Resumió Montrose para Healey:
—En consecuencia, no es tan sólo valiente y temerario por entero, sino que también es prudente. No correrá hacia el peligro o la temeridad, pero tampoco los rehuirá cuando sea necesario. He llegado a tener en gran afecto al joven Joseph Francis Xavier Armagh, y opino que está usted en lo cierto, señor. Puede confiarse en él.
Healey sentábase expansivamente en su salón y fumaba con fruición un cigarro.
—Nunca cometí un error con él —dijo con feliz complacencia—. Desde el mismo minuto en que le vi en aquel tren lo supe por instinto. Bueno, está a punto de venir a verme por un asunto de importancia, dice él. Llegó anoche de Pittsburgh, y creo que también viajó a Filadelfia. O sea que todo dependerá…
Healey aguardó a que apareciese Joseph y cuando el joven entró en el salón, sobriamente vestido de negro, vio Healey que llevaba consigo un rollo de papeles azules con planos diseñados. Inexplicablemente Healey suspiró como sintiendo un inmenso alivio.
—¡Siéntate, siéntate, Joseph Francis! —exclamó—. Me alegro verte de nuevo en casa, mozo. Además he recibido buenos informes sobre ti. Lo manejaste todo bien, aunque estés aún un poco pálido. Lleva tiempo. Siéntate, siéntate. ¿Coñac, whisky?
—No, señor Healey —dijo Joseph y encajó su alta y flaca figura erguida en una silla frente a su patrón. Estaba tan pálido y tenso que sus pecas parecían sobresalir de su huesudo semblante—. No me gusta el alcohol, como sabe usted.
—Pues esto es lo único que no me agrada de ti, Joe. Nunca te fíes de un hombre que no bebe, es mi lema. No es humano. No tiene la intención por lo general de congeniar con uno. En cierto modo, es como una enemistad, y además tratándose de un irlandés es antinatural.
Joseph sonrió sin ganas, como a su pesar.
—No tengo tiempo. Cuando tenga tiempo, tal vez beba. Pero he visto lo que el licor hace con los irlandeses, demasiadas veces. No sé el motivo pero realmente es desastroso para ellos.
—Para mí, no lo es —rebatió Healey—. Si un hombre no puede dominarse a sí mismo es su mala suerte y no merece ninguna simpatía. Algunos dicen que la bebida les permite escapar a la miseria de este mundo presente por un rato, y esto es bueno. Pero cuando siguen escapándose, esto significa el fin para ellos. Esto depende del propio hombre. Bueno, ¿y qué es todo esto?
Señalaba los planos que Joseph había dejado sobre la mesa, aunque mantuviese su mano sobre el rollo. Joseph miró a Healey fijamente y palideció aún más. «Está muy bien decirte a ti mismo», pensaba, «que debes tener valor, cuando no estás frente a frente con la presente situación, pero es algo muy distinto cuando te hallas frente a la misma». En cinco minutos más o menos sería expulsado casi a patadas para siempre, o el señor Healey sabría comprenderle. Joseph no se sentía demasiado optimista. Se había dicho frecuentemente que era un tonto por tenerle consideración a Healey, y que él mismo era un blando sin verdadera resolución ni fortaleza, incapaz de jugárselo todo sin dubitaciones.
Sin apartar ni por un instante los ojos del congestionado semblante de Healey, dijo:
—Ante todo, señor, debo decirle que fui a Filadelfia antes de venir a casa. Durante algún tiempo estuve oyendo rumores de que el petróleo en la parte sur del estado tal como está recién extraído, es muy superior al de Titusville, ya que está tan lejos bajo tierra que resulta parcialmente refinado y en modo natural. Por consiguiente, invertí en acciones —y sonrió levemente—. También en consecuencia ya no es mucha mi solvencia.
Asintió Healey:
—También oí tales rumores. Solamente un par de pozos perforados. A veces a más de trescientos metros. No invertí —y sonreía sonrosadamente a Joseph—: ¿Debería?
