Abandonaron el hotel tras cenar, vestidos ahora discretamente de oscuro, y llevando con ellos carteras portafolios de cuero. Joseph, al igual que Montrose, ceñía una cartuchera bajo su larga levita negra y en un bolsillo llevaba la pistola complementaria. El cochero les esperaba, tan mudo como antes, y entraron en silencio en el carruaje.
Joseph sabía que Healey era dueño del velero «Isabel» y de su tripulación, aumentada por aquellos que el coronel Braithwaite había enviado para el trabajo nocturno. Reclinado en los cojines del carruaje, miró indiferentemente a través de los pulidos cristales, el alegre ambiente de la Quinta Avenida bajo la luz amarilla de las farolas de gas. Las calles rebosaban de vehículos de toda clase, y cada intersección parecía bloqueada por carruajes pugnando por unirse a la corriente principal de la Quinta Avenida. Fulgían los arneses bajo las farolas callejeras y los laqueados vehículos, negro, rojo oscuro, azul brillante, verde, ostentaban escenas llamativamente pintadas en sus costados; y cada ventanilla dejaba ver una cabeza sonriente, una mano enguantada ondeando en saludos, el movimiento de un abanico, el colorido de una capa, una esclavina o un precioso vestido.
Joseph vio algo más aparte de todo aquel jubiloso y rápido movimiento. Vio a los chiquillos harapientos, muchos de ellos menores de cinco años, silenciosos en los umbrales ofreciendo ramilletes de flores o cestillos con dulces y otros artículos baratos; sosteniendo tímidamente cajas de limpiabotas; y hasta tendiendo platillos de mendigo. Muchos de ellos estaban marcados por la viruela, y Joseph observó sus rostros macilentos de criaturas hambrientas indefensas y huesudas, y sus ojos febriles y suplicantes. Entre ellos sentábanse viejas mujeres con chales desgarrados, compitiendo humildemente con los niños por el penique que ocasionalmente se les arrojaba. La policía rondaba por doquier. Si un mendicante se hacía demasiado importuno era tocado secamente por una porra que le ordenaba apartarse y conservar la debida distancia. Contra el negro cielo se elevaban las altas espirales de las iglesias, los edificios más elevados de la ciudad.
El tráfico se detuvo temporalmente al aparecer un grupo de hombres jóvenes y viejos, decentemente vestidos, pobres pero limpios, procedentes de una calle lateral portando cartelones; Joseph pudo leerlos:
¡LINCOLN, EL DICTADOR! ¡ABAJO LA GUERRA! ¡ABAJO EL RECLUTAMIENTO! ¡LIBERTAD DE EXPRESIÓN! ¡TERMINE LA MATANZA! ¡REGRESEN NUESTROS MUCHACHOS AL HOGAR! ¡LIBERTAD POR LOS DERECHOS DEL HOMBRE!
La policía fue a agruparse en las esquinas vigilando sombríamente la silenciosa manifestación, dispuestos a sofocar el incipiente tumulto. Pero los manifestantes movíanse en tranquilo apiñamiento, mirando rectamente ante ellos, impasibles y graves los rostros barbudos. Forzaban su camino a través de masas de caballos, carruajes y peatones. Su solemne marcha fue agredida por silbidos de escarnio y gritos de: «¡Cobardes! ¡Traidores!». Algunos cocheros alzaron sus látigos restallándolos contra los que desfilaban. Otros les escupían a los rostros o azuzaban sus caballos contra ellos. Pero la columna seguía avanzando pacífica y firmemente, a través de la Quinta Avenida hasta que desaparecieron en otra calle lateral.
—Probablemente son cuáqueros —dijo Montrose—. O quizá simplemente padres, hijos y maridos. ¿Cómo se atreven a entremeterse con una guerra tan encantadora? Habráse visto insolencia…
Banderas y colgaduras pendían de cada ventana y en casi todos los umbrales. En alguna parte un grupo errante de elegantes jóvenes comenzó a cantar:
«Cuando Johnny regresa de nuevo marchando hacia su hogar, ¡viva, viva!».
—Eso es —dijo Montrose.
Los jóvenes, algo achispados, riendo ruidosamente, brincaban a retaguardia de los silenciosos manifestantes, mofándose de ellos, hostigándoles con bastones, haciéndoles grotescas muecas, remedándoles burlonamente. Los ocupantes de los carruajes reían, asintiendo, agitando las manos. Pero los que marchaban seguían mirando recto ante ellos como si estuvieran solos en las calles.
—Todo inútil —dijo Montrose, divertido. El carruaje avanzó, bregando en busca de espacio entre el tráfico.
Montrose cerró la ventanilla para silenciar el ruido que se acrecentaba al ir avanzando la noche. Miró de soslayo a Joseph, preguntándose cuáles serían los pensamientos del joven cuyo semblante estaba oculto por la sombra de su solemne sombrero de copa, sentado absolutamente inmóvil. Ocasionalmente algo de luz callejera caía sobre sus manos enguantadas; no se movían. Se crispaban muertas como piedra en el puño de su bastón de Malaca. Sus piernas delgadas se adivinaban rígidas en sus negros pantalones. Joseph estaba pensando: «No tiene nada que ver conmigo. Todo esto me es completamente ajeno».
Joseph había leído descripciones de salas de música pero nunca había visto tal grandiosidad barroca, tal exuberancia de terciopelos y cristal, tanto dorado en palcos torneados ni tanto sedoso movimiento brillante como veía en la Academia de Música aquella noche. La sala zumbaba de risas, voces y gentío avanzando por los estrechos corredores; sonriendo las mujeres cuando reconocían amistades en las butacas de platea; los hombres saludando ceremoniosamente. Todo el mundo alzaba la vista hacia los colmados palcos rebosantes de mujeres vestidas de muy diversas tonalidades Worth, plumas, abanicos, flores y constante vivacidad. Abajo, en el foso de la orquesta oíase tenuemente el tanteo de arpegios de arpa, el pellizco en prueba de cuerdas de violín, la sonoridad del violoncelo, el rumor de un tambor. Toda la sala bullía de alegre animación. Crujían los programas; los anteojos centelleaban a la luz de los inmensos candelabros de cristal; llameaban las joyas, y las diademas eran arcos de fuego en las lindas cabezas; blancos hombros desnudos quedaban iluminados como carnosas orquídeas. La calurosa sala palpitaba con el efluvio de perfumes, polvos y luz de gas. Todo el mundo parecía excitado, ruidosamente eufórico, bullicioso.
Montrose y Joseph fueron conducidos por un acomodador enguantado que extendía el programa, hasta una fila de butacas de felpa púrpura a medio camino del pasillo hacia la orquesta. Franquearon con suma delicadeza los aparatosos miriñaques de las señoras sentadas, mientras los caballeros levantándose saludaban cortésmente y a trechos era murmurado un comentario: «Señor Montrose, caballero. Feliz por saludarle de nuevo. Deliciosa noche, ¿verdad? No, por favor, no se disculpe. Soy yo el que se excusa, señor». Miraban con curiosidad a Joseph, pero como Montrose no lo presentaba ni tampoco parecía conocerle se limitaban a saludarle muy brevemente.
Joseph leyó el programa. Contempló el vasto escenario con sus arqueadas cortinas de terciopelo púrpura ribeteadas de oro. Estaba vacío, escasamente iluminado. Dos grandes pianos se recortaban, aguardando. Las candilejas fluctuaban como resuellos luminosos. Miró su reloj. Eran las siete. El «Isabel» zarpaba a la medianoche. La bulla en torno a él fue apagándose en sus sentidos. Comenzó a meditar, ceñudo. Sus presagios eran más fuertes que nunca. Pensó en su familia. Luego para evadirse de sus pensamientos miró hacia un palco justo encima suyo.
La joven que había visto a través de la ventanilla de un tren, sentábase allí, pálida y tensa en un vestido de seda lila con un ancho canesú[13] de cremoso encaje ocultando apenas su seno. Su cabello cobrizo, sin joyas ni aderezo de plumas o flores, colgaba a su espalda. En su precioso semblante se dibujaba una expresión amable y de agrado, ya que estaba rodeada por hombres y mujeres evidentemente de su amistad, pero sus ojos hundíanse en oscuras cuencas y su boca encantadora estaba pálida y algo trémula. Tocaba a menudo sus labios y cejas con un pañuelo de encaje, y su expresión, cuando no era observada, resultaba remota y trágica, y sus ojos se extraviaban en una especie de contenida desesperación. No llevaba más joya que el anillo de diamantes y esmeraldas que vio antes en su mano.
Una intensa conmoción recorrió a Joseph. La miraba fijamente. Sintiendo quizás el enfoque de sus ojos, bajó ella la vista hacia él pero sus ojos estaban velados por la tristeza y evidentemente no le veía en realidad. Alguien en el palco le habló. Joseph podía ver la suave blancura de su alzado mentón, la nacarada perfección de su faz sin color, la sombra como estrellada de sus pestañas en las mejillas, la tierna concavidad entre sus pechos juveniles. Hablaba ella blanda y cortésmente pero su fatiga era evidente. Súbitamente sus ojos se cerraron. Se reclinó en la silla y aparentemente sumióse en letargo, separados infantilmente los labios, la seda lila encogiéndose y brillando sobre su figura desmadejada.
