XXVII

Katherine Hennessey caminaba lentamente y con considerable flojedad a través del vasto vestíbulo reluciente de blancura de su casa. De las ventanas amplias y arqueadas manaba la diáfana luz de la temprana mañana, y más suavizada bajaba por las enormes escaleras de mármol que conducían a los pisos superiores. El aire era cálido y sedoso porque mediaba mayo y el aroma de los jardines floreciendo penetraba en la gran sala.

Una profunda y trémula esperanza se albergaba recientemente en Katherine Hennessey, ya que su marido se presentaba para Gobernador del Estado en noviembre, y estaría en casa con mayor frecuencia, quizá cada fin de semana y cada fiesta, y varias semanas consecutivas al año. Había odiado ella Washington, su barro, su abundancia de gente, sus voraces políticos y sus húmedas calles feas para ella pese a toda su anchura, y los grandes edificios gubernamentales ostentosamente adornados, y la pestilencia de los arrabales negros, y sus cloacas. El clima la había enfermado. El río Potomac, para ella, era una masa líquida plomiza, sucia y nociva a menudo cubierta de nieblas, y ahora para ella la ciudad era una tumba para el todavía llorado Lincoln.

Estaba ella plenamente convencida de que Washington había puesto su propia marca desagradable en su marido, el pobre Tom, y lo había agobiado hondamente separándole de su familia a causa de sus interminables deberes. Hasta en verano, aquel verano tan horrible e imposible de Washington, tenía él que permanecer allá, luchando por el bienestar del Estado de Pensilvania y de la nación entera, soportando el bochornoso calor, los fétidos olores, las lluvias y tormentas casi tropicales, y el barro predominante. Ahora vendría al hogar. Cuando estuviera en Filadelfia, ya que no dudaba que el pueblo agradecido le votaría, estaría cerca. Quizás pudieran tener una casita donde ella estaría con él. Ya no era él ningún joven. Avanzaba en la década de sus cincuenta años. Y aquí su pesarosa mente derivaba en oscuras confusiones. En Washington habían habido tantas tentaciones por parte de aventureras sin escrúpulos, todas ellas cerniéndose sobre políticos tan lejos del hogar, tan solitarios, tan nostálgicos del hogar… No siempre una debía culpar a los caballeros… Una tenía que amar, comprender y perdonar. Una debía siempre consolarse con la idea de que era la esposa, la elegida, y debía reflexionar lo menos posible sin dar importancia a la pena cuando la acometía y a la vergüenza y humillación y no imaginarse ella misma un verdadero objeto de desprecio, desdeñada y rechazada. Una debía ocultar las lágrimas. Con frecuencia, cuando su pena era excesiva, ella había reconvenido amablemente a su marido, y había llorado, olvidando que los caballeros detestan las lágrimas y huyen de ellas, y que merecen más consideración por parte de sus esposas.

Desde que el senador Hennessey anunció que era el candidato de su partido para el cargo de gobernador, en otoño, exponiendo con tonos pastosos y trémulas inflexiones que deseaba disponer de más tiempo para estar con su amada familia, Katherine habíase convencido a sí misma con el engaño de que todo lo que siempre sospechó, todo cuanto había sabido, fueron fantasías imaginativas de su propio corazón, terco y duro, alucinaciones abominables de su propia alma sórdida. ¿Por qué razón el querido Tom iba a renunciar a sus tareas en Washington como prominente y popular senador, si no fuera por el deseo de regresar con más frecuencia al seno de la familia? Ella había estado equivocada, equivocada, equivocada, perversa y llena de pensamientos malignos, y consumía horas, de rodillas en su hogar y en la iglesia, rezando para obtener el perdón y haciendo penitencia. Únicamente esperaba, con humildad, que Tom la perdonaría si no pronto entonces antes de que ella muriese. Había suplicado a su confesor que le infligiera más penitencias, y él la había mirado con compasión, y en forma muy extraña. Con frecuencia la alzó cuando ella se arrojaba a sus pies, y la sostuvo por las temblorosas manos enguantadas mientras en su mente alentaban pensamientos que no eran sacerdotales sino muy semejante a la cólera de un hombre de claro entendimiento mundano. ¿Qué podía decirle un cura a una mujer inocente que confesaba pecados de los que no era culpable? ¿Cómo consolarla, reanimarla? Por fin había dicho, sabiendo que era la verdad pero en cierto modo un sofisma en la presente ocasión, que todos eran culpables ante Dios de monstruosos pecados, que nadie tenía ningún mérito propio sino solamente los concedidos por el misericordioso Padre, y que la paz residía en el bálsamo del perdón y la confesión. Algunas veces juzgaba a Katherine excesivamente escrupulosa, reprochándoselo en una ocasión, pero la insistencia de ella en sus pecados le silenció. Sin embargo se había pasmado ante el entontecimiento de la devoción de una mujer por un hombre tan indigno de cualquier devoción, tan espléndidamente y triunfalmente inicuo y exigente. Pero el amor, recordaba el cura por las confesiones oídas, era mayor que la fe y la esperanza, y lo perdonaba todo, lo soportaba todo, lo excusaba todo, y finalmente se culpaba a sí mismo por la malignidad ajena. Si las mujeres, pensaba el cura, amasen tan apasionadamente a Dios como amaban a sus seductores entonces en verdad alguna porción de gracia acudiría a este terrible mundo, ya que el amor de las mujeres era muchísimo más grande que el amor de los hombres.