—No lo sé, señor. Todo es especulación. Usted seguramente dispone de mejor información que la que yo tengo.
—Naturalmente que sí —y Healey ondeó una gruesa mano colorada—. Pero tú invertiste dinero sin información, ¿eh?
Joseph miró hacia la mesa. Dijo:
—Señor Healey, tengo que hacerme rico muy pronto.
—No es algo para sentir vergüenza. Tendrás tus razones, supongo. Pero debiste haberme pedido consejo. No es siempre atinado colocar todas tus fichas a un solo número. Bueno, esto es propio de jóvenes, y tú eres joven. Un mozo un poco aventurero, ¿no es lo que eres tú?
—La necesidad algunas veces hace al hombre aventurero —dijo Joseph.
De nuevo asintió Healey:
—Me ocurrió a mí muchas veces. Hay ocasiones en que ser demasiado condenadamente prudente puede costarte todo el pastel.
Alzó Joseph la vista repentinamente. Healey rió benévolo:
—Oh, el señor Montrose me contó todo lo sucedido en el embarcadero. Piensa que hiciste lo adecuado. Tampoco yo creo en el asesinato, a menos que sea absolutamente necesario. Puede uno conseguir una mala reputación, matando —afirmó Healey con expresión honesta.
Bruscamente sintió Joseph un impulso histérico de estallar en frenética carcajada, pero pudo contenerse. Sus pequeños ojos azules brillaron chispeantes bajo sus cejas rojizas y Healey rió apreciando el esfuerzo. Dijo:
—Bueno, o sea que estás limpio de dinero. ¿No estarás aquí para pedirme otro préstamo, supongo, irlandés?
—No —dijo Joseph. Volvió a mirar el rollo bajo su mano—. No creo que sea importante, señor, pero usted no conoce mi nombre completo.
Removió Healey su grueso volumen en su silla.
—Siempre pensé que lo ignoraba. ¿Quieres decírmelo?
—Joseph Francis Xavier Armagh.
Éste era el primer paso peligroso. Joseph esperaba que Healey frunciera el ceño, avanzase el busto, se encrespase. Pero ante su pasmo Healey se limitó a reclinarse en su crujiente silla, soplo una nube de humo, y dijo:
—Realmente son unos nombres compactos y sólidos, opino.
—¿No importa que me lo callase, señor?
—¿Y por qué iba a tener importancia, mozo? ¿Crees ni por un minuto que el señor Montrose es el señor Montrose? Tienes el suficiente sentido común. Supiste siempre que los hombres que trabajan para mí no emplean sus verdaderos apellidos. Entonces, ¿por qué iba yo a considerar en tu contra que tampoco me lo dijeses?
—Siempre parecía que usted quería saberlo —dijo Joseph, desconcertado. Las palmas de sus manos estaban húmedas.
—¡Oh, sólo por curiosidad! Pero no se va por el mundo satisfaciendo curiosidades, Joe, sin meterse uno en grandes líos. No digas a nadie nada a menos que sea necesario, y aun así, piénsalo antes.
—Pensé que esto era necesario. Verá usted… Tuve que dar mi nombre completo, para esto —y señaló los planos— y pensé que debía usted saberlo.
—¿Tienes algo que enseñarme? —y Healey volvió a inclinarse con aire de gran interés.
Ahora hasta la boca de Joseph estaba pálida.
—Sí. Pero primero déjeme explicarle, señor. He estado observando los pozos y las perforaciones, durante esos tres años, y la maquinaria auxiliar, y los quemadores de madera. Y se me ocurrió que puesto que el kerosén arde ¿por qué no se le quemaba a modo de combustible, y no sólo para lámparas? No soy un mecánico, señor, ni un inventor. Pero hablé de ello con Harry Zeff, y se interesó. Fuimos una vez a un sitio aislado del campo, con algo de kerosén en un bote, lo encendimos colocando una gamella encima del bote y se convirtió en vapor apenas echó a hervir.