Entonces la reconoció Joseph. Había visto antes de ahora aquella pálida melancolía, y recordó: era la esposa del rubicundo senador Tom Hennessey.
Un joven en el palco emergió de la penumbra posterior y recubrió cuidadosamente con una capa plateada a la joven. Algunas de las damas se inclinaron un poco, y otros guiñando los ojos, susurraron tras sus abanicos. Los otros caballeros se inclinaron también hablando en tonos preocupados. La joven dormía exhausta, echada atrás la cabeza contra el terciopelo púrpura de la mullida silla, alzado patéticamente el mentón.
Montrose sentado junto a Joseph no delataba conocerla. Sin embargo, sus sentidos agudizados le avisaron cierta conturbación y de reojo miró al joven. Joseph parecía hallarse en un estado de petrificada conmoción. Luego vio que Joseph estaba mirando fijamente a la joven durmiente del palco, y quedó intrigado. Indudablemente un lindo ejemplar, y señorial, pero estaba evidentemente amodorrada por un exceso de vino y exquisita comida, y probablemente había bailado hasta una hora demasiado avanzada de la mañana. Montrose no tenía nada en contra de las mujeres frívolas, pero le sorprendió que Joseph la mirase tan fijamente. Le había supuesto más exigente.
«Parece agonizar», pensó Joseph, «y las mujeres en torno a ella ríen entre dientes como sabedoras de algo en particular. ¿Dónde está su abominable marido? ¿Por qué no me es posible acudir junto a ella, llevármela de este sitio y dejarla dormir en paz? En algún lugar tranquilo donde pudiera sentarme a su lado y contemplarla. Lejos de la sangre, la muerte y las heridas». «Parece estar embrujado», pensaba Montrose. «Ella debe tener por lo menos tres años más que él. ¿La conoce? Imposible». Ella le parecía familiar a Montrose. La había visto antes, a distancia. La recordó de pronto: la esposa de Tom Hennessey, y Montrose reprimió el deseo de reír.
Los candelabros empezaron a apagarse lenta pero indefectiblemente, y entre veras y risas el murmullo de las voces se elevó. El escenario se iluminó. Joseph lo contemplaba crispadas las manos en los brazos de su butaca. Se decía que era un necio, un enfermizo imbécil, ya que había perdido el dominio de sí mismo en un solo momento devastador, y asimiló con un terror íntimo considerable que no era tan invulnerable como había creído y que él también podía ser débil.
Dos jóvenes elegantemente vestidos aparecieron silenciosamente por los lados del escenario. Podían haber sido gemelos, con sus flacos rostros blancos, sus anchos ojos negros, tensas bocas y largas melenas peinadas hacia atrás. Se detuvieron en mitad del escenario efectuando una reverencia hacia el público que comenzaba a inquietarse, y hubo un condescendiente repicar de aplausos mientras las damas entrechocaban graciosamente sus manos enguantadas. Ahora la sala se encontraba sumida en una oscuridad casi completa y el escenario rebosaba luz. Los dos jóvenes pianistas ocuparon sus respectivas banquetas mirándose por encima del piano el uno al otro, alzaron sus manos y bajaron sus largos dedos sobre las teclas.
Polonesa (Militar) decía el programa. Joseph ignoraba lo que iba a experimentar porque nunca había oído buena música, y por intensa que fuera su imaginación no estaba todavía preparado para la tremenda emoción que le asaltó cuando las viriles y conmovedoras notas brotaron de los instrumentos. Había un susurro de otros instrumentos pero los pianos los dominaban como el sol domina toda luz que él mismo no ha creado. Por la breve acotación del programa comprendió Joseph que la música era la expresión espiritual de una nación oprimida que nunca podría ser conquistada, que cantaba desde el corazón y el indomable poder del alma humana, valerosa, invencible hasta en la muerte. Era una sublime victoria sobre el mundo, y todas sus mezquinas y sórdidas penas y sus pequeñas pasiones, y sus casas-prisión y sus desesperanzas.
«Eso es, eso es», pensaba Joseph, conmovido casi al límite de su resistencia, y de nuevo le atemorizó que pudiera conmoverse involucrándose en algo que no era de su inmediata incumbencia.
Entonces sintió una exaltación desacostumbrada, ya que le pareció que si una nación pequeña podía todavía hallar una voz con la que expresar su gallardía y su fe inextinguible ante el poder, entonces él, Joseph Francis Xavier Armagh, no estaría amenazado mientras no se rindiese. Al igual que Polonia, él también podía enfrentarse a Dios y clamar desafiante.
