XXVI

Mary Regina Armagh se hallaba en pie sobre una alfombra de hojas rojo sangre de robles y contemplaba la gran casa blanca frente a ella. Dijo:

—Pero, Joe, es muy grande, para solamente tres personas, y Sean irá a Harvard. Entonces, solamente dos vivirán allí.

—Habrá sirvientes, Regina —dijo Joseph con la voz especial que era únicamente para ella, amable, firme y paternal—. Ya conoces la casa de los Hennessey más allá, con las doncellas, el mayordomo, los mozos de establo, y es solamente para dos, ya que el senador rara vez habita en ella.

La muchacha alzó su brillante mirada hacia su hermano.

—¿Tienes recursos suficientes, Joe? Debe ser muy caro.

Conservó él su semblante serio.

—Puedo afrontarlo, cariño mío. No debes preocuparte de nada. No soy ningún despilfarrador.

Mirando el suelo alfombrado por el otoño, dijo Regina:

—Has trabajado muy duramente para nosotros, Joe. Te has sacrificado por nosotros y nos has dado cuanto has podido, aun cuando significaba privarte tú mismo. Me odiaría a mí misma si pensase que hiciste edificar esta casa para nosotros y supusiera preocupaciones y más trabajo para ti.

—Yo creo —dijo Sean— que Joe sabe lo que se hace. Siempre lo supo.

La cadencia de su voz, en su musicalidad estaba matizada por una tenue nota de malicia. Era tan alto como su hermano, próximo a cumplir los diecinueve, pero sinuoso y graciosamente ondulante en todos sus movimientos, y, para Joseph, desagradablemente poético en su aspecto. Se parecía a su padre, Daniel Armagh, con excesiva similitud en la apariencia, excepto que no tenía siquiera la aparente fuerza física de Daniel. Era pálido y de complexión lisa, con sus grandes ojos azul claro seductores y marrulleros (excepto cuando estaba con Joseph, entonces se volvían ambiguos y algo glaucos), unas facciones sumamente perfectas y aristocráticas, una hermosa boca sonriente de espléndidos dientes, y un aire de impecable crianza y elegancia. Su lustroso cabello dorado formaba flecos rizados sobre su frente, orejas y nuca elevándose también en copete ondulado y alto sobre su cabeza, al estilo que Joseph calificaba con disgusto de byroniano. Para Joseph, Sean no parecía en absoluto irlandés, sino puramente anglosajón y tenía que admitir para sí mismo que ésta era por lo menos parte del motivo por el cual sentíase frecuentemente severo hacia su hermano. Pero a fin de cuentas, ¿no estaban los irlandeses, una raza originalmente morena y céltica, hondamente mezclados también con sangre escandinava, en particular danesa y noruega? Joseph prefería el tipo irlandés cruzado con español, que eran excesivamente orgullosos, negros de ojos y cabello, fríamente combativos y melancólicos. Estaba también convencido que eran más inteligentes. Sean no le parecía inteligente a su hermano. Era «atolondrado». Le gustaba reír, cantar y estar alegre, como le gustó a Daniel Armagh también, y era demasiado encantador, demasiado agradable, demasiado alegre, en opinión de Joseph. Si Sean tenía jamás un pensamiento sombrío no resultaba evidente. Amaba vivir, al igual que el señor Healey, pero no al estilo robusto y terrenal del señor Healey. El amor a la vida de Sean se revelaba en gozosas bromas, en frecuentes risas, en la poesía, música, artes, en tiernas miradas, en deleite ante el mismo espectáculo de la existencia. Todo esto Joseph lo encontraba más que reprensible, trivial y afeminado.