Esta noche, pensaba Katherine Hennessey mientras atravesaba lentamente y con leve jadeo dificultoso la gran sala de recepción, el muy querido Tom estaría en casa para la celebración del decimoséptimo cumpleaños de su amada hija. Sonrió cariñosamente al colocar su delgada y blanca mano sobre el picaporte de la puerta. Ella misma fue esposa y madre justo antes de su decimoséptimo aniversario, pero las jóvenes de la época actual eran más independientes y más descaradas y tenían espíritus más vigorosos. ¡Querida Bernadette! Era voluntariosa y no siempre respetuosa con sus mayores, pero tenían tanto brío, tanta vivacidad, tal destello de brillante reto en sus ojos, que se le perdonaba al instante. No era de extrañar que Tom amase tanto a su hija. A su edad debió haber sido un duplicado masculino de ella, y Katherine deliberaba, con amor, acerca de Tom que de joven no conoció pero adivinaba adoraba a Bernadette. Al abrir con jadeante esfuerzo la puerta, sintióse sorprendida ante su debilidad. «Soy ya una mujer vieja», pensó. «Voy a cumplir los treinta y cuatro. Ya se fue la juventud. Comienzo a sentir los achaques de la edad. Debo cuidar de mi salud, por el bien de mis seres amados».

Iba a pasear por los prados y entre los jardines como le había recomendado su médico. Ni ella ni su médico sospecharon ni una sola vez que su sofocado conocimiento de la vergüenza, brutalidad, traición, repulsa, desprecio y humillaciones que había soportado desde su boda, y la interminable vejamen, habían destruido su salud y resistencia.

Fue por fin capaz de abrir la pesada puerta lo suficiente para poder salir. No sabía que la joven Bernadette, deteniéndose en la mitad de las escaleras, mientras ella iba débilmente caminando hacia la puerta, observaba a su madre con una mezcla de desdén, cinismo, intriga y despreciativa compasión. Mamá era tan tonta, una mujer tan anticuada y envejecida, y realmente tan imbécil… No sabía nada de nada acerca de papá, a quien Bernadette amaba muchísimo. Tenía en cambio escaso afecto por su madre, que era tan débil, tan blanda y estúpida, tan pasivamente crédula, tan servicial, gentil y sin vigor; tan ansiosa de acudir, a cualquier hora del día o de la noche, para aliviar el desconsuelo, el dolor o el hambre de alguien, aunque la persona le fuera desconocida. Gastaba tanto dinero en aquel miserable orfanato, y otras obras de caridad, un dinero que despilfarraba así de lo que eventualmente sería la herencia de su hija. En este punto Bernadette sentíase frecuentemente agraviada a la par que indignada, al igual que su padre, que estaba de acuerdo con ella.

Bernadette fue a una de las ventanas junto a la puerta y observó la frágil figura lastimosamente delgada de su madre desplazándose con lenta dificultad por el jardín. La muchacha meneó la cabeza con divertida exasperación. Se le antojaba ver a un ridículo esqueleto. La masa de cobrizas ondas naturales y bucles de Katherine había sido recogida en alto moño sobre su delicada cabeza, y de nuevo Bernadette experimentó resentimiento porque su propio cabello era lacio, castaño y áspero, y cada noche debía ser separado en guedejas para conseguir la larga caída en blandos cañutos colgantes a su rolliza espalda.

Porque Bernadette era rolliza aunque «agradablemente, y no un saco de huesos», como su padre la tranquilizaba con frecuencia, con una mirada a Katherine que era alta y tan angulosamente delgada y frágil. Indudablemente, Bernadette poseía una figura lozana y redondeada a sus diecisiete años; unos pechos llenos y rotundamente salientes; anchas caderas, y lustrosos brazos y piernas con hoyuelos. Su piel, a diferencia de la de Katherine, era tenuemente dorada, otro motivo de exasperación porque sugería una vulgar exposición al sol, y Bernadette nunca tomaba el sol sin la debida protección. Sus redondos ojos color avellana, siempre chispeantes, con cortas pestañas pardas, eran otra vejación más, ya que su madre poseía —admitía la propia Bernadette— los más hermosos y cambiantes ojos que ella jamás viera, y los de su padre eran claros e interesantes. La cara de Bernadette era redonda «como un buñuelo» —dijo una vez una institutriz irrespetuosa— y un poco plana de perfil; un mentón demasiado agresivo para una mujer; una nariz pequeña y respingona; labios demasiado anchos y rojos, y dientes demasiado grandes y blancos.