Olvidó ahora la muchacha durmiente y quedó alejado en el gran oleaje, en la marea ascendente del sonido, inmerso como un indefenso nadador en ondulaciones y súbitas crestas de luz. Oía el trueno, luego la grave voz de la reverencia, después la dulzura y ternura, y en conjunto algo que le inundaba como una nostalgia inconmensurable, olvidada pero ahora despertándose. No oyó los brotes de aplausos entre las selecciones; únicamente esperaba que volviera a subsistir el sonido y se cerniese de nuevo la música, dándose vértigo, drogándole de emoción, en un torbellino de sensaciones. Nunca había oído hasta entonces un Nocturno, pero ahora veía la luz de la luna en la negra seda de agua mansa, y estrellas dejando una estela radiante tras su paso. Para él aquello no era música. Era una suprema beatitud contra la cual pugnaba en negativa, porque la temía, pero su belleza le apresaba aun cuando la combatiese. Ahora los pianos emprendían el Largo, op. 28, n.º 20, y la solemne majestuosidad fue casi más de lo que podía resistir.
Llegó el entreacto. Montrose le rozó el codo al comenzar los candelabros de gas a envolver al auditorio con su iluminación. Montrose se puso en pie y prodigó excusas mientras se abría paso ágilmente hasta el pasillo remontándolo con expresión soñadora, extrayendo a la vez un cigarro filipino. Joseph aguardó unos instantes hasta que otros en la fila también se levantaron desplazándose lateralmente hasta el pasillo y les siguió en el renovado bullicio de risas, saludos y alegre parloteo. Algunas jóvenes le miraron con esbozo de sonrisa, como si esperasen ser reconocidas, pues les atraían su altura y distinción, pero él tan sólo saludaba levemente tal como viera hacer a Montrose y recorrió el pasillo caminando sin prisa. Pero todo le parecía irreal, alterado, desplazado y sin realidad, y de nuevo sintióse atemorizado.
El cochero y el carruaje esperaban al exterior mientras el auditorio se diseminaba en giratorios arcoiris de color por las empedradas galerías en busca de un soplo refrescante de aire. Por ninguna parte veíase a Montrose. Joseph se dirigió directamente hacia el carruaje, y el cochero cerró la puerta tras él. Como suponía, Montrose ya estaba en el interior.
Dijo Montrose:
—Prefiero solamente el piano, sin los embellecimientos que hemos oído esta noche de los otros instrumentos, y que elaboran una vistosidad algo enfática. De todos modos, los pianistas demostraron gran calidad y no estaban amanerados por recitales, como temía. Chopin posee el suficiente poder intrínseco para dominar hasta los adornos y aniquilarlos.
—Nunca pensé fuera posible tanta elocuencia —dijo Joseph.
Montrose asintió, no condescendiente, sino con afable comprensión, y dijo:
—Creo que te gustaría Beethoven, o, quizá aún más Wagner, si te juzgo acertadamente.
Las calles ya no estaban tan pobladas. El carruaje comenzó a abrirse paso con su repicar de cascos y chasquido de ruedas por calles más estrechas y más oscuras; las casas fueron siendo más pequeñas y ruinosas con minúsculos resplandores amarillentos en las ventanas; y dominaba un olor fétido, una silenciosa quietud y cada vez menos gente. Hasta que toda circulación cesó; los edificios eran manchas oscuras; la luz de las farolas se hizo más tenue y llegó un olor que obsesionó a Joseph pero que no pudo identificar de inmediato: finalmente supo que era el olor del mar. Y vio claramente una mañana de invierno tormentosa con nieve, viento, muelles negros y aguas aceitosas; y sintió de nuevo el casi olvidado pavor, la desesperación y el amargo desconsuelo.
Por fin alcanzó a oír Joseph el propio océano y pudo ver la distante oscilación de linternas moviéndose incesantemente, y largas calles desiertas y sombríos almacenes a su alrededor. Las ruedas y los cascos producían ruidosos ecos en aquel desolado silencio. Montrose hurgó bajo su levita desabrochando la cartuchera, y al verle, Joseph hizo lo mismo. Notó la súbita tensión de sus músculos abdominales, el repentino erizamiento del vello en su nuca, el súbito sudor frío y ligero, y su respiración se aceleró. Le mortificó comprobar que Montrose no se había alterado en absoluto y que seguía totalmente calmoso, fumando plácidamente. «Puedo morir dentro de unos instantes», pensó Joseph, «y también él, pero parece tenerle sin cuidado. Y disfruta cada minuto que vive».