También le gustaba a Sean vestir, como decía Joseph, «tan vistoso como un pavo real, a mis expensas». En resumen, Sean encontraba todas las graciosas amenidades de la vida, toda su luz, simetría y contornos, todos sus elementos urbanos y civilizadores, interminablemente fascinantes, deliciosos y dignos de adoración. Había conocido la austeridad de la pobreza en el orfanato pero aparentemente lo había considerado tan sólo un lóbrego interludio que nada tenía que ver en absoluto con la vida real, y algunas veces hasta pensaba que Joseph fue remiso en no rescatar antes a su familia de la fealdad de la pobreza. (Cómo podría habérselas arreglado Joseph, esto nunca lo tuvo en cuenta Sean. Bastaba que Joseph hubiera «prometido», y no fuera capaz de cumplir su promesa inmediatamente. Las realidades de la vida estaban muy alejadas de Sean Paul Armagh y lo estarían siempre). Pero era también muy sensible, «como una chica tonta», pensaba Joseph, además de pródigo y generoso.

Fue en Regina donde Joseph encontró un poco de alegría y deleite. Con apenas catorce años era una mujer en espíritu, aunque su cuerpo estuviera solamente en pubertad. Las experiencias de Sean fueron también las suyas, pero en ella se filtraron en su alma y en sus meditaciones, y nunca las olvidaría así como tampoco su ominoso y sombrío significado. Esto le concedía una encantadora gravedad, una dulzura y profundidad de temperamento dignas de una mujer sensata, una conmovedora amabilidad en palabras, mirada, y actos, un hábito de reflexión, un amor al estudio, un frecuente deseo por la soledad y contemplación, una formalidad y franqueza de opiniones que a menudo asombraban a sus mayores que súbitamente olvidaban que era sólo una adolescente y en consecuencia conversaban con ella como un adulto. Había vivido una existencia enclaustrada, pero su juicio parecía dilatado y experimentado, ya que leía como siempre había leído Joseph, y con meticulosa atención y entendimiento. Conocía más de la vida que Sean, pero la consternaba que los ojos de Joseph se posasen a veces en Sean con disgusto y hasta con aversión. Pero seguramente el querido Joe comprendía que Sean debía ser protegido y mimado. Seguramente el querido Joe sabía que Sean siempre sería un niño. La muchacha no tenía el menor recuerdo de su padre, pero a menudo pensaba que Daniel debió haber sido así, alegre, feliz, y creyendo eternamente en un mañana aún más brillante. Al pensar en esto Regina suspiraba. ¿Qué debía hacerse con hombres que nunca se hacían hombres en espíritu? ¿Despreciarles, odiarles? Nunca. Se debía solamente disfrutar del color y la vivacidad que aportaban a la vida, y nunca exigir nada de ellos salvo música y belleza.

Como a una mariposa, pensaba Regina. Como a una flor. Como el canto de los pájaros. ¿Y esto no era también valioso? El mundo sería infinitamente más feo sin ellos, aunque el pobre Joseph les llamaba parásitos. Era un infortunio que no poseyeran sus propios medios de sustento, como las mariposas, flores y pájaros, sino que tuvieran que depender de otros más vigorosos para su existencia. Si aquellos otros vigorosos se rebelaban ante el parasitismo, estaban justificados, ya que tal como la Hermana Elizabeth aleccionó firmemente: «Todos los barriles deben sostenerse sobre sus propias sentaderas». Regina pensaba que seres como Sean no estaban hechos de madera insensible, sino de luz de luna, y ésta indudablemente no tenía «sentaderas». Podían solamente bailar en el aire, sus alas como arcoiris.

Regina sabía que la Hermana Elizabeth había escrito con frecuencia a Joseph sobre Sean, con alegatos plenos de tacto, aunque tuviera ella demasiado sentido común para proteger el parasitismo o a los que ella llamaba «pobres almas perpetuamente gimientes». Pero la Hermana Elizabeth conocía las realidades de la vida, y Sean era una de estas realidades y en consecuencia había que afrontarla. Por lo cual había escrito cartas a Joseph en suplicante defensa de Sean, no porque aprobase la actitud del jovencito, sino en verdad para hacer más fácil las vidas de los hermanos en su trato. Sean era Sean, y así había nacido, y ni siquiera las circunstancias más horrendas serían nunca capaces de convertir al poético joven en un severo hombre de negocios bregando con férreas verdades.

