoceses e ingleses, y los antiguos propietarios de las granjas fueron arrojados, hambrientos, a las carreteras y senderos con sus esposas, hijos y ancianos padres. El propio Spaulding confesaba que no lograba comprender la virulencia de Stevens, que era uno de los más encarnizados en la persecución y en los intentos de invalidación del Presidente Andrew Johnson que había tratado blandamente de llevar adelante los misericordiosos planes del asesinado Lincoln.
—Yo sí puedo comprenderle —dijo Joseph, que había leído «El Capital», de Karl Marx, y que recordaba sus conversaciones con Montrose—. Se odia a sí mismo, porque sabe lo que es, y para escapar a los efectos de este odio, odia a otros, particularmente a los de mejor cuna y tradición.
Encontraba escasa diferencia entre el Manifiesto Comunista de Karl Marx en 1848 y las convicciones de Thaddeus Stevens, aunque meditaba que Marx tenía más calidad y mayor educación.
Thaddeus Stevens en su afán sanguinario anhelaba el poder vengativo sobre los indefensos. Spaulding recordaba que Joseph vino a visitarle y dijo:
—Averigüe cuanto pueda acerca de Stevens, sus ocultos antecedentes, su vida anterior, cualquier lío con mujeres, sus ambiciones, sus asuntos privados.
Porque Stevens, para Joseph, se había convertido en la representación del conquistador inglés, sin misericordia ni justicia ni compasión. Spaulding había llevado a cabo su misión con gran eficiencia. Nadie supo exactamente lo que sucedió, ni siquiera el propio Joseph lo supo por completo, pero Stevens, en la misma cúspide de su odio triunfante, murió súbitamente un día de agosto de 1868 en Washington, y hasta el final fue voraz, brutal en su oratorio y napoleónico en actitudes. Sin embargo la maldad que en él había alentado siguió viviendo después de él, y las Actas Radicales elaboradas por los republicanos Radicales en el Norte casi destruyeron el caído Sur, y dividieron casi mortalmente una nación precariamente unida.
No fue la última vez que Joseph había hecho pesar su poder en favor o en contra de un político. Había llegado ya el momento, decidió, de destruir al hombre al que más despreciaba en el mundo, un hombre que si bien no perteneció al partido de Stevens, le había respaldado asiduamente con el propósito de participar en el saqueo del Sur y votó con él para invalidar al Presidente Johnson. Para acrecentar su poder, Joseph se había convertido en ciudadano norteamericano. Había convenido una cita con Spaulding en aquel caluroso día de agosto, y pronto llegaría al despacho del abogado con su secretario Timothy Dineen.
Spaulding había lamentado con frecuencia, íntimamente, que Joseph fuera «reservado», y no pidiera a menudo consejo a los cerebros más sagaces y veteranos, como el suyo propio, comprando y maniobrando sin aparentemente consultar con nadie. Así, Spaulding no sabía que Joseph había comprado vastas extensiones de tierras en Virginia, a precio muy bajo, vendiéndoselos a un precio aún más bajo a Montrose-Clair Deveraux. Había una simple anotación en los libros personales de Joseph: «Inversiones en Virginia. Amplias pérdidas». Spaulding quedó muy intrigado ante esto, ya que Joseph era probablemente el único hombre que tuvo pérdidas en el Sur. Era peligroso ahora en el Norte, ser demócrata, por lo cual Joseph se hizo del partido demócrata, y cuando Spaulding protestó incrédulo, Joseph se limitó a manifestar que despreciaba a los liberales[18].
Para Joseph toda la tragedia de la nación se había convertido en un conflicto entre Inglaterra e Irlanda. Si esto le hubiera sido insinuado por algún penetrante filósofo se hubiera mofado con irrisión, ya que, como decía frecuentemente, él no tenía fidelidades ni vínculos, ni amaba a ningún país, y todos los países servían solamente para ser explotados. Solamente Healey hubiera podido saberlo y comprenderlo. Spaulding conocía todas las villanías de los hombres, pero muy poco sobre los profundos, apasionados y subterráneos orígenes de sus motivos.
Mientras aguardaba la llegada de su cliente, Spaulding leyó la última edición de la noche anterior del «Mensajero de Filadelfia», el mayor periódico de Pensilvania. El periódico informaba con orgullo que era el señor Joseph Armagh quien hizo investigar las acciones del joven Jay Gould, «el audaz financiero de Wall Street» y elevó a la atención del Presidente Grant la maniobra de Gould que «acaparó los quince millones de dólares en oro, en circulación en la nación, forzando así a una subida en su precio». El señor Armagh informó también al Presidente que fue el propio cuñado del Presidente el que actuó de espía en la Casa Blanca, y en Washington, conjurado con Gould. De resultas de esta maniobra el dinero en circulación de todo el país había padecido las consecuencias al igual que toda su estructura financiera. «Pero el esclarecimiento aportado por el señor Armagh al Presidente hizo entrar en acción al Ministerio de Hacienda que vendió oro del gobierno, salvando así a la nación que pudo verse en la ruina». Desgraciadamente, proseguía el periódico, los contactos del señor Gould en el gobierno le informaron a tiempo, y pudo vender inmediatamente, y con enorme ganancia. Otros conspiradores, menos relacionados con Washington, zozobraron en bancarrota.
