—No se atreverán a matarme a mí, un oficial del ejército de la Unión —declaró el joven teniente.
Había recibido solamente una herida en la parte carnosa del muslo, aunque era una herida honda, y había sido eficazmente atendido por un tripulante del barco. Yacía en el catre del calabozo y miró retador bajo la luz de la linterna a Montrose, sentado en la única silla, y luego a Joseph que estaba en pie cerca de él, pistola en mano.
—Es posible que le espere una sorpresa desagradable —dijo amablemente Montrose—. Sólo porque el caballero que está cerca de usted no le mató no vaya a pensar que titubearemos ahora que estamos en alta mar. Fue solamente nuestra conveniencia la que preservó su vida y nos hizo traerle a bordo. No ponga a prueba mi paciencia, ¿señor…?
El militar le escupió, fallándole por poco. Joseph encañonó la pistola a su sien, y el militar se encogió. Alzó la vista hacia el rostro de Joseph y vio en él la contracción amenazante que anteriormente mostró en que se marcaban los huesos de su rostro, como si se adivinase su calavera, los pequeños ojos achatados y la boca contraída.
—No se atreverán —repitió temblorosamente.
—Estoy perdiendo la paciencia —dijo Montrose—. Ya oyó nuestras preguntas. Contéstelas inmediatamente, o morirá antes de que transcurra otro minuto. Si es usted sincero con nosotros, no tenemos por qué quitarle la vida. Si no, pasará muerto al fondo del mar, apenas hayamos dejado atrás las naves de patrulla.
El militar era muy joven, y ahora se puso histérico tanto de dolor como de miedo. Comenzó a hablar con voz acelerada y jadeante. Era casi lo que había pensado Joseph. El coronel Braithwaite le ordeno contratar rufianes en la ciudad y en el momento adecuado robar a Montrose en el embarcadero, coger los permisos, y después matar a Montrose, al capitán y a Joseph. Luego tenía que notificar a las autoridades del puerto que había oído disparos, y que al acudir había hallado los tres cadáveres. No tenía que acercarse al barco, sino «fingir huir para salvar la vida, pidiendo auxilio». El cargamento sería entonces confiscado, tras la investigación, y el asunto concluso catalogándolo como «traición». El clíper hubiera sido también confiscado por el gobierno.
De esta manera el sobornable coronel Braithwaite entraría en posesión de una gran cantidad de dinero antes de su traslado a Filadelfia y se hubiera tomado una revancha y cubierto de los riesgos a que de todos modos estaba expuesto por el cargamento.
—Pero ¿por qué la «revancha»? —dijo Joseph—. ¿Qué le hizo nuestro patrón o le hicimos nosotros, para convertirle en enemigo nuestro?
Le miro Montrose con inmensa y no simulada sorpresa.
—Mi estimado Francis, ¿no has aprendido todavía que no siempre es preciso perjudicar a un hombre para incurrir en su enemistad? En realidad, la mayor parte de los enemigos se crean sin proponérselo por parte de un hombre. Se crean a causa de la envidia, la malicia y la perversidad que alienta en el espíritu de algunos hombres, que les hace ser por naturaleza enemigos de sus semejantes, sin la menor provocación. Mi enemigo mortal fue un hombre al que yo consideraba mi mejor amigo. A quien favorecí, protegí, y obsequie. —Tras lo cual comentó sonriendo—: He llegado a creer que todo aquello fueron suficientes provocaciones merecedoras de enemistad.
El joven militar cuya faz estaba pálida y sudorosa, escuchaba con los ojos cerrados. Montrose le hincó levemente un dedo en el costado.
—Pero quizá el coronel Braithwaite tenía algún otro motivo para traicionarnos.
Resultó que lo tenía. El teniente debía declarar a las autoridades que las sospechas del coronel Braithwaite se acrecentaron con referencia al «Isabel» y que a última hora había enviado a su subordinado a investigar. El coronel Braithwaite sostendría que no había dado permiso al barco, en el caso de que ambos ejemplares fueran hallados y recuperados, y de no ser encontrados alegaría haber sido engañado por «traidores» y contrabandistas de armas, y que finalmente al sentir una creciente inquietud había ordenado otra investigación. Por su perspicacia y pronta acción sería sólidamente recompensado por el gobierno, y ascendido por lo menos a general de Brigada.
Montrose escuchó todo esto sin la menor emoción, pero Joseph sentíase asqueado y al verlo Montrose meneó la cabeza con tenue sonrisa.
—Observarás que los hombres no pueden ser comprados en firme, Francis. Necesitan constantes sobornos, y no sólo de dinero, para permanecer leales. Se le presentó al coronel Braithwaite la ocasión de una mayor recompensa, un mayor soborno, y aceptó. De no haber sido destinado a Filadelfia y seguir aquí como autoridad militar del puerto, habríamos podido continuar comerciando con él.
Le dijo al militar:
—Aparte del hecho de que el coronel era su superior y le daba órdenes, ¿cómo le soborno?
—Dos mil dólares, una parte de la recompensa y la recomendación del coronel para mi ascenso a capitán —y el joven hablaba con voz débil, dominado por el dolor. Añadió—: Es también hermano de mi madre.
Asintió Montrose:
—En consecuencia estaba relativamente a salvo de chantaje en el futuro, y le implicó a usted en sus perfidias y crímenes.
Se volvió hacia Joseph y dijo:
—¿Qué sugieres ahora, Francis?
Joseph, mientras su corazón dio un gran brinco, guardó silencio. La culata de la pistola se humedeció súbitamente en su palma.
—¡Usted prometió no matarme! —grito el militar abriendo los ojos azules dilatados por el terror y saliendo de sus órbitas.
—No le hice tal promesa —rectificó Montrose—. ¿Bien, Francis? Dejo la resolución y conclusión en tus manos.
La garganta y el paladar de Joseph estaban tan resecos como piedra ardiente. Replico:
—Creo haber hallado un castigo más justo —y no sabía que había un matiz de súplica en su entonación—. Cuando lleguemos a Virginia su herida ya estará casi cicatrizada. Visto el uniforme de oficial de la Unión. Le dejaremos en tierra y que se valga por sí mismo.
—¡Magnifico! Dejémosle que aclare a nuestros amigos en Virginia como un oficial de la Unión pudo llegar entre ellos repentinamente y con uniforme. Será atrapado inmediatamente como espía, o si intenta explicar la verdad será acogida con alegres risas, y les parecerá una excelente broma a nuestros amigos. Si no le ahorcan le encarcelarán. Si más tarde es rescatado por sus compatriotas no se atreverá a explicarles la verdad ni a mencionar el coronel Braithwaite. Me encantará estar presente cuando intente explicar su presencia a solas en aquella parte de la inconquistada Virginia, a mi pueblo o cuando intente justificarse a sí mismo ante sus propios amigos.
Tocó a Joseph en el brazo.
—Admiro profundamente al hombre de ingenio y no meramente de fuerza directa, Francis.
—Tanto da que me maten ahora y terminaríamos de una vez —dijo el militar con triste tono.
Montrose le contempló afablemente:
—Mi joven señor, si yo tuviera su edad aceptaría cualquier alternativa que aplazase mi muerte. Y dándose el caso que usted es un ladrón y un asesino en potencia, puede llegar lejos después de todo, si conserva la vida. La conserva. Bajo otras circunstancias le recomendaría con efusión al señor Healey.
Oyeron disparos encima de ellos y pies corriendo apresurados, y el capitán abrió la puerta de barrotes.
—Un barco patrulla nos está dando el «quien vive» —dijo.