La Hermana Elizabeth le dijo en cierta ocasión a Regina:

—Quizá se case con una mujer rica que le adorará, sin esperar de él otra cosa más que amor, atenciones agradables, ternura y risas. Si Joseph fracasa en ser tolerante con él será trágico para ellos dos.

Porque la Hermana Elizabeth también sabía que Joseph había llegado a despreciar y odiar al padre que había acarreado privaciones y muerte a su familia.

En consecuencia, Regina se interponía lo más sutilmente que podía, entre los dos hermanos, el austero y decidido Joseph y la azorada mariposa que no podía comprender a su hermano, y por ello tenía que refugiarse defensivamente en una leve malicia, risitas, eludiéndolo. De los dos, Regina compadecía más a Joseph, un sentimiento que no hubiera gustado a los sentimentales pero que habría aprobado la Hermana Elizabeth. También se compadecía de Sean, tan fácilmente desconcertado cuando los otros no le acompañaban en sus deseos de reír o no apreciaban sus bromas, su hermosa voz cantante y su ardiente implicación con la belleza.

Los tres permanecían cerca de la amplia casa de ladrillo blanco y columnas que Joseph hizo construir cerca de la más amplia y ostentosa casa del senador Hennessey. Habían sido precisos casi dos años para la edificación, y se hallaba en una leve elevación de terreno de casi media hectárea de tierra bellamente arreglada, todos los grupos de árboles en afelpada hierba, con jardines, glorietas, invernaderos y plantíos. Un pequeño arroyo surcaba la propiedad y también estaba adornado con plantaciones en sus riberas, con velloritas, lirios, iris y jóvenes sauces.

La casa ya estaba lista para ser habitada. Mucho tiempo fue invertido en elegir y encargar el mobiliario, alfombras, cortinajes y cuadros. Joseph sabía que no tenía gusto para estas cosas, y por ello, a instancia de Regina, a la cual no podía negarle nada, permitió que requiriese la ayuda de la enfermiza Katherine Hennessey, que le tenía gran cariño. Durante aquellos meses, Katherine recobró vitalidad con aquella nueva tarea, y solamente le preguntó a Joseph cuánto deseaba gastar. Cuando él dijo: «Lo que sea, con tal de que resulte apropiado y de lo mejor en su clase», ella sintióse deleitada y revigorizada. Su gusto era maravilloso, y sin embargo no exclusivamente femenino, excepto en lo que se refería a los aposentos de Regina. No había una sola perspectiva que no cautivase invitante, y esto era evidente hasta a los ojos de Joseph. Le encantaba caminar por toda su casa cuando estaban decorándola y amueblándola, y nunca se inmiscuyó, pero sus propias habitaciones eran austeras, casi desnudas, conteniendo sólo lo esencial aunque fuera suntuoso y selecto. «Celdas de monje», le hizo notar Sean a Regina. Había él elegido todo lo de sus habitaciones, y resultaban preciosas y superaban en gusto hasta al de Katherine Hennessey que le admiraba y, mirando a su hija, pensaba en él como marido de Bernadette. Era tan encantador, tan amable. Y Katherine suspiraba recordando a un marido que no era ni una ni otra cosa, pero al que sólo podía amar irremediablemente.

Consideraba a Joseph el más bondadoso, viril y admirable de los hombres, ya que con ella era todo atenciones y tenía un modo de mirarla que la hacía sentir una tenue y tibia agitación de felicidad. Ella no sabía que era debido a que aquel joven irónico y de faz sombría, la amaba, y que cada palabra de ella; sus gestos, el modo en que caminaba, la tierna dulzura de su risa, su mirada y su sonrisa, incrementaban su terrible y melancólica adoración, y su todavía más terrible desesperanza. Había él comprado el terreno para su casa por la única razón de que estaba cerca de la de ella, y que por lo menos la podría ver ocasionalmente aunque fuera a distancia. Sabía que si Katherine llegase a adivinar lo que él pensaba de ella, nunca volvería a verle, y por ello se comportaba cautelosamente. No le resultaba difícil. Tendría que seguir siendo cauteloso toda su vida.

