El coronel Elbert Braithwaite irrumpió en la sala cuando Montrose abrió la puerta y lanzó una mirada de ardiente azul, por encima del hombro, al traspasar el umbral. La temperatura de la sala era mucho más fría que la de la avenida, pero el coronel sudaba copiosamente y su rostro agresivo relucía. Estrechó muy cordialmente la diestra de Montrose, con inclinaciones de cabeza, sonrió y exhibió una considerable cantidad de anchos y brillantes dientes blancos. Sus modales parecían pueriles, alegres y excitados.
—¡Esperé todo el día de ayer y toda la noche! —exclamó—. Doy por hecho, señor, que el tren se demoró mucho debido a los vagones de tropa y demás.
Tenía la aguda y clara entonación y los movimientos vivaces del nativo de Nueva Inglaterra. De Boston, pensó Joseph. Por una razón que ni él mismo sabía, experimentó una aversión instantánea hacia el inquieto coronel, ya que nunca le habían gustado los hombres exuberantes o los hombres con caras redondas y pequeñas. Comprendía que era irracional y solamente una cuestión de temperamento, pero no podía evitar esa sensación de rechazo. Asimismo, el coronel parecía ser un hombre alegre, no con la alegría natural de Montrose sino con una alegría calculada, que Joseph sospechaba que instantáneamente podía trocarse en fría brutalidad y mal genio. Aunque demasiado bajo y ancho para encajar adecuadamente en un uniforme, el suyo estaba tan bien cortado que le daba cierta impresión de altura. Llevaba la habitual espada con funda y sus guantes grises eran delicados. Se los quitó tan delicadamente como lo hace una mujer, los estiró y los dejo cuidadosamente sobre una mesa. Durante todo este tiempo contempló a Montrose con caluroso afecto, Joseph también percibió que esto estaba preparado, y sus modales eran agradables, abiertos y extremadamente parciales. Un galón sobre su brazo proclamaba que era miembro del «Ejército de los Estados Unidos», no meramente un miembro del «Ejército EE. UU.», y esta leve diferenciación señalaba que se había graduado en la Academia Militar de West Point y era un militar profesional.
Su corta y ancha nariz se expandía y contraía curiosamente sobre su boca de amplia sonrisa y sus penetrantes ojos azules chispeaban de bienestar, amistad y extraordinaria salud —debía rondar los cuarenta años— y cada vez le desagradaba más a Joseph. Habíase quitado el amplio sombrero de fieltro azul y su cabello era crespo y brillante. En su modo de parlotear a lo muchacho jovial, felicitó a Montrose por su aspecto de buena salud, comentando lo muy feliz que se sentía al verle de nuevo. Montrose escuchaba con sonriente cortesía y escasos comentarios. Éste se inclinaba sobre el coronel, que continuaba parloteando con una mano en el brazo de Montrose. Toda aquella cháchara era como la de una mujer y nada dijo que tuviera la menor trascendencia, cuestión que Joseph consideró que se debía a la táctica. Un hombre funesto, pensó Joseph, al cual sus subordinados probablemente detestaban.
El coronel había ignorado la presencia de Joseph, y Joseph aguardaba. Finalmente, Montrose se apartó de su amigo y señaló con un ademán a Joseph.
—Coronel Braithwaite, éste es mi nuevo socio, el señor Francis. Es de mi máxima confianza y, por consiguiente, usted puede confiar en él. El señor Healey que, como sabe, nunca comete un error, lo eligió:
El coronel giró de inmediato hacia Joseph, saludó profundamente, y tendió su corta y recia mano, dando extremada demostración de camaradería.
—¡Mi enhorabuena, señor! —exclamó—. ¡Me complace conocerle! —y sus dientes, como porcelana blanca, brillaron.
Joseph también se inclinó, tocó rápidamente la mano y se retiró. Luego repitió:
—Me complace conocerle.
El coronel escuchó atentamente. Una de sus teorías era que podía descubrir mucho escuchando la voz de un hombre, en vez de sus palabras. Sus gruesas orejas sonrosadas parecieron sobresalir mientras oía el leve acento de Joseph. Después, con un rápido gesto de incredulidad, recorrió su rostro. Había oído aquel acento miles de veces en su nativo Boston. Lo oía a diario entre sus soldados. Sus fosas nasales vibraron con desagrado y el expansivo buen humor se esfumó de su rostro.
—¿Es usted de Boston, señor? —preguntó.
—No. Soy de Titusville, Pensilvania —replicó Joseph. Conocía aquella expresión demasiado bien. La había visto en los semblantes de los oficiales británicos, que se parecían a ése, y sabía la razón. La endiablada malicia de Montrose, siempre latente, afloró a la superficie. Dijo:
—El señor Francis procede de Irlanda, según creo.
—Eso pensé —dijo el coronel, mezclando de modo tan evidente la satisfacción y el desprecio, que el rostro habitualmente sereno y distante de Montrose se ensombreció—. Siempre puedo distinguirlos.
Volvió entonces la espalda a Joseph y reanudó su rápido parloteo con Montrose, dándole noticias de la ciudad y de la guerra. Luego añadió, más lentamente y con pesado énfasis:
—Estará contento al saber, señor, que finalmente hemos dominado la Rebelión Irlandesa en esta ciudad. Sin embargo, no pudo lograrse hasta que no recibimos la orden de disparar a quemarropa contra los alborotadores. ¡Excelente! ¡Se retiraron inmediatamente a sus chozas, cloacas y cuevas en Central Park, con los rabos de rata entre las piernas!
El insulto era tan palpable e intencionado que los puños de Joseph se crisparon y avanzó ciegamente hacia el coronel. El ansia de matar que antaño había experimentado resucitó en él, enrojeciendo su visión. El coronel tenía el instinto del soldado y, volviéndose inmediatamente, dijo con la más abierta y alegre de las sonrisas:
—¡Exceptuando los presentes, naturalmente, señor Francis!
Joseph se detuvo, estremeciéndose de furia. Miró hacia aquellos burlones y desdeñosos ojos y dijo:
—La presente compañía no queda exceptuada, señor, cuando declaro que los soldados son bestias y no hombres, y autómatas incapaces de pensar que obedecen órdenes, del mismo modo que un arma. Nunca son dueños, son esclavos.
—Vamos, vamos, caballeros —intervino Montrose—. Estoy seguro que ninguno pretendió insultar a otro. ¿Acaso no somos caballeros? ¿Acaso no tenemos que tratar de negocios, y no está el negocio más allá de malas interpretaciones y rencillas?
Miró fijamente al coronel y su rostro reflejó una expresión que Joseph nunca había visto. La figura del coronel pareció empequeñecer. Montrose agregó:
—Le he dicho, que el señor Healey ha elegido al señor Francis y se sentiría extremadamente… turbado… si oyese comentar que su elección ha sido desaprobada. Estoy seguro, coronel, que ésta no era su intención.
—¡En absoluto, en absoluto! —gritó el coronel—. Simplemente estaba hablando sobre los forajidos en esta ciudad, y si di a entender que eran irlandeses, tal implicación, por desgracia, es absolutamente cierta. El señor Francis es demasiado sensible. Mis cumplidos y disculpas, señor —dedicó un saludo a Joseph, añadiendo con excesivo énfasis—: Soy su servidor.
Joseph había alzado la cabeza. Su rostro parecía agudamente triangular a causa de la tensión de los músculos faciales. Sus hundidos ojos eran duros fulgores bajