XXIII

La señorita Emmy, al final, no fue remitida al senador Hennessey. El senador la había rechazado discretamente porque mediante ciertas sutilezas consiguió la consideración del señor Lincoln por su pleno respaldo a la guerra. Se presentó al Presidente, todo candor y preocupación, y le ofreció toda su fortuna y adhesión, y el abrumado Lincoln, asediado por la subversión y el desafecto, olvidó su habitual escepticismo ante los políticos y había aceptado patéticamente la oferta de amistad y servicios del poderoso senador. No era el primer error de Lincoln ni iba a ser el último. Había conceptuado los ofrecimientos del senador como señal denotando a un hombre renuente pero ya convencido, puesto que el senador no era de su partido sino de la coalición conservadora demócrata.

—Ya sé —le dijo al senador— que usted nos consideraba a los liberales o republicanos como salvajes radicales y peligrosos innovadores, y su confesión de que por fin comprende que no somos así, me ha llegado al corazón.

—Tengo mis reservas concerniente a su radicalismo social, excelencia —había confesado Tom con magnánima esplendidez—, pero éstos en días peligrosos ¿no somos todos norteamericanos, y no debemos todos confiar plenamente en nuestro gobierno?

—Mi radicalismo social, como le llama, senador —dijo Lincoln con misticismo— es solamente un intento de anular ciertas iniquidades y desigualdades en el orden social, y se funda también en la esperanza de que esta guerra dará por resultado, no solamente nuestro progreso y reconocimiento como nación, sino también una armonía nacional, justicia, compasión y paz entre hermanos.

«Condenado necio», pensó el senador a la vez que asentía con sobria gravedad. «Si un idiota como él puede llegar a Presidente, ¿quién no podrá aspirar a lo mismo?».

—No tenemos razón alguna para temernos unos a otros, Norte o Sur —dijo el Presidente con tristeza—. Debemos únicamente temer a nuestros enemigos del exterior, que desean que nos destruyamos. No obstante, es mi firme creencia que ningún extranjero beberá nunca de nuestras aguas libres ni comerciará sobre nuestras tierras libres. Si somos traicionados, seremos traicionados desde el interior, por seducción de nuestros enemigos extranjeros[15].

Por consiguiente Emmy siguió en la casa de Titusville y no le disgustó a Healey. Su enamoramiento por la joven habíase acrecentado ya que al paso de los años su deseo de variedad en mujeres había también disminuido. Emmy, para él, era simultáneamente su esposa y su hija. Era un hábito placentero. Estaba cansado de cambios. Los tuvo de sobras en su juventud y temprana madurez. Ahora Emmy era para él el cojín favorito para su cabeza, la custodia silenciosa para sus más secretos pensamientos, el seno de su comodidad. La mencionaba en su testamento.

Emmy era astuta y sagaz. Pero su apremiante deseo por Joseph Armagh no había cedido en absoluto. Su constante ceguera o rechazo de no ver en ella a una deleitosa y complaciente mujer joven la ponía furiosa. También la ofendía. ¿Acaso aquel don nadie de irlandés la consideraba como un ser inferior, él con todas sus pretensiones? Lo asediaba insidiosamente en los vestíbulos inferior y superiores, con languideces, oscilando sus satinadas y bordadas faldas, dejándole vislumbrar amplia porción de sus blancos senos, incitándole con sus bucles acercándose mucho a él de modo que pudiera aspirar sus perfumes, ondulando aromáticos pañuelos ante su rostro, cerrados sus ojos de largas pestañas y abriéndolos repentinamente de modo que él pudiera ver su brillo fijo en él. Ella se hacía toda sonrisas, después suspiraba, y se quejaba elocuentemente cuando estaban a solas. Manejaba con arte abanicos mirándole insinuante por encima de los flecos. Joseph la trataba con fría cortesía, lograba soslayarla y la dejaba lo antes posible. No aceptaba entrar en conversación con ella salvo en la mesa y en compañía de Healey. Aunque su esquivez no era enteramente lealtad sino real indiferencia. Consideraba a Emmy una vulgar ramera que se daba ínfulas[16] ridículas habida cuenta quien y lo que era.