Y aquel día, mientras estaba con su hermano y hermana contemplando muy satisfecho su nueva casa radiantemente blanca, dijo:

—En efecto, es como dice Sean. Sé lo que estoy haciendo, y siempre lo supe.

El otoño hacia vibrar y cantar los árboles en el brillante y vivaz viento, y la verde hierba jugosamente verde estaba tapizada con hojas caídas salpicando en motas escarlatas, oro, pardo y ámbar. El tejado de pizarra de la compacta casa estilo georgiano relucía al chispeante sol. Las columnas eran níveas y robustas. Los senderos eran de gravilla roja. Los establos en el gran palio posterior aguardaban ser ocupados por caballos y carruajes. Destellaban las pulidas ventanas y había en ellas franjas grises, azules, rosas, áureas y plateadas, y los bronces de las puertas eran dorados por su calidad de nuevos. Solamente quedaba por adquirir caballos y carruajes, y Katherine Hennessey se ocupaba de contratar la servidumbre, ama de llaves, doncellas, mayordomo, cocinera, caballerizos y jardineros. Dentro de una semana Joseph y su familia podrían trasladarse a su residencia. Dos años antes había alojado a Regina y a Sean en su hotel en Titusville. La casa del señor Healey estaba en venta. Joseph pasaría por lo menos dos días a la semana en Titusville atendiendo sus negocios, pero se alojaría en el nuevo Hotel Americano, del cual era propietario.

—Adoro nuestra casa —dijo Regina que revestía el chaquetón, sombrero y manguito de piel de foca que le compró Joseph. Su vestido de seda en drapeados se abullonaba en el agudo y cortante viento—. Seré feliz al vivir en ella contigo, Joe, querido.

Le miró alzando sus hondos ojos de un azul purpurino, y él pensó que tanta belleza era casi increíble y quizá algo que debía temerse. Sus largos bucles lustrosamente negros se desparramaban a su espalda mucho más abajo de su cintura. Su frente era como porcelana blanquísima nunca alterada por un frunce. Sus facciones eran pálidas pero translúcidas como si la luz y la sangre no pasasen a través de ellas. Su boca expresaba solamente seriedad, contemplación y amables pensamientos. «Cariño mío», pensó Joseph como siempre. «Mi cariño más querido».

—Espero que me dejarás tener el jardín que me prometiste —dijo Sean—. No una de estas ordenadas y retocadas monstruosidades. Algo libre y selvático.

—Exactamente al fondo, donde están las colmenas y espero que te aguijoneen sin reparos —dijo Joseph, y colocó su mano en el hombro de Sean que se enderezó sin sacudirse la mano del que temía—. Puedes plantar todas las flores que quieras. Habrá una hermosa cerca para ocultarlas.

—Por favor, Joe —dijo Regina, y cogió la mano de su hermano, apretándola y él sintióse debilitado y avergonzado.

Pensó que tal vez era un poco duro con Sean, que le irritaba hasta el punto del estallido en ocasiones. Comenzaba a comprender que Sean le temía, lo cual le ofendía y dejaba perplejo, y que en lugar de intimar más con él. Sean se iba retrayendo en sonriente silencio y nerviosismo. ¿Para quién había vivido, sino para ellos dos, el hermano y hermana que habían amado y protegido con una ferocidad que hasta él mismo pensó a veces que era demasiado intensa? Les dedicó su vida, y toda su fuerza y su poder, llegando a pasar hambre en su juventud, para que ellos pudieran alimentarse. Aquella casa había sido construida para ellos, para proveerles de un refugio suntuoso y placentero. Llegó a robar por ellos. Quizá, en cierta manera, hasta mató por ellos. No había concedido valor a su propia vida. Su vida, pensaba desde que tuvo trece años, pertenecía a Regina y a Sean, y no a él mismo. Solamente por ellos la consideró digna de conservarla.

