Otra autoridad militar del puerto fue a continuación sobornada, y Joseph, esta vez solo, dirigió el contrabando de armas hacia el Sur. Desembarcos no solamente en Virginia sino también en las Carolinas del Norte y Sur. El peligro había aumentado enormemente a causa del bloqueo de la Armada de la Unión, que estaba ahora asfixiando el Sur sometiéndole al bloqueo. Ya no era asunto de obtener con sobornos permisos en Nueva York y Boston, y el riesgo de simular primero hacer proa a puertos del Norte y en cambio escurrirse a mar abierta para continuar hacia el Sur. Era la tarea infinitamente más peligrosa, sólo intentada en las noches plenamente oscuras, de soslayar el bloqueo naval y deslizarse sigilosamente a través de la barrera naval hasta algún escondido, podrido y abandonado muelle. Cada vez cambiaba el punto de destino. Pero el «Isabel» parecía desplazarse confiada y ágilmente bajo una estrella benigna. Y aunque muchos otros barcos del Norte transportando contrabando eran apresados con frecuencia, el «Isabel» fue rara vez detenido y nunca capturado. Era un clíper de una velocidad poco habitual, y bajo el mando del capitán Oglethorp surcaba los mares con pericia a salvo de puerto a puerto y siempre haciendo ondear el pabellón de la Unión en sus mástiles. Aun así hubo ocasiones de intenso peligro y solamente el ingenio, coraje, audacia y destreza del capitán las superaron.
—Le considero, señor, mi amuleto de suerte —le dijo una vez a Joseph—. Mi barco nunca ha estado en peligro irremediable; nunca lo han podido capturar. Hasta a veces me he maravillado dado lo cerca que estuvimos del desastre, y creo que fue su presencia en mi barco la que nos salvó. Usted nació bajo una estrella afortunada, señor.
—Ciertamente —dijo Joseph, pensando en Irlanda y el hambre—. La suerte ha estado siempre presente en toda mi vida. Una vida de puro hechizo. Capitán, yo no soy un aventurero. Cumplo mi deber en este barco pero no disfruto haciéndolo.
Asintió el capitán:
—Esto, señor, lo sabía perfectamente. Usted no es temerario. Yo soy el único temerario a bordo. Mi tripulación es prudente y cautelosa y quizá éste sea el verdadero motivo por el cual hemos escapado del peligro tan a menudo.
Llegó un día en que Healey informó a Joseph que ya no debería supervisar el contrabando, que estaba ahora efectuándose por lo menos cinco veces al mes y transportando cada vez cargamentos más pesados. Joseph sintióse aliviado y a la vez consternado.
—Usted duda de mi capacidad, señor Healey, o no confía en mi criterio.
—Querido muchacho, ésta no es la razón. Tengo que proteger mis inversiones, eso es todo. No, ahora te quedas en casa. Ya he enrolado a bastantes auxiliares.
Joseph seguía estudiando leyes con el abogado Spaulding al que detestaba cada vez más al paso de los años. Al principio indiferente, ahora interesado en las leyes porque veía en ello un espléndido puente hacia el poder. No había una sola ley que no llevara la huella digital de un político, y Joseph quedó finalmente convencido de que el dinero sin el poder, no era una garantía segura, ya que estaba expuesto a las iniciativas de bribones y estafadores. El poder de la política era el mayor de todos los poderes, ya que era el poder de recompensar y castigar a conveniencia de uno, y fortalecerse uno mismo contra el resto de la sociedad.
Joseph había inducido a Healey a que reemplazase a Bill Strickland por Harry Zeff. Healey demostró sorpresa.
—¿Quieres decir que deseas que él conduzca mi carro por todas partes, ensille y se cuide de mis caballos, como un mozo de establo, y sea mi sirviente al alcance de mi mano, por quince dólares a la semana, como Bill? ¿Y que coma en la cocina con «madam» Murray y duerma otra vez sobre los establos?