Esto ya había ocurrido antes y era rutina, limitándose la patrulla a dar en ocasiones el alto a barcos saliendo del puerto para examinar la credencial de permiso. El capitán contemplo al militar, y protestó:
—¡Dios! Pero ¿está todavía vivo? Ahora ya no podemos liquidarle antes que la patrulla nos deje seguir navegando, y no debemos correr el riesgo de pegarle un tiro. Señor Montrose, ha sido usted algo negligente.
—Creo que no —dijo Montrose levantándose—. Dejaremos al señor Francis con nuestro amigo aquí presente, con órdenes de matarle si abre siquiera la boca. Sugiero la estrangulación o la asfixia, así no se oirá ningún ruido. ¿Comprendido, señor Francis?
—Si —dijo Joseph y esta vez, su voz era plenamente decidida.
Le había sido concedida misericordia al militar. Si infringía esta tregua moriría. Joseph dudaba que prefiriese la ejecución en el acto a la posible supervivencia.
El capitán amortiguo la luz de la linterna en la celda, contemplo escrutador el rostro de Joseph, y salió acompañando a Montrose. La puerta resonó cerrándose y rechinó la llave en el cerrojo. Joseph sentóse en la silla y miró al militar:
—Le matare si hace un solo ruido o alza tan sólo una mano —dijo.
No había tronera en la celda, pero Joseph presentía la larga y oscura presencia del barco patrulla casi rozándoles. Oyó como era abordado el clíper y las voces autoritarias de los marinos de guerra. El clíper se había detenido. El militar y él aguardaban en silencio absoluto; el militar tenía fijos los ojos con temor en Joseph, comprendiendo que esta vez Joseph le mataría sin importarle las consecuencias, y con sus manos desnudas, ni siquiera susurraba. El militar sentía ganas de llorar. Todo le había parecido una aventura tan provechosa, aunque con peligro, tal como le fue explicada por su tío. Dinero, ascenso, honores. Ahora estaba desvalido. Sofocó sus sollozos escuchando agudamente las voces en cubierta. Tenía una sola esperanza: que las autoridades registrasen el barco como hacían algunas veces. En tal caso Joseph no se atrevería a combinar el asesinato con la alta traición. Apenas las autoridades se aproximasen a aquella celda, él, Joshua Temple, haría un esfuerzo final, arrojándose sobre Joseph, y gritaría, antes que el otro hombre pudiera matarle.
En esta disposición de ánimo esperaban ambos jóvenes en el máximo silencio, escuchando intensamente. Nadie bajó las escaleras. Nadie se aproximó a la celda. El soldado yacía con los puños apretados, mirando solamente a Joseph, aguardando, casi rezando. Pasaron largos minutos. Después hubo risas, roncas voces bromeando, el rumor de un bote alejándose del clíper, la leva de anclas, voces de despedida. El soldado quedó anonadado. Joseph se relajó algo. El clíper comenzó a moverse, chirriando suavemente sus maderos, oscilando, atronando el viento con sus lonas al irse desplegando bajo la luna.
Entró Montrose en la celda.
—Estamos de nuevo en marcha —dijo—. Ahora, Francis, tomaremos una ligera cena con el capitán y después nos retiraremos a dormir.
Esforzándose en retener el furioso llanto, dijo furioso el militar:
—¡Sucios tramposos traidores!
La travesía duró seis días debido a un temporal que casi desarboló al «Isabel» y hasta inquietó al intrépido capitán. El clíper iba sobrecargado; había peligro de que zozobrase en las verdinegras olas que Joseph observaba golpear la nave en imponentes masas de agua. En determinado momento Montrose sugirió echar parte del cargamento al mar pero el capitán rebatió con mueca sonriente:
—No. Antes prefiero echar por la borda algunos de mis hombres.
—Eres un romántico incurable —dijo Montrose—. Pese a todo me temo que eres un devoto a la causa de la Confederación.
Brillaron los ojos del capitán:
—Hay devociones peores —dijo.