Finalmente, al término de la calle pudo ver Joseph el negro rielar del agua y un bosque de mástiles y embarcaderos; muelles debidamente iluminados, y alcanzó a percibir el olor de la brea, el cáñamo, la lona mojada, la madera empapada y la pestilencia de las cloacas de la ciudad vaciándose en el mar. Y después, con una ráfaga de viento, extraños olores exóticos, como especias, pimienta y canela. Vio patrullando con linternas las corpulentas figuras de guardianes, hombres violentos, moviéndose por doquier, bien armados. Al trepidar el carruaje en su carrera varios guardianes se aproximaron alzando sus linternas, amenazadores, pero cuando Montrose asomó el busto para que pudieran verle, ellos tocaban sus gorras y se retiraban. Los adoquines relucían como si los hubiesen bañado en maloliente grasa, y las ruedas del carruaje patinaban a instantes. Una fría e insoportable humedad goteaba por todas partes.
El carruaje penetró en los muelles, pasando junto a grandes y pequeños barcos, algunos todavía con sus velas izadas, oyéndose el chapoteo de las embarcaciones que se bamboleaban, mientras débiles luces se reflejaban en los puentes mojados. Más allá del puerto, en mar abierta, vio Joseph moverse luces y borrosas formas de grandes naves.
—Patrullas federales —dijo Montrose, como un insignificante comentario.
A instantes un barco vomitaba humo negro y olor de carbón quemando por el aire, y a intervalos se alejaban embarcaciones de los muelles en un silencio siniestro. Había un aire de abandono y deserción en todo. Sin embargo Joseph se dio cuenta, pese a la quietud, de que allí había una intensa actividad y tráfico, tanto de guerra como de paz.
Se detuvo el carruaje. Joseph vio la proa de un gran velero clíper y a la luz de la linterna que pugnaba contra la oscuridad de cubierta leyó el nombre «Isabel». Las velas estaban ya izadas. Joseph adivinaba más que ver, la actividad de los muchos hombres a bordo, ya que las figuras podían apenas discernirse. Estaban cargando enormes cajas de cartón y de madera desde aquel embarcadero techado y más grande que los otros por los cuales acababan de pasar. El chirriar y crujir de vehículos con ruedas de hierro pareció súbitamente muy cercano en el gran almacén del embarcadero.
Las puertas abiertas del almacén eran inmensas y capaces para admitir dos grandes troncos de caballos y sus carromatos juntos. Podían verse vagonetas y grandes carretillas en su interior, siendo cargadas con el material que había de ser embarcado. Montrose asintió con satisfacción:
—Han trabajado rápidamente. Otra media hora más y estaremos ya listos.
Estaba a punto de salir del carruaje cuando vio avanzar por el embarcadero una patrulla militar. Un joven oficial acudió junto al carruaje y saludó. Montrose le sonrió jovialmente, y abriendo la ventanilla le mostró la copia del permiso que le había entregado el coronel Braithwaite, cuyo original se hallaba en poder del capitán del velero.
—Vamos a viajar en el clíper hasta Boston —dijo—. ¿Está buena la noche para navegar, capitán?
El capitán era obviamente un teniente y saludó de nuevo.
—Una noche excelente, señor. ¿Usted y este caballero son los únicos pasajeros?
—Así es. Nuestro primer viaje a Boston. Me temo que nos resultará molesto. Pero como representantes de Barbour y Bouchard, debemos cumplir con nuestro deber de ayuda a la guerra, ¿no es así?
El joven oficial saludó otra vez, y se alejó con su pelotón. Montrose y Joseph abandonaron el vehículo y ahora pudo oír Joseph plenamente el retumbar y ecos de la actividad en el muelle, el traqueteo y los chirridos de ruedas sobrecargadas y las figuras de los estibadores trabajando rápidamente. El interior del almacén estaba ahora casi vacío con excepción de unos cuantos embalajes de tablas de por lo menos dos metros y medio de alto y aproximadamente del mismo ancho. Una ancha rampa en pasarela conducía a los puentes inferiores del clíper, que bailaba en suave mecimiento sobre el agua. El embarcadero estaba iluminado por muchas linternas colgando del alto techo o colocadas sobre cajas. Nadie pareció observar la presencia de los dos hombres que atravesaban el umbral. Percibió Joseph un frío agudo y la intensificación de muchos olores, en su mayoría desagradables. Revoloteaban banderines en los mástiles del «Isabel». El chapoteo del agua se hacía audible por encima del ruido de la actividad en el embarcadero y puentes.