No lograba olvidar a Katherine Hennessey. Nunca deliberadamente la evocaba; nunca intentaba recordarla. Pero no podía olvidar su tierno y bonito semblante, sus ojos embrujadores, su dedicación y espíritu de sacrificio, y su colapso de agotamiento en el concierto después probablemente de semanas de cuidar a heridos y agonizantes Había algo en ella que permanecía tercamente en su mente, resistiendo todos sus esfuerzos de rechazarlo. Quizá fue su sencillez, su ardor, su valor, que le habían recordado las cualidades de su madre. Se odiaba a sí mismo por estas evocaciones. Se esforzaba en trabajar cada vez más para poder olvidar. Odiaba al senador Hennessey por una cantidad de motivos que iban más allá de su brutal sensualidad, su cruel hipocresía, sus desvergonzadas exigencias de politicastro, su codicia y su grosería. Le odiaba porque era el esposo de Katherine, y porque como esposo la había traicionado una y otra vez, y por su desconsideración hacia ella. Healey había informado jovialmente a Joseph acerca de las infatigables proezas del senador con mujeres, y su reputación como mujeriego. Había empleado el dinero de su esposa, al igual que el de su padre, para prosperar, y sin embargo, dijo Healey con pesar, trataba a Katherine como si fuera inferior y no verdaderamente merecedora de su respeto y consideración. No obstante, siempre se hacía retratar con ella a su lado, en la propia imagen del esposo fiel, el hombre de familia, el padre amoroso. Ella siempre obedecía. Le amaba.

Esta última razón a veces a Joseph le irritaba. Una mujer así sabía seguramente lo que era su esposo. Que ella le permitiese desplegar toda su arrogante perversidad hacia ella era algo que Joseph no podía comprender. ¿Era acaso una de aquellas que disfrutaban con la humillación, crueldad, agravios al amor propio y brutalidades? De ser así, entonces estaba loca y no era digna del afecto ni preocupación de nadie. El amor, seguramente, debía convertirse en odio ante el desdén y los abusos y el maltrato. Esto es lo que pensaba Joseph en su juventud. Todavía tenía que aprender que el amor soporta todo lo que sea, ciegamente, desvalidamente y no puede remediarlo. Tampoco podía comprenderlo aun cuando sus más desesperados esfuerzos para olvidar a Katherine eran siempre vencidos. La enfermiza pasión de su amor por ella matizaba todo en su vida, y no podía librarse de ello. Veía su semblante en cada carruaje, aunque ella estuviera en Washington. Oyó su voz años antes, pero la oía ahora en cada voz de otra mujer. Se había convertido en una extraña pesadilla para él, y le abrumaba no poseer más el completo dominio de su propia voluntad y pensamientos.

Emmy, la ramera y ordinaria mujerzuela, carecía de interés para él. Para Joseph ella era una parodia de Katherine Hennessey, aun cuando visitaba frecuentemente los burdeles de los cuales ella procedía. Sus melindres y gracias le hacían odiarla, aunque le divertían sombríamente. A veces sus hermosos ojos le recordaban a Katherine, y anhelaba golpearla por aquella blasfemia. Emmy veía entonces su encendida mirada y pensaba que después de todo, era tan sólo, su timidez y el respeto hacia su patrón lo que le refrenaban. Ella aguardaba impaciente una oportunidad para ayudarle a superar aquellos miramientos.

Haroun Zieff se había convertido en el supervisor de Healey en los campamentos petrolíferos de su propiedad, y en consecuencia Harry ya no dormía sobre los establos sino que ocupaba el cuarto donde se alojó años antes como harapiento herido. Pero su empleo no tenía regularidad de horario. Su tarea le obligaba a menudo a permanecer cerca o dentro de los campamentos, de noche, cuando un pozo estaba listo para «estallar». Por el peligro y responsabilidad, Healey le pagaba treinta y cinco dólares a la semana, y una prima cuando un pozo «paría». («Tal vez el bueno del viejo se cree que yo puedo exhortarlos con sortilegios a que den a luz», comentó Harry riendo, en charla con Joseph).

Joseph tuvo que esperar impaciente varios días antes de que Harry regresase de sus giras para decirle que todo iba bien, que su patrón no le había despedido a él, Joseph, y que todo quedó arreglado amigablemente. Los dos jóvenes sentábanse en el cuarto de Harry, el cuarto verde, y se congratulaban mutuamente. Harry se había aficionado a los cigarros filipinos, costumbre que Joseph encontraba fastidiosa, y se había vuelto fuerte y macizo con un cuerpo musculoso de hombre, aunque su rostro moreno seguía siendo infantilmente travieso y sus negros ojos todavía relucían con picardía y buen humor. Joseph dijo de pronto:

—Ahora ya sé por qué pensé que el capitán Oglethorp me parecía algo familiar. Él y tú os parecéis. Ambos sois bandoleros.

