XXV

Joseph, que se creía exento de experimentar de nuevo la angustia de una emoción humana, y que estaba aislado de los comunes tormentos de los hombres, quedóse abrumado y perturbado a causa de la aflicción que le causó la muerte de Healey. Por más que su mente disciplinada luchase con la pena, la pena continuaba emergiendo como un rebosante pozo de sangre, para oscurecer y distorsionar sus pensamientos, anegar los razonamientos, planes y conjeturas. Intentó pensar sobre su futuro ahora amenazado, pero su pensamiento se esfumó antes que pudiera cavilar en ello aventado por nuevos torrentes de pesadumbre. Le resultaba increíble descubrir lo hondamente que Healey habíase infiltrado en su frío y aislado espíritu. Se sorprendió a sí mismo tendiendo el oído en espera de las ruidosas carcajadas, el desborde de campechanas obscenidades y chabacanerías, el vigoroso restallar de puertas, el machaqueo de pesadas botas. La casa pareció oscurecerse, los vestíbulos se hicieron como desiertos, y hasta la dorada tibieza de los días de abril se volvió parda melancolía. En cuanto al horror que aferró a la nación por el asesinato del presidente Lincoln, Joseph ni se enteró ni le importó.

Fue Harry Zeff quien se hizo cargo del funeral, enviando a buscar al sacerdote de la pequeña iglesia católica. El sacerdote había oído hablar del señor Healey. No había pensado en él como en un católico; él, dueño de burdeles, garitos, cantinas y contrabandista de whisky. Nunca vio al señor Healey en su templo. Ni siquiera pensó en él como un irlandés. (¡No lo quiera Dios!). Dubitativo, el tímido anciano contempló los restos mortales sumido en largo silencio. Después suspiró diciendo:

—Sí, era irlandés. Puedo verlo bien. Conocí muchos como él en nuestro viejo terruño.

Y así, el señor Healey, aunque murió sin confesión fue enterrado cristianamente, aun cuando el viejo cura dudaba sinceramente que hubiera muerto en estado de gracia; y ciertamente no había recibido la Extremaunción y estaba probablemente cargado de pecados que le supondrían toda una eternidad expiarlos.

—Era un hombre bueno —le dijo Harry al cura—. Nunca cerró sus puertas a un desgraciado hambriento.

El cura suspiró de nuevo, y admitió:

—Esto es mucho más de lo que muchos cristianos declarados pueden decir.

El anciano sacerdote se maravilló, en su inocencia, de la aglomeración en su iglesia, de damiselas jóvenes suntuosamente vestidas, hermosas damas de mediana edad, rubicundos caballeros de bordados chalecos, y personajes felinos de grises trajes caros, espléndidas botas y sombreros de copa sedosos. No podía recordar haberles visto antes y dedujo que debían venir «de lugares distantes», indudablemente no de Titusville. Después, ante la estupefacción del cura, llegó el gobernador y el espléndido senador Tom Hennessey, con su esposa y linda hija, y varios otros políticos y caballeros importantes que se rumoreaba procedían de Nueva York, Filadelfia y Boston. La humilde y pequeña iglesia casi desapareció en un cerco de rutilantes carruajes. Había muchos periodistas y fotógrafos. (Un caballero de noble aspecto quiso emitir un panegírico desde el púlpito, pero el sacerdote recobrándose un poco de su maravillada sorpresa, se opuso tartamudeando pero con firmeza. Sin embargo, seguía todavía levemente escandalizado. Había considerado al señor Healey tan sólo un pecador de la localidad y no alguien de tan imponentes dimensiones sociales).

El señor Healey fue enterrado en el pequeño cementerio católico cercano a la iglesia, en una bonita parcela. El empresario de pompas fúnebres llegó desde Filadelfia con un séquito. Encargó, después de consultar con el abogado Spaulding, una gigantesca cruz de mármol de cuatro metros de alto. Tal vez el señor Healey no vivió como un cristiano católico, pero tal como comentó Harry Zeff complacido, «ha sido enterrado como si lo fuera, y nunca hubo hombre más bondadoso». El viejo cura a quien las dudas comenzaban a atosigar, quedó estupefacto cuando el abogado Spaulding le entregó un fajo de dinero totalizando mil quinientos dólares.