Tuvo que luchar contra el mundo para dárselo a ellos, domado, lleno de obsequios, alegrías y seguridad. Para él mismo, la vida no tuvo contenido. La soportó de modo que ellos pudieran tener ocios, esperanza, educación y libertad del terror que obsesionó toda su existencia juvenil. Y sin embargo, estaba siempre captando aquellos días los anchos ojos azules de Sean fijos en él con una peculiar y hasta hostil expresión, que se trocaba inmediatamente en sonrisa. Entonces Sean decía algo bromeando o abandonaba la estancia. Joseph se quedaba con una sensación de furiosa desazón y perplejidad. Algunas veces pensaba: «Un hombre da su vida por su familia y no se detiene ante nada, y la familia no está agradecida. Con frecuencia, desprecia. Di a mi familia no sólo mi vida, sino todo el amor y devoción de que soy capaz. ¿Lo comprenden ellos? ¿O bien creen que tienen derecho a todo esto, por lo cual yo trabajé y renuncié a mi propia juventud?».

Tan sólo cuando Regina acudía a él, silenciosamente, tocando su mano, besando su mejilla, sus ojos plenos de una misteriosa luz, sentíase entonces consolado, tranquilizado. Tenía la extrañísima sensación de que ella comprendía todo lo que pensaba en sus momentos de aflicción. Hasta, pese a su edad, trepaba ella sobre su rodilla como hizo cuando era una niña y le colocaba los brazos en torno al cuello besándole suavemente, y le abrazaba como una madre enlaza a un hijo, protegiéndole del dolor, recordándole que ella estaba allí y no le abandonaría.

Una vez le preguntó a ella con su fría brusquedad:

—¿Qué es lo que pasa con Sean?

Ella había pensado unos instantes, para después decir:

—Teme que tú pienses que es algo bobo, o cosa parecida, aunque nunca me lo haya dicho. Es tan sólo algo que he sentido, Joe. Te está verdaderamente agradecido; sabe cuánto has hecho por nosotros. Pero tú, en cierto modo, no dejas que él te lo diga. No es fuerte y tú eres fuerte, Joe. Tienes una forma de hablar muy áspera. Sean ya es ahora un hombre y no un muchachito. No eres su padre. Trátale como a un hermano respetado y no como a uno que piensas no tiene juicio alguno.

—Pero, es que no tiene juicio —dijo Joseph, y después sonrió.

—Tiene su propio juicio —dijo Regina, y fue una de las pocas veces que Joseph sintióse impaciente con ella. Un hombre era un hombre, o no era un hombre. Daniel Armagh no había sido un hombre.

Tenían que regresar a Titusville. Muy pronto se trasladarían a la casa de Willoughby Road. Sean y Regina no volverían a ver Titusville, con su tumultuosa venalidad, ruido, vigilantes, confusión y su depravado ambiente. Por alguna razón que Joseph nunca lograría comprender, Sean encontró excitante todo aquello, pese a sus aires delicados y su elegancia. Se había aficionado a Montrose, y Montrose pareció tenerle afecto, otra cosa que perturbaba y mortificaba a Joseph. (Hacía ya un año que Montrose había regresado a Virginia). Sean, en Titusville, se encontraba animoso, interesado y radiante. Hasta salía a visitar los campamentos petroleros. Caminaba por las pobladas y ruidosas calles con aire encantado. Se había aficionado a Harry Zeff y su joven esposa Liza con feliz devoción. (Harry era ahora para Joseph, lo que Montrose fue para Healey). A Harry parecía gustarle él y disfrutar de su compañía. Escuchaba absorto cuando Sean cantaba baladas irlandesas, y aplaudía con entusiasmo.

—¿Por qué no le enseñas a ser un hombre en el duro negocio de la vida, Harry? —le preguntó Joseph una vez.

—Hay muchas maneras de ser un hombre, Joe —dijo Harry.

—Es un atolondrado y un marica.

Harry y Liza se habían construido una casa para ellos en Titusville que decorosamente siguió la moda de las antiguas residencias. Habían instado a Joseph para que se quedase con ellos cuando estaba en Titusville, pero él prefería la soledad de su hotel. Además, los distantes gritos de los dos hijos gemelos de Harry, fastidiaban a Joseph. Liza tenía el engañoso concepto común en las mujeres humildes: creía que todo el mundo estaba interesado en su prole y venía a interrumpir a Harry y a Joseph cuando estaban en su casa, transportando triunfalmente los berreantes chiquillos al «estudio» de Harry. Hasta Harry, el eterno bienhumorado, tenía que ordenarle que se fuera, lo cual la hacía llorar. Joseph estimaba a Liza y recordaba las brutalidades que ella soportó en casa del señor Healey. Pero ahora era ella relativamente rica y tenía nodrizas, y la intrusión era imperdonable.