Harry había escuchado el relato de Joseph sobre la emboscada en el embarcadero, aunque no reveló exactamente por qué estaba él allí con Montrose. Se refirió a ello vagamente como un «cargamento en embarque» pero los ojos de Harry destellaron picardía aunque el resto de su semblante permaneció grave.

—Debiste matar a aquel bastardo —dijo.

—¿Tú le habrías matado, Harry?

—Naturalmente —contestó el más joven como si la pregunta fuera absurda—. ¿No se disponía él a mataros a vosotros? ¿No es tu vida tan buena como la de él? ¿O acaso pensaste que la suya era más valiosa?

—Lo recordaré, la próxima vez.

—Recuérdalo, y ahora —dijo Harry y sus ojos ya no sonreían—. He descubierto algo: el hombre es un animal violento, no importa lo que digan los puros de corazón, y nada le hará cambiar nunca. Y esto espero. He estado leyendo tu Darwin. Una especie que no pueda luchar y protegerse a sí misma es exterminada prontamente por la naturaleza. Los compadres en la Biblia realizaron un montón de matanzas en sus guerras «santas», y, ¿no admitió Dios en una ocasión que era el Dios de las Batallas? ¿Recuerdas la canción que ahora todos cantan: «Himno de Batalla a la República»? ¡Maldito sea, si no es el himno más sanguinario que jamás he oído! Y todo «para que los hombres sean libres», dice piadosamente la letrilla. Pero en todos los tiempos significó matanza. Un hombre ha de matar cuando así ha de ser, Joe.

—Supongo que tienes razón —dijo Joseph, levantándose, y pensó en la lucha desesperada entre los hombres de su sangre y los ingleses, y pensó en su padre que no hubiese matado ni siquiera para proteger a su esposa e hijos.

Oyó un tenue susurro al otro lado de la puerta y sonrió levemente. La señora Murray, el gnomo rechoncho, estaba otra vez escuchando pegada a la puerta para captar cualquier palabra que pudiese repetir, si era importante, al señor Healey. Su malevolencia contra Joseph no había disminuido en aquellos años transcurridos, sino crecido, y era tan persistente e incansable como todo lo malvado. Joseph nunca se había preguntado el motivo, ya que sabía que el odio, la hostilidad y el mal se fundan frecuentemente en nada y brotan por sí mismos como piedras agudas en un campo. Había llegado hasta el punto de que a veces provocaba a la mujer, deslizándose repentinamente hacia las puertas, y abriéndolas bruscamente sobre su gruesa faz. Le complacía verla bambolearse furtivamente y oírla mascullar que estaba «precisamente pasando por ahí». Pero ahora ya estaba más prevenida. Cuando abrió rápidamente la puerta sólo pudo ver la sombra presurosa y rechoncha al extremo del corredor. Era un anochecer a principios de verano y las luces no habían sido encendidas aún en la parte alta, aunque llameaban abajo. Healey estaba en su salón privado. La cena había terminado. El calor inicial del año y su creciente acopio de trabajo cansaba a Joseph. Titubeó tras haber cerrado la puerta del cuarto de Harry. Por aquellos días, Healey gustaba de que le visitase brevemente antes de la hora de acostarse, en su salón. Hablaban de negocios, pero la mayor parte del tiempo sentábanse simplemente en cordial silencio mientras Healey estudiaba a Joseph y Joseph tomaba unas breves notas para la labor del día siguiente. Últimamente se había habituado a soportar el coñac y hasta un poco de whisky, recordando el comentario de Healey. Pero nunca lograría que le gustasen y siempre tuvo aprehensión a toda bebida alcohólica.

Decidió visitar al hombre que hizo tantas cosas posibles para él, y le había dado la única bondad duradera en su vida. A Joseph le desagradaba la gratitud que sentía por lo que había hecho Healey, esforzándose en recordar que a cambio prestó los debidos servicios, saldando deudas de cualquier clase. La gratitud implicaba a un hombre con otro, y esto le debilitaba. Pero últimamente fue dándose cuenta que Healey era un solitario, como generalmente los hombres de su clase lo son. Por ello se dirigió hacia el rellano de la escalera, bostezando ligeramente.