Rió Montrose:
—Claro que no le repetiré esto al señor Healey que no es devoto de nada salvo de la ganancia.
Echaron anclas en plena oscuridad de la noche en una pequeña bahía desierta. La quilla del «Isabel» escapó por poco a quedar encallada bajo las aguas poco profundas. Todo estaba en silencio y aparentemente sin vida cuando el «Isabel» se inmovilizó, pero en aquel mismo instante el muelle sin luz, excepto por la de las estrellas y una luna tormentosa, cobró vida con hombres silenciosos que ayudados por la tripulación fueron descargando velozmente el contrabando. Nadie hablaba salvo cuando era absolutamente preciso, y aun así, susurrando. Todos se afanaban en la tarea, incluyendo el capitán, Montrose y Joseph. Solamente los vigías ocupaban sus puestos, escrutándolo todo con sus catalejos. La operación duró varias horas. Joseph podía ver solamente figuras oscuras y a veces el borroso óvalo de un rostro. Percibía la insoportable tensión del apresuramiento, y trabajó hasta quedar empapado en sudores. La noche era calurosamente húmeda, bochornosa y amenazante. A instantes fogueaba un relámpago descubriendo las negras nubes que galopaban ante la luna a ratos ocultándola y luego desnudándola. Retumbó el trueno. Hubo breves e intensos chubascos y la cubierta se volvió resbaladiza.
Por segunda vez Joseph se daba cuenta de la guerra y su impacto en él. No encontró excitante aquella actividad, aunque adivinó que muchos de aquellos hombres inquietos sí la encontraban estimulante. También percibía que eran fervientes patriotas y esto le pareció absurdo. Trabajaban y arriesgaban sus vidas, no por la ganancia, sino por su amada Confederación.
Poco podía verse de la campiña más allá del destartalado muelle, aunque a ratos la luna no alcanzaba a revelar una inescrutable tiniebla. Si había gente viviendo en la vecindad su presencia era invisible. Pero Joseph presentía en las tinieblas un acecho vigilante.
Por último Joshua Temple, sin habla, blanco el rostro, fue depositado en tierra. Ahora podía andar, renqueando. Joseph le vio cuando era obligado a bajar por la rampa y oyó risas sofocadas. Al pie de la rampa y en el muelle, el militar miró hacia atrás, desesperadamente, pero fue rudamente empujado. Desapareció en la noche.
Finalmente la rampa pasarela fue izada a bordo, y se cerraron las compuertas. El «Isabel» levó anclas y derivó lenta y silenciosamente hacia la mar abierta, donde adquirió ligereza progresiva, llenas sus velas. Joseph experimentó una sensación de enorme alivio que le produjo disgusto. Como si le comprendiera, dijo Montrose:
—Hay hombres que aman el peligro por sí mismo y no podrían vivir sin él, y lo buscan. Y hay hombres que no aman el peligro, pero lo afrontan tan valientemente como los otros. No sé, con toda sinceridad, a quiénes prefiero, pero si fuera cuestión para mí de vida o muerte, elegiría a los hombres que no buscan el peligro aunque no huyan de él —y riendo brevemente concretó—: Me temo que yo soy de los que practican la primera tendencia.
A su regreso a Nueva York fueron de nuevo al Hotel Quinta Avenida, y le pareció a Joseph que el cercano pasado era sólo un sueño. Poco después de su retorno Montrose solicitó su presencia en la reunión con los banqueros.
Joseph quedo impresionado por el carácter anónimo de todos ellos. (Comprendió que él no debía ni preguntar ni hablar, sino únicamente escuchar). Oyó acentos extranjeros, aunque todos ellos hablasen en inglés con Montrose. Era imposible hacer una diferenciación entre ellos, captar cualquier peculiaridad de temperamento, de excentricidad, disensión ni siquiera de característica individual. Eran caballeros corteses, cordiales, de refinados modales, maravillosamente discretos, educados y atentos, nunca mostrando desacuerdo, nunca alzando la voz. Llevaban consigo documentos y carpetas en carteras reforzadas con acero, y bebían vino en torno a la larga mesa del apartamento de Montrose. Cuando hablaban era con entonación calmosa y desapasionada, casi impersonal, sin emoción, rencor, ni protesta.