Repentinamente se acercó a ellos un joven, alto, y el primer pensamiento de Joseph —por sus lecturas de relatos de mar— fue que ahí estaba un verdadero pirata tradicional, bandido y aventurero. No debía tener más de treinta y cinco años, enjuto y flexible y caminaba con la misma gracia felina que era también peculiar en Montrose. Era evidentemente el capitán dado su uniforme y gorra; tenía un estrecho rostro moreno, tan moreno que a primera vista pensó Joseph que era negro o indio; sus negros ojos relucían como los de un animal de presa, y la recia nariz destacaba sobre una boca de labios muy finos. Su aspecto era temerario pero controlado y contempló a Montrose con sonriente afecto quitándose la gorra. Su negro cabello era espeso y rizado. Extendió una flaca mano morena sacudiendo calurosamente la diestra de Montrose. Para después colocar su mano sobre el hombro de Montrose en ademán de aparente cordialidad. Pese a su algo pintoresco uniforme y a su aspecto de reciedumbre evidenciaba poseer cierta desenvoltura en sus modales y en su diálogo mesurado.
—¡Tengo noticias para ti! —exclamó. Y al ver a Joseph, añadió—; Señor Montrose. Grandes noticias.
—Excelente, Edmund —y volviéndose a Joseph añadió Montrose—: Edmund, éste es mi nuevo socio, Joseph Francis. Señor Francis, capitán Oglethorp.
Joseph había detectado en la lenta parla del capitán las mismas entonaciones cantantes que había oído en ocasiones en la voz de Montrose. El capitán saludó ceremoniosamente.
—Me alegra tenerle a bordo, señor Francis.
Tendió la diestra a Joseph, y sus ojos recorrieron vivazmente el rostro y cuerpo de su interlocutor con el fulgor de un cuchillo relampagueante. Captó Joseph que tenía enfrente a un hombre por lo menos tan peligroso como Montrose y tan implacable si no más, y adivinó que matar carecía de importancia para él. Tras su apariencia socarronamente siniestra y servil, Joseph comprendió que su primera impresión fue certera. El capitán Oglethorp era un individuo sin escrúpulos, un pirata sin misericordia cuando era necesario, e inconsciente al miedo. No llevaba armas, como si le bastase su propia potencia. Joseph notó que sus ojos eran movedizos, burlones, agudos y penetrantes, y que nada le pasaba inadvertido. Después de su breve pero sagaz escrutinio de Joseph, se volvió hacia Montrose, diciendo:
—Despedí a los hombres de suplemento hace quince minutos. Eran buenos trabajadores. Los que quedan son nuestra tripulación normal. Zarparemos a la hora justa, sin demora.
Contemplaba con sonriente satisfacción —parecía que siempre estaba sonriente— a los escurridizos tripulantes. Sus anchos dientes blancos relucían en su oscura faz.
—¿Ninguna dificultad, Edmund? —preguntó Montrose.
—Ninguna. —Joseph notó que no se dirigía a Montrose con el habitual «señor». Le hablaba como a un igual—. El permiso de libre salida de nuestro amigo llegó aquí prontamente hace cuatro horas.
Montrose ladeó la cabeza. Destacaba en el sucio embarcadero, fuera de lugar en su elegante postura.
—Edmund, el señor Francis ha manifestado algunas sospechas sobre nuestro amigo a quien no conocía hasta hoy.
—¿Ah, sí? —y el capitán de nuevo escrutó a Joseph—. ¿Puedo preguntarle por qué, señor?
—No lo sé. Había algo en él que despertó mi recelo. Pude equivocarme.
El capitán meditó, aceptando uno de los cigarros de Montrose y encendiéndolo con un fósforo, pensativo el audaz semblante. Dijo:
—Creo en las primeras impresiones. Son verdaderas habitualmente. De todos modos, tenemos los permisos. Hubo una sola inspección, de la caja número treinta y uno. Requirió herramientas especiales para ser abierta. Invité al inspector militar para que abriese otras, pero declinó la oferta. Entonces pasamos a bordo para tomar un tónico refrescante.
Volvióse de nuevo hacia Joseph:
—¿Hubo algo en especial, señor, que le alertó con respecto a nuestro amigo?
—Su falta de cortesía hacia mí, un forastero desconocido, un empleado del señor Healey.
El capitán alzó sus espesas cejas negras y miró a Montrose que asintió en silencio.
—Nunca descarto las intuiciones de un hombre —dijo el capitán, mirando las restantes cajas—. Puede que sea preferible partir de inmediato antes de la medianoche.
—¿Es posible hacerlo?
—Trataré. Regresaré a bordo a vigilar la carga. Mis hombres están trabajando muy aprisa pero quizá pueda inducirles a trabajar aún más velozmente. ¿Usted y el señor Francis desean ir ahora a sus aposentos, señor Montrose? Son cómodos, como ya sabe.
—Si sube de nuevo a bordo, Edmund, el señor Francis y yo permaneceremos aquí hasta que sea cargado el último embalaje. Además me gustaría que el señor Francis se familiarice con nuestras… operaciones.