La puerta del dormitorio de Healey se abrió apareciendo Emmy en el umbral. Joseph dio un paso atrás, instintivamente, y Emmy se sobresaltó visiblemente al verle tan cerca de la puerta. Ella le miró fijamente a la luz penumbrosa que fluía a lo alto desde el piso inferior y súbitamente su rostro enrojeció y la recorrió una emoción indominable. Nunca le había parecido Joseph tan deseable, tan fuerte, tan viril, tan joven lo mismo que ella, y tan lleno de salud y vitalidad. Abandonó impulsivamente el umbral, flotantes sus cintas y encajes y bata en torno a ella, agitada la masa de su lustroso cabello; le echó los brazos al cuello, y antes que pudiera él siquiera alzar la mano, ella le había besado en los labios presionando a continuación la cabeza contra su pecho, murmurando honda y lascivamente con palpitaciones de su tersa garganta.

No había planeado ella su seducción en aquella forma, estando no solamente la señora Murray en la casa, sino también Bill Strickland, en la cocina, Harry, en su cuarto, y Healey en su salón privado. No pensó ni por un momento en el peligro, aunque fuera cautelosa por naturaleza. La inesperada aparición de Joseph, la firmeza de su rostro tan repentinamente cercano a ella, el liso brillo rojizo de su espeso cabello, y su esbelta figura, se habían sobrepuesto a su prudencia. No tenía plan alguno de atraerlo hacia una habitación. Pero su hambre por él, y su deseo y hasta la clase de amor que fuera capaz de sentir por alguien, la hicieron actuar sin un solo pensamiento, sin ningún aviso íntimo. Se apretaba contra él. Joseph se había envarado. Alzó sus manos hacia los redondos brazos femeninos agarrándolos y trató de apartarla, pero ella se ciñó más apretadamente, con una especie de pasión indominable, manteniendo la cabeza contra su pecho. Su denso perfume le asqueaba. No dijo nada, aunque ella continuaba con sus murmullos, su aliento brotando ardoroso en su garganta, sus ojos en alto hacia él suplicando amor.

Él no sentía sino desagrado y desdén. El calor del cuerpo femenino, la tersura de su carne, sus labios ansiosos, su aroma, el roce de sus sueltos cabellos contra sus manos, le causaban repulsión. No quería hacerle daño y por ello cesó de intentar empujarla hacia su cuarto, pero más que ninguna otra cosa estaba encolerizado por el hecho de que ella quisiera traicionar al hombre que estaba encariñado con ella y la había protegido por tantos años. Pero le urgía hacer algo para resolver aquella situación. No se atrevía a hablar por temor de alertar al señor Healey que podría abrir la puerta de su salón y ver claramente lo que sucedía en el rellano alto de la escalera. Solamente podía empujar. Le asombraba la fuerza febril femenina, la potencia de su deseo, y la avidez de su abrazo. Cogió las muñecas que estaban cruzadas a su nuca, y al hacerlo percibió que alguien le asía fuertemente del hombro.

Emmy emitió un grito débil apartándose de Joseph, llevando la mano hacia su boca abierta, en mueca de terror. Porque Bill Strickland que había subido desde la cocina por la escalera de servicio, atacaba a Joseph en rencoroso y refocilado manotazo, y estaba ahora forzándole a volverse, alzado ya un poderoso puño para aplastarlo contra su rostro. Su propio rostro, nunca por entero humano, estaba contorsionado de rabia y satisfacción y por su propósito de matar o por lo menos mutilar bárbaramente. Era la faz de una ferocidad salvaje. Los ojos fosforescían en la semipenumbra. Un gozo monstruoso los hacía llamear porque ahora aquel joven, aquel enemigo del amo Healey, aquel desdeñoso eludidor de miradas, estaba en sus manos y lo destruiría una vez por todas. La señora Murray, al paso de los años, había convencido a aquella criatura sin juicio que Joseph elaboraba «sus conjuras» contra el señor Healey y que al final, algún día, le robaría y heriría. Y así era, puesto que estaba tratando de robarle la señorita Emmy al amo, y ella era propiedad del señor Healey, y por lo tanto, Joseph, el odiado y sospechoso, era un ladrón.

Joseph era más joven pero mucho menos fuerte que Bill Strickland. Era más enjuto y veloz. Apartó la cabeza en el preciso instante en que el mortífero puño se proyectaba contra su rostro, y el golpe pasó junto a su oreja yendo la enorme mano apretada a estrellarse ruidosamente en la pared. En aquel momento Joseph se liberó retrocediendo. Nadie, ni siquiera la paralizada Emmy, vio la cabeza de la señora Murray elevándose por la escalera de servicio, ni vieron cómo se abría la puerta del cuarto de Harry.