«¿Son los banqueros nuestros gobernantes, o lo son los legítimos que hemos elegido?», preguntaba coléricamente el periódico. Al leer esta pregunta, Joseph había reído despreciativo ante tanta candidez. Sus amigos banqueros con quienes se entrevistaba frecuentemente en Nueva York, y que acudían desde otras naciones para conferenciar con él, le habían facilitado la información referente a Jay Gould. Alegando:
—Porque Norteamérica todavía no es lo suficientemente próspera para sacar ningún botín ruinoso. Esto llegará más tarde, no sabemos ni podemos predecir la fecha, con la fundación de un instituto bancario privado en Norteamérica, que tendrá la facultad de acuñar dinero y no el Congreso: un Sistema de Reserva Federal. Esto puede sobrevenir únicamente bajo forma de una enmienda en su Constitución.
En los recientes años, era solamente en Nueva York, y algunas otras ciudades norteñas de los Estados de Nueva Inglaterra, notablemente en Massachusetts, donde resultaba completamente sin peligro ser un demócrata. Y los demócratas, siendo hombres, encontraron muy fácil el saqueo para hombres sin conciencia inspirados tan sólo por la codicia y el afán de poder. En latrocinios y rapacidad hasta lograron que los republicanos radicales parecieran tenderos de pueblo. Solamente en dos años la organización de William M. Tweed y algunos otros de sus conspiradores robaron setenta y cinco millones de dólares al municipio y ciudad de Nueva York, y la totalidad de sus latrocinios desde 1865 a 1871 fue estimada por los investigadores aproximadamente en doscientos millones. Tweed amenazaba tan eficientemente a los concesionarios y contratistas negociando con Nueva York que ellos añadían un cien por cien a sus facturas al municipio, y entregaban el recargo extorsionando a la camarilla Tweed. Como resultado, en un solo caso, Nueva York pagó cerca de dos millones de dólares para el revocado de un solo edificio de la ciudad, y más de un millón y medio por treinta y cinco mesas y sillas. Tweed era director de los Ferrocarriles Erie, junto con un tal Fisk y Jay Gould, y sobornaba políticos, jueces y hasta bastantes miembros de la Asamblea.
Esto era llevado a cabo con tanto aplomo, tanta gracia y campechanía, entre tan encantadoras risas, que los míseros habitantes de Nueva York sentían sólo cariño por sus explotadores, y hasta adoración, porque cercano el día de elecciones, ¿no les suministraban ellos pan, provisiones, dinero, cerveza, whisky, carbón y otros obsequios para obtener sus votos? El hecho de que si la camarilla Tweed no les hubiese robado a ellos en primer lugar, hubieran podido comprar todo aquello y más de su propio bolsillo, nunca penetró en sus simples mentalidades, o, si alguien les hacía notar este hecho se irritaban sobremanera contra quien les aclaraba la realidad.
En cierta ocasión había leído Joseph: «Si las personas son robadas, oprimidas y explotadas, si son conducidas a guerras, calamidades, pánicos y miseria, ellas, ellas mismas, son las culpables, porque son estúpidas superando todo lo imaginable, y no miran más allá de sus voraces panzas».
Un electorado bien informado, que eligiera únicamente a hombres justos sin importar su poder financiero o su carencia del mismo, era un sueño imposible. La humanidad adora a sus traidores y asesina a sus salvadores. Joseph no pretendía ser un salvador de Norteamérica y a menudo pensaba: «El rebaño del proletariado, que no tiene razón alguna para existir».
En consecuencia, fue con una especie de brutal venganza que, como director de dos ferrocarriles, aprobó las más aterradoras represalias contra los Molly Maguires, los desesperados irlandeses huelguistas trabajadores en los ferrocarriles de Pensilvania. Si los Molly Maguires no mataban y peleaban tan violentamente como lo hacían los opresores, si ellos, los irlandeses, preferían sucumbir meramente por un pedazo de pan entonces se merecían lo que recibían. «Yo hallé un camino para liberarme», pensó Joseph. «Que ellos lo busquen también». Por esta razón no detestaba por completo a la camarilla Tweed. Eran irlandeses que se habían negado a seguir siendo despreciados y en la miseria, y saquearon al igual que fueron saqueados. Había informado sobre Jay Gould y sus compañeros de conspiración no porque les encontrase censurables, sino porque ponían en peligro sus propias ganancias.
Pero el «Mensajero de Filadelfia» y los periódicos de Pittsburgh se deshicieron en elogios a Joseph Francis Xavier Armagh, atribuyéndole los más inmaculados motivos y patriotismo —«aunque nació en Irlanda»— y se extrañaron en letra impresa de que no hubiera buscado un cargo público para sí mismo, «por el bien de su país adoptado». (Los periódicos mencionaban a un miembro del gabinete del Presidente que había dicho, airado: «¡No puede emplearse el tacto con un miembro del Congreso! Todos ellos son ladrones y dispuestos para el soborno, como todos sabemos. ¡Hay que empuñar una estaca y golpearles en el hocico!». Como es lógico, el pueblo no le hizo caso). Joseph había sonreído sombríamente cuando leyó aquellas efusiones la noche antes de acudir para su consulta con el abogado Spaulding. Él mismo fue uno de los que sobornaron a diputados en beneficio de sus ferrocarriles. (Una compañía de construcciones ferroviarias, Credit Mobilier, había robado veinticuatro millones de dólares de la Tesorería de los EE. UU., y esto pudo ser realizado gracias a la ayuda de un congresista, que sobornó a sus propios colegas en el Congreso dándoles gratis acciones en varios ferrocarriles que pegaban cerca del seiscientos por cien en dividendos por año).