El capitán sonrió, como siempre, saludó y alejóse con su desenvuelta y deslizante rapidez hasta el extremo del embarcadero pasando a la rampa y subiendo a cubierta. Joseph, peculiarmente sensible al frío desde su infancia, se estremeció, debido a que el viento acudiendo del mar estaba haciéndose más mordiente en aquella noche de principios de primavera. Montrose fumaba tranquilamente observando a los cargadores. Contempló con interés el monolítico volumen de las cajas restantes.
—Cañones —dijo—. Éste es un nuevo invento de Barbour y Bouchard, en alto grado superior al cañón tradicional. Se dice que matan a veinte hombres en vez de los cinco del cañón corriente, y pueden perforar un muro de ladrillos de un metro de espesor tan fácilmente como un cuchillo atraviesa la mantequilla. Y lo que es más, el proyectil se desmenuza lindamente y cada fragmento es tan mortífero como una bayoneta, tan agudo como una navaja. Creo que les robaron la patente a sus colegas británicos.
—¿Recibe la Unión los mismos cañones? —preguntó Joseph.
—Indudablemente, mi estimado Francis. Ésta es una pregunta muy cándida. Los fabricantes de armas son hombres de máxima imparcialidad, los más neutrales, los más desprovistos de discriminación. Su tarea consiste en obtener provechosos lucros, y ya has debido aprender que el lucro fue lo que hizo posible la civilización. Sin olvidarnos de las artes y las ciencias, y los políticos.
Le sonrió ambiguamente a Joseph.
—Estoy seguro que has leído algo acerca de este loco alemán, Karl Marx, un burgués y un idealista, la burguesía puede permitirse tener idealistas al no tener que sudar para vivir, ya que viven del lucro. Karl Marx es contrario a los beneficios del lucro, excepto para una élite escogida por él mismo. En cuanto a los demás, está violentamente en contra de los beneficios, alegando que son la fuente de la explotación y de toda miseria humana. Creo que también está en contra de la revolución industrial que libera al hombre de la servidumbre de los poderosos propietarios rurales y de la arrogante aristocracia. Pero los teóricos como Karl Marx sienten un tremendo respeto por la aristocracia y la riqueza heredada. Están solamente en contra de la nueva riqueza dimanante[14] de la industria. En el fondo de sus corazones temen y desprecian a la clase obrera, por más que la ensalcen tal como hace Karl Marx. La clase obrera supone una amenaza para hombres como Karl Marx y cuando uno es amenazado busca el medio de llegar a acuerdos con los amenazadores. Es muy interesante. Sea como fuere, Karl Marx quisiera prohibir toda clase de beneficios y ganancias. Todo pertenecería al proletariado, dice él. Pero en el fondo quiere decir el Estado, del cual él y los de su clase serían los dueños. ¡Vaya tiranía la resultante! ¡Él y la aristocracia, juntos!
Encogió los hombros antes de proseguir:
—Pero, divago. Anula las ganancias y anularás el incentivo, y regresaremos a la barbarie. Es congénito con la naturaleza humana trabajar por recompensas. Hasta los animales lo hacen así. Los hombres no son ángeles. Y a menos que sean santos o dementes, no trabajarán más que en beneficio propio y esto es sensato. Sin recompensa el trabajo en el mundo se acabaría. Es así de sencillo. Estaríamos individualmente escarbando en busca de raíces y trufas y cazando carne cruda, como ya hicimos en épocas remotas. Si yo fuese un legislador insistiría en que todo idealista, todo orgulloso burgués, trabajase con sus manos para un salario ínfimo en campos, minas y fábricas, antes de permitirle escribir una sola palabra o pronunciar una sola vez «en beneficio de la humanidad».
Joseph escuchaba atentamente, sin por ello dejar de ver la actividad en torno y en el almacén vaciándose. Mucho de lo que acababa de oír le parecía eminentemente lógico, y no podía negar aquellas verdades. Pero dijo:
—Sin embargo, hay injusticias y desigualdades inicuas.
Montrose sacudió la cabeza indulgentemente.
—Oye, Francis, nunca conocí a un hombre superior, un hombre inteligente que quisiera trabajar solamente por un mendrugo, y digo esto a pesar de las historietas de artistas en buhardillas y genios hambrientos. Mientras se complacen en su propio arte seguramente sería sensato en ellos trabajar también para vivir, por lo menos para ganarse el diario sustento.
Joseph pensó en su padre que se negó a trabajar como técnico en molinos en Inglaterra, y de este modo permitió que su familia sufriese privaciones. Había aludido a la «rectitud» y los «principios». Pero solamente hombres con medios independientes de vida podían permitirse tales libertades. Hombres como Karl Mark, pensó Joseph.