El primer pensamiento de Joseph, dictado por la prudencia, fue o bien correr de regreso a su cuarto y tratar de cerrar su puerta contra aquel loco, o bajar corriendo las escaleras hacia el salón al amparo del señor Healey: porque no era temerario y comprendió que no era rival para aquella bestia encolerizada y rabiosa que había matado muchas veces anteriormente, y que indudablemente pretendía matarle a él. Pero Bill fue ahora más rápido. Había gruñido quedamente cuando su puño se estrelló en la pared. Sin embargo, el dolor le hizo más salvaje y más terrible. En un instante estuvo encima de Joseph dirigidas las manos al cuello del joven. Sus pulgares se hundieron en la carne de Joseph que notó la detención de su respiración y la agonía de su tráquea casi estrujada. Manoteó golpeando a su atacante en los hombros con sus puños, y Bill gruñó de nuevo con morbosa satisfacción y presionó a Joseph con mayor fuerza contra la pared con afán sanguinario.

«Me está asesinando», pensó Joseph, mientras partículas de luz sangrienta y estrellas chispeaban ante él en su forcejeo para respirar. Las tinieblas empezaron a cernerse sobre él. Notó el desmadejamiento de su cuerpo, hundiéndose, doblándose sus rodillas. Y entonces, en el preciso momento en que caía al suelo la terrorífica presión en su cuello cesó, y su cabeza flotó en una mezcla de sombras y penumbra. Quedó arrodillado, boqueando, arañándose la garganta, sorbiendo grandes aspiraciones de aire, gimiendo. No vio a Emmy, atónita y aturdida de pie en el umbral, ni la figura de la señora Murray, acechando exaltada a cierta distancia. Sólo le preocupaba a él vivir.

Oyó entonces un sofocado pero violento movimiento. Pudo alzar la cabeza y ver oscuramente, y vio algo asombroso: vio la enorme figura de Bill Strickland bamboleándose peligrosamente cerca de la escalera, y colgado de su espalda y golpeándole como un salvaje mono, pequeño en comparación con el gigante, a Harry Zeff. Cabalgaba a Bill Strickland como un «jinete», su rizada cabeza por encima de la del otro hombre, sus fuertes puños elevándose y cayendo sobre la faz, nariz, orejas, frente, y sus dedos a veces asiendo una facción y retorciéndola y a ratos arrancando mechones de pelo.

Joseph fue impulsándose hasta quedar en pie, y reclinándose contra la pared, seguía mirando incrédulo. Strickland intentaba libertarse de aquel fardo torturador y primitivo, cuyas piernas estaban ágilmente enlazadas en torno a su cintura similar a un tronco. La sangre manaba rostro abajo de Bill. Parecía efectuar una danza epiléptica. Harry agachó la cabeza y le mordió sañudamente a un lado del cuello. Esto provocó en Bill un mayor frenesí. Hurgó a su espalda, asiendo las piernas de Harry, arrancó al joven de su cuerpo y lo lanzó al suelo. Alzó entonces una enorme bota para golpearle a un lado de la cabeza.

Joseph olvidó su propia debilidad, el jadeo de su resuello, sus piernas temblorosas y los estremecimientos de su cuerpo. Se abalanzó sobre Bill en un segundo. Lo atrapó por el cuello cuando el pie bajaba en dirección a la cabeza de Harry. Había atraído al bruto en el mismo instante antes de que hubiera podido poner el pie sobre Harry, y por ello quedó Bill desequilibrado y tambaleante, con Joseph enfrentándole y asiéndole todavía desesperadamente.

Ahora la espalda de Bill Strickland daba frente a la larga escalera y sus tacones se columpiaron en el borde del primer peldaño. Osciló un poco intentando agarrar a Joseph no sólo para estrangularle sino para salvarse él mismo. Fue entonces cuando por vez primera en su vida, sintió Joseph el imperioso deseo de matar, de derribar, de destruir a otro hombre y fue como una necesidad imperiosa e instintiva. En sus oídos una voz cantó: «¡Mata o muere!». El puro instinto le hizo soltar por un instante a Bill y redoblar con sus puños contra el ancho pecho del otro. Repicó con todas sus fuerzas, con todo su deseo, hurtándose a las crispadas manos del otro hombre. Asestó un puntapié en la ancha rodilla. Los brazos de Bill comenzaron ahora a describir grandes círculos en el vacío. Perdía vertiginosamente todo equilibrio que desesperadamente trataba de conseguir.