—¿Por qué no te casas? —reiteraba Harry Zeff a su amigo.

La sola idea le repugnaba a Joseph. Su vieja costumbre de pensar primero en su hermana y hermano se interponía. Y decía:

—Todavía no he visto a una mujer con la que quisiera casarme —y pensaba en Katherine Hennessey.

Acechándole, comentó Harry:

—Ahora eres un multimillonario, Joe. ¿Quién va a disponer algún día de tu fortuna? ¿Tu hermana? Probablemente se casará. ¿Tu hermano…? —y Harry hizo una pausa, observándole con mayor agudeza.

Sean.

Sean iría a Harvard. Entonces, ¿qué haría? ¿Harvard le convertiría en un hombre responsable, serio, decidido a triunfar? ¿Le cambiaría su carácter, haciéndole resuelto y fuerte? Joseph meditó quedando consternado. Sabía que los hombres nunca cambian su naturaleza.

Los tres Armagh ocuparon su nueva casa que contaba ahora con el personal completo de sirvientes, y fueron acompañados por la institutriz de Regina, una joven rígidamente educada en convento, y el preceptor de Sean. (Seleccionado entre los candidatos en Boston, era un joven llamado Timothy Dineen, que le agradó a Joseph por su aspecto serio, su madurez, y su firme comprensión de lo que era importante en la vida, tal como el valor, la inteligencia, la fortaleza, la instrucción y la hombría. Joseph tenía la esperanza de que Timothy impartiría algunos de sus principios a Sean, aunque hasta entonces los resultados no eran para producir entusiasmo).

La Hermana Elizabeth había elegido la institutriz de Regina, la señorita Kathleen Faulk, cuya madre era conocida de la anciana monja. Desde un principio especificó Joseph a la joven y a Timothy.

—No quiero beaterías en esta casa. Guarden en sus aposentos su agua bendita, sus medallas, sus crucifijos, su literatura piadosa y sus cuadros santos, y no los entremetan en ningún otro lugar.

Timothy, que era intrépido y varios años más joven que Joseph, dijo:

—Señor Armagh, ¿puedo entonces preguntar por qué eligió usted a católicos para su hermana y su hermano?

A pesar suyo Joseph mostró su fría sonrisa:

—No quiero que estén fuera de su elemento… todavía. Podría confundirles. En cuanto a la señorita Regina es muy religiosa y yo nunca me inmiscuyo en la religión de cada cual. La haría desgraciada privarla de lo que siempre ha conocido. En cuanto a Sean… Bien, hay fuerza muscular en su religión, señor Dineen, aunque también haya sentimentalismos y estatuas de colorido enfermizo. En su religión hay paciencia, arrojo, respecto por la autoridad y la educación, hombría, entendimiento de la vida, fuerza. He conocido a muchos curas ancianos… Tenían lo que llamamos fortaleza, y se enfrentaban a un Sassenagh con pistola sin otra cosa en sus propias manos que sus breviarios y lo increpaban a gritos con tal de salvar a un niño o a una mujer indefensa.

Hizo una pausa, recordando, y la sombría tristeza céltica se cinceló aún más en sus facciones y el hombre más joven sintió una turbada compasión. Por fin, agregó Joseph:

—En consecuencia, trate de transmitirte algo de esa energía de su alumno, señor Dineen, y hacerle un poco digno de los hombres valientes que murieron por él.

«Tratar de hacerle como tú, pobre diablo», pensó el joven Timothy, que había tenido la buena suerte de nacer irlandés pero en «cuna de encajes», y cuyo abuelo había venido a Norteamérica mucho antes del hambre y con un sólido espíritu comercial y emprendedor.