—No —dijo Joseph—. Quiero que él sea… ¿cómo es el término militar?… su guardaespaldas, su escolta, su guía, su protección, en los campos y en la ciudad. Ya sabe cómo está ahora Titusville, infestado con criminales, ladrones y aventureros. Harry no le teme a nada. Harry es muy avispado. Conoce el negocio petrolero mejor que usted, señor Healey. Lo conoce desde el dinamitado de pozos hasta la refinería, oleoducto y distribución. Tiene olfato para este negocio. Sabe cómo ahorrar dinero. Y puede usted confiarle su vida con absoluta seguridad. —Sonrió Joseph—. Por todos estos servicios inestimables le pagará a Harry setenta y cinco dólares por semana, además de manutención y alojamiento, y una prima por cada cinco mil barriles, digamos de cien dólares.
—Me estás resultando un salteador de caminos, irlandés. Si me descuido me llevarás a la bancarrota.
—Y le ordenará a la señora Murray que cese en hostigar y maltratar a Liza, una de sus criadas, señor Healey. Es huérfana, va a cumplir los dieciocho, es una muchacha muy buena, aunque tal vez no lo haya usted notado, es tímida, y llegará a ser muy bonita. No infrinjo confidencias si le digo que Harry desea casarse con ella… cuando haya reunido cinco mil dólares.
Gritó Healey:
—¡No voy a tolerar engañifas y líos de faldas entre la servidumbre en mi casa, mozo! ¡Esto no es un burdel!
—Como le he dicho, señor Healey, Liza es una chica muy buena, cumplidora, nunca remisa ni desaliñada, siempre educada y servicial. Harry no pensaría en violarla porque vendría a ser como intentarlo con su propia hermana, si es que la tuviera. Pero sí pretende casarse con ella en el momento adecuado. Y espero que pronto llegue este momento.
—Hasta quizá quisieses que yo financiase la boda —dijo Healey, ultrajado—. ¡Mi inspector petrolero y una zorra de cocina!
Joseph habló calmosamente:
—Liza no es ninguna zorra. Es muy dulce e inocente y como ha logrado soportar a la señora Murray es algo que no logro comprender. Podría trabajar en otras casas, a mejor paga, pero quiere estar cerca de Harry. La señora Murray debe ser advertida, y Liza debería percibir diez dólares al mes, en vez de cuatro. La señora Murray se va haciendo vieja. El peso del trabajo va recayendo con progresiva pesadez en Liza que ahora prácticamente está a cargo de la cocina y de las otras criadas. La señora Murray ha llegado a pegarle a Liza a veces.
—No sé lo que me pasa, tal vez será eso que llaman senilidad —dijo Healey—. Pero tú tienes una lengua que podría engatusar a cualquiera —y escrutó a Joseph—. ¿Te dedicas a las buenas obras al ir madurando, irlandés? Me parece recordar que hubo un tiempo en que querías librarte de Harry, y me dijiste que él no era nada tuyo ni te importaba.
—Le debo mi vida a Harry —dijo Joseph, rígida y fría la expresión, casi hundidos los ojos en sus cuencas al mirar a Healey que lo miraba sonriéndole burlonamente—. Él me debe su vida. Esto crea una especie de… lazo… si quiere llamarlo así.
—Yo pensaba que no entraba en tu carácter aceptar lazos —dijo Healey.
—No está en mi carácter —dijo Joseph, y Healey canturreó, sonriendo.
La Hermana Elizabeth escribía ahora a Joseph a su dirección en Titusville. Invariablemente le daba las gracias por el dinero que él enviaba para el mantenimiento del orfanato. Una vez le escribió que gracias a sus donaciones regulares y a la bondad de la esposa de Tom Hennessey, y dos o tres más, la Iglesia de St. Agnes había sido renovada, construyéndose anexos al orfanato, «de este modo podemos proteger y cuidar al doble de huérfanos que antes, y nuestras Hermanas ya suman quince. El Padre, me entristece decirlo, no está bien. Los sufrimientos padecidos en esta guerra han afectado su tierno corazón. Estamos soñando en poder edificar una enfermería», añadía delicadamente. Era evidente que no tenía la menor idea de la fuente de ingresos de Joseph, aunque daba por hecho que estaba en el «negocio petrolero» y siempre le prevenía contra los peligros.