Un cargo público no le convenía a Joseph Armagh. Era más provechoso manipular al gobierno desde fuera que desde dentro. Le enseñaría a su hijo, Rory, esta máxima realidad positiva, diciéndole:
—El pueblo norteamericano implora ser seducido. ¿Por qué vamos a rechazar su amor? Esto sigue siendo tan verdadero en tus días como lo fue en los míos.
Cuando Rory mencionó que un irlandés, el sheriff James O’Brien, había llevado la contabilidad secreta de la camarilla Tweed al «New York Times», que la publicó en 1871, esto supuso el final de la camarilla; que como recordó Rory a su padre, había intentado sobornar al intrépido periódico con cinco millones de dólares para no publicar aquellas cuentas, pero fracasó. El periódico había excitado los ánimos de los desesperados neoyorquinos y Tweed fue encarcelado. (Más tarde Tweed escapó a España, con documentación y atuendo de marino, pero aun allá le siguió el periódico logrando su identificación y detención. Murió en una prisión de Nueva York en 1878).
Expuso entonces Joseph a su hijo Rory:
—Debemos, naturalmente, recordar siempre al Cuarto Poder, tal como Edmund Burke llamó a la prensa. Admito que si la prensa en conjunto, pusiera siempre en evidencia al gobierno y sus ladrones, y a nosotros, esto sería el final. Pero tenemos medios para sobornar y comprar la prensa, también. No a todos, ciertamente, pero a muchos. Ya que podemos comprar periódicos y publicar lo que queremos —y riendo, añadió—: Rory, probablemente habrás observado que los periódicos hablan con frecuencia de un «mundo cambiante». Pero el mundo nunca cambia. Es siempre lo mismo —el devorador y los devorados. Como te enseñó tu religión cuando eras un niño, esto es el Pecado Original, y dale gracias a Dios por ello. Nos hizo ricos y poderosos.
Pensó en el pánico de 1873-1876 que obligando a abandonar a los modestos empresarios de líneas férreas, elaboró grandes fortunas para los Vanderbilt… y para él mismo.
En aquel caluroso y dorado día, seco y susurrante, de agosto, el abogado Spaulding leyó las efusiones laudatorias de los periódicos concerniendo a Joseph Armagh, y sonrió torcidamente frotándose la aceitosa y elástica nariz, y aguardó a su cliente. Se dedicó a rumiar cuánto iba a darle Joseph esta vez, y para qué.
Joseph llegó con Timothy Dineen al mediodía, procedente de los campamentos petroleros donde estuvo desde primera hora de la mañana acompañado por su gerente, Harry Zeff. (Las Empresas Armagh tenían ahora unas oficinas impresionantes en Filadelfia, y esta ciudad era el cuartel general de Harry, y sus auxiliares eran los más jóvenes de los que fueron «asociados» del señor Healey, además de dependientes y abogados totalizando cerca de doscientos empleados).
Spaulding fue todo amor y cordialidad al saludar al joven y rebosante de solicitud, grititos tiernos y enhorabuenas. Palmoteó y apretó, aunque sabía sobradamente que Joseph detestaba las confianzas y hasta el roce de los demás.
—¡Siéntese, mi querido muchacho, por favor! —exclamó Spaulding. Ignoró a Timothy que le aborrecía. Joseph instalóse en un mullido sillón de cuero rojo y Timothy permaneció en pie cerca de él como protegiéndole, sus negros ojos estudiando a Spaulding como si esperase verle sacar un cuchillo u otro instrumento mortal—. ¿Coñac, Joe? ¿Whisky? ¿Vino?
—Nada —dijo Joseph.
Parecía cansado aunque todavía más fuerte que nunca y su delgadez habíase acrecentado con su prosperidad. Aprendió a no despreciar el buen vestir aunque lo hacía con sobria distinción. Su cabello rojizo todavía denso y sano se había moteado a trechos con matices de incipiente gris. Estaba por completo afeitado como siempre y no seguía la moda de mostachos, barbas y gruesas patillas. Su faz continuaba huesuda y tensa, casi sin carnes, su corva nariz más delgada que nunca, su boca una hoja de acero cerrada. Pero sus ojillos azules habían ganado en poderosa penetración con los años y algunas veces brillaban cuando estaba colérico o enojado. Escasos eran los hombres que admiraban el aspecto de Joseph Armagh, pero las mujeres le encontraban fascinante y su fría indiferencia hacia la mayoría solamente aumentaba su encaprichamiento.
Aclarando su garganta el abogado miró a Timothy:
—¿Señor Dineen?
—Whisky —dijo Timothy. Su corto cuerpo robusto, estaba ahora ensanchado por la buena vida, pero sus músculos eran firmes y activos y su negro cabello era abundante y cuidadosamente ondulado.