La muchacha, vestida con una túnica mañanera de lino amarillo salpicado de rositas, elegantemente drapeada con cuidada sencillez, le daba un aire primaveral, de vitalidad y exuberancia, mientras espiaba el avance de su madre por el patio florido. Ahora aquella tonta estaba hablándole a un mozo de establo, con aquella profunda gravedad y la bondadosa sonrisa que siempre ostentaba hablando con cualquiera. ¿Es que no podía ella darse cuenta de lo absurda que era, mirando a la gente como una santa iluminada? No era de extrañar que papá se hubiera «asociado» con mujeres más alegres y vistosas. Después de todo, un hombre soporta hasta cierto límite a una necia y entonces debe consolarse en otros lugares. No le consternó a Bernadette oír las revelaciones entre risitas nerviosas de sus compañeras de colegio en Filadelfia referentes a su padre. Secretamente, estaba orgullosa de la virilidad y manifiesta hombría de su padre. Por lo menos era un hombre, y no una caricatura de mujer como era su madre. Bernadette no se dejó engañar por la declaración de su padre de que aspiraba a ser gobernador para estar «con más frecuencia con su amada familia». Ella sabía muy bien, por insinuaciones leídas en la prensa, que papá había acabado casi políticamente en Washington y que la Asamblea no estaba ya dispuesta a designarle de nuevo. Papá abusó demasiado en todos los aspectos en Washington, aunque Bernadette nunca le condenó por ello. Le encontraba delicioso, y justificado en todo.

Tenía ella las mismas exigencias que su padre; su manera expeditiva de manejar las cosas en su beneficio, su misma carencia de delicadeza y conciencia, su misma despreocupación por los demás; su misma ausencia de ilusiones, y su mismo cinismo. También tenía su encanto, del cual hacía uso deliberadamente, y acostumbraba a reír insolentemente o emitir impertinentes ingeniosidades, y tenía una salud tan perfecta que tan sólo esta vitalidad atraía a las personas hacia ella, perdonándole sus salidas, su descaro, sus modales arrogantes. Las Hermanas en su colegio deploraban frecuentemente la «irreverencia de la querida Bernadette», pero la querían al igual que todo un Estado había querido a su padre.

Bernadette, siempre espiando a su madre, se impacientó. ¿Y ahora qué estaba haciendo mamá, Dios santo? Katherine, junto a la que acababa de acudir un ayudante de jardinero, estaba inclinada inspeccionando atentamente las rosas tempranas en un plantío, y por sus leves gestos y su expresión, demostraba contento. «Su cintura es como un bastón», pensó Bernadette. «No tiene seno ni caderas». La leve brisa cálida estaba alzando alguno de los rizos y ondulaciones en la cabeza de Katherine, y Bernadette pensó envidiosa que ella misma trataba de evitar las brisas que podían desrizar aquellos cuidadosos bucles y hacerlos lacios. Mamá nunca llevaba redecillas. Mañana, ella, Bernadette, a sus diecisiete años, insistiría en llevar cintas y redecilla con lo cual controlaría su cabello y la haría aparentar más mujer. ¡Y que se viera condenada si iba a volver jamás al colegio! Ya estaba harta. Pensó en ella misma con un estremecimiento de placer actuando de anfitriona de su padre en Filadelfia, a las cenas, veladas y bailes. Más tarde, tendría marido. Ya tenía edad sobrada para casarse. Ya había elegido al hombre, y repentinamente su fuerte cuerpo juvenil sintió temblores y calor.

El hombre que ella deseaba y amaba desesperadamente era Joseph Francis Xavier Armagh; el hermano de una muchacha a la que ella toleró, cultivando su amistad sólo por una razón. Mary Regina era casi tan tonta como mamá, y Bernadette envidiaba la belleza de la otra muchacha. Regina no iba a ningún colegio femenino. Su hermano la retenía en casa con una institutriz para enseñarle modales y artes femeninas, y Timothy Dineen para instruirla. Hacía tiempo que Bernadette adivinó el hondo cariño que Joseph sentía por su hermana, y por ello Bernadette asediaba incansablemente a aquella hermana, con dulzura, a veces hasta con halagos, y siempre con afecto y devoción expresados en voz alta. Regina, que no sentía atracción por fiestas bulliciosas, aceptaba siempre las invitaciones de Bernadette, y había hecho amistades propias en Green Hills, muchachas tan tranquilas, tan inteligentes y contemplativas como ella misma.

No era solamente la riqueza de Joseph lo que había atraído prontamente a la núbil Bernadette, sino su propia apariencia; su aire aplomado, su poder y distinción, su frío dominio y su aspecto de crueldad. Sean era como un frágil junco comparado con un roble, y Bernadette despreciaba a Sean, que estaba ahora en Harvard y no precisamente sobresaliendo.

(Bernadette conocía casi al detalle la gran cantidad de dinero que le costó a Joseph conseguir que Sean fuera admitido en Harvard. Su padre se había burlado a propósito de aquello. «Nunca aceptaban a irlandeses, a menos… —y habíase frotado las yemas del pulgar e índice—, y especialmente rechazan a los irlandeses nacidos en Irlanda». Para Bernadette, segunda generación de norteamericanos-irlandeses, los nativos irlandeses eran palurdos, rudos y groseros, salvo Joseph Armagh).

Bernadette insinuó un año antes su atracción hacia Joseph, y su padre había reído.

—Podrías haber elegido mucho peor, niña. Tiene muchísimo más dinero que yo, y es director y toda una potencia en numerosas compañías, es listísimo y llegara muy lejos, ya que está hondamente involucrado en la política… Debo confesar que yo mismo confío en su apoyo en su periódico el «Mensajero de Filadelfia», que tiene mucha influencia. Nunca se presentará él personalmente para ningún cargo público, ya que no cabe olvidar sus…, esto…, sus… —y Tom hizo una pausa. No podían mencionarse ante una hija los burdeles. Prosiguió—: Sus relaciones. Algunas de ellas no son del todo decorosas. Bueno, hija, ya veremos, más tarde.