La Batalla de Gettysburg la afligió particularmente. Después aparecieron los generales Grant y Sherman, la Proclamación de la Emancipación, la Batalla de Cold Harbor y las pérdidas que sufrió la Unión, el incendio de Atlanta, y la «bizarría» de Farragut en la Batalla de la Bahía de Mobile. Después Lincoln fue reelegido Presidente el 8 de noviembre de 1864. «Aunque», escribía la Hermana Elizabeth, «no logro comprender esto. El señor Lincoln siempre habla de “una nación, únicamente”, y sin embargo el Sur no participó en esta elección, y por lo tanto, estimado Joseph, ¿es esto constitucional y legal? He oído hablar mucho de la Constitución últimamente, y confieso que me parece un instrumento que puede ser interpretado a voluntad de quien quiera, si ha de hacerse caso a los periódicos. Es muy complicado. Parece mucho más flexible que las leyes ordinarias, aunque debo admitir que tampoco conozco gran cosa de ello. Pero recientemente hay muchas esperanzas de que la guerra terminará pronto, ya que ahora el Ejército del general Sherman está en Georgia y Tennessee ha sido invadido: Qué espantosa es la guerra. Hasta en Winfield nuestros dos hospitales están llenos y sobrecargados de heridos, moribundos, mutilados y ciegos, y nuestras Hermanas hacen cuanto pueden. Se oyen historias tan espantosas de la inhumanidad del hombre hacia el hombre que espero sean exageraciones, aunque recordando los acontecimientos de mi propia vida no estoy realmente muy confiada.
»Has expresado descontento, estimado Joseph, por mi información acerca de que los profesores jesuitas de Sean le han estado enseñando música y que tiene una voz angelical. Como te dije, canta en el coro, y es como si estuvieran presentes los querubines. Cuando canta las baladas de Irlanda casi ablandaría el corazón de un inglés. Los padres predicen un magnífico futuro para él, tanto en ópera como en conciertos, aunque también está dotado en otros aspectos, escribiendo con hermosa caligrafía, componiendo poesía que es muy espiritual, realmente, y siendo un cumplido pianista y excelente en humanidades. Desgraciadamente no es muy aprovechado en matemáticas, botánica y biología, informan los padres, ni demuestra gran interés en abstracciones o filosofías. Esto revela, según los padres, un corazón muy sutil pleno de sensibilidad y gentileza. Llegamos a pensar que tenía vocación, pero, desgraciadamente, no fue así. Expresaste una vez la opinión de que le considerabas irresponsable y perezoso. Lo siento si alguna de mis cartas te dio esta triste impresión. Sean es de constitución delicada que se retrae de las duras realidades pero es muy afectuoso, amable y agradable, ¿y no es esto necesario en nuestro áspero mundo? Cuando se interesa en algo se aplica con gran celo, pero cuando le aburre algo no se esfuerza en ocultarlo. Pero no es irresponsable. Me temo, sin embargo, que debemos relegar las exigencias de la responsabilidad a caracteres más duros…».
«Como el mío», pensó Joseph.
«A caracteres», continuaba la carta, «que no conocen la poesía ni la gracia de disfrutar la belleza…».
«Y que deben mantener a las mariposas», comentó Joseph para sí mismo con rabia creciente.
«Todos no podemos ser iguales», escribía la Hermana Elizabeth. «Dios creó diversos caracteres entre los hombres. Hay caracteres que deben trabajar asiduamente hasta el día de su muerte, porque así es su naturaleza. Y hay caracteres que son adornos en la vida, que nos aportan las flores de la imaginación, del amor, las artes y la música…».
En voz alta aunque estaba a solas opinó Joseph:
—Y que nosotros les facilitemos su pan y su carne, y encima sintamos que ellos nos honran con aceptarlo. Pero, Hermana ¿ya no recuerda? «Esto no sirve para comprar patatas».
Súbitamente dejó de leer la carta y miró fijamente en el vacío porque había sentido un brutal impulso íntimo, como odio hacia su hermano y estaba aterrado. Había dedicado su vida al cuidado y protección de Sean y Regina, y ahora experimentaba un rencoroso repudio hacia su hermano, una amarga y desdeñosa cólera. Cavilaba sobre esto porque si ahora repudiaba a Sean gran parte de su vida había sido malgastada. Entonces mientras cavilaba flotó ante él la figura de su padre muerto y reflexionó: «Es mi temor de que Sean se parezca a nuestro padre que nos hizo pasar hambre porque carecía de fortaleza y no quiso luchar por nosotros ni sacrificar uno sólo de sus “principios” para salvar nuestras existencias».
A continuación la carta de la Hermana Elizabeth insinuaba que en su creencia Mary Regina tenía «la vocación». Esto era tan ultrajante, tan increíble para Joseph que prefirió considerar aquéllas como necias palabras producto de la imaginación monjil.
«Solamente les has visto una sola vez desde que te fuiste de Winfield cuando eras tan sólo un muchacho de dieciocho años», escribía la monja, «y fue hace dos años cuando te alojaste en el nuevo hotel. Diariamente crecen. Regina crece en gracia ante los ojos de Nuestro Señor, y es una preciosa azucena, un perfume de santidad. Debo confesar que es ella mucho más discreta que Sean y parece mayor, y cuando se encuentran en el orfanato es como si nuestro ángel, Mary Regina, fuese la madre y Sean el amado niño. Cuando Sean manifiesta impaciencia porque todavía no le has proporcionado “la estupenda mansión”, Regina le reprende y le trae a la memoria tu solicitud, tu amor y tus incesantes trabajos por el futuro tu familia».
«Querida mía», pensó Joseph. Descartó de su mente a su hermano, pero Regina perduraba como una viva y radiante presencia a su lado. Meditó: «El próximo año en primavera apartaré a Sean de estos soñadores y sentimentales curas con sus artes, sus melodías y sus necias enseñanzas, y le enseñaré a vivir. Me llevaré a mi hermana, y será mía y no de las monjas con sus estúpidos disparates de ángeles, devoción y gracia». Tenía la sensación de que su hermano y su hermana se hallaban en grave peligro.
La Hermana Elizabeth añadía una posdata: «Es con tristeza que debo mencionar que nuestra querida Katherine Hennessey, que regresó a Green Hills cuando las tropas Confederadas casi tomaron la capital, está mal de salud, parece muy ausente y triste, y es propensa a llorar. Hace acopio de valor y ánimo para cuidar de su querida hija, Bernadette, que es una muchacha muy enérgica y muy encariñada con nuestra querida Mary Regina, que quiere a todos. Recuerdo con frecuencia que rechazaste su oferta de adoptar a Mary Regina, y quizá haya sido para bien, aunque nuestro senador hubiera resultado un padre ejemplar. Su amor hacia su hija es algo hermoso de ver, y no le avergüenza demostrarlo cuando regresa a Green Hills. Me ha confesado a menudo que la salud de su bienamada esposa le está destrozando el corazón».
«Antes llegué a pensar que era usted una mujer sabia», comentó Joseph para sí, «pero, mi santísima Hermana, es usted una tonta».
Se alarmó al comprobar que pensaba en Katherine Hennessey con más frecuencia de lo que pensaba en su familia; y que había en él una postración íntima al imaginarla enferma, inválida, con un libertino marido, y en su solitario abandono, ella y su niña, y la secreta tristeza de su vida. Ahora sospechaba que Katherine no había sido tan obtusa ni tan pusilánime para no saberlo todo acerca del carácter de su esposo; su propia humillación y las traiciones, y el desdén en que él la tenía. Cuando pensaba en esto, Joseph sentía un odio homicida hacia el magnífico senador que, según los periódicos, «había reconciliado los Demócratas del Norte atrayéndolos al lado del Presidente en este doloroso conflicto entre hermanos». Reflexionó Joseph sobre quién pudo darle ventajosas informaciones anticipadas del futuro inminente y sobre qué versaba dicha información.
Interrogó a Montrose que encogió los hombros.
—Como ya te dije, mi querido Francis, es una cuestión de futuro saqueo. Lincoln ha aseverado que no habrá saqueo ni corrupción política en el Sur cuando termine esta guerra. Pero otros tienen otros planes. Lincoln se encuentra en una situación muy precaria.