La señorita Kathleen Faulk era una joven rubia y pálida, muy delgada pero resistente, con una gran nariz, claros ojos y aspecto competente. Era muy alta, mucho más alta que Timothy Dineen, que era ágil, cuadrado, sólido y compacto, con evidente musculatura, vitalidad y salud, y ojos profundos muy negros y una densa melena negra. Parecía más bien un pugilista que un maestro, y fue enseñado por jesuitas y le quedaban escasas ilusiones, como gustaba de puntualizar. Sobre la chata nariz llevaba lentes y su boca era recia, rosa y algo rígida. La señorita Faulk, que deseaba afanosamente casarse, había tomado inmediatamente en cuenta a Timothy, aun cuando su cabeza le llegase a ella apenas a la altura de sus fosas nasales, pero él continuaba sin demostrar ningún interés.

Ahora había caballos encerrados en los establos, y carruajes de la mejor calidad, y ya estaban retoñando las plantas exóticas en los invernaderos en aquel frío día de noviembre, y cálidos fuegos ardían en los hogares de mármol blanco, azul, rosa, marrón y purpúreo por toda la gran casa iluminada. Joseph había ordenado que los aposentos de la servidumbre bajo los aleros fueran tan confortables y agradables como resultase posible, dándoles excelentes pagas y era cortés con ellos, y ellos en su satisfacción hacían cuanto podían para complacer al sombrío amo a su regreso de sus negocios en Titusville, Pittsburgh, Filadelfia, Boston, Nueva York y otras ciudades.

Cuando llevaban instalados un mes en su nueva casa y caían las primeras nieves le dijo Sean a su hermana:

—¡Vamos a celebrar una fiesta!

—Debemos pedírselo a Joe —dijo Regina.

—¿Joe? Ya sabes lo que contestaría, Ginny. No.

—Sabe que no podemos vivir siempre a solas —dijo la muchacha—. Me dijo que buscásemos amistades. Conozco a muchas chicas en el convento. Estarían muy contentas si las invitásemos, con unas cuantas hermanas.

—¡Aquella fea turba de zarrapastrosas! —protestó Sean con espanto—. Joe no las dejaría ni asomarse, y lo mismo yo. Nunca quiero volver a pensar en aquel orfanato. Ginny, tú sabes cómo detesto su fealdad, pobreza y olores. Nunca pude soportarlas. Su sola presencia aquí me deprimiría más allá de lo que pueda describirte.

Regina estaba horrorizada. Sabía que Sean huía a la vista del sufrimiento ajeno, y de todo lo morboso, miserable y sucio, pero ella había soportado las mismas carencias y las mismas escenas desagradables, y ahora pensaba en el orfanato con tristeza compasiva y con la esperanza que pudiera ser capaz de persuadir a Joseph para que hiciese la vida allá más luminosa y más soportable.

Con verdadera consternación dijo Sean:

—Ellas me recordarían todos aquellos terribles años que consumimos allí, sin culpa alguna por nuestra parte. Y esperábamos, esperábamos todo aquel tiempo a que Joseph cumpliese su promesa. Ya estaba yo a punto de renunciar a toda esperanza… Pudo haberlo hecho antes —y echó hacia atrás su dorada cabellera en gesto resentido evocador de pasada miseria—. Debió perder mucho tiempo. Pudo haberlo hecho antes.

—¡No pudo hacerlo antes! —dijo Regina—. ¿Cómo puedes ser tan cruel, Sean? La Hermana Elizabeth me ha contado todo lo que padeció Joe y cómo trabajo para nosotros… —no pudo continuar por temor a prorrumpir en llanto. Fue una de las raras veces en su plácida vida en que sintió el filo agudo de una cólera e indignación indominables.

—Muy bien —dijo Sean—. Yo estoy agradecido, y lo sabes, Ginny, y no me gusta el modo peculiar en que me estás mirando ahora. Se trata simplemente de que no puedo siquiera soportar pensar solamente en aquella gente. ¡El orfanato! Nuestra reunión ha de componerse de ejemplares mejores.