Ya había llegado el «más tarde» en opinión de Bernadette. Mamá había sido esposa y madre a los diecisiete. «¡Vaya!», pensó Bernadette, «¡casi ya soy una solterona! Ni siquiera estoy apalabrada. Pero ¿quién puede desear muchachos inexpertos, de todos modos, en vez de un hombre como Joe que es exactamente igual a papá?».

Recordó con placer que aquella noche papá estaría en casa para su fiesta. Y pensó en su vestido que eligió ella misma en Nueva York, uno de los modelos más preciosos de Worth. De blanco raso, con lazos de diminutas rosas sobre la estrecha falda, y un corpiño voluptuosamente entallado para avalorar sus compactos senos dorados, con pequeños botones diamantinos y pequeñas mangas de flecos cubriendo justamente sus hombros. Había sido astutamente diseñado para revelar los atractivos de Bernadette y ocultar su gordura. Sus blancas sandalias de seda tendrían broches de diamantes legítimos. El regalo de su padre sería un collar de preciosas perlas y el de su madre un hermoso brazalete de diamantes. Llevaría largos guantes blancos de cabritilla, y rosas en el cabello. Estaría irresistible.

Para Joseph Armagh.

Naturalmente, él era el joven de mayor edad invitado a la fiesta, y acompañaría a la necia de Regina. El resto serían «muchachos» a los que mama creía aptos para aspirantes. «Muchachos» educados, nerviosos, con torpes manos enguantadas, y algunos con granos. Mamá realmente no tenía juicio. Ella misma se había casado con un hombre de edad suficiente para ser su padre, y murmuró algo acerca de la «edad» de Joseph. ¡Trece años solamente de diferencia! Y tal objeción aunque tímida resultaba ridícula, y además extraña, ya que por suerte mamá simpatizaba mucho con Joseph.

Bernadette era la única que había percibido aquella simpatía, ya que sus desilusionados ojos lo vislumbraban casi todo. Pero no habían detectado el poderoso e inconmovible amor de Joseph por su madre. Veían sólo cortesía hacia Katherine y deferencia, todo lo natural que él dedicaría a una mujer de la edad de mamá, aunque ella fuera solamente tres años mayor que él. Pero los hombres eran distintos a las mujeres también en lo relativo a las edades comparativamente. Bernadette había llegado casi a persuadirse que las atenciones de Joseph para con su madre, eran indirectamente para ella. La joven, ardorosamente perseguida por jóvenes hasta de Boston y Nueva York, hermanos de sus compañeras de colegio, y de Filadelfia, Pittsburgh y Winfield, no tenía la menor duda de que le bastaría alzar un dedo y Joseph caería rendido a sus pies. Era su intención alzar aquel dedo al día siguiente.

Sabía que divertía a Joseph con sus agudezas y descaros, que a ratos bordeaban la propia ironía de él, y que creía que ella estaba devotamente encariñada con su hermana. Había ella adivinado que a veces su desfachatez, al igual que su vivacidad y vitalidad, le divertían a él aún más. Con él sabía también ser sencilla, riente, recatada y coqueta. Ella también era muy rica, y pensaba sagazmente que los hombres ricos no se casan con cenicientas. Su padre era senador y sería gobernador, y la familia tenía gran influencia social en Washington y en toda la nación, y estaban arraigados…, lo cual no era el caso con la familia de Joseph. En cierta ocasión Tom Hennessey lo calificó indulgentemente de «andrajoso» irlandés, ignorando que Joseph le había aplicado el mismo término en muchas ocasiones. «Aunque es un buen cerebro, y tiene modales, y sabe comportarse», añadió. Hubiese preferido que Bernadette eligiese a Sean, más de su edad, y muy anglosajón en aspecto. «Uno nunca adivinaría que era irlandés».

Por la noche propondría a su padre una idea: también ella quería recibir enseñanzas de Timothy Dineen. «Le ha enseñado a Regina el doble de lo que yo he aprendido en Filadelfia. Para mí está sólo a un paso la casa de los Armagh, y tú sabes lo mucho que quiero a Regina, y así estaría entre mis amigas más íntimas en Green Hills». Así, de fallar su intento del día siguiente, encontraría con más frecuencia a Joseph en su propia casa. Pero ¿cómo podía fallar? ¿Quién era él, comparado con Bernadette Hennessey, en calidad social? Ella le amaba, se dijo a sí mismo virtuosamente, pese a lo que él era. Un amor tan puro había de ser indudablemente correspondido. Además, su casa era mucho más grande, y tenía a una gran señora por madre.