—¡Whisky, eso es! —exclamó Spaulding con deleite, como si Timothy acabase de proporcionarle un extraordinario contento—. Vaya día más caluroso, en verdad. Sí, señores. Esperábamos unos días más frescos por esta época de agosto.
Sonreía expansivo y cariñosamente, mientras escanciaba whisky y soda en el alto vaso para Timothy y se lo ofreció con leve reverencia, aunque Timothy lo aceptó sin siquiera dar las gracias.
Al sentarse, Spaulding se dirigió hacia Joseph:
—¡He estado leyendo todo lo referente a usted en la prensa, querido muchacho! «¡Prodigioso empresario! ¡Asociado con el gran financiero neoyorquino Jay Regan, los Gould, los Fisk! ¡Orgulloso de ser un ciudadano de esta poderosa nación! ¡Ferrocarriles, minas, petróleo, aserraderos, construcciones, barón de las finanzas!».
—Sin mencionar mis burdeles —dijo gravemente Joseph— ni mi contrabando de ron desde el sur hasta mis destilerías del norte.
Spaulding presentó en alto sus blandas palmas.
—Hay servicios hondamente apreciados si no públicamente aprobados —rió—. ¿No sirve usted a la humanidad íntimamente al igual que industrialmente y financieramente? Esto no es para deplorarlo, pese a los mojigatos.
—Ni tampoco mi contrabandeo de armas acá y allá, en Méjico y fuera del país —como si el abogado no hubiese hablado.
El viejo rió de nuevo, pero ahora sus ojos estaban inquietos. Joseph le estaba tendiendo un anzuelo. Dijo Spaulding:
—Debemos sacarle para subsistir a todo lo que llega a nuestras manos.
—Como por ejemplo saquear el Sur de su algodón —especificó Joseph—. Bueno, de esto no fui yo culpable.
—No hice ganancias enormes, Joseph, aunque otros sí —suspiró el abogado—. Fueron buenas, pero no enormes. Además, ¿tenía yo algo que ver con la Reconstrucción? No.
—Harry Zeff me dice que sus recientes informes a él están perfectamente en orden. No dispongo de mucho tiempo. He de tomar el tren de las dos para Winfield. Tengo una misión para usted. —Hizo una pausa. No movió siquiera un dedo, y sin embargo dio la impresión de un implacable apremio—. Quiero que usted me envíe, por correo urgente, un informe completo sobre el Gobernador Tom Hennessey. Todo lo que tenga, sepa con certeza, y de sus archivos, que el señor Healey comenzó y amplió. No importa el detalle por pequeño que sea. Lo quiero. También quisiera una breve semblanza de su padre.
Un pesado y ardiente silencio planeó en el amplio despacho que olía a cuero recalentado, cera encaústica[19] y esencia de limón. Spaulding había entrelazado sus manos sobre la mesa. Miraba intensamente a Joseph. Su sonrisa habíase esfumado, pero sus ojos chispeaban, más bajos los pesados párpados.
Entonces dijo el abogado, súbitamente asustado por la expresión de los ojos de Joseph:
—Su padre político.
—Mi suegro.
—El abuelo de sus dos hijos.
—El abuelo de mis dos hijos.
Timothy removió los pies y bebió un amplio trago de su whisky. Y de repente el tráfico en la calle era muy audible en la estancia.
—El gobernador vuelve a presentarse para el cargo este otoño —dijo Spaulding que estaba poniéndose nervioso—. ¿Lo que usted desea tiene algo que ver con esto?
—Sí —dijo Joseph. Sus quietas manos enlazando una de sus rodillas, no se movieron.
Lamiéndose una comisura labial con húmeda lengua, sugirió Spaulding:
—¿Y algo más que esto?
—Más que esto —y el lacónico Joseph especificó—: Lo quiero absolutamente arruinado. Despojado. Deshonrado. Encarcelado, si es posible, aunque dudo que podamos arreglar este detalle. Ha sido demasiado astuto y dispuso de demasiada ayuda para cubrirse.
Spaulding se reclinó en su sillón. Nada le escandalizaba, ni ahora se sobresaltó. Pero era curioso.
—Puede rebotar contra usted, Joe. Es su suegro.
—¿Y cómo? Controlo bastantes periódicos, especialmente los de Pensilvania. Tengo también influencia en Nueva York. Pero aun cuando algún periodicucho me echase barro, ¿en qué puede perjudicarme? No me presento para ningún cargo público. No soy un político que puede ser perjudicado por la opinión pública, o los votos. No hay nada que nadie pueda hacerme a mí, ni el pueblo ni el gobierno. Soy excesivamente rico. Mis negocios son… respetables. Soy director de la gran Compañía Petrolera Handell, y director de otras muchas compañías. Soy invulnerable. Unas palabras a políticos influyentes… —y alzó una mano brevemente—. Creo que hasta podemos mantener este asunto fuera por completo de la prensa. Le daremos a él una oportunidad de resignarse o de ser públicamente puesto en la picota. Tiene solamente que renunciar a todo deseo de ser de nuevo gobernador… y acceder a la pérdida de su fortuna, hasta un punto que podemos convenir. Yo seré quien le dará este consejo.