Algunos eran rusos, algunos franceses, varios ingleses, algunos alemanes y otros de diversas nacionalidades no declaradas. Había hasta un chino y un japonés, todos impecables y ceremoniosos entre ellos. Para Joseph era como un majestuoso minueto, bailado a los tintineantes compases musicales del frío dinero, y ejecutado con precisión. Sin exteriorizar con miradas expresivas o matices de la voz y expresiones que denotasen sentimientos personales. Se trataba de puro negocio, y ninguno de ellos demostraba fidelidades, vínculos o involucraciones con ninguna nación, ni siquiera la suya propia. Hubiese parecido inverosímil en ellos que delatasen el menor calor humano o vínculo personal. Era posible que en su mayoría fueran esposos y padres e hijos, pero ninguno mostraba la menor afectividad ni hablaba de nada que incumbiese a su vida íntima. Joseph inmediatamente los catalogo como «los hombres grises y mortíferos», y no supo por qué los detestaba o por qué los consideraba los más peligrosos de todos entre la especie humana. Se dio cuenta que ninguno bebía whisky sino vino. Podían tener mutuos e intrincados negocios a tratar entre ellos, pero le resultaba a Joseph más que evidente que ninguno confiaba en los demás.
Hablaban solamente de dinero, el más grande de los poderes, el más pragmático de los denominadores comunes. Ninguna pupila se iluminaba con humorismo o amistad o intimidad. Se daba por descontado que todas las demás cosas aparte del dinero y el poder del dinero quedaban fuera de la consideración de los hombres importantes, y que todos los asuntos del mundo más allá del dinero eran trivialidades aptas solamente para ser discutidas en los momentos de ocio y con indulgentes sonrisas corteses, lo mismo que uno se entretiene con el parloteo en una reunión frívola, o en agradable concierto tras la cena.
Discutieron sobre la guerra entre los Estados ateniéndose a sus notas y documentos como si la muerte, la sangre y la agonía de una guerra fratricida —planeada mucho tiempo antes en Londres por sus fabulosas ganancias— fuera únicamente una maniobra comercial. Hubo diagramas de beneficios expuestos para cuando el Sur fuera conquistado y sus ricas tierras apropiadas por el Norte. Hubo una breve discusión acerca del movimiento industrial en el Sur tras la conclusión de la guerra y los probables salarios más bajos posibles. Un inglés menciono que Inglaterra no podía desinteresarse en la división de tierras, y que Inglaterra había efectuado grandes inversiones en el Sur, y que los banqueros ingleses insistirían en el cobro de un gran interés por el dinero prestado a la Confederación para armamento. Los otros banqueros asintieron solemnemente. Era simplemente algo justo, naturalmente. Un ruso menciono con fría precisión que puesto que el Norte había sido protegido contra Inglaterra por la Armada rusa, el Zar se sentiría angustiado si sus inversiones en el Norte no fuesen tomadas en cuenta. Un alemán hablo después de una guerra posible entre Alemania y Francia. «Tenemos inversiones en Alsacia y los franceses no son tan industriosos como los alemanes». Dos franceses sonrieron tenuemente. «Somos tan inteligentes, si quizá no tan industriosos, Herr Schultz. Pero, desgraciadamente, nuestros paisanos prefieren disfrutar de la vida al igual que de sus beneficios». Esto, por vez primera, suscitó leves y rápidamente sofocados murmullos jocosos.
—Opino —dijo uno de ellos— que podemos, esperanzadamente, tomar en consideración los dogmas de Karl Marx que está ahora en Inglaterra, para reorganizar nosotros las fuerzas políticas aprovechables en Alemania. No pasamos por alto a Bismarck. Creo que podemos manejarle. Además, el Emperador de Francia —y yo respeto a Su Majestad— ha quedado impresionado, según informes, por las teorías de Marx. En consecuencia, no dudo que algún desacuerdo pueda ser estimulado entre Alemania y Francia en un próximo futuro. He de acudir en breve plazo a Londres, Berlín y París, y todo esto será discutido a ultranza.
Un inglés carraspeo aclarándose la garganta.
—Desearíamos que la prensa europea cesase de expresar indignación contra Su Majestad, Emperatriz de la India.
Recibió inmediatas garantías sin ninguna variedad en las entonaciones neutras que todo ello sería atendido lo más pronto posible y que la «prensa» sería «informada» en Europa.
Con una deferente inclinación de cabeza, dijo Montrose a sus colegas:
—Los Estados Unidos de América es una nación nueva y no beligerante y esta guerra no es de su agrado…
—Mi querido señor Montrose —interrumpió uno de los caballeros—, ¿no está de acuerdo en que ya es hora que su país se embarque en afanes imperialistas y forme parte de los planes monetarios universales?
—No de inmediato —dijo Montrose—. Debe usted recordar que somos principalmente todavía, una nación agrícola y no industrial. Las naciones agrícolas no se comprometen en guerras ni litigios de ninguna clase, ni están particularmente interesadas en el negocio bancario. Norteamérica es extensa y abierta y todavía no hemos explorado plenamente nuestro territorio y pueden pasar décadas antes que podamos inducir al pueblo norteamericano a sentirse entusiasta de las guerras por el provecho y ganancias. La Constitución es también un obstáculo. Solamente el Congreso puede declarar la guerra, y los norteamericanos constituyen un pueblo muy recalcitrante que recela del gobierno y observa al Estado con extremado celo.
—Entonces, es deber de hombres informados introducir las teorías de Karl Marx en Norteamérica —dijo uno de los caballeros—. Resulta ridículo que su Washington sea un centro administrador tan débil, con un gobierno tan descentralizado dejando el poder a estados individuales. El poder centralizado, como muy bien sabe usted, señor Montrose, es la única garantía de guerras beneficiosas y controladas y prosperidad. Nunca será bastante pronto para introducir las teorías y consignas de Karl Marx. Estas teorías destruyen todos los conceptos menos el del poder centralizado del Estado. Una vez el poder sea concentrado en Washington, dando por admitido que no es una perspectiva inmediata, Norteamérica adquirirá su lugar como un imperio, calculando e instigando guerras, para beneficio de todos los interesados. Todos sabemos, por larga experiencia, que el progreso depende de las guerras.
¿Acaso estos hombres, pensó Joseph, tenían algo que ver con el conflicto entre Irlanda e Inglaterra?, y una fría desazón le inundó.
—Me temo —dijo Montrose— que no encontrarán ustedes al señor Lincoln muy dispuesto ni siquiera a la más sutil de las sugerencias después de esta guerra.
—Entonces el señor Lincoln ha de ser… eliminado —dijo un caballero con fría entonación.
Montrose fue mirando lentamente de rostro a rostro.
—Unos políticos en Washington han informado al señor Healey que es el propósito del señor Lincoln cicatrizar las heridas de esta guerra, ayudando al Sur a recuperarse, propender a la reconciliación nacional, extender los beneficios de la amnistía, y unir de nuevo la nación.
—Esto es absurdo —dijo un caballero—. Hay excesivo tesoro en riqueza de tierras y ciudades en el Sur para permitir que caigan otra vez en manos irresponsables. Indudablemente su nación, señor, volverá a unirse de nuevo políticamente, pero atañe a nuestros intereses mantenerla espiritualmente dividida, y sostener siempre viva la animosidad entre el Norte y el Sur. Éste es el único modo en que podemos estar seguros de nuestros beneficios, va que en caso contrario, podrían presentarse riesgos y conjeturas…
—Y una competencia de facturas —dijo Montrose con rostro muy serio. Los otros fruncieron el ceño mirándole por lo que consideraban una animosidad. Dijo uno de ellos:
—Debemos no solamente percibir la devolución de nuestros préstamos tanto del Norte como del Sur, sino también los amplios intereses acumulados de estos préstamos. ¿Es necesario que sigamos nosotros repitiendo esto, señor? Fueron préstamos honorables, dados de buena fe, por nosotros. Existen también otros acuerdos que deben ser cumplidos honorablemente. Si el señor Lincoln discrepa… puede que viva o no… sufriendo sus consecuencias.
—Odia a los banqueros —dijo el otro caballero con la entonación que emplearía un hombre al hablar de una persona despreciable y exasperante—. ¿Quién se imagina él que está financiando esta guerra?
—Y financiando la Confederación —dijo Montrose con amplia sonrisa.
Muchos carraspearon como si Montrose acabase de emitir una molesta obscenidad. Muchos parecieron querer evitarse una visión impropia y lúbrica, ya que bajaron discretamente sus párpados. Ante la sorpresa de Joseph, Montrose le guiñó un ojo por encima de las cabezas de los banqueros, ya que Joseph se hallaba sentado a una discreta distancia. Aquel guiño calmó parcialmente el odio, la cólera y el confuso torbellino en la mente del joven. De nuevo, el mundo se había inmiscuido brevemente en su intimidad y de nuevo tuvo la fortaleza de rechazarlo. Montrose consideraba el mundo algo totalmente descabellado, y una idiotez cualquier implicación en su actividad, salvo en caso de ganancias y provecho.
Las horas pasaron y Joseph fue testigo de increíbles conspiraciones contra la humanidad, todas discutidas con voces similares al rechinamiento de gélidos metales, y en cierto momento pensó: «Un hombre honorable puede a veces sentirse impulsado, en este mundo, como dijo Aristóteles, a quitarse la vida. Celebro no ser ni un hombre honorable, ni un tonto, lo cual viene a ser la misma cosa».
Fue mencionada la Rusia imperial. Se llegó al acuerdo general de que Rusia no estaba todavía madura para la introducción de las teorías marxistas que pudieran dividir su pueblo. Como dijo un caballero, Rusia no estaba especialmente preparada para la revolución, ya que es imposible inducir la revolución en una nación en que la mayoría del populacho es pobre y liberado tan sólo recientemente de la servidumbre. Todos sabemos que se precisa una cierta riqueza en una nación, cierta sensación de bienestar, cierto ocio, indolencia y comodidad, para que simpatice con una revolución. Los intelectuales no pueden florecer ni ser oídos en una nación que está agotándose desesperadamente para nutrirse. Pueden solamente florecer y sentar teorías en una nación con una considerable prosperidad, donde el principal interés del pueblo no es la mera supervivencia, y donde el descontento y la envidia puedan ser estimulados. Además, el propio temperamento de los pueblos eslavos es adverso a los dogmas marxistas, a diferencia de Gran Bretaña, Francia, y Alemania, y también los Estados Unidos. Exigiría una larga subversión y no creo que muchos de nosotros los aquí presentes estemos vivos para verlo. No, el asunto inmediato a considerar ahora es Bismarck en Alemania, y la creciente enemistad entre Alemania y Francia. La situación es extremadamente interesante.
Hubo una breve mención de fabricantes de armas y municiones de todo el mundo, que Joseph no pudo seguir por entero, pero asimiló que los hombres en aquella reunión, estaban proyectando enormes préstamos y calculando los intereses y ganancias. Pensó en el señor Healey, que indudablemente no era lo suficientemente rico ni poderoso para atraer la atención de estos hombres, y le intrigó profundamente.