Le hubiera divertido y asombrado a Bernadette saber que su madre había adivinado, desde dos años antes, que su hija estaba prendada de Joseph Armagh, y que ella consideraba a su hija tierna, amorosa y de noble corazón. (Ella, lo mismo que Bernadette, pensaba que todas las deferencias, consideraciones y cortesía que para ella tenía Joseph debíanse a una reservada y creciente atracción hacia Bernadette). Una vez le dijo ella a su hija: «Joseph es tan fuerte, confiable y tan caballero», y observó el súbito sonrojo del rostro de Bernadette, comprensivamente y con cariño. También estimaba a Bernadette, la querida niña, tan tímida y tan niña, a pesar del descaro e impertinencia y las a veces rabietas malignas, y las severas cartas de las Hermanas. Bernadette, podía resultar difícil de trato, admitía Katherine, pero esto era culpa de su juventud que el tiempo mejoraría, y mientras, su madre debía ser indulgente. No podía ella pensar en ningún hombre más digno para su querida hija que Joseph.

«¿Y ahora, qué diablos está haciendo?», pensó Bernadette, observando a su madre a través de la ventana. «¡Pero, qué ridiculez!».

El mozo jardinero había cortado un capullo de rosa blanca y lo tendía a Katherine con una torpe reverencia. Katherine le contemplaba, sonriente, y después cogió la flor hincándola en su corpiño y estaba dándole evidentemente las gracias al patán. Inclinaba su bonita cabeza y aspiraba el aroma de la flor. «No me extrañaría que sus necios ojos rezumen lágrimas», pensó Bernadette sumamente divertida. «Se lo contaré a papá esta noche, y cómo se reirá…». Un rústico y su vieja madre, dedicándose reverencias y sonrisas. Bernadette sintióse repentinamente enojada. ¿Es que su madre no tenía sentido de la diferencia de clases? Por cierto que siempre estaba besuqueando y abrazando a los cachorros más feos y mocosos del orfanato, y llevándoles regalos. Debía tener algo de sangre plebeya, pensó Bernadette.

La atención de la muchacha fue entonces atraída por algo moviéndose briosamente a través del umbral en el camino de gravilla y hacia la casa. Poco después vio Bernadette que era de los mejores carruajes de la estación, y el simón contenía una joven señora. Bernadette pensó que la mujer era probablemente la madre o la carabina de una de sus propias invitadas de aquella noche. ¿Pero dónde estaba la invitada? Bernadette abrió la pesada puerta de bronce y salió hacia los blancos peldaños del pórtico de columnas.

La señora, ayudada por el cochero, se apeó y Bernadette comprobó que era muy bonita y joven, no más de veintiún años, elegantemente ataviada de seda color de alhucema y encajes y que tenía unos maravillosos tobillos esbeltos y una masa de claro cabello bajo su sombrerito ladeado. Sus facciones eran pequeñas y exquisitamente talladas, como una porcelana de Dresde. Llevaba guantes color lavanda al igual que su ligera capa de seda y la sombrilla. Era extremadamente elegante y su figura alta, encantadora en todas sus proporciones. Aunque tenía aspecto seguro de sí misma, y aparentemente de excelente educación, había algo agitado en ella, y la inquisitiva Bernadette quedó sorprendida.

Igualmente sorprendida, Katherine abandonó el plantío de flores y se dirigió hacia la desconocida, haciendo con las manos un suave gesto de desaprobación. Entonces señaló ella hacia la casa, pero la joven que estaba mirando a Bernadette con mucha atención, denegó levemente con la cabeza. Katherine se detuvo, como desconcertada. Bernadette podía oír sus voces, aunque no sus palabras. Después Katherine ya no hablaba; la brisa removió su vestido azul y fue como si hubiera rozado el sudario de una muerta. Bernadette ansiaba reunirse con ellas pero los modales que habían imprimido en ella las Hermanas la detuvo, y por ello sólo avanzó cautelosamente hasta el mismo borde de los peldaños y alentó el oído.

La extraña joven continuaba hablando, y Bernadette vio que su madre estaba inmóvil, y que súbitamente parecía empequeñecerse encogida. La voz de la joven se elevó desesperadamente:

—¡Le imploro que sea misericordiosa y buena, señora Hennessey! Le suplico que comprenda, que recuerde que soy una mujer en una situación terrible. No debe juzgarme a mí ni a su esposo, sino sólo ser buena y compasiva. Ha sido probablemente algo muy incorrecto por nuestra parte… Sé que lo fue, y que somos culpables, y de todo corazón le pido perdón y hasta le pido piedad para quien es mucho más joven que usted. Tiene una hija. Considéreme como una hija también que acude a usted en su desgracia no solamente implorando perdón sino pidiéndole ayuda.

Entonces Katherine habló con voz seca y casi inaudible:

—Pero…, ¿qué le dijo él, referente a mí, referente a él? —y colocóse una mano sobre su frágil seno en gesto patético.

El semblante de la joven estaba mojado en lágrimas al inclinarse hacia Katherine.

