XX

El disparo de Joseph había suscitado atronadores ecos en las cavernosas profundidades del almacén y los hombres en lo alto de la rampa habíanse detenido mirando hacia atrás por encima del hombro. Vieron al instante lo que había sucedido y empujaron apresuradamente la vagoneta dentro del barco y corrieron llamando a voces.

El capitán Oglethorp apareció repentinamente en la pasarela; bajó corriendo al embarcadero, y al llegar junto a Montrose, exclamó:

—¡Clair! ¿Estás herido?

—No, no, en absoluto, Edmund —dijo Montrose—. Fuimos atacados por aquel caballero —y señaló al militar caído con un avance del pie— y el señor Francis se ocupó de él heroicamente en seguida. Un disparo perfecto. Estábamos a punto de ser despojados de nuestros fondos. Lo que es peor, pretendían robarnos nuestros permisos de navegación. Las intuiciones del señor Francis eran más que certeras.

Joseph seguía empuñando su pistola. Se mantenía junto al gimiente y sangrante teniente en silenciosa amenaza. La luz oscilante de la linterna mostraba la blanca y sudorosa faz del militar, contorsionada por el dolor; la sangre manaba de su pierna herida. Sus anchos ojos azules viajaban rápidamente de rostro en rostro con terror. Esperaba una muerte instantánea, pero no hablaba.

El capitán Oglethorp acudió junto a Joseph. Su semblante no demostraba ni cólera ni maldad, sino simple interés. Le dijo a Joseph:

—Remátele. Por lo que he oído, no tenemos tiempo que perder.

Algunos tripulantes bajaron al embarcadero, pero se mantenían a cierta distancia, vigilantes y escuchando atentamente. Montrose meditaba mirando al gimiente militar. Dijo por fin:

—No. Hay algunas preguntas para las cuales necesito las respuestas. Además, matarle dejándole aquí, temo que sería algo dificultoso de explicar a nuestro regreso, y ahora es cierto que no tenemos tiempo que perder. Las patrullas pueden ya haber sido alertadas por los otros ladrones que acompañaban a este sujeto. Hazle llevar al barco, Edmund, y que restañen su sangre para que no se muera antes de habernos dado la información necesaria.

El militar yacía, todavía retorciéndose, pero en silencio ahora. El sudor brillaba en su cara. Crujían sus dientes. La muerte pasaba de largo, junto a él, temporalmente. Pero podía aún sentir su frialdad en sus carnes.

El capitán miró hacia donde se encontraban sus hombres, silbándoles y agitando un brazo, y acudieron al instante. Les dio órdenes. Bajaron la vista incrédulos hacia el oficial, pero no hicieron comentarios. Lo alzaron y súbitamente chilló de dolor, pero indiferentes se apresuraron transportándole al barco. Joseph seguía pistola en mano, y de vez en cuando atisbaba las puertas del embarcadero.

—Permíteme felicitarte, Francis —dijo Montrose—. Ni siquiera pude captar un solo movimiento en ti antes que disparases —y agregó con tenue sonrisa—: Doy por hecho que no disparaste a matar.

—Así es.

—¿Puedo preguntar la razón?

—No tengo objeción a matar, si es necesario. No lo creí necesario en el caso presente.

Pero Montrose, no le creyó del todo, y comentó:

—Un disparo muy notable. No lo hubiese yo realizado tan perfectamente, ni tampoco tú, Edmund. Fue admirable.

El capitán no estaba satisfecho.

—Pudimos matarle aquí, llevar su cuerpo a bordo y luego arrojarlo al mar. ¿Qué información puede esperarse de él?

—Me llamó por mi nombre —dijo Montrose—. Mencionó a Braithwaite y el registro de nuestras habitaciones en busca del dinero. Todo fue bien planeado por nuestro amigo. Iba a ser su último golpe, ya que le trasladaban de destino. Por añadidura, sospecho que no nos apreciaba, y conspiró traicionarnos además de robarnos. Sin duda esperaba que seríamos capturados por la patrulla o muertos por ellos, más allá del puerto.

El capitán asintió ceñudo.