Más tarde interrogó a Montrose sobre este punto. Montrose no contestó inmediatamente. Encendió un cigarro y saboreó un poco de coñac, ahora que él y Joseph estaban a solas, y por fin expuso:
—Todo fue discutido para ser transmitido al señor Healey, no para su propio uso directamente, sino para información de políticos. El señor Healey domina a muchos políticos. No solamente el senador Hennessey, que es uno de los más influyentes y persuasivos, sino otros. ¿No resultaría peligroso que estos hombres fueran vistos en compañía de los banqueros internacionales? Hay siempre hombres aptos a inflamar la opinión, especialmente entre la prensa, que desconfían de todo gobierno, lo cual demuestra su perspicacia. Recordarás una de las discusiones que oíste concerniente a la insatisfacción que sienten estos caballeros por nuestra absurda Reforma Constitucional que autoriza solamente al Congreso para ordenar la acuñación de moneda. Ellos intentan ahora influenciar a nuestro gobierno para que permita a un sistema privado de Reserva Federal acuñar, poner en circulación y controlar el dinero en curso, sin el consentimiento hasta ahora necesario del Congreso ni de ninguna otra dependencia gubernamental. ¿Qué finalidad supones que persiguen con esto?
Joseph admitió su ignorancia negando con la cabeza.
—Únicamente el Congreso tiene el poder para declarar las guerras. Pero las guerras necesitan financiación. Es excesivamente arriesgado para los banqueros financiar a una nación dividida, como la nuestra, en una guerra cuando el Congreso es quien custodia los fondos públicos y elige cuándo ha de acuñarse moneda. Mientras tanto posea el Congreso este poder, Norteamérica no puede realmente enzarzarse en guerras importantes. Y si decide comprometerse en guerras en el futuro y por el lucro de las ganancias, ya que todas las guerras se emprenden solamente por las ganancias que dejan, se encontraría obstaculizada por el Congreso y su poder de no financiar una guerra. Esto lo desbarataría todo impidiendo la prosperidad. Por consiguiente, debemos primero quitarle al Congreso el poder de acuñar y regular el dinero en circulación, y darlo a manos privadas que a su vez serán controladas por personajes de todas nacionalidades, tales como los que has visto hoy.
Joseph reflexionó, frunció las cejas y dijo:
—Entonces, ¿la historia es un conjunto de conspiraciones?
—Creo que fue Disraeli quien menciono que el hombre que no cree en la naturaleza conspirativa de la historia es un zopenco. Y su situación le permitía estar bien enterado.
Joseph inclinó la pelirroja cabeza cavilando y Montrose lo escrutó con mucha más atención de lo que parecía merecer la situación. Observó el juego de las emociones crispando aquel rostro juvenil, y después el rechace de aquellas emociones. Le pareció que lo único visible a sus ojos era el poderoso proceso corruptor de una mente y posiblemente de un alma. Apretó los labios como en un silbido inaudible y se escanció un poco más de coñac. Hasta que oyó decir a Joseph:
—¿Por qué quiso el señor Healey que yo oyese todo esto, sin preparación alguna durante los últimos años?
Como Montrose no replicó, alzó Joseph la vista y reparó que Montrose le estaba contemplando con una extraña y hermética expresión en parle escéptica, Iría y como afrentada. Esto le sorprendió. Continuo resistiendo la mirada de Montrose y su mirada se volvía cada vez más perpleja e intrigada. Finalmente Montrose, apartó la mirada a un lado, preguntándose a sí mismo: «¿Por qué creí, aunque fuera por poco tiempo, que él podía tener la más leve sospecha?».
Dijo:
—Nunca discuto los motivos del señor Healey, y te aconsejo que te abstengas tú también. Tiene sus razones. A nosotros nos basta con seguirlas.
Sintió una vaga vergüenza, una emoción largo tiempo desacostumbrada para él, y cuando rió sonoramente, Joseph quedo a la vez ofendido y crecientemente intrigado.