Añadió pensativo:
—Abundan los que están de acuerdo conmigo, y Lincoln, según he oído, también opina así, que hay mucho más debajo de esta guerra que lo visiblemente aparente. El Sur fue siempre orgulloso e independiente, y creía, lo mismo que sus primeros fundadores, que un gobierno centralizado y poderoso inevitablemente resbala gradualmente hacia la tiranía. Pero el Norte, menos orgulloso, menos consciente de la tradición nacional, menos independiente, menos viril en muchos aspectos, anhela la mano del dictador, la fuerza del tirano, porque la mayoría de su población procede de naciones que fueron sometidas y subordinadas a un gobierno rígido. Puede ser que en el futuro sea el Sur quien evite el hundimiento de la libertad norteamericana en la dictadura.
Vio sonreír a Joseph y de nuevo alzó los hombros:
—No tengo predilección por comarca alguna ni nación. Solamente tengo una fidelidad, y es para mi propia libertad, mi propia talla como hombre, y por esto yo lucharía hasta la muerte.
—Lo mismo haría —dijo Joseph.
Un día el abogado Spaulding le dijo a Joseph, al que comenzaba a tratar con inquieta y solapada deferencia:
—Usted no conoce la extensión de la influencia del señor Healey. ¿Está usted enterado, señor, que posee la participación hipotecaria que le permite controlar a cuatro grandes periódicos, respectivamente cada uno en Chicago, Boston, Nueva York y Filadelfia?
—No, no lo sabía —dijo Joseph.
Spaulding sonrió con arrogante superioridad echándose atrás su melena de cabello teñido.
—No está usted enteramente en sus asuntos confidenciales, señor Francis. ¿Sabe por qué es dueño de estos periódicos? La gente cree en lo que lee. La letra impresa es sagrada para ellos. El que controla tal medio es uno de los hombres más poderosos, ya que también controla a los políticos. Sin el «Mensajero de Filadelfia» del señor Healey, el senador Hennessey nunca hubiera llegado a ser designado senador por la Legislatura Estatal en su Asamblea; la cual, a diferencia de los senadores, es elegida por el pueblo. La Asamblea es más bien… respetuosa con el señor Healey. Muchos legisladores le deben sus votos a él, lo mismo que el gobernador. Solamente diez hombres fueron votados y elegidos contra el deseo del señor Healey, y aun éstos le temen ahora y desean conseguir su beneplácito.
—Sería preciso entonces revisar el antiguo refrán que asegura: «Voz del Pueblo: voz de Dios» —dijo Joseph.
Spaulding apretó los labios y desvió los ojos como si Joseph acabase de blasfemar, y en tono untuoso, dijo:
—El buen Dios espera que la gente haga uso de su sentido común y de su inteligencia.
—Que no poseen —dijo Joseph.
Spaulding pareció a punto de cambiar el espinoso tema, pero de pronto exhibió la amplia y jovial sonrisa del político:
—Señor Francis, si el populacho tuviera el menor asomo de inteligencia el mundo no estaría en su presente condición, y no ofrecería oportunidades para hombres como el señor Healey y los politicastros. En consecuencia, ¿no debemos agradecer que la naturaleza humana nunca cambie y los listos y los cínicos puedan sacar opíparas ventajas sobre la base de la ignorancia y la docilidad de sus prójimos?
Joseph estuvo de acuerdo con él, pero no simpatizaba en absoluto con el abogado y estaba casi cierto que la antipatía era recíproca.
Mientras tanto, varios de sus pozos manaron abundantemente en Titusville, y acrecentó sus arriendos y opciones. Ante la sorpresa y enhorabuena de Healey, cuatro de sus pozos produciendo un petróleo muy superior al de Titusville, «alumbraron» en la parte meridional del Estado, y consiguieron precios inmensamente más elevados. Joseph recibió una oferta del propio Rockefeller, que rechazó. Jason Handell, en nombre de la Compañía Handell de Petróleos de los Estados Unidos, le envió un telegrama elogiándole por su «intuición», y a continuación le remitió una carta ofreciéndole un puesto directivo en la compañía, que Joseph aceptó inmediatamente. Se convirtió así en accionista de la Compañía.
—Lindamente estupendo, irlandés —dijo Healey radiante como un padre orgulloso—. Siempre supe que tenías sesos y en calidad de primera clase. Uno de estos días me vas a dejar, ¿eh? Ya conseguiste un buen montón de dinero, y ahora, seguirás atesorando más.
—Señor Healey, me iré cuando usted me lo indique así, y no antes.