—Esto pudo sucedernos, sin los permisos. Sin embargo, al ser capturados hubiéramos incriminado a Braithwaite en nuestras confesiones.

—Indudablemente ya pensó él en ello, y ésta es la razón por la que necesito interrogar a nuestro prisionero.

Joseph deliberaba. También él había sentido la presencia de la muerte. Dijo:

—No creo que ni aun si hubiéramos conservado los permisos podríamos haber zarpado. Este hombre intentaba matarnos tras robarnos, de modo que no pudiéramos implicar al coronel.

Montrose meditó un poco y luego inclinó la cabeza.

—Esto es probablemente cierto, Francis. Quería los permisos no tanto para que fuésemos capturados por la patrulla fuera del puerto sino simplemente para que no existieran pruebas contra nuestro gallardo coronel. Fue una suerte que el oficial no se hiciera acompañar por soldados entrenados sino por rufianes del hampa a quienes podía sobornar. Si él hubiese disparado contra uno de nosotros, los otros hubiesen tenido entonces el valor para acabar con el restante y contigo, Edmund, pero tu asombrosa acción, Francis, les sobresaltó y atemorizó imprimiéndoles pánico. Además, vieron caer a su cabecilla, y sin cabecilla tales animales carecen de ideas propias. Fue una suerte que el militar siendo joven no pudiera resistir la tentación de desperdiciar el tiempo demostrándonos lo listo que era. De otro modo, ahora estaríamos muertos.

Mientras tanto las restantes cajas y embalajes habían desaparecido con tremenda velocidad al interior del clíper. El embarcadero quedaba vacío, la luz era incierta, y por doquier había ecos sonoros. Los tres hombres caminaron rápidamente hacia el barco.

—Zarparemos de inmediato —dijo Edmund Oglethorp—. Sería un riesgo inútil aguardar hasta la medianoche. —Miró con amistosa curiosidad a Joseph, y con cierta admiración—: Me honro, señor, con tenerle a bordo de mi barco, porque por encima de todo me agradan los hombres valientes —y colocando brevemente su mano en el hombro de Joseph, añadió—: Le estoy agradecido por haberle salvado la vida al señor Montrose, aún más que si hubiera sido la mía.

Montrose sonrió afectuosamente al marino:

—El militar sabía que cuando disparase contra nosotros, atraería tu atención, si no estabas ya por el embarcadero, y esto hubiese supuesto también tu final, Edmund. De todos modos, era una acción audaz y temeraria la que pretendía llevar a cabo, aunque probablemente tenía la seguridad de una retirada a salvo. Sospecho que tuvo más valentía para esta actividad de la que tendría en el campo de batalla. Pero es que el dinero es un gran inspirador.

—A nuestro regreso, procuraremos encontrar al coronel —dijo el capitán mientras remontaban la húmeda y grasienta rampa hasta cubierta. Hablaba casi con indiferencia.

—No lo dudes —dijo Montrose. Joseph notó un escalofrío en la nuca, y Montrose agregó—: Los hombres de la calaña del coronel no se hallan con frecuencia en el campo de batalla. Son demasiado listos y mañosos. O sea que él no morirá en una batalla.

Rió el capitán Oglethorp, y en la semipenumbra vio Joseph el destello de los blancos dientes:

—Pero de todos modos, morirá.

El camarote de Joseph era pequeño y austero pero gratamente tibio. Una pulida tronera estaba sobre la estrecha litera con sus limpias mantas pardas y el cabezal de algodón rayado. Una linterna oscilaba suavemente del inmaculado techo barnizado, y había una silla y un cofre bajo. El frescor del aire marino y el aromático olor a encerados y jabón llenaban el camarote. Quitóse Joseph su levita colgándola del tabique y colocó algunas prendas en el cofre, y por vez primera, tembló.

Estaba disgustado consigo mismo. Había disparado contra un asesino que intentaba matarle. ¿Por qué, entonces, aquel temblor afeminado? Había dormido en las oficinas de Healey con una pistola al alcance, dos veces al mes, durante años, con la plena intención de herir o matar a cualquier ladrón intruso. Había practicado el tiro para matar. No obstante, en el momento decisivo su resolución de matar había flaqueado, limitándose a derribar al militar de un disparo. ¿Pensó que no era necesario matar? ¿O bien era un pusilánime? De niño había querido matar a los ingleses soñando en ello hasta de día. Había querido matar a quienes indirectamente asesinaron a su madre. ¿Qué le ocurría ahora? Si estuviera en un campo de batalla hubiera matado sin titubear. Le fue enseñado: «Nunca apuntes un arma a menos que estés resuelto a disparar, y nunca dispares a menos que estés resuelto a matar». Había fallado.

Pero, a pesar de su temblor y su disgusto contra sí mismo, estaba contento por no haber matado al militar. Este pensamiento acrecentó su irritación. Se frotó el rostro con las manos estremeciéndose como se estremeció en el embarcadero. «La próxima vez», pensó, «no vacilaré ni un minuto. Mis remilgos pudieron costarnos las vidas».

Sentóse al borde de la litera y caviló tristemente si había perdido estima con Montrose cometiendo el único error, que tendría que ser el último, pero que siempre sería recordado en su contra. Sin embargo, Montrose no pareció enojado. No obstante, seguía siendo un enigma para Joseph, un enigma más impenetrable que nunca.

Oyó recios aletazos a lo lejos encima suyo, y después un deslizar y un bamboleo y comprendió que el barco estaba abandonando el muelle. Arrodillándose en la litera miró a través del cristal. El barco estaba surcando con velocidad casi silenciosa las aguas negras, y los mástiles de los barcos anclados comenzaron a disminuir alejándose. Ahora el clíper crujía y cabeceaba un poco, y oíase el blando rechinar de maderos sometidos a esfuerzo, y un chapoteo a lo largo del escurridizo casco. Era un velero sólido, arrogante y veloz, y Joseph percibió que podía sentir su alma, intrépida y aplomada. Súbitamente recordó el «Reina de Irlanda» y le vino a la memoria que de niño se imaginó aquel barco como una anciana pero valiente, decidida y aunque mujer cansada, añorando la muerte o un puerto seguro. En cambio este velero despreciaba los puertos. Joseph sonrió renuente ante las fantasías de su imaginación aunque sabía que los marinos creían que sus amados barcos tenían una personalidad propia, distinta a la de los tripulantes, distinta de la de sus dueños.

Habían transcurrido largos años desde que viera por última vez la mar y estuvo en un barco, oliendo los aromas salobres, y del cáñamo y la brea y lonas y madera mojada. De repente se agudizó su memoria y por unos segundos sus evocaciones le abrumaron.

Tuvo necesidad, como quien se pellizca para saber que no sueña, de mirarse las manos lisas y cuidadosas, aunque tuviera en las palmas huellas de antiguas callosidades, y contempló su ropa de buen paño y sobria, y sus botas hechas a medida en lustroso cuero y su ancha corbata plastrón con el prendedor adornado por una discreta perla y su camisa de batista. Palpó su cabello, alisado y ya no revuelto en greñas. Levantándose, fue al cofre para contemplar sus pertenencias y la cartera de bolsillo que contenía una buena cantidad de dinero. Tanteó ante su enjuto estómago la delicada cadena de oro, y extrajo el reloj de repetición de oro aplicándolo a su oído y haciéndole campanillear sus frágiles notas mágicas. Eran tan sólo las once y media, pensó. Y en su mirada hubo una expresión decidida. Todavía no era rico. ¡Pero lo sería antes de un año! Crispó el puño. No más de un año.

Montrose sentábase ante el capitán Oglethorp en el cálido camarote del marino, y saboreaban un excelente coñac.

—Las noticias, Edmund —dijo Montrose—. Sé que debes ir a cubierta lo antes posible. Pero he de saber las noticias.

—Envié a un valiente de toda confianza allá cerca de Richmond —dijo el capitán, y sus labios sonrientes dilataron la sonrisa—. A nuestro hogar, Kentville.

Montrose le escrutó un instante.

—Este valiente de toda confianza fuiste tú, querido Edmund.