—Al señor Healey le agradaría esto —dijo con ademán grandilocuente.

El sacerdote tuvo visiones de un asado de buey y una estatua de la Madre Bendita que realmente le hiciera honor a ella y al cepillo de limosnas, sin mencionar dos banquetas más, una nueva casulla para él, y un mes de buenas comidas para las dos Hermanas de la Caridad que enseñaban en la pequeña escuela parroquial en las afueras de Titusville. El sacerdote, maravillado, comentó con asombro:

—Nunca vino a verme.

Harry Zeff replicó:

—Era un hombre humilde y muy modesto. Un verdadero cristiano.

Joseph no asistió a la misa de réquiem. Harry no le instó ni hizo ningún comentario. Joseph quedóse solo en la casa; con sus largos ecos retumbantes; y trató de dominar su pena y sus emociones, y su destructivo alarido en su mente. Había olvidado ya tal clase de dolor que conoció cuando su madre murió; y cuando conoció la noticia de la muerte de su padre. Ahora volvía de nuevo a sentirlo como una herida recién abierta, y tan dolorosa: y supo que la pena no tenía edad, era vital y parte del ser humano. La idea de que el señor Healey estaba muerto era para él increíble, hasta que la incredulidad se convirtió en angustia y en odio a la propia muerte.

Dos días después del funeral recibió un comunicado de puño y letra del abogado James Spaulding:

«Es solicitado el honor de su presencia en el despacho del Sr. Spaulding en Titusville, a las dos de la tarde, del jueves de la actual semana, en relación con diversos legados en referencia al contenido de la última voluntad y testamento del Sr. Edward Cullen Healey, difunto y lamentado ciudadano de esta noble ciudad».

Pese a su pena el corazón de Joseph dio un brinco aceleradamente. ¿Sería posible que el señor Healey le hubiese recordado en su testamento y de ser así, por qué? Estaba pensando en ello cuando Harry entró en su cuarto mostrándole una carta similar, y los dos jóvenes se miraron ansiosamente, avergonzados de su esperanza, pero no obstante acariciando dicha esperanza.

—¡Mil dólares por cabeza, apuesto a que sí! —gritó Harry con voz enronquecida, y después tuvo una expresión compungida—. ¡Mencionar esto cuando está recién en su tumba!

—¿Por qué iba a dejarnos nada? —dijo Joseph.

Cuando fue a las oficinas descubrió que todos los presentes —treinta y cinco hombres que trabajaban para el señor Healey— estaban en estado de excitación porque también ellos habían recibido la misma notificación formularia. Todos ellos, sin excepción de uno solo, fueron sinceramente afectos al señor Healey, y ahora se miraban entre sí, interrogándose en silencio. Solamente Montrose permanecía impasible; persistía en escrutar a Joseph que estaba tan atónito como los demás; y meneó un poco la cabeza reprochándose a sí mismo la cínica duda que tiempo antes albergó con respecto a Joseph.

En la fecha designada todos se reunieron en el despacho del abogado Spaulding, a la hora señalada, entrando sigilosamente como si allí yaciese un cadáver, sentándose en las pequeñas filas de sillas que el abogado hizo disponer para la ocasión. Hacía un calor desacostumbrado para ser abril; las ventanas estaban abiertas, pudiéndose ver más allá de los tejados las colinas brillando doradas con nueva floración, entre sombras azuladas, grietas broncíneas y las manchas verde oscuro de pinos y abetos. Una nación estaba de luto por su Presidente asesinado, las banderas colgaban a media asta, y pendían crespones negros en dinteles y ventanas. Por las calles se detenían grupos para hablar y clamar venganza. Los vendedores de periódicos aparecían casi cada hora con nuevos titulares, recién impresos en los periódicos que eran adquiridos de inmediato por hombres de rostros ensombrecidos que, en el pasado, solamente sintieron desprecio por el difunto.