—Bueno, pues esto es muy dulce para mis oídos, muchacho, pero no es propio de un hombre listo, opino —aunque se mostraba nuevamente radiante—. Nunca pensé que eras lo bastante débil para sentir gratitud.
—Usted fue el primer hombre que me dio una oportunidad y que no me trató como a un perro. No tiene nada que ver con la gratitud.
—¿No? ¿Entonces qué es?
Pero Joseph, ceñudo, no hallaba la respuesta. No sabía él mismo qué era lo que realmente le retenía junto al señor Healey. Lo iba a saber pocos días después, en una cálida noche de abril de 1865.
Joseph, siempre indiferente a la guerra, no sentía alivio ni júbilo cuando se aproximaba a su fin, excepto pensar que una gran fuente de ganancia estaba a punto de terminar y abruptamente. Hubo rumores de que la guerra podría prolongarse en guerrillas durante muchos años, de modo que las fábricas del Norte podrían continuar vomitando prosperidad y los trabajadores en ellas beneficiarse. Para las multitudes, el final de la guerra aportó confusión y desencanto. Había sido excitante y remunerador. Los políticos belicosos clamaban inflamados por «¡la continuación del conflicto hasta que sea eliminada la última de las retaguardias!». A sus preocupados electores les decían: «La guerra no va a terminarse así de inmediato. Tenemos la esperanza de que la prosperidad de guerra continuará, por lo menos durante una década. Además, ahí está el Sur por explotar en el caso de una paz eventual, con todas sus riquezas y sus tierras. Puede tener la seguridad, señor, de que los términos del tratado de paz no serán benévolos. Hay oportunidades…».
Spaulding riendo jubiloso le expuso todo esto a Joseph.
—Todo sea a favor de las «guerras santas» —dijo Joseph, recordando los banqueros internacionales que conoció en Nueva York, los hombres que no tenían el menor vínculo con ninguna raza, ningún país o cualquier ideal.
El afán de justicia, por la cual tantos clamaban en los periódicos, significaba el afán de pillaje. Para la vasta mayoría de los norteamericanos las causas de la guerra, las consecuencias de la guerra, eran tan incomprensibles como el sánscrito. Solamente aquellos que lloraban a sus muertos cuchicheaban: «¿Y por qué?». A lo cual, según explicaba Spaulding, solamente había una respuesta y era que el pueblo norteamericano nunca debía enterarse de nada en beneficio de aquellos que indirectamente los gobernaban.
Aunque la guerra continuaba en esporádicas ráfagas acá y allá a través del desesperado Sur, ya era sabido que había llegado a su fin. Dijo entonces Lincoln:
—Tenemos ahora que afrontar la tarea de la reconciliación entre hermanos, de restañar heridas, de extender la mano de amistad del vencedor al vencido, de elevar el ánimo de los heridos tanto del Norte como del Sur, y de acatar un luto nacional por nuestros heroicos muertos donde quiera que hubiesen nacido. No habrá venganza porque no es necesaria. No habrá riquezas ni botín para los malvados que medran a expensas de la carne y la sangre de los desvalidos. Formamos una sola nación y permaneceremos siendo una sola nación, aunque traten de destruirnos nuestros vándalos del interior.
Con esto sellaba su sentencia de muerte. La mano que pulsó el gatillo del arma que le asesinó en aquella fragante noche en Washington, de abril de 1865, pudo pertenecer a un oscuro actor. Pero el poder que controlaba aquella mano se hallaba por encima de toda sospecha, ignorada hasta del propio criminal. Los asesinos políticos, como diría Montrose, tienen muchos padrinos, todos de acuerdo, y nadie salvo ellos conocen sus nombres.
Healey había ido engordando enormemente a través de los años, deleitándose en sus comidas y bebidas con la pasión que solamente puede conocer un hombre sanguíneo. También se había deleitado con mujeres, todavía seguía, pero hasta un cierto punto de moderación. Se había deleitado en el dinero, pero no tanto como en su bienestar físico y en su alegría de vivir. Para Healey ningún día era nunca monótono, tedioso, ni melancólico ni deprimente, hiciera el tiempo que hiciese. Era siempre una ocasión de interés infinito, de celebración privada, de placer, implicando, risas y disfrute. Parco y prudente con el dinero, nunca lo fue para satisfacer sus apetitos. De hecho, él consideraba el dinero no solamente como una fuente del poder para manipular a los demás —aunque su alma irlandesa se regocijase con ello— sino como un medio para hacer la vida más arrebatadora y satisfactoria.