Entonces emitió un alto y ronco bramido de terror. Joseph le empujó con más rudeza. Propino otro puntapié. Los brazos giratorios se hicieron frenético molino. Y entonces el ancho cuerpo pesado osciló hacia atrás y hacia abajo, elevándose en el aire como si brincase, para luego caer contra los peldaños, elevarse de nuevo, rebotar, rodando por los últimos peldaños y desplomarse con estrépito en el suelo, piernas y brazos abiertos, rota la cabeza.

La puerta del salón particular se abrió violentamente y la luz inundó el vestíbulo, apareciendo Healey, cigarro en mano.

—¿Qué diablos es todo esto? —gritó—. ¿Qué ocurre?… —y atajándose la luz vio a Bill Strickland quieto y sangrante no lejos de él, en el suelo—. ¡Bill! —gritó.

Acudió al vestíbulo, caminando lenta y cuidadosamente, incrédulo, y fijó la vista hacia el suelo, hacia el hombre evidentemente muerto cuyos labios destilaban un delgado chorro rojo.

—Dios —silabeó en voz baja, sofocada—. Jesús. Bill.

Permaneció allí durante varios segundos, atónito.

Entonces miró hacia arriba. Vio a Joseph en pie, en lo alto, jadeando, y a Harry Zeff, cogiendo del brazo a Joseph como un hermano menor. Vio a Joseph asiéndose al pasamanos, inclinada la cabeza. Pero sus ojos se encontraron en silencio. Una puerta se cerró suavemente. Emmy se había retirado.

—¿Le empujaste tú, Joe? —preguntó Healey en tono normal, sin acusación.

—Sí —dijo Joseph, y su voz era ronca y áspera.

Fue en aquel momento cuando la señora Murray apareció tras Joseph, y chilló hacia abajo, hacia su patrón:

—¡Señor Healey! ¡Este golfo estaba achuchando y besando a la señorita Emmy, tratando de empujarla al interior de su propio dormitorio! ¡El suyo, señor! ¡Y Bill intentó impedírselo y él lo arrojó escaleras abajo asesinándole!

—¿De veras? —dijo Healey, siempre en tono blando, como preguntándose a sí mismo.

Miró de nuevo al hombre muerto, examinándole como si nunca le hubiese visto hasta entonces. Después, pesadamente, empezó a subir las escaleras, de nuevo fija la vista en el rostro de Joseph, mirándole rectamente, sin parpadear. Ascendía firmemente, sin prisas, sin agitarse, y escrutando únicamente a Joseph que retrocedió un poco para cederle espacio en el inicio del rellano.

—Ahora, cuéntame —dijo. Miró entonces hacia la puerta y elevó un poco la voz—: ¡Emmy! ¡Ven acá lo más rápido que sepas! ¿Me oyes?

La puerta se abrió muy a desgana, y Emmy, blanca de espanto y temor, permaneció en el umbral, estremeciéndose, las manos contra su boca, sus ojos fijos en Healey, dilatados y enormes. Le clavó él solamente una rápida ojeada, y volviéndose de nuevo hacia Joseph repitió:

—Ahora, cuéntame.

—¡Ya se lo conté, señor! —chilló la señora Murray elevando los puños como si fuera a repicar sobre la inclinada espalda de Joseph que por estar exhausto tenía que asirse del pasamanos y había doblado la cabeza—. Intentó llevarse a la señorita Emmy dentro, en su cuarto de usted, casi a rastras, y Bill…

Fue Harry el que interrumpió sus agudos chillidos. Le dijo a Healey:

—Esto es una mentira, señor. Joe acababa de salir de mi cuarto. Entonces quise decirle algo y le seguí al rellano. Y ambos vimos a este hombre suyo, este Bill, atacando a la señorita Emmy y tratando de empujarla hacia el interior de su alcoba. Joe le saltó encima. Pero Joe no es tan fuerte como para eso, o sea que también yo le salté encima a Bill, exactamente sobre la espalda. —Tendió sus dedos manchados de sangre para que los viera Healey—. Pero pudo conmigo también. Me apartó de su espalda intentando pisotearme mientras estaba yo en el suelo, y Joe volvió de nuevo a atraparle alejándole de un empujón, él le asió por el cuello; usted mismo puede ver las marcas; Joe le dio un empellón. Y cayó escaleras abajo. Por sí mismo, perdido el equilibrio.