—¿Más ricos, más afortunados, quizá? —dijo Regina y su voz juvenil contuvo su primera amargura, su primer desdén, y Sean la miró inquieto preguntándose qué le habría sucedido a su benévola y comprensiva hermana.

Regina pensaba: «Yo creía que Sean era de corazón tierno y bondadoso, y quizá lo tenga aunque ahora ya no lo sé. Tal vez sea uno de éstos que no pueden soportar la visión de la fealdad, el dolor y la desesperación, no por crueldad o dureza sino por temor a todo esto y porque hieren su vista».

—Muy bien, Ginny, de acuerdo —dijo Sean—. Lamento haber herido tus sentimientos. Pero no puedo evitar lo que siento, querida. No quiero nunca ni pensar siquiera en aquel orfanato, donde estábamos enjaulados como bestias —y su melodiosa voz se elevó apasionadamente—. ¿Es que no lo puedes comprender, Ginny? No me importa que nuestros nuevos amigos sean más ricos o más afortunados, como dijiste. Yo solamente quiero conocer gente que sea distinta a la que hemos conocido. ¿Acaso es esto tan despiadado, tan incomprensible?

Regina inclinó su cabeza y una larga cortina de su negro cabello cayó sobre su rostro ocultándolo a medias. Dijo:

—Le pediré permiso a Joe.

Levantándose abandonó el suntuoso comedor particular para desayunos, donde ella y Sean habían estado comiendo, y Sean la vio salir, herido y algo perplejo, y con la sensación de que su hermana le había traicionado. Siempre había pensado en Regina como en una joven princesa, alta, estatuaria y serena, siempre con una presión de simpatía, siempre mirando a su hermano con radiante efecto. «Ahora», pensó, «siempre es Joe, Joe, Joe, como si fuera un miembro de la Trinidad, en vez de un áspero bruto de hombre sin la menor amenidad y con la faz de un peñasco que ha estado mirando al cielo incansablemente durante siglos. Siempre me asustó tremendamente, aun cuando estaba del mejor de los humores. No tiene sentimientos finos ni sutilezas, ni ojos salvo para dinero, dinero, dinero».

Distraídamente manipuló Sean las monedas de oro en su propio bolsillo y olvidó quién se las había dado. Suspirando pasó a uno de los salones, llamado el cuarto de música, y sentándose ante el piano tocó para consolarse a sí mismo y aliviar la melancolía de su propio desaliento. Pronto las deliciosas notas de Debussy chispearon en el aire y cantaron como fuentes bajo el sol.

Finalmente, sintiéndose mucho más alegre, los dedos de Sean revolotearon jubilosamente por el teclado y echando atrás la cabeza cantó jovialmente apenas consciente de las palabras más abstraído por la música:

¡Están ahorcando hombres y mujeres

por llevar como estandarte la ropa verde!

Oyó una tos y alzó la mirada, sonriente, para ver a Timothy en pie a su lado. Sus manos se apartaron de las teclas.

—Bonita canción, ¿verdad? —comentó Timothy.

Sean comenzó a reír con su fácil risa pero algo en el semblante de Timothy le sobresaltó, y de nuevo quedó desconcertado. Todo el mundo estaba muy extraño aquella mañana.

—Tuve dos tíos míos que fueron ahorcados, y una tía joven aún —dijo Timothy— precisamente por «esta ropa verde como estandarte», allá en Irlanda. La verde Erín con su catolicismo empedernido, y la ropa verde como emblema. Sea lo que fuere, no encuentro esta canción divertida.

—¡Por Dios santo! —exclamó Sean—. ¡Yo estaba simplemente cantando sin segunda intención alguna! ¿Es que un hombre no puede atreverse a cantar en esta casa?

Pero Timothy estaba mirando fijamente los copos de nieve cayendo nuevamente a través de las ventanas con cortinajes de terciopelo. Dijo:

—No creo que a su hermano le gustase tampoco oír esta canción cantada tan alegremente. Bien, venga conmigo. Ya está usted con media hora de retraso para sus estudios.

Sus negros ojos contemplaban a Sean sin la menor amabilidad, y dando media vuelta salió.