—Solamente lo que usted ya sabe, señora Hennessey, que él se propone dejarla cuando sea elegido gobernador, ya que le ha pedido el divorcio y usted se ha negado, pese a mi deplorable situación y mi posición desvalida. ¿Es posible que siga usted denegándole a nuestro hijo el nombre de su padre, usted que también es una madre? ¿Puede ningún ser humano dar muestras de tanta crueldad? No lo creo. Su cara es tan gentil, tan tierna. Tom debió haberse equivocado. Me ha dicho que usted no le permite irse, porque usted quiere su dinero, y que nunca hubo amor entre ambos, y que fue un matrimonio de conveniencia que siempre ha lamentado. Pero esto ¡ya lo sabe usted seguramente! Él prefiere, como ya le ha dicho, que usted acuda a los tribunales para el divorcio, pero si no lo hace, él se verá forzado a ello, aun a expensas de su carrera, ya que tiene nuestro futuro hijo en quien pensar primero de todo. Señora Hennessey yo apelo a su corazón femenino, a su compasión, ¡para dejarle libre a él inmediatamente! Él no sabe que he venido a verla, pero fue un impulso incontenible…, quise implorarla…

Katherine oscilaba tenuemente sobre sus tacones. Se llevó una mano al rostro como si estuviera bajo un hechizo de pasmo, un sueño, en total incredulidad. Su frágil cuerpo se bamboleó. Bernadette empezó a bajar las escaleras, comprendiendo a medias. Entonces Katherine se volvió, muy, muy lentamente, sus manos tanteando desatinadamente el aire, y dio frente a la casa, dando dos pasos inseguros hacia ella, su blanco semblante vacío de toda expresión. Se tambaleó. Alzó los brazos como si se ahogase y después cayó sobre la verde hierba reluciente y quedó yacente, encogida como un fardo azul sin corporeidad. El mozo jardinero corrió hacia ella, y Bernadette empezó a correr. Llegó junto a su madre y permaneció a su lado, pero no se inclinó ni la tocó. Miraba únicamente a la bonita joven que a su vez contemplaba fijamente a Katherine, despavorida, aplicada una mano sobre los labios.

—¿Quién es usted? —le preguntó a la desconocida.

Y la mujer siempre mirando a Katherine dijo tenuemente:

—Yo…, yo soy una amiga del senador…, una amiga. Él quiere abandonar a su esposa, pero ella no le deja irse —y empezó a darse cuenta de la presencia de la muchacha. Miró a Bernadette con dilatados ojos densamente verdes—. ¿Quién es usted? —susurró.

—Soy la hija del senador —dijo Bernadette—. Y usted es una embustera.

Cuando Joseph Armagh entró en el gran salón vestíbulo de la casa Hennessey, vio que Bernadette, desmelenada, llorosa, hinchado el rostro era la única persona presente. La sala había sido parcialmente decorada y luego suspendidos los arreglos de fiesta. Había un silencio máximo en la enorme mansión, una sensación de que la muerte ya había hecho acto de presencia.

Bernadette, llorando frenéticamente, corrió hacia Joseph arrojándose contra su pecho. Sus brazos se alzaron automáticamente para sostenerla y escuchó sus incoherentes lamentaciones con expresión aturdida. Finalmente atendió a sus palabras con súbita atención agudizada.

—¡Ella mintió, mintió! —casi chillaba Bernadette—. Es una aventura…, mi padre…, ella mintió. Ella mató a mi madre. Lo oí todo…

—Tu madre envió a buscarme —dijo Joseph, manteniendo enlazada todavía a la muchacha, cuyo vestido mañanero estaba arrugado y manchado.

Bernadette se aferraba a él.

—¡Ella mintió! Mi padre nunca haría algo semejante…

Su voz se hizo furiosa, después implorante, mientras apretaba rígidamente un lado de su cabeza contra el pecho de Joseph que, escuchaba, y poco a poco su rostro se endureció en sombrío salvajismo. Miraba fijamente por encima de la cabeza de la muchacha como si viese algo imperdonable, algo demasiado terrible para ser verdad. La muchacha siguió derramando sus desesperadas palabras, sus jadeantes acusaciones, su defensa de su padre, su angustia por su madre, y Joseph, repentinamente, se dio cuenta de su infantilismo, su calamidad, su tosquedad y su histeria. Colocó la mano en la cabeza que se reclinaba en su pecho, y su rostro se ensombreció aún más.

—Vamos, vamos, cálmate un poco. ¿Dónde está tu padre?

Bernadette chilló agudamente:

—¡Ella no quiere verle! ¡Él no se atreve a entrar en su cuarto! El cura está allí…, la Extremaunción… ¡y el doctor está con ella! ¡Decir tales cosas de mi padre! ¡Y pensar que mi madre las creyó…! ¡Oh, mi pobre madre!

El rostro de Bernadette, húmedo de sudor y lágrimas, estaba no solamente hinchado, sino moteado de rojo, y parecía casi fuera de quicio con una rabia frenética, dolor y odio. Cogió a Joseph por los brazos, sacudiéndole, mirándole con ojos saltones veteados de escarlata, y casi con aspecto de loca.

—¡Mi madre no le cree! Él intentó…, intentó… Ella no quiere tenerle en su habitación. Él quiso entrar, y ella chilló… Fue terrible. ¡Mi pobre padre! Tantos enemigos…, no es justo… Usted tiene que decirle a ella… el doctor no le deja entrar. ¡Oh, Dios mío, Joseph, ayúdeme, ayúdeme, no sé qué hacer! Yo… yo entré, y ella quería besarme y retenerme… Yo no pude, no pude…, estaba tan asustada…

Con su propio pañuelo restañó Joseph los ojos y semblante de la muchacha y ella sollozaba entrecortadamente aferrándose de nuevo convulsivamente a él. Buscó con la mirada en rededor a los sirvientes, a alguien que pudiera hacerse cargo de aquella niña llorosa y consolarla, pero todas las puertas estaban cerradas. El candelabro de gas había sido encendido. Su amarillenta luz se reflejaba en el frío mármol blanco del vestíbulo. Las escaleras estaban desiertas. No había el menor ruido. Joseph comenzó a acariciar el desmelenado cabello de Bernadette afablemente y ausente, y al poco tiempo Bernadette cesó de gritar sollozando tan sólo, acurrucándose más prietamente contra él. Había visto dos carruajes, pero era como si allí dentro no hubiese nadie excepto él mismo y Bernadette.

Entonces desde detrás de una puerta distante, asomó discretamente la cabeza de una criada, y Joseph exclamó:

—¡Maldita sea, mujer! ¡Venga aquí y ayude a la señorita Bernadette, perra!

La mujer acudió, desviando los ojos un poco, lamiéndose las comisuras de su boca. Se tocó los secos párpados con su blanco delantal.

—No quise entremeterme, señor —gimoteó.

Su cara rebosaba del maligno gozo que siente el inferior cuando el superior sufre calamidades. Miró a Bernadette sin simpatía, y entonces asumió una expresión compasiva y colocó su mano en el hombro de la muchacha.

—Venga conmigo, señorita Bernadette, querida, hágalo —dijo—. Debe descansar.

Bernadette se separó de Joseph y sacudiendo la mano de la mujer de su hombro mostró los dientes como un lobo.

—¡Apártate de mí! —gritó—. ¡Apártate!

Volvió a enlazarse a Joseph, alzando la mirada, frenética y perturbada.

¿Dónde se hallaba aquel canalla de padre suyo que no estaba con ella para consolarla y ayudarla?

—No te dejaré —dijo—. Pero tu madre me envió a buscar hace una hora. ¿Dónde está tu padre?

—En su cuarto. No sé… en su cuarto. No lo puede soportar…, no sabe qué hacer…

«No lo dudo», pensó Joseph, y nuevamente sintió aquel poderoso apremio de matar.

Llevó a Bernadette hasta un sofá forzándola a sentarse. Ella reclinó la cabeza sobre sus rodillas y sus brazos se enlazaron desmadejadamente tras su cabeza. Miró Joseph a la criada que contemplaba con avidez la escena.

—Quédese con la señorita Bernadette. Procure no dejarla sola ni por un momento. ¿Cuál es el dormitorio de la señora Hennessey?

—La segunda puerta a su derecha, en el primer piso —dijo la criada, y se aproximó cautelosamente a Bernadette como si temiera que la muchacha le saltase a la garganta.

Sentóse en el borde del sofá junto a la muchacha cruzando las manos sobre su delantal y mirando a Joseph con expresión hipócrita, suspiró. No había el menor ruido. Sin embargo aquélla era una casa que había comenzado a prepararse para una fiesta. ¿Quién había despedido a los invitados? ¿Cómo podía haber tanto abandono allí? Los gimientes sollozos de Bernadette aumentaban en eco a través del vasto vestíbulo. «Los ricos no tienen amigos», pensó Joseph. «Pero en realidad, ¿quién los tiene?».

Subió Joseph por la ancha escalinata de mármol que iba trazando una curva hasta desembocar en otro amplio y largo vestíbulo, cuyo blanco suelo estaba parcialmente cubierto por una alfombra continua oriental; de las paredes colgaban paisajes, excelentemente pintados. A un lado se alineaban sofás. Pesadas puertas entalladas de pulida madera permanecían cerradas ante Joseph. Al principio no vio a Tom Hennessey, sentado con la cabeza entre las manos en un canapé. Verdadera imagen de la desesperación, ni al cura que a su lado miraba solamente frente a él como si el otro hombre no existiese. Allí la luz de gas no era tan vívida, y el vestíbulo se hallaba en semipenumbra. Cuando finalmente vio a los dos hombres, Joseph se detuvo, y al mirar a Tom Hennessey una bola de fuego y ácido se encajó en su garganta y su visión se nubló con la intensidad de su odio.

El cura al verle se levantó. Un hombre robusto de mediana edad, recientemente destinado en Winfield a la iglesia nueva. Tendió la diestra y dijo brevemente:

—Padre Scanlon. Y usted es el señor Armagh a quien ha solicitado la señora Hennessey.

—Sí —dijo Joseph y estrechó la diestra del sacerdote—. ¿Cómo está la señora Hennessey?

El sacerdote miró al senador que se encogió más en su asiento, y dijo:

—Ha recibido los últimos Sacramentos. —Sus graves y serenos ojos estudiaron a Joseph—. No hay esperanzas de que pueda… vivir.

Pasó ante Joseph para abrir una puerta y se apartó a un lado. Había visto la expresión de Joseph cuando éste contempló al senador y había suspirado interiormente. Joseph entró en un dormitorio escasamente iluminado, largo y amplio, con tres ventanas arqueadas drapeadas de seda dorada y con un hogar de blanco mármol en el cual fulgía un pequeño fuego. Era una bonita estancia, espaciosa y plena de silencio y quietud, con solamente una lámpara de gas encendida casi lo mínimo contra una pared. En el centro de la habitación una cama preciosamente endoselada, y en aquella cama yacía Katherine Hennessey mirando a la nada, y el médico sentado a su lado tomándole el pulso.

Su cabello cobrizo estaba desparramado en sus almohadas de blanca seda como una ola radiante, y su blanco semblante absolutamente inmóvil, y le pareció a Joseph que ya estaba muerta al irse aproximando lentamente a la cama. Pero ella percibió su presencia. Sus ojos, ahora enturbiados y vacíos, se avivaron tenuemente, y susurró su nombre. Se inclinó sobre ella en silencio, con una pesadumbre feroz y abrumadora, y ella movió su mano libre que él cogió. Estaba tan fría como la misma muerte. Dijo:

—He venido, Katherine —y era la primera vez que hacía uso de su nombre y lo dijo no reprimiéndose, sino con todo el poderoso aliento de su amor por ella.

El tenue brillo de sus ojos se acrecentó y volviendo la cabeza hacia el doctor, musitó:

—A solas, por favor.

El cobertor de raso la cubría hasta la garganta, pero temblaba en el cálido ambiente, su leve cuerpo alzando apenas la colcha.

El doctor, levantándose, sacudió melancólicamente la cabeza mirando a Joseph y murmuró:

—Solamente unos minutos.

En la habitación había un olor a flores y vapores de amoníaco y otros acres olores de inútiles medicamentos. Salió el doctor y Joseph se arrodilló junto a la cama, y Katherine retenía su mano como si solamente él pudiera mantenerla viva, y la gelidez y temblor de sus dedos le recordó el tacto de su madre moribunda. El pequeño fuego silbó chispeando arrojando luces rojizas sobre la parrilla, y un viento de verano canturreó blandamente contra las ventanas cerradas.

—¿Sí? —dijo Joseph—. Sí, querida. Dime. ¿Qué es?

—Bernadette —musitó ella—. Mi muchachita, mi niña. Te quiere, Joseph, y yo sé que la amas y que has estado esperando para hablar… —su garganta casi se cerró, y jadeante luchó, saliente el mentón.

Joseph se arrodillaba muy quietamente junto a la cama mirándola y su mano rodeó más apretadamente la suya para darle fuerzas, para retenerla por más tiempo. Sus palabras penetraban en su mente con lentitud, y con sólo un entumecido asombro.

—Llévatela y guárdala contigo —dijo la agonizante—. Ella estará… segura… contigo, querido. Llévala fuera de aquí… tan inocente… tan joven… ¿Joseph? ¿Me lo prometes?

—Sí, Katherine —dijo él. La luz de gas se elevó y descendió en un leve soplo de aire. A su oscilación la lividez del rostro de Katherine brilló como mármol—. Lo prometo.

Ella suspiró profundamente. Sus ojos siguieron hincados en los suyos con patética esperanza y certidumbre, y trató de sonreír. Después suspiró de nuevo y cerró sus ojos.

Arrodillado continuó contemplándola, manteniendo su mano, y no vio que el doctor regresaba con el sacerdote, ni oyó el comienzo de la Letanía por los Moribundos. No vio a Tom Hennessey en el umbral, apocado, sin atreverse a entrar. Veía solamente la cara de Katherine haciéndose más pequeña pero ahora cada vez más apacible. No vio el gran crucifijo dorado que estaba sobre la cabecera de la cama. Nada existía, ni existió, salvo Katherine Hennessey.

Únicamente él oyó el último y tenue aliento. Continuó arrodillado, sin moverse. La mano de ella reposaba fláccida en la suya. Entonces dejó caer su cabeza de modo que yacía junto a la de Katherine y cerró los ojos y el atroz laceramiento del dolor le desgarró, y sintió que también él acababa de morir. Su mejilla rozaba la suya y con lentitud giró su cabeza y tocó su inerte carne con sus labios.

—Sal de este mundo, oh alma cristiana… —entonó el sacerdote, y Joseph estaba de nuevo en el barco junto a su madre, y ya no había nada en ninguna parte salvo angustia, oscuridad y pena.

Más tarde, cuando bajaba lentamente las escaleras hacia el vestíbulo tanteando su camino con los pies como un anciano, encontró a Tom Hennessey sentado junto a su hija manteniéndola entre sus brazos y consolándola, y Bernadette había apretado sus brazos en torno al cuello de su padre y sollozaba contra su pecho.

—No es verdad, cariño —decía el senador—. Todo eran mentiras. La mujer intentó conseguir que yo abandonase a tu madre… estaba loca… yo intenté alejarla… le escribí una estúpida carta porque me daba pena de ella… Confieso que estaba un poco bebido… Cariño mío, tu madre estuvo siempre delicada, su corazón, pero ella comprendía… Ella comprendía. No debes desconsolarte. Ha sido para bien… un término a sus sufrimientos…

Su voz nunca había sido tan honda, tan resonante y tan persuasiva, y los sollozos de Bernadette aminoraron.

Entonces el senador vio a Joseph cerca de él, silencioso y observándole y la mirada de ambos hombres se encontró y no hablaron. Durante una larga pausa sus ojos se clavaron ahincadamente de uno a otro. Por fin, Joseph, produciendo apenas ruido abandonó el vestíbulo y saliendo a la cálida noche veraniega cerró la puerta tras él. Pero el senador siguió contemplando fijamente la puerta durante un largo intervalo de tiempo, porque nunca hasta entonces un hombre le había mirado de aquel modo.