—Puesto a pensar en ello, pues sí —dijo Edmund con aire de honda sorpresa—. Después de todo, no quise poner en peligro a uno de mis hombres y quise evitarme informaciones confusas.

—Pudiste ser capturado y muerto, como espía o algo parecido.

—¿Yo? ¡Querido Clair! ¿Quién soy yo sino un humilde marino de retorno, un errante individuo inútil y perezoso que ha ido a la deriva? Un rústico marino que acaba de regresar recientemente de islas lejanas extranjeras y ha oído solamente rumores de esta guerra, y sólo quería ver de nuevo a sus familiares.

—Una historieta bastante creíble —dijo Montrose—. Y además siendo como eres un bribón de envergadura, probablemente podrías engañar al propio general Sherman. ¿Supongo que no tropezaste con excesivas dificultades, con patrullas o bandas de soldados de la Unión o los ocupantes militares?

—Una pizca nada más —dijo el capitán—. A veces la cosa estaba algo incierta y me tomó más tiempo de lo que esperaba. Pero he sido hombre de mar desde mis veinte años, como sabes, y la intemperie no me importuna. Dormir en casas incendiadas y establos abandonados, y también al raso, no es nada para un experto marino. No he olvidado cómo se monta un caballo, y había caballos acá y allá…

—Que robaste —puntualizó Montrose.

El capitán pareció ofendido.

—¿A quién pertenecen estos caballos? ¿A nosotros o a los condenados yanquis que realmente los robaron? ¡Que me condene Dios si no les odio!

—¿Tuviste que matar a muchos?

El capitán simuló estar avergonzado, pero sonrió al admitir:

—Unos cuantos. Pero ¿qué es un yanqui? Solamente lo hice cuando era necesario, y cuando necesitaba municiones o un caballo descansado. Tu padre me dijo muchas veces, cuando yo era tan sólo un chiquillo, que un caballero mata solamente cuando se ve obligado a hacerlo. También te dijo lo mismo a ti, y yo siento un gran respeto por tu padre, aun cuando tú nunca se lo demostraste. Después de todo era mi tío, y mi propio padre murió siendo yo pequeño, siendo él quien cuidó de mamá y de mí enviándome al colegio. Y si bien charlaba en exceso y demasiado devotamente todo el tiempo, tenía sus virtudes.

—Un verdadero caballero del Sur —dijo Montrose—. Eso decían.

El capitán pareció apenarse.

—Nunca has sentido el menor respeto por nadie, Clair. Ni siquiera por tu exquisita madre. Fuiste siempre un pícaro y tienes la audacia de llamarme bribón. Por lo menos yo honré a mis mayores y no me burlé de ellos en su cara, como hiciste tú. Y acudía a misa con ellos, en domingo, cosa que te negaste a hacer cuando eras un rapaz de cinco años. Hubo siempre en ti algo de endiablada travesura.

Asintió Montrose.

—Las diferenciaciones entre nosotros dos son nulas, Edmund. Tenemos la misma sangre de pirata, heredada a través de nuestras santísimas madres. ¡Y qué grandes damas eran! Solía yo preguntarme si mamá defecó alguna vez. Estoy seguro que papá creía que no. Pero vamos al grano, Edmund, las noticias, las noticias.

El capitán volvió a llenar su copa. El barco aumentaba la velocidad y la linterna del techo oscilaba. Dijo Edmund:

—Luana nunca recibió ninguna de tus cartas excepto las dos primeras.

—Papaíto las confiscó.

—No. Fue tu madre —aclaró Edmund—. Todo por el bien de Luana, ciertamente. Me aflige recordar que todavía amabas menos a tu madre que a tu padre, y eso que ella era una dama tan frágil y encantadora, que nunca alzaba la voz ni si quiera a un esclavo. Lamento confesarte que fue tu madre.

El felino semblante de Montrose adquirió cierta ansiedad al avanzarlo preguntando:

—¿Viste a Luana? ¡Pronto, dímelo!