—No es ningún gran descubrimiento —dijo Healey con tono indulgente—. Los muchachos en los pozos hacen esto mismo constantemente.
—Pero ninguno ha pensado en encender máquinas con ello, señor. Cualquier clase de máquina, no solamente las auxiliares. —Recordaba lo que entonces había pensado. Se había mareado con sus pensamientos—. Máquinas con vapor a kerosén para las fábricas. Podría ser colocado en lugar del carbón y la madera. Harry está ahora muy documentado en maquinaria. Me ayudó a dibujar algunos croquis rudimentarios. Los llevé a Pittsburgh.
Miró fijamente a Healey pero éste aguardaba con paciencia inescrutable, cruzadas las manos sobre su abdomen.
—Bueno —prosiguió Joseph—, encontré alguien allí que arregló mis ideas y mis croquis en forma patentable. Y lo patenté y fue aceptado.
Su corazón estaba repicando fuertemente y ahora notaba una dolorosa pulsación en su cabeza. No podía leer en el atento rostro de Healey.
—Había otras patentes, según descubrí, aproximadamente por el estilo, pero la mía era la más sencilla y la más económica.
Empezaba a resultarle difícil respirar. «Maldito sea», pensó de Healey, «¿por qué no dice algo?».
Healey aguardaba, observando el rostro blanco y macilento del joven. Dijo por fin:
—Bien, sigue adelante.
—El otoño pasado conocí en los campamentos al señor Jason Handell, el rico petrolero que está compitiendo con Rockefeller para el control de la industria del petróleo en Pensilvania. El señor Handell posee todas las opciones, pozos y refinerías cercanas a la granja Parker. El señor Handell posee casi tanta tierra, opciones y pozos en el sur de Pensilvania como el propio Rockefeller. El principal y único interés del señor Handell es el petróleo, señor Healey. No se dedica a ningún otro negocio y tiene una empresa muy grande y compañía petrolera…
—Y por consiguiente le mostraste tu patente, ¿eh? —y Healey estaba de lo más afable.
—Esto hice, señor —y la faz de Joseph tembló un poco—. Como he dicho, su único interés se centra en el petróleo y su explotación, y es un hombre muy rico…
—Más rico que yo —admitió Healey amablemente.
—Yo… yo así lo pensé, señor. Y tiene el máximo de facilidades para hacer uso de los inventos, y usted no. De hecho, los inventos utilizando el petróleo son del mayor interés para él. Él… me invitó a ir a Pittsburgh para discutir… las cosas… más plenamente con él. Me dijo que todavía no es factible hacer uso de mi patente, ya que hay una guerra, y la patente ha de ser probada en el campo. Pero quería comprarme la patente. Dije que no. Si el señor Handell estaba verdaderamente interesado en ello, y quería comprar la patente, valía probablemente mucho más para mí que los quince mil dólares por todos los derechos.
—Una cantidad realmente apetitosa —comentó Healey.
—No, señor. No habría él perdido su tiempo ni hecho su oferta si la patente fuera de poco valor, o se basase solamente en conjeturas. Incidentalmente, me enteré que ya la había comprobado prácticamente, aunque nunca me lo dijo, y no solamente era practicable sino que levantaba vapor mucho más aprisa y más eficientemente que el carbón o la leña.
—¿Quién te dijo esto? —dijo Healey con blanda entonación.
—El hombre que hizo los planos adecuados sobre mis croquis. Le di cien dólares por la información.
—Debiste darle mucho más, Joe.
—Esto me he propuesto, señor, en el futuro.
Hizo una pausa Joseph. Estaba asombrado. Healey parecía enteramente tranquilo y solamente interesado de modo muy leve, una actitud que casi hubiera podido calificarse de paternal.