Pero nadie pensaba en Lincoln en el despacho del abogado Spaulding, ya que una fortuna palpitaba allí en el haz de papeles sobre su mesa, y a muchos se les antojó que tenían el lustre del oro en ellos. Spaulding sentábase como un sumo sacerdote o por lo menos el Presidente del Tribunal Supremo, tras su mesa, gravemente vestido de negro, con corbata plastrón negra, su cabello decorosamente alisado, su elástica faz moldeada en una expresión de solemne pesar y reverencia, sus ojos bajos, sus manos entrelazadas encima de los documentos como si, pensó Joseph, estuviera esperando el sagrado momento de colocarlas en torno a una custodia. Un tenue y luctuoso aroma como de helecho funerario emanaba del abogado.

Cuando todos estaban ya reunidos, Spaulding dobló su gran cabeza como en plegaria, o como si estuviera abrumado y demasiado agobiado para hablar inmediatamente. Todos los presentes aguardaron decorosamente; ni siquiera Montrose sonrió. Pero Joseph estaba pleno de salvaje exasperación. Aquel histrión seguramente había calculado hasta el afecto del rayo de sol tocando su teñido cabello en resplandor similar a una aureola, ya que Joseph vislumbró su mirada de reojo al rayo solar justamente antes de inclinar su cabeza, y se había movido un poco hacia adelante en su gran sillón para captarlo mejor.

Spaulding comenzó a hablar. Era su hora más grandiosa porque nunca hasta entonces tuvo la evidencia de tanto dinero reposando ante él. Su voz era como la de un predicador, altisonante, palpitando trémulamente. Ahora alzó sus ojos, grandes, hondos y llenos de augurios y presagios, y en un sólo instante pareció la propia parodia de un profeta, y Joseph sintió un alarmante apremio de reír con fuerza para gritar una execración ridiculizante.

—Tengo aquí, ante mí —dijo Spaulding tocando los documentos con mano reverente— la última voluntad y testamento de mi bienamado amigo, Edward Cullen Healey, que murió en el día en que nuestro aún más bienamado Presidente moría, y quizá aquí hay un portento, un significado que nosotros de débil intelecto y oscurecido entendimiento no podemos penetrar. Solamente podemos inclinar nuestras cabezas en maravillado pasmo. Podemos solamente meditar, reflexionar profundamente, en búsqueda de humildad, abrumados por el temor reverente.

La concurrencia no dijo ni palabra. Pero a Joseph se le antojó oír un eco fantasmal de la estrepitosa carcajada de Ed Healey y, hasta quizá, una jocunda frase. Spaulding extrajo su aromático pañuelo y lenta y primorosamente lo pasó por su frente, después por sus ojos y finalmente se sonó las narices ruidosamente. Guardóse el pañuelo. Comenzó a leer, y cada palabra era como una invocación.

Cada hombre empleado en las oficinas del señor Healey percibiría un año completo de salario en adición a su normal salario, y una prima de quinientos dólares por Navidades, con tal que permaneciese durante por lo menos aquel período «bajo empleo de mi legatario principal, que hereda mis bienes restantes». También percibiría inmediatamente una suma global de tres mil dólares, «en gratitud por los leales servicios». Cada Navidad que siguiera empleado con el «legatario principal» recibiría quinientos dólares adicionales.

«El señor». Montrose recibía veinte mil dólares inmediatos, y el «ruego de que sirviera a mi legatario principal durante un período de un año por lo menos». También recibía varios pequeños tesoros que había admirado en la casa de Healey, «principalmente el retrato por Sanger de George Washington». Por añadidura, recibía cien acciones del Ferrocarril de Pensilvania y «tres de los pozos en producción contiguos a la Granja Parker». «No existen palabras», había dictado el señor Healey, «que puedan expresar mi afecto por el señor Montrose que me ha servido bien por más de dos décadas antes de la fecha de este Testamento».