El capitán lo miró fijo y dijo bruscamente:

—Los yanquis redujeron a cenizas la casa donde ambos nacimos, y donde nació tu padre. Incendiaron los campos y el algodón. Se llevaron el ganado. Lo que no pudieron llevarse, lo destruyeron. Todo. Jardines, gallineros, establos. Solamente quedó una chimenea en pie, Clair. Lo incendiaron todo menos las viviendas de los esclavos. Y ahora hasta los esclavos se han ido.

Fulgían las pupilas de Montrose como las de un enorme gato:

—¿Luana?

—Luana se quedó. Ocultó a tu madre en los bosques y cuando los yanquis se fueron, la trajo a los alojamientos de esclavos.

—¿Le hicieron algún daño a Luana?

—No. Es una moza magníficamente lista, Clair. Nunca la encontraron. Se ocultó con tu madre, durante toda una semana. Ella sabía lo que los yanquis hacían con las esclavas, y cómo les disparaban a los mozos negros y hasta a los negritos después de beberse el vino y el whisky de tu padre. Oí las mismas historias por toda Virginia. ¿Puedes imaginarte siquiera a un sudista disparando contra tipos indefensos, aunque fueran negros?

—Sí, claro que sí —dijo Montrose—. Aunque no tan fácilmente como un yanqui —y bebió un sorbo de coñac antes de reiterar—: ¿Luana? ¿La viste?

—Sí. Cuando llegué allá vociferé mientras buscaba en torno. Era como si llamase a los puercos. Puedo decir que me sentía una pizca acongojado. Y entonces salió Luana de los aposentos de esclavos, y al reconocerme acudió corriendo y gritando: «¡El amo Clair! ¡Cuéntame del amo Clair!». Estaba para que la amarrasen, casi fuera de quicio. Me agarró por los brazos, sacudiéndome y chillando tu nombre sin cesar. Empecé a preocuparme por sus bramidos, preguntándome si no seguirían rondando por ahí los yanquis, y si tú y yo no hubiésemos jugado con ella todos juntos cuando éramos críos, le hubiese atizado un bofetón: sólo uno para que se callase. Era indudablemente Luana, y no parece tener ni un día más de veinte años, y esto que ya pasó de los treinta.

Meneó la cabeza pensativo.

—Todavía es una real moza, con aquellos grandes ojazos grises, y una piel como la crema fresca y una boca como una rosa oscura, que así me la figuraba que era su boca, siendo yo mozalbete. Soñaba por las noches con ir a visitarla en su cama, pero tú llegaste primero, Clair, y ella solamente tenía trece años. Entonces tuve pesadillas soñando con asesinarte —y el capitán rió meneando nuevamente la cabeza—. El problema fue que tu padre estaba en contra de que los fulanos blancos se ocupasen en fruslerías con sus esclavas. Tenían esclavas, pero es justo reconocer que jamás usó ni abusó de ellas, ni a ellos los maltrató, respetándoles como a seres humanos, con aquellos derechos inalienables que estaba siempre citando de la Declaración de Independencia, aunque tal proclamación no significaba en modo alguno que creyese justo liberar los esclavos ni pensara que tenía nada que ver con los negros. Contradictorio. Poco juicioso. Recordarás cuando tu padre descubrió lo tuyo con Luana y se comportó como si Luana fuera su preciosa y única hija y tú un sucio estuprador que debería ser fustigado a zurriagazos y ahorcado. Era un poco simple tu padre. Luana era tan sólo una esclava y tú eras su único hijo. Casi le dio un ataque de apoplejía.

Montrose sonrió desagradablemente.

—Quizá recordó que Luana era su prima segunda, hija de su primo Will, que él sí que no tenía nada en contra de nadie que se acoplase con las «achocolatadas».

—Bueno, tu primo Will, no mío, era puramente una basura blanca, Clair. Un vicioso bastardo inútil. Nunca tuvo nada salvo una granjita gusarapienta, y ni un solo esclavo. No tenía derecho a acostarse con la «mammy» de Luana, que era propiedad de tu padre. Pero era un tío verdaderamente guapo tu primo Will, y Luana heredó sus ojos y nariz, y su «mammy» era también una linda moza, de color «canela subido» como las llaman. Luana podría pasar por blanca, en todas partes.

—Supongo que esto es un piropo —dijo Montrose.