—El señor Handell —dijo Joseph— fue quien sugirió que invirtiese en un oleoconducto para el transporte del petróleo, que será construido después de la guerra. Lo hice. Y ahora —añadió Joseph con descolorida sonrisa— estoy metido hasta el cuello en inversiones.
—En cierto modo Handell te favorece, ¿eh, Joe?
Joseph, que íntimamente estaba temblando, caviló un poco, y dijo por último:
—No, yo no creo que Handell haga favores a nadie, señor. Dicen que es tan duro e implacable, si no más, que el propio Rockefeller. De cualquier modo, parte de la excavación para el oleoconducto ya está en marcha, y los derechos pertenecen en realidad a Samuel Van Syckel de Titusville. Pero no tiene todo el dinero que necesita. El señor Handell le está prestando el dinero. Llegará hasta Pithole.
Bostezó Healey.
—Ya lo sé, irlandés. También yo he invertido en esto. Voy a construir las estaciones de bombeo. Tengo los derechos sobre aquellas parcelas de terreno. Handell es duro. No sé cómo lograste convencerle.
—No lo logré.
Se irguió en la silla Healey, exclamando:
—¿No? ¿Te sacó entonces tajada él, Joe?
—No exactamente, señor. Quedamos en tablas. Cuando quedamos de acuerdo en que me pagaría regalías por mi máquina impulsada por kerosén —dice él que no puede ser puesta en funcionamiento inmediatamente— entonces le dije que cuando él emitiese acciones debía darle a usted la opción de comprar un mínimo de un tercio al precio particular. De la sucursal subsidiaria que fabricará y venderá la máquina.
Los oscuros ojillos de Healey se hicieron protuberantes.
—¡Irlandés! ¿Qué infiernos…? ¿Te echó fuera a ti y tus planos?
—No. Creo que usted conoce a Handell, señor. No es un hombre impetuoso. Se limitó a reírse de mí, y me preguntó por qué.
—Vaya, vaya… ¿Por qué, Joe? ¿Por qué tuviste esta consideración conmigo?
Joseph miró a un lado hacia los tabiques recubiertos de lustrosa madera. Tardó bastante en contestar y durante este intervalo Healey comenzó a pasarse repetidamente la mano sobre la boca.
—Yo… yo intenté olvidar, señor. Lo que hizo usted por mí y por Harry. Nos acogió cuando no teníamos donde ir. Usted… usted me ha tratado honradamente y decentemente, señor. —Joseph miró fijamente a Healey con una especie de desesperación colérica—. ¡No lo sé! ¡Simplemente tenía que hacerlo así! Quizá soy un tonto, pero no podía seguir adelante con todo ello, a menos…
Un silencio total cayó en el salón y Joseph permaneció sentado en el borde de su silla, trémulo.
Healey extrajo su pañuelo, sonándose con fuerza. Luego, dijo:
—Condenado humo —y guardándose el pañuelo, volvió a fumar, estudiando a Joseph—: ¿Sabes una cosa, irlandés? Indudablemente eres un tonto. Trabajaste para mí honrado y leal y por lo tanto no me debes nada. Me reembolsaste cientos de veces con tu lealtad. Podía confiar en ti. O sea que… ¿por qué todo esto, irlandés, por qué?
Joseph entrelazo sus manos sobre la mesa tan apretadamente que los nudillos emblanquecieron. Los miró fijamente.
—No he encontrado explicación alguna, señor, salvo que tenía que hacerlo. ¡Y tampoco yo sé por qué, señor Healey! ¡No sé más que usted mismo!
—¿Pensaste que me estarías estafando o algo parecido, si no hacías lo que hiciste?
Reflexionó Joseph un poco.
—Sí. Creo que era esto. Aunque en realidad no sería una estafa. Digamos que tal vez pudo ser gratitud…
—Nada hay de malo en la gratitud, irlandés.
Alzo Joseph rápidamente la mirada.
—¿No le importa, señor, que no se lo dijese desde que comenzó el asunto?