—Nunca sabrá quién lo hizo —dijo el abogado.
—Cuando esté hecho, es mi intención informarle que fui yo —dijo Joseph.
Spaulding suspendió un instante el resuello. Había adivinado hacía tiempo que Joseph odiaba a su suegro, pero lo había considerado un conflicto de caracteres. El gobernador Hennessey estuvo sobremanera complacido por la elección de marido por parte de su hija. Su boda había atraído dignatarios de toda la nación, y Washington, y estuvieron presentes dos embajadores extranjeros. La boda tuvo lugar en Filadelfia, en la casa del gobernador, la suya propia, no la oficial, y todavía era mencionada entre la alta sociedad, y hasta en Nueva York. Había sido tan fastuosa, tan ostentosa, que un par de periódicos de poca tirada protestaron contra «esta extravagancia en medio de un pánico —gente hambrienta, huelguistas muertos por los agentes ferroviarios, mineros baleados a muerte en sus propias cabañas ante sus viudas e hijos—. Este despliegue de lujos tiene que suscitar la ira de la Providencia». Los señores Jay Regan, Fisk y Gould estuvieron presentes con sus esposas resplandecientes de joyas.
—Usted le informará —dijo Spaulding con tono pensativo—. Naturalmente, Joseph, no es asunto mío, pero hemos sido amigos desde que usted era un jovencito y fui el primero en enseñarle leyes a petición de nuestro querido Ed Healey. Por consiguiente, ¿puedo preguntarle el motivo?
—No —dijo Joseph, y veía el rostro de Katherine Hennessey.
Spaulding suspiró, removiendo algunos papeles sobre su mesa. Sus párpados pestañearon rápidamente. Dijo con tono sumiso:
—La señora Armagh… aunque nunca adivinase el… promotor… quedará muy lastimada, porque ella siempre quiso mucho a su padre, y él a ella.
Joseph sonrió torvamente:
—Señor Spaulding, no siente usted la menor conmiseración por la señora Armagh, aunque la haya conocido desde su infancia. Usted siente meramente curiosidad. No es mi intención satisfacer su curiosidad. En cuanto a que la señora Armagh sienta lástima, lo dudo. Nunca le agradó que su padre se casase con una muchacha de no mucha más edad que ella, pocos meses después de nuestra boda. Una muchacha, como recordará usted, que ya tenía un hijo bastardo de menos de un año.
—No hubo escándalo, Joseph.
—Naturalmente que no. Ya me ocupé de esto, al igual que hizo Hennessey. Adoptó al niño. Muy bondadoso por su parte, ¿verdad?
Pensó en el día que murió Katherine, y la joven que había acudido a ella con sus imploraciones. La joven, como se descubrió más tarde, aunque no públicamente, era la hija de un diputado influyente. En su boda con Tom Hennessey los periódicos declararon que ella era «una joven viuda, de uno de nuestros heroicos oficiales que murió de resultas de sus heridas dejándola a ella con un afligido hijito». (La aflicción debíase al hecho de que él «nunca vio a su joven padre»).
Joseph no sentía odio hacia Elizabeth Hennessey, la nueva y joven esposa. También ella había sido una víctima de las mentiras, crueldades, seducciones y traición del senador. Su padre debió tener un considerable poder en la Casa Blanca, había pensado Joseph cuando se celebró la boda. Más tarde descubrió que el diputado era un pariente del Presidente y muy favorecido por él.
Bernadette nunca perdonó a su padre. Había declarado que aquello era «un deshonor para mi madre» ya que había reconocido la joven en la fotografía del periódico inmediatamente de ser anunciado el compromiso. Recordaba ella que su padre estigmatizó a la muchacha como una buscadora de sensaciones, una zorra callejera, una aventurera, pero Elizabeth no era ninguna de estas cosas. Era la hija de un notable congresista, y Bernadette, siempre consciente de la diferencia de clases, encontró estas calumnias imperdonables. Esto, y el hecho de que su adorado padre la había desplazado en sus afectos, era la verdadera razón de su ultrajado agravio. El «deshonor» para su madre no tenía el menor significado real para ella, ya que mamá había sido una necia, aunque dulce y afectuosa. Pero Bernadette, para su máxima sorpresa, descubrió que había amado un poco a su madre y por unos meses sintióse desolada. (Estaba también la realidad de un niñito llamado Courtney, el nombre del padre de Tom. Bernadette había deseado darle aquel nombre a su propio hijo). Su padre, en resumen, la había «traicionado» a ella, Bernadette, mucho antes que su madre muriera por la conmoción y la pena acumulada, amando más a otra persona de lo que amó a su hija, y mintiéndole a ella, vilipendiando a la muchacha con la cual se casó más tarde.
Bernadette afirmó sollozante a su esposo:
—¡Uno de estos días le diré a Lizzie exactamente lo que me dijo mi padre de ella!
—Probablemente ella conoce bien cómo es tu padre, amor mío —había replicado Joseph.