—Hay quien cree —le dijo a Joseph— que a medida que uno envejece las apetencias disminuyen. Si así les ocurre será porque nunca sintieron reales apetencias desde un principio, Joe. Un hombre que desde temprano se aficionó a beber leche morirá amando esta bebida. No cabe duda que un hombre puede volverse impotente, claro, y también les pasa a mozos, pero un verdadero hombre nunca cesa de amar a las mujeres. Tu estómago podrá fastidiarte en cualquier momento, pero esto no te impedirá seguir amando tus comidas y tus tragos. Sólo te encorajina hasta que puedes disfrutar nuevamente de ambas cosas. Un hombre es un hombre hasta que se muere, pero un bebedor de leche y marica nunca fue un hombre. Puros de corazón les llamo yo, y ojalá que no tengan otra cosa en el paraíso que su condenada leche y algo de miel. Es todo cuanto se merecen. Apostaría lo que fuese a que Nuestro Señor cena mejor que todos ellos.
Escrutó astutamente a Joseph:
—Tú tienes las dotes para disfrutar de la vida, muchacho, pero eres un Cromwell en el fondo, y no te sueltas la rienda. Si alguna vez lo haces… —y sus ojillos oscuros hundidos ahora en pliegues de roja carne, chispearon—: ¡Espero estar presente, vaya que sí! Será algo que hará felices a los ángeles que aplaudirán. Opino que ellos odian a los bebedores de leche y maricas.
Su doctor era de la vieja escuela, y le sangraba cuando su cabeza le dolía demasiado y tenía vértigos. Su doctor también le aconsejó «hacer un uso sensato de las viandas». Healey nunca fue sensato, excepto lo referente al dinero.
—Si muero —solía decir—, que me sea permitido morir con las botas puestas, después de una buena comida con abundante bebida. ¡Diablos! ¿Acaso la vida vale la pena si hay que vigilar todo lo que uno se lleva a la boca y ser esto que ellos llaman «moderado»? Una vida de moderación, Joe, sirve sólo para los que ya sean casi cadáveres y los que odian vivir.
—El justo medio —citó Joseph—. Aristóteles.
—Nunca oí hablar de este fulano —afirmó Healey—. Si vivió a base de ser moderado entonces no vivió en absoluto. Quizá no le gustaba ninguna parte de la vida. ¿Quién puede desear vivir tomándose el pulso todo el tiempo y calculando su existencia por los años que ha vivido y no en cómo los ha vivido?
Ed Healey no murió con las botas puestas. Murió en pleno retozo de éxtasis, desnudo, en su cama, con la señorita Emmy. Había ingerido recientemente una suculenta cena de sus guisos y vinos favoritos. Murió como había deseado morir, con deliciosos sabores en su boca y su cuerpo sobre el tierno cuerpo de una mujer, con alegría en su corazón y en una de sus interpretaciones del esplendor de la vida. Murió sin enfermedad, sin decrepitudes ni miedo, sin un doctor a su lado, sin una enfermera sosteniéndole la mano, sin dolor ni agonía. Murió en el aroma del perfume de Emmy, sus labios trabados con los de ella. Una arteria había estallado voluptuosamente en su cerebro o en su corazón, y nunca lo supo.
Fueron los chillidos de Emmy, mientras corría desnuda irrumpiendo en el rellano, los que despertaron a Joseph, a Harry Zeff, a la señora Murray y a las criadas. Ahí yacía el señor Healey, grueso, apacible y todavía sonrosado, con una sonrisa de goce total en su boca, como si hubiera ido al encuentro de ángeles tan pletóricos como él mismo, y tan varoniles, y se hubiese unido a su fanfarrona compañía con estallidos de carcajadas.
—Era todo un hombre —dijo Harry Zeff, mientras cubría decentemente el cuerpo del señor Healey con una sábana.
Ed Healey, en sus exequias, destinatario de emotivos elogios fúnebres, no recibió ninguno más adecuado ni más verdadero.