—Bueno, seamos razonables, Joe. Estaba todo en el aire. Yo no estoy metido en el negocio del petróleo excepto por inversiones y tal. Es solamente parte, una parte de mis intereses. Tú por ti mismo te conseguiste el hombre más adecuado. Pero cuando la cosa llego a un resultado firme has venido a decírmelo. Bueno, sigue adelante. La cosa no terminó aquí, ¿no es así?
—Así es. Handell me dijo que lo pensara bien. Un tercio de las acciones, dijo, era ridículo. Además, también solicité una parte para Harry. Después de todo, Harry en cierto modo me dio la idea original… Fue un comentario que hizo hará cosa de dos años, en el campamento. Por consiguiente, pensé en todo ello. Y entonces —se sonrojó Joseph— le escribí a Rockefeller. Me pidió que fuera a visitarle. Yo le había escrito explicándole la oferta de Handell y su interés…
—Magnífico —aprobó Healey—. Coloca un pícaro contra otro en el tablero, pero vigila no se comploten juntos contra ti. Y entonces le escribiste a Handell diciéndole que Rockefeller estaba interesado.
—Sí. Y en este viaje fui a ver de nuevo a Handell y le dije que se decidiera de una vez por todas.
—¿Le dijiste esto a Jason Handell, recto en su cara, directamente en sus propias y enormes oficinas? —y el rostro de Healey se ensanchaba de gozo—. ¡Asombroso que no te expulsase a patadas! Tiene un mal genio ruin y glacial.
—No me expulsó. Me dijo simplemente que yo era un novicio inexperto, bobo, despreciable y ridículo.
—Y tú empalmaste tus pistolas.
—Eso es lo que hice, señor Healey.
Healey se reclinó hacia atrás para reír más a gusto.
—El problema de Handell es que no es irlandés. No puede comprender los chiflados que estamos, opino. Locos como lunáticos. Y él es un hombre con un seso que no sirve para otra cosa que no sea fabricar dólares. Y tú eres solamente un joven irlandés. Me hubiera gustado haber visto la cara que puso, palabra.
—No era muy agradable —reconoció Joseph. Todos sus músculos tensados estaban relajándose. Sentíase como mareado, pero hondamente alborozado, como si acabara de librarse de un peligro devastador.
—No lo dudo —dijo Healey—. Y ahora, ¿cómo quedó la cosa?
—Le deja comprar a usted un tercio de las acciones al precio inicial de lanzamiento. Y Harry tiene asegurado una cuarta parte de mis regalías.
Healey sacudía la cabeza repetidamente como maravillado e incrédulo. Observaba a Joseph como a un milagro que no aceptaba ni podía aceptar.
Desenrolló Joseph los planos y extrajo un pliego de papeles. Dijo:
—Aquí está el acuerdo que pacté con el señor Handell. Discutimos tenazmente cada párrafo.
Healey leyó atentamente el pacto contractual, hasta dejar de nuevo sobre la mesa el escrito, y dijo:
—Algunas veces me pregunto, irlandés, si tienes sentido común. Y entonces leo esto, y noto la astilla marca del irlandés en cada línea. Lo amarraste bien y apropiadamente, como diría el Sassenagh. Debe ser algo importante esta patente tuya. ¿Cuándo va a pagarte algo a cuenta? Tiene que haber una paga y señas, como sabes.
—Le dije que no cobraría su cheque de cinco mil dólares hasta que usted no hubiese examinado el contrato aprobándolo.
—¿Tienes el cheque?
—Aquí está, señor —y Joseph extrajo del bolsillo interior de su chaqueta su billetera.
Le dio una tira de recio papel a Healey, que simuló escrutarla. La cálida luz solar primaveral se difundía por el salón y Joseph vigilaba el semblante de Healey sin poder descifrarlo. Estaba solamente consciente del gran alivio, un alivio debilitante y casi paralizador.
Devolvió Healey el cheque, y estudió a Joseph.
—¿Y qué pasaría si te hubiese echado a patadas, Joe, después de lo que me has contado?
—Lo hubiese lamentado mucho, señor. Pero no me hubiese muerto de hambre. El señor Handell me ofreció un buen empleo con él, en Pittsburgh.
—Al doble de tu actual salario, ¿eh?
—Sí.
—Y lo rechazaste. Joe, tú me tienes desequilibrado. A instantes pienso que eres avispado, y al minuto siguiente creo que eres estúpido. No logro catalogarte del todo.
—¿En mi lugar qué hubiera hecho usted, señor Healey? —y Joseph sonrió por vez primera.
Healey presentó las dos anchas palmas en ademán defensivo. Luego las dejó caer lentamente.
—Ésta es una pregunta que no voy a contestarte, irlandés —y avanzó la diestra—. Vamos a chocarla por trato hecho, Joe. Tú cobras este cheque y compras tus acciones. Bien… Pues no, no, señor, no contestaré a tu pregunta. No sirve de nada pensar en lo pasado. Hay que seguir hacia adelante.
Levantándose, miró su reloj:
—Es mejor que te pongas ya al trabajo. Tengo que ir a visitar a Jim Spaulding. De acuerdo, irlandés. No diré que eres muy listo, pero a veces hay cosas mejores que ser listo. Ésta es mi opinión.
Al dirigirse Joseph hacia la puerta, añadió Healey:
—¿Qué quisiste decir al afirmar que lo hubieses lamentado mucho si te hubiera echado?
Con la mano ya en el abridor, miro Joseph por encima del hombro.
—No lo sé, señor —contestó saliendo.
Healey sonrió al cerrarse la puerta y comenzó a canturrear entre dientes.
El abogado James Spaulding se reclinó en el sillón de su despacho y contempló a Healey con semblante lleno de expresiones emotivas, efectistas, combinando la consternación, el estupor y un total aturdimiento de asombro. No todas las facetas eran hipócritas.
Con voz baja, musical y trémula, dijo:
—Ed, ha debido usted perder su talentoso juicio. Me rehúso a legalizar este documento hasta que haya tenido usted tiempo de considerar, de reflexionar, de juzgar si ha estado usted o no bajo una maligna influencia y coacción…
—La única coacción e influencia malignas que siempre me han mareado, Jim, procedieron de políticos… y abogados. Bueno, no ponga esta cara como si acabase de hincarle un cuchillo. Nos conocemos demasiado bien el uno al otro para perder el tiempo en majaderías.
—¡Perdóneme usted! —canturreó Spaulding al borde del lagrimeo—. Pero ¡ese joven! ¡Su juventud, su inexperiencia, su… su… no me impresionan!
Bajó la vista hacia el documento con rencor, con asco, como si contuviese inmundicias malolientes. Dejó que sus manos temblaran visiblemente. Healey estaba divertido.
—Vamos, vamos, Jim. Aquí no estamos en el teatro de la ópera ni en un recital de rapsoda trágico. Ahórrese las teatralidades para los jueces y los jurados. Le conozco de arriba abajo, del mismo modo como usted cree conocerme. Vuelva a leer de nuevo este papel, y fíjese en lo que hay para usted, también.
Spaulding volvió a leer un fragmento. Pareció a punto de llorar. Healey rió. Los dos hombres se miraron cínicamente, sin ilusiones, pero con algo de simpatía. Entonces Spaulding ostentó una expresión bien simulada de solemne y casi religiosa devoción, y Healey, benévolo, se abstuvo de reír.
—Muy bien, Ed, si esto es lo que usted quiere, solamente me incumbe respetar sus deseos.
Y el abogado Spaulding colocó su mano de plano sobre el documento como si estuviera a punto de prestar juramento, y como si el documento fuera la Biblia. En realidad, respetaba mucho más el documento.