Este comentario precipitó a Bernadette en rápida y llameante cólera en defensa de su padre, que «había tenido la mala suerte de casarse con dos mujeres estúpidas». No obstante, su defensa no aminoró su ira contra Tom Hennessey. A Joseph no le importaba mucho tratar de demostrarle a su esposa sus inconsistencias y contradicciones. Tampoco le importaba lo bastante Bernadette para consolarla o calmarla. Las emociones de las mujeres carecían de interés para él, y si las exhibían en su presencia sentía fastidio, el mismo fastidio que uno siente ante un niño mal educado, o un perrito mimado. No encontraba la menor satisfacción intelectual en conversar con mujeres —casi estaba convencido de que ellas carecían de intelecto—, excepto con Regina, su hermana.
Un silencio se sintió nuevamente en el despacho del abogado. Estaba todavía ávido de curiosidad. No experimentaba conmiseración por el gobernador Hennessey y lo que esto significaría para él. Joseph Armagh era más fuerte que el gobernador. Joseph Armagh destruiría al gobernador, por sus propios motivos, que no debían ser conocidos por el abogado. Como siempre, el más débil caería vencido. Ésta era la ley de la naturaleza, y de nada servía quejarse de ello. No era una cuestión de moralidad, ni, llegado el caso, de legalidad.
—Puede que tome tiempo, Joseph —dijo Spaulding.
—El tiempo es dinero —dijo Joseph—. Cuanto más tiempo menos dinero. Parece una paradoja, ¿no?
Pero el abogado comprendió perfectamente la paradoja, ya que afectaría los intereses de su bolsillo.
—¿Digamos unas seis semanas antes de las elecciones?
—No. Ha de retirar su candidatura lo antes posible. Éste es el primer paso —y se dispuso a levantarse.
Spaulding dijo apresuradamente:
—Me ocuparé de ello lo más pronto posible. La información, como de costumbre, a su casa de Green Hills y no a su despacho, ¿no?
—Exacto —dijo Joseph y se puso en pie y Timothy dejó el vaso vacío sobre la mesa.
Spaulding se levantó también y los dos hombres se miraron a través de la distancia de la mesa. Dijo Joseph:
—Jim, me ha sido usted leal y muy útil durante estos años desde que murió el señor Healey. En señal de apreciación, ya que su cumpleaños es la próxima semana, recibirá usted un pequeño obsequio de mi parte. Esto no será quitado del pago a la recepción de las pruebas que he requerido —y su entonación era una excelente parodia del estilo del abogado pero éste no lo percibió.
Spaulding dijo con verdadera emoción:
—Joseph, es usted demasiado bondadoso conmigo.
El astuto e intelectual Timothy Dineen, que era también un hombre valeroso y pragmático, nunca se engañó a sí mismo con la presunción de disponer de la plena confianza sin restricciones de Joseph Armagh, que confiaba en él en materia de negocios, pero nunca le hablaba de sus propias razones ni sentimientos para hacer algo, ni se franqueaba con Timothy más allá de los límites corrientes de una amistad y un mutuo respeto. Timothy a menudo adivinaba algunas cosas, intuitivo como todos los irlandeses, pero nunca tenía una absoluta certeza. Joseph llegaba lo más cerca posible de considerar a cualquier otro ser humano como un confidente cuando estaba con Harry Zeff, pero aun entonces mantenía cierta reserva. Nunca mostraba un total relajamiento ni una cordialidad positiva, ni siquiera hacia Harry, aunque Timothy comprendió que ambos hombres arriesgarían su vida el uno por el otro y que Harry no solamente arriesgaría su vida sino que la habría dado sin el menor titubeo, y que quería más a Joseph que a su propia esposa e hijos.
—El problema con Joe —le dijo Harry una vez a Timothy— es que cree que nadie le quiere sincera y completamente, excepto su hermana Regina y creo que aun con ella tiene también sus dudas. Quedó tan quebrantado por la muerte del señor Healey porque llegó a la conclusión de que el señor Healey le había tenido en gran estima. Creo que se sintió un poco perplejo ante esta conclusión. Alteraba sus propias conclusiones acerca de la gente durante algún tiempo, y a Joe no le agrada que sus netas conclusiones sufran modificación, ya que exige tiempo para volver a asentarlas. Creo que finalmente decidió, en beneficio de la claridad y la razón, que el señor Healey tuvo algún afecto por él, y que no tenía otros herederos, y así sucesivamente… —y Harry había extendido las abiertas manos expresivamente.
—Con frecuencia me pregunto por qué se casó con la señora Armagh —había comentado Timothy—. Ciertamente no tiene un sólido apego hacia ella. Es algo evidente para cualquiera.
—También me intrigó —dijo Harry—. Fue para mí una gran sorpresa. Joe no es de la clase de los que se casan. Creo que nunca le importó una mujer en toda su vida, excepto como una perentoria necesidad física. Sí, existe su hermana, naturalmente, pero ella es apenas una mujer para él —y Harry lanzó una rápida y solapada ojeada a Timothy que se limitó a afirmar con lenta inclinación de cabeza.
—A veces siento pena por la señora Armagh —dijo Timothy—, aunque ella es una dama por la cual es difícil sentir pena, con su carácter y cinismo, sus puntos de vista escépticos y su… bueno, su verdadera malignidad hacia las personas. No obstante, ella le quiere hasta el delirio. En comparación, sus hijos no son nada para ella.