Se dio cuenta que solamente quedaban dos grandes cajas a su derecha y que el embarcadero estaba despoblado salvo por él y Montrose, y dos trabajadores que empujaban vagonetas rampa arriba. Montrose se había alejado. Estaba inspeccionando con interés las falsas etiquetas de los embalajes, y su aparente destino en Boston y Filadelfia. Oculto desde las puertas del almacén, fumaba indolentemente. Únicamente Joseph estaba visible desde las puertas. Las linternas en el barco al extremo del embarcadero bailaban y tenues llamadas procedían de los puentes a considerable distancia. El viento era más cortante, y los olores del puerto más insistentes. Volvió Joseph a estremecerse. Su cartera de piel y la de Montrose estaban juntas, cerca de una de las cajas de madera, brillando pardamente en la oscilante luz, sus cierres de bronce sólido, incongruentes en aquel espacio abierto y sobre el sucio suelo.
Oyó un súbito restallar de pies corriendo al exterior, y en el umbral aparecieron un teniente del ejército y tres paisanos, burdamente vestidos, de facciones toscas. También había oído Montrose y asomó su cabeza y la mitad del cuerpo más allá de las cajas. Joseph vio que el teniente empuñaba una pistola de dos cañones en su mano y que los paisanos esgrimían rifles. Joseph se quedó tan rígido e inmóvil como la piedra al ver tres armas encañonándole y otra apuntando el hombro de Montrose. El afán homicida de las caras tenebrosas era visible bajo una luz que iluminaba desde arriba los semblantes del teniente y sus matones, y cada rasgo relucía con maligna irradiación.
El teniente, joven y con ondas de dorado cabello bajo su gorra, dijo con voz muy clara y calmosa:
—No queremos problema alguno. Pronto, por favor. Apártese de estas cajas brazos en alto, señor Montrose. Queremos el dinero de aquellas carteras.
Sus modales eran firmes y de hombre decidido, y no mostraba nerviosismo.
—¿El dinero? —dijo Joseph, con perplejidad.
—Nada de tonterías, por favor —dijo el teniente con su estilo disciplinado—. El coronel Braithwaite lo quiere inmediatamente. Sus habitaciones fueron registradas después que se fueron a cenar. No dejaron ninguna cartera con dinero. Si tiene la bondad, señor —y miró fijamente a Joseph—, hágame el favor de empujar amablemente con el pie aquellas carteras hacia mí. No estamos bromeando. Si no obedecen considérense hombres muertos.
Miró rápidamente a Montrose, y dijo:
—Retroceda, señor Montrose, con los brazos alzados por encima de su cabeza. Sabemos que va armado. Pero un solo movimiento hacia su pistola y será el último que hará. Vamos, señor, muévase rápidamente. No deseamos hacerle el menor daño personal, pero queremos el dinero.
Montrose se apartó por completo de la protección de la caja con los brazos en alto. Miró a Joseph, el perfecto ejemplar del hombre muy joven y confundido confrontado a la violencia inminente. Pero también vio otra cosa. El rostro de Joseph se había ahuecado, como una calavera, adivinándose sus intenciones peligrosas, y sus pequeños ojos azules parecían hundidos. El teniente no era tan perceptivo.
—¿Qué hay del cargamento? —preguntó Montrose.
El teniente, dada su juventud, no pudo dominar una mueca maliciosa.
—No pasará las patrullas —dijo—. Nos llevaremos, señor, los permisos con nosotros al igual que el dinero.
—Coronel Braithwaite —silabeó Montrose. Era evidente que estaba demorándose con la esperanza de que el capitán apareciese, con refuerzos.
El teniente se dio cuenta inmediatamente y rió brevemente:
—No intente engañarme, señor Montrose. El coronel parte mañana a Filadelfia. Ha sido transferido. Las carteras, señor —le pidió a Joseph—. El coronel empezará a impacientarse.
Pero el intervalo había sido suficiente. El teniente acababa apenas de hablar cuando Joseph sacó rápidamente su pistola, disparándola. Había dirigido el arma no al cuerpo del joven militar sino precisamente a su muslo derecho. El disparo fue hecho con total frialdad y precisión, sin un solo temblor ni titubeo, instintivamente.
Antes que el teniente iniciase su conmocionado desplome al suelo, Joseph giró hacia los paisanos con sus rifles y Montrose empalmaba la culata de su pistola. Quedó visible, en un instante, que los hombres estaban estupefactos ante el ataque a su cabecilla, al no esperar ninguna resistencia, y no estaban preparados para luchar a muerte. Dieron media vuelta y huyeron velozmente en la noche con sus rifles. Uno de ellos hasta dejó caer su arma en la fuga, que chocó en el suelo del embarcadero al mismo instante en que se desplomaba el teniente, volando de su mano la pistola que rebotó en la madera.