—Admito que lo es, Clair, y no me hables a mí en jerga yanqui. Soy un caballero del Sur, señor —y el capitán rió—. Bueno, logré cerrarle la boca a Luana y así conseguí las noticias. Y ahora debes pensar bondadosamente sobre tu padre. Antes de que tu hijo naciese, tu padre liberó a Luana, de modo que su hijo nació libre, y no liberto. Y ahora espero que lo que voy a decirte te hará sentir aún más benevolencia hacia tu padre. Quiere mucho a su nieto. Lo colocó en su testamento, me contó Luana.

—Ni siquiera sé su nombre —dijo Montrose.

El capitán echó atrás la cabeza lanzando una carcajada que sonó como un relincho.

—¡Le dio a tu hijo su propio nombre, vive Dios! ¡Charles!

Montrose miró atónito con expresión incrédula al capitán que volvió a relinchar.

—Clair, mi buen amigo, el problema contigo es que eres un hombre muy complicado y así ¿cómo puede cualquiera tan estúpido como un hombre complicado entender a los de mente simple como tu padre? Crees que casi todo el mundo tiene pensamientos sutiles y complicados como tú mismo. Pero tu padre es tan simple como un manantial de montaña y nunca tuvo un solo pensamiento en la cabeza. De esto ya me di cuenta cuando tenía yo seis años. Pero, claro, yo no soy un hombre de intelecto como tú, Clair. Yo veía las cosas como eran, pero tú siempre andabas buscando matices significativos y encontrando solamente tu propia tanda de disparates y tonterías. Aunque no creías que era pura tontería. Pensabas que eras listo.

Montrose se pasó los dedos a través del espeso cabello. El capitán, sonriendo más ampliamente que nunca, dijo:

—Tu chico se parece a Luana, aunque es rubio como tú. Naturalmente, todo el mundo sabía que era tuyo, pero nadie se atrevió jamás a reírse ante tu padre, excepto tú. Ninguno de sus amigos se hubiera atrevido siquiera a sonreírse tras su espalda. Un caballero correcto y bravo, tu padre, y hubiese matado al burlón. Además, está orgulloso del chico. Más de lo que nunca estuvo orgulloso de ti. Charles era de su casta. Tiene el aspecto de un Deveraux, y Luana también tiene sangre Deveraux. Esta gente tiene más orgullo que el propio diablo.

Montrose permanecía en silencio. Sus distinguidas facciones no expresaban nada. El capitán volvió a llenar la copa de su primo, riendo como ante una gran broma que solamente él pudiera apreciar.

—Luana me contó lo de las dos cartas tuyas que recibió. Tú no sabías que ya había sido liberada. Le enviaste dinero. Ahora bien, ¿cómo demonios se te ocurrió creer que una moza preñada y canela, aunque parece blanca, de sólo trece o catorce años por entonces, pudiera fugarse del hogar, y siendo esclava, viajar norte arriba? Te lo repito, Clair, vosotros los intelectuales resultáis muchas veces plenamente débiles mentales. Cierto que por entonces solamente tenías diecinueve años escasos, pero aun así, debiste tener más sentido práctico.

—Le escribí a ella que nos podíamos casar en el norte —dijo Montrose.

—Pero Luana tenía más sentido común que tú, Clair —y al no replicar Montrose, prosiguió el capitán—: Si, Luana tiene sentido común. Tú eres un sudista nato. Ella sabía que esto lo recordarías algún día, así como que ella fue una esclava, con sangre negra. Recordarías que eres un Deveraux.

—Y Luana tiene sangre Deveraux.

El capitán sonrió triunfante:

—Ahora sí que indiscutiblemente has asomado la oreja tú mismo, Clair. Acostumbradas a reírte de los Deveraux, pero los llevas dentro de ti a pesar de todo. Luana sabía todo lo referente a ti. Y sigue sabiéndolo. Si no supiera lo que sé de ella hubiera jurado sin la menor duda que era una dama por cuna. Y hay otra cosa más. Siempre fue muy adicta a tu madre, especialmente después que nació el chico. Tú nunca apreciaste a tu madre. Era una dama de principios, como tu padre, y mejor aún que un Deveraux a pesar de su antepasado pirata. Crió a Luana como si fuera casi una pariente suya, aunque nunca le demostró sus verdaderos sentimientos. Sólo Luana los conocía.

El capitán miró pensativo a Montrose. También ojeó su reloj.

—Clair, voy a resumir brevemente. Tu madre murió en el aposento de esclavos, asistida por Luana que la cuidó como una hija amante, hace dos meses. Luana no se separó de ella ni un minuto. Y cuando tu madre estuvo muerta, Luana le excavó la tumba al extremo de lo que una vez fueron los jardines, y la envolvió en uno de sus propios chales, y la lloró como una hija.

Hizo una pausa, grave el semblante.

—Tía Elinor era una dama, una gran señora, igual que su hermana, mi madre, aun cuando no fuera ni pizca más lista que tu padre. Nunca pudiste perdonar a los tontos Clair, y sin embargo los tontos poseen a veces una gran dignidad.

—¿Qué pasa con Luana? ¿Cómo vive?

—Sigue viviendo en el alojamiento de esclavos. Le di dinero. Llevaba conmigo cuatrocientos dólares. Le dije que tú se los enviabas. Le dije que tú querías que ella viniese al norte, como fuese, para unirse contigo. Y ella me contestó: «Dígale al amo Clair que éste es mi país, y éste es mi pueblo, y que nunca los abandonaré. Pero le envío todo mi amor, y cuando esta guerra termine le imploro que vuelva al hogar y viva de nuevo en su propia tierra». Y está levantando de nuevo un jardín, y está muy agradecida por el dinero ya que así comprará una vaca o dos, y caballos. Me debes cuatrocientos condenados dólares yanquis.

Montrose se frotó la frente inclinada la cabeza, mirando el suelo.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó.

El capitán rió con fuerza.

—Tu padre, Clair, es un coronel en el ejército de la Confederación, y dónde diablos pueda estar ahora no lo sé. Pero se llevó con él a tu hijo como ayudante personal, y no cabe duda que nadie en el regimiento de este hombre sabe que el chico tiene la más mínima gota de sangre de negro. Luana le contó este problema, pero me dijeron que él le respondió, a su propia madre, que esto carecía de importancia y que Dios no miraba el color de un hombre sino solamente el de su alma. Luana es lista y sabe lo que es la vida, y calculo que ella piensa que tu chico es tan tonto como su abuelo, y no tiene mucho más sentido común —y levantándose añadió—: Esta Luana es una dama, una dama orgullosa, y tiene un gran espíritu valeroso, y te espera, lo cual no creo que sea muy inteligente por su parte.

Colocó una mano en el hombro de Montrose sacudiéndolo como dándole ánimos.

—Esta maldita guerra no durará siempre, Clair. Vuelve a tu propia tierra y a tu propio pueblo. Vuelve junto a Luana.

—Nunca podría casarme con ella en Virginia —dijo Montrose como hablando consigo mismo.

—¡Por el infierno!, ¿qué importa casarse o no? La moza te está esperando. Si yo tuviera una moza como ella esperándome, que me condene si no iría a por ella aunque fuera a través de todo el maldito ejército de la Unión. Creo que ya te lo dije: Luana también es orgullosa. Después de todo es una Deveraux aunque sea por el lado clandestino de las sábanas.

Asestó un empujón al hombro de Montrose.

—Bueno, ¿qué hacemos con el bastardo en el calabozo?

Montrose se levantó. Parecía ausente y algo embotado. Tras unos instantes, dijo:

—Voy a hablar con él ahora mismo. Y quiero que el joven Francis esté conmigo. Ya ha recibido el bautismo de sangre, como solía decir mi padre, después de pasarme por la cara una cola sangrienta de zorro. Quiero que él oiga lo que se hablará.

Miró fijamente a su primo:

—Gracias, Edmund. Esto es cuanto puedo decirte. Gracias —y tendiendo la diestra, sonrió—: Eres solamente un Oglethorp, pero he de reconocer que te admiro.

—Vete al infierno —dijo el capitán y emitió su peculiar risotada.