—Hay que tener en cuenta que él es rico y fuerte, y esto les gusta a las mujeres —dijo Harry— y es guapo en cierto modo, duro e indiferente, lo cual al parecer atrae también a las mujeres. También yo siento lástima por la esposa de Joe.
En aquella calurosa tarde de agosto, tras la visita al abogado, Timothy regresaba a Winfield en el vagón privado de Joseph, que perteneció antaño a Healey. Sentábase ante una mesa revisando sus papeles. Joseph instalado en una silla cercana a las amplias ventanillas mirando a través de ellas, pero Timothy sabía que no estaba viendo nada del desfilante paisaje. ¿En qué pensarían hombres como Joseph Armagh cuando estaban a solas, o cuando se olvidaban de sus acompañantes? Timothy no era tan estúpido como para creer que Joseph solamente pensaba en el dinero y el poder, como otras personas afirmaban con mezquina envidia. El señor Armagh era un hombre, y a pesar suyo tenía las emociones, la sangre y los pensamientos de un hombre. No era una máquina ni una abstracción. La fuerza vital de la humanidad podía estallar a través de la piedra. Aun cuando fuera contenida se acumulaba en las tinieblas esperando el día de la explosión.
¿Pensaba acaso Joseph en su hermano Sean? Timothy evocaba el día en que Joseph recibió una carta de Sean, la última que recibiría del riente, atolondrado y finalmente rebelde joven. Sean había abandonado Harvard sin siquiera despedirse de sus profesores y compañeros de estudios. A Sean le tenían sin cuidado ellos, así como la enseñanza disciplinada y las leyes que Joseph insistió estudiase. Sean quería cantar, reír con alegres compañeros, beber hasta caer inconsciente, pero siempre cantando, interpretar música jubilosa, y música bonita, y, como le dijo a Joseph, quería, sobre todo, vivir. Timothy les oyó en cierta ocasión enfurecidos mutuamente.
—¡Eres una piedra gris! —había gritado Sean—. ¡No eres un hombre, ni tienes nada de un ser humano! ¿Qué sabes tú de vivir y amar, del dolor muy adentro del corazón, del vértigo en el alma, si es que tienes una? ¿Qué sabes tú de privaciones, penas, hambre y angustia? ¡No sabes de nada, nada, salvo tu maldito dinero, y hacer más dinero no importa cómo, y al infierno con todo lo demás!
En su frenético apasionamiento y su sentido de agravio personal, Sean no había notado la súbita expresión espantosa del rostro de Joseph ni la lívida presión de sus labios. Y había proseguido:
—¿Qué sabes tú de soledad y pérdida de esperanzas? ¡Muy escasas veces viniste a verme en el orfanato! ¡Sí, ya me dijeron que estabas «trabajando», por el amor de Dios, y que no tenías dinero para visitarme! ¡Esto es mentira! Podías haber ahorrado algo de tu dinero para venir y decirme que pensabas en mí y te preocupabas por mí. Pero no lo hiciste. Ahí estaba yo, preso en el lodo de aquel maldito orfanato, entre monjas lloronas y sucios mocosos, sin ninguna belleza ni placer ni ensueños, y fuera estabas tú, olvidándome a mí y a Regina, no dedicándonos ni un pensamiento, ¡sólo haciendo tu maldito dinero! ¿Y qué ha hecho por ti tu dinero, dime, por favor? Nada. ¡Ni siquiera puedes disfrutarlo!
Joseph no había replicado. Su rostro se hizo aún más cadavérico, y Sean se puso aún más frenético acerca de sus «injusticias».
—¡Debiste odiarnos! Sí, te ocupaste de nuestro sustento, y esto casi debió matarte. Nos abandonaste cuando más te necesitábamos, como niños que éramos. ¿Y para qué? Sólo por dinero. Una vez, teniendo yo nueve años tuve una pulmonía. Nunca viniste. No era nada para ti. Probablemente acariciaste la esperanza de que me muriese.
Entonces se había levantado Joseph, y Timothy vio un largo y temible temblor por todo su cuerpo. Joseph alzó la mano en revés golpeando a Sean sin palabras pero con salvajismo cruzándole el rostro, y después abandonó la sala. Sean había gimoteado. Luego, aplicándose la mano en la inflamada mejilla, se desplomó en un sillón sollozando fuertemente con gran pena por sí mismo, y al darse cuenta de la presencia silenciosa de Timothy hizo más alegatos en busca de compasión. Timothy escuchó, y por fin dijo sin excitarse:
—Eres un perro, un cerdo egoísta, y no mereces ni un solo pensamiento más por parte de tu hermano. Sigue jugando. Esto es para lo único que sirves.
Ésta fue la última vez que Timothy viera a Sean Armagh que regresó a Harvard al día siguiente, tras las vacaciones de Navidad. Era su último año en Harvard, y Sean abandonó la universidad en primavera, desapareciendo. Solamente Timothy, enviado allá para indagar, se dio cuenta de que Sean había tenido mucho cuidado en llevarse de su precioso cuarto todo lo valioso que Joseph le había comprado, al igual que su mejor ropa y su refinado equipaje.
Fueron precisos varios meses para encontrar a Sean, y Timothy dirigió la búsqueda. Finalmente fue descubierto, desmelenado, borracho y desaliñado, riendo, bebiendo, bromeando y cantando por las tabernas de Boston. Algunas veces era acompañado por un violinista. Otras disponía de un viejo piano al cual podía hacer tronar, tintinear, gemir, gritar y bailar a su capricho. Tocaba y cantaba por un puñado de centavos, por cerveza y whisky, por comida gratis, por los aplausos, por la camaradería, por la aparente amistad de las tabernas, el aparente compañerismo y el calor admirativo. En pocos meses quedóse sin dinero y en harapos.
—No podemos dejarle morir de hambre —dijo Joseph con aquel terrible aspecto en su rostro cuando se mencionara a su hermano—. No podemos darle tampoco dinero en cantidad alguna. Lo derrocharía en poco tiempo con sus compañeros rufianes, borrachines y haraganes.
—Déjele que se muera de hambre —había dicho Timothy con desacostumbrada pasión y Joseph le miró repentinamente, estudiándole, y después sonrió levemente.
—No —dijo—. No podemos dejarle morir de hambre. No sé por qué, pero no podemos. Quizá será porque a su hermana no le agradaría. ¿Se aloja en alguna casa de huéspedes? Bien, ocúpese de que le entreguen diez dólares cada semana. Dígale a uno de mis muchachos en Boston que se los entregue a él, Tim.
Pero hacía ya dos años que Sean había desaparecido por completo, y desde entonces no se tenía la menor noticia de su paradero. Nadie sabía nada, o por lo menos juraba no saber. Podía haber sido asesinado, herido gravemente o muerto y enterrado en fosa común. Fueron pasados por la criba, hospitales, asilos de pobres, refugios para gente como Sean. No estaba en ninguna parte. A cada decepción, a cada término de una esperanza, Regina no decía nada aunque su semblante se tornaba más y más translúcido, encantador y etéreo, y dedicaba mayor atención a Joseph.
—Sean es como mi padre —comentó Joseph.
Regina se inclinó presionando su mejilla contra la de su hermano. Joseph la cogió de la mano como un niño y Timothy se maravilló de nuevo. Supo entonces sin la menor duda, que Regina Armagh acaparaba absolutamente el amor y confianza de su hermano. Y que ella sabía el cauce de los pensamientos de él como los propios, y que experimentaba hacia Joseph el más tierno de los amores, le conocía a fondo, sintiendo compasión de santa, y una enorme pesadumbre por él.
Joseph ya no hablaba de su hermano. Nunca trató que volviesen a buscarle. De haber acudido Sean a él solicitándole perdón, Joseph le habría ayudado. Pero nunca podría perdonar a Sean. Sean estaba tan muerto para él como si le hubiera visto en su tumba. Nunca olvidaría. Regina debió adivinar porque evitaba hablar de Sean con Joseph, sino únicamente a Timothy y algunas veces se cubría el rostro con las manos y lloraba.
¿Estaba ahora Joseph, mientras el tren aullaba en su recorrido, pensando en algo de todo esto?, se preguntaba Timothy. No lo sabía. El duro perfil de Joseph estaba iluminado por el declinante sol. Nunca fumaba ni bebía. Rara vez asistía a fiestas sociales en Green Hills, Filadelfia, Boston, Nueva York, o en otras ciudades, a menos que estuvieran relacionadas con negocios. Tenía una esposa a la que no amaba pero que ocasionalmente le divertía o seducía un poco, y algunas veces hasta lograba hacerle reír cuando le provocaba o hacía mimosidades. Quizá sintiera cierto encariñamiento por ella. No era bonita, pero era encantadora en un modo vivaracho y procaz, y tenía un estilo de hablar agudo y divertido. Llenaba la casa con su recia voz irlandesa, sus risas, su complacencia en vivir, y sus amonestaciones a la servidumbre y los niños.
Rory y Ann Marie, mellizos, se aproximaban a sus cinco años. ¿Amaba Joseph a sus hijos? Era diligente por lo que a ellos se refería y frecuentemente le hablaba a su esposa acerca de su despreocupación concerniendo el modo de educarlos. No les era denegado nada y Timothy pensaba que esto era una desgracia. Los niños debían ser privados frecuentemente de caprichos como cuestión de disciplina. Quizá Joseph les tenía afecto, pero no les daba nada más que afecto. Tal vez, como había dicho Harry Zeff, tenía miedo de amar, receloso del amor, y cínico por encima de todo. ¿Y quién puede reprochárselo, pensaba Timothy, recordando a Sean? El cariño amoroso al ser traicionado, si no degenera en odio, se vuelve cautela, indiferencia y duda, temeroso de nueva herida. Excepto para su hermana, Joseph Armagh era un hombre sin alegría. Timothy sospechaba que no había disfrutado alegría en su vida y compadecía intensamente aquel hombre aislado y silencioso, aquel hombre que no tenía nadie por quien vivir, excepto su hermana. Quizá tuvo una vez alguien por quien vivir pero también desapareció.
Sin embargo, tenía un impulso de estímulo. Era obvio. La inercia, pensaba Timothy. Pero Timothy no sabía que el estímulo era la venganza contra un mundo que le había negado a Joseph Armagh los alicientes que permiten vivir, y le brutalizó y rechazó, privándole de las únicas cosas valiosas en la existencia: fe, esperanza y amor.