El rostro travieso revelaba ansiedad y sinceridad absoluta, pero Healey no acababa de convencerse. Seguía vigilando a Joseph.

—¿Es verdad, hijo? —preguntó.

Sin alzar la cabeza replicó Joseph:

—Es la verdad, señor.

—¡Mentirosos, mentirosos! —gritó la señora Murray—. ¡Ha estado tras la señorita Emmy durante largo tiempo! Lo vi, yo misma. Creyó que esta noche tenía su oportunidad, y con usted, señor, allá abajo, en su propia casa, y no teniendo él ni vergüenza ni importándole lo que ha hecho usted por él, intentando poseer a la fuerza a su mujer, ¡y cuando el pobre Bill intentó oponerse, lo mató! Lo vi con mis propios ojos, mis…

—Cállese —dijo Healey, afablemente. Miró a Emmy—. Ricura, ¿quién está diciendo la verdad?

La joven se humedeció los blancos labios. Sus ojos parecían los de una gacela acosada. Su mirada voló de la señora Murray, su refocilada enemiga, a Joseph, después a Harry, finalmente de nuevo hacia Healey que estaba esperando cortésmente su respuesta. Era una muchacha astuta. Si Healey sospechase por un instante que ella había incitado a Joseph esto sería el fin para ella, ya que si ella le daba la razón a la señora Murray, los dos jóvenes dirían la verdad. Ya por entonces conocía suficientemente el afecto que Healey experimentaba por Joseph, y su confianza en él, y no dudó ella que él aceptaría la palabra de Joseph antes que la suya y la de la Murray. También estaba Harry, mirándola de un modo muy peculiar y amenazante, relucientes los ojos en la penumbra.

Emmy se encogió, gimiente. Se echó atrás el desordenado cabello y mirando a Healey, dijo con voz temblorosa:

—El señor Zeff ha dicho la verdad. Bill… estaba siempre mirándome y me di cuenta que él… Yo siempre me mantenía alejada de él. Pero yo… pensé que me gustaría bajar las escaleras para ir a hablar contigo. Me sentía muy sola. Y cuando salí al rellano, ahí estaba Bill, y me enlazó intentando… intentando llevarme a rastras al interior del cuarto, y me besaba… —Colocándose las manos sobre los ojos sollozó sinceramente, estremeciéndose sinceramente.

—¡Mentiras! ¡Todos sois unos embusteros! —chilló la señora Murray, fuera de quicio, por la frustración, el odio y la rabia—. ¡Señorita Emmy, está usted diciéndole mentiras al señor Healey, y sabe que son mentiras, y sabe que fue este… este hombre… el que trató de poseerla, y no el pobre Bill, que intentó protegerla y fue asesinado en su intento!

—Cállese —dijo Healey con voz abstraída—. Bueno, son tres contra uno, señora Murray. La señorita Emmy, Joe y Harry, y los tres cuentan la misma historia. ¿Qué cree usted que la justicia decidiría sobre esto, «madam»? ¿Mi mujer, Joe y Harry? Todo el mundo sabe lo que yo pensaba sobre Bill, y cómo él casi vivía solamente para mí, y todos sabrían que yo no protegería a su asesino, ¿verdad que no?

—¡Yo lo vi, yo lo vi! —repitió la señora Murray—. ¡Están mintiendo todos! ¡Todos son ladrones, estafadores y asesinos! ¡Y uno de estos días le matarán también a usted, señor Healey! —y se encaró furiosa con Emmy—. ¡Ha de decir la verdad, putilla, despreciable zorrilla!

Emmy estaba mirando fijamente a Joseph. Él la estaba protegiendo. La estaba salvando de lo que adivinaba le sucedería probablemente si la verdad era expuesta. Las lágrimas acudieron a los ojos de ella y exclamó:

—¡Señor Francis, muchas gracias, muchas gracias!

Healey produjo un canturreo aprobador antes de especificar:

—Bien, reconozco que esto lo deja todo solucionado. Últimamente me puse a pensar que Bill no estaba en buen estado mental, casi diríamos, un poco loco. A veces, se comportaba como tal. Bueno. Era como un hermano para mí, una especie de buen perro vigilante. Habría dado la vida por mí. Pero probablemente por nadie más. Debió enloquecer esta noche, y quedar sin la facultad de pensar. Pobre Bill.