Healey hacía votos para que el señor Montrose sintiese de corazón el deseo de permanecer con «mi legatario principal» hasta que en conciencia quedase satisfecho de que el mencionado legatario principal estaba plenamente calificado para continuar «sin la suprema sabiduría, delicadeza de tacto, perfección de enjuiciamiento, de las cuales mi querido amigo, el señor Montrose es el digno y orgulloso poseedor».

Joseph miró a Montrose que parecía hondamente conmovido. Su atractivo semblante felino se tornó grave y apartó la mirada.

Le era legada a Harry Zeff la cantidad de cinco mil dólares, y al oírlo Harry dejó escapar un fuerte e involuntario silbido que hizo respingar a todo el mundo en sus sillas. Un leve murmullo de risas agitadas, bienhumoradas recorrió la estancia, y Spaulding pareció tan horrorizado como un sacerdote si la Hostia fuera profanada. Cubrió el testamento con las manos abiertas. Deglutió. Imploró al techo misericordia con ojos casi en blanco. Sus mandíbulas vibraron y tembló su boca. El rayo de sol cabrilleó en su cabello que, de pronto, aparentaba erizarse en su cabeza como un aura sagrada.

Harry quedó sumido en un inmenso embarazo y confusión, aunque todos le ojearon con simpatía al igual que con reprimida hilaridad. Su rostro moreno se tornó escarlata. Se acurrucó en su silla. Hasta Joseph estaba divertido, y pensó en la jovencita Liza.

Spaulding simuló ignorar la imperdonable interrupción, y tras una prolongada pausa reanudó la lectura. Había pequeñas cantidades para las muchachas que trabajaban en su casa, una cantidad para una «madam» que apreciaba en particular, diez mil dólares para el Hogar de San Francisco en Filadelfia para Muchachos Trabajadores, donaciones a un seminario, a un orfanato en Pittsburgh y, para asombro de Joseph, la cantidad de dos mil dólares para misas por su alma no regenerada. La señora Murray recibía la cantidad de mil dólares «con tal de que abandone mi casa y Titusville dentro de los diez días siguientes a mi muerte».

Se mencionaron otros pequeños pero agradables recuerdos para amistades en diversas ciudades. La señorita Emmy recibía una renta vitalicia de cinco mil dólares al año, una cantidad increíble, opulenta.

Joseph nunca había oído leer un testamento hasta entonces. Cuando el abogado Spaulding dejó de leer, sintió una leve tristeza, por no encontrarse mencionado su nombre ni siquiera a modo de recuerdo. «No es por el dinero», pensó. «Yo creía que éramos amigos y que me tenía un poco de estima. Si tan sólo me hubiese dejado su reloj, un dije de su cadena, un libro, un cuadro…». Muy recientemente Healey se hizo tomar un retrato en daguerrotipo, encomendando que fuera artísticamente coloreado, y estaba en su mesa despacho. Joseph se preguntó si Spaulding le permitiría comprarlo. Notó el embotamiento familiar doliéndole en la garganta. Echó atrás su silla, esperando que los otros también se levantasen. Había escozor en sus ojos y una sequedad en su boca.

El leve arañazo de su silla despertó a Spaulding de su devota ensoñación. Nadie salvo Joseph se había movido. Joseph se calmó. Ante su asombro, Spaulding le estaba mirando fijamente como ante una maravilla, un milagro, una visión que no podía ser creída. Parecía en estado de éxtasis.

La voz del abogado se elevó en radiante sonoridad creciente:

—Ahora procederemos a nombrar el legatario principal mencionado en esta última voluntad y testamento de mi bienamado amigo, Edward Cullen Healey.

Muchos contuvieron el aliento, pero Joseph no sentía ahora sino impaciencia, deseos de irse, de quedarse a solas con su herida, y, pensó vagamente en volver corriendo a la casa y robar el daguerrotipo. (Seguramente nadie lo querría salvo él, pero la maldad natural de Spaulding se deleitaría en rechazar cualquier oferta suya y lastimarle con cualquier decepción y frustración).

Spaulding inclinó la cabeza para proceder a la lectura. Tenía captada la atención de todos, excepto la de Joseph Entonces oyó Joseph sus nombres:

—… «mi querido y joven amigo, mi hijo en todo salvo por nacimiento, mi paisano, que con tanta frecuencia me ha demostrado su afecto y lealtad, aunque ni él mismo lo supiera, Joseph Francis Xavier Armagh…».

Un hondo murmullo recorrió el despacho, y todas las cabezas se volvieron y todos los ojos quedaron fijos en Joseph, cuya boca se abrió en un balbuceo:

—¿Qué? ¿Qué?

Spaulding se levantó lenta y majestuosamente, como Neptuno surgiendo del mar, empuñado el cetro real. Bordeó su mesa y avanzó pesadamente hacia las hileras de sillas, hasta detenerse junto a Joseph. Sus ojos brillaban. Tendió la diestra, inclinando la cabeza en saludo reverente:

—Mis felicitaciones, señor Francis, o mejor dicho, señor Armagh.

Joseph estaba aturdido. Solamente había oído sus nombres y unas pocas palabras más. No quería tocar la mano de Spaulding pero pensando en el retrato sobre la mesa del salón particular del señor Healey se forzó en asir los cálidos dedos húmedos. Dijo:

—Todo lo que quiero es aquel daguerrotipo en su despacho, en el marco dorado. Pagaré lo que sea…

Todos en la estancia prorrumpieron en altas y afectuosas carcajadas. Harry se inclinó hacia Joseph palmoteándole cordialmente la espalda, recobrado ya de su propio aturdimiento incrédulo. Hasta el abogado sonreía con ternura, colocada gentilmente su mano en el hombro de Joseph. Muecas joviales ensanchaban los rostros, y las palabras de Joseph fueron repetidas una y otra vez entre renovadas risas.

—Todo lo que quiera es suyo, mi querido muchacho —dijo Spaulding—. Un Imperio. Una montaña de oro.

Así era. Joseph Francis Xavier Armagh se convertía en el legatario principal de Edward Cullen Healey. Los vastos «intereses» del señor Healey le pertenecían ahora, «sin impedimento ni gravamen». Burdeles, refinerías, salas de juego. Hipotecas en periódicos. Propiedades en Pittsburgh, Titusville, Boston, Nueva York, Filadelfia. Pozos. Inversiones sin fin. Enormes cantidades de dinero en diversos Bancos. Un hotel, próspero, en Filadelfia. Minas. Inversiones en varios hoteles suntuosos de Nueva York, acciones, participaciones en incontables industrias. Era el único albacea testamentario, aunque designado como ayudante suyo el abogado Spaulding con unos considerables honorarios anuales.

—No puedo creerlo —repetía en voz baja Joseph.

Miraba en rededor y la estancia oscilaba en una vaporosa bruma y la luz del sol parecía danzar en los confines más allá de las ventanas y el cielo azul efectuaba lentos giros. Tuvo visiones brillantemente ampliadas de su hermano y de su hermana, de la Hermana Elizabeth, de Green Hills, y pensó, una y otra vez, que había perdido el juicio. Alguien presionaba una copa de whisky contra sus labios. Bebió, aturdido. Miró fijamente la cabeza frente a él, y vio cada cabello en ella enfundado en luz demasiado vívida, y los ojos que le miraban eran los ojos de un cíclope. Vio el rostro de Montrose flotando frente a él, como en sueños, oscilante. Notó el firme apretón de la mano de Harry. La suya estaba fría y sudorosa. Y de pronto sintió un horrible impulso de estallar en llanto.

—No puedo creerlo —repetía, desolado. Su diestra era sacudida por otras. Oyó voces. Cerró sus ojos y se sumió por unos instantes en la oscuridad.