Suspiró, girando súbitamente hacia Emmy que se encogió un poco.

—Siempre dije, y lo digo ahora, que ningún hombre, a menos que esté loco se atreve con una mujer excepto si ella le anima, de un modo u otro, coqueteando quizá, simplemente por engreimiento, sin más significado, sino por ser simplemente una hembra —y a la vez que pronunciaba la última palabra alzó su gruesa mano y golpeó en revés calmosa pero reciamente a Emmy cruzándole la cara—. Y Bill no estaba tan loco. Fue animado, y espero que eso sea todo, y asunto terminado.

Pero mientras hablaba miraba a Joseph que había alzado la cabeza. No vio emoción alguna ni protesta en el rostro de Joseph, sino tan sólo una indiferencia tenuemente desdeñosa, y supo entonces toda la verdad.

Emmy había chocado contra su puerta medio cerrada, y tambaleándose hacia atrás entró en el cuarto. Recobrándose, se arrojó sobre la cama echándose a llorar. Healey la contempló a través del abierto umbral y suspiró.

—Condenada raposilla —dijo—. Pero admito que en ella no hay verdadera maldad. Tengo que recordar que es sólo una mujer. Débiles vasijas como dice el Libro Sagrado.

Se volvió hacia la Murray que había presenciado estólidamente[17] el manotazo. Y con su voz más bondadosa, dijo:

—Señora Murray, admito que tendrá usted que decir la verdad, y no habrá daño ni perjuicio, tal como dice la ley. Sé que no le gusta Joe. Nunca. Pero éste no es motivo para calumniarle y tratar de hacerle detener. Señora Murray, acabo de acordarme de algo que pasó en Pittsburgh. ¿Lo recuerda también?

La mujer le miró con súbito terror, y retrocedió un poco.

—Tengo una memoria verdaderamente buena, opino. Bueno, ahora, Harry, irás en busca del sheriff Blackwell. Es un verdadero amigo mío y no dará el menor jaleo. Dile lo que ha ocurrido, regresa con él, y todos charlaremos tranquilamente, entre nosotros. También la señorita Emmy. Y usted, señora Murray. Hablará bien y tranquila. Todo se quedará en la familia. Y le haremos al pobre Bill, tumbado allá abajo, un correcto y estupendo funeral, sin reparar en gastos. Pobre Bill, debió perder la cabeza, sin pensar, aunque realmente nunca pensaba. Que descanse en paz. No le guardo la menor inquina.

Interpeló con varios alzamientos de barbilla a Joseph.

—Joe, las marcas de tu garganta son plenamente convincentes. Se las enseñarás al sheriff.

Los lívidos labios de Joseph se separaron como si fuera a hablar, pero Healey le colocó una mano en el hombro.

—Vete a tender un poco, hasta que llegue el sheriff, Joe. Tampoco tengo nada en contra tuyo. Un hombre ha de salvar su vida. Y recordaré con agrado lo que hiciste en favor de la señorita Emmy.

Miró a Harry.

—Mejor que acompañes a Joe hasta su cuarto, antes de ir en busca del sheriff. Y si tienes whisky, dale una ración, una buena ración. Parece que la necesita. No menees tu estúpida cabeza, Joe. Haz lo que te digo.

Harry cogió del brazo a Joseph y le condujo hasta su cuarto. Fue a coger su frasco de «bourbon» escanciando una buena dosis en un vaso tendiéndolo a Joseph que estaba sentado silenciosamente en la cama.

—Vamos, Joe, bebe.

Cogiendo el vaso, dijo Joseph:

—Pero ¿te has dado cuenta que yo…?

—Sí. Lo hiciste, pero esto es lo de menos. Lo que importa es que eres el que quedó vivo, ¿no es así? Y además, ¿a quién tratabas de salvar? A mí. Por segunda vez —y el rostro moreno de Harry se dilató en blanca mueca—. Vamos, bebe. Así. Eso ya va mejor.

Sentíase aliviado. Porque Joseph no se había recuperado de su aspecto de muerto, con la piel lívida y los ojos vidriosos. Harry escanció whisky en otra copa. Captó la mirada de Joseph y sonriendo nuevamente dijo:

—¡Por la vida! ¡Porque es lo único cierto que existe!

Alzó su copa riendo y contempló a Joseph absorber a lentos tragos el contenido de la suya y vio desaparecer la lividez. Pero Joseph pensó: «Era su vida o la mía. Sólo que me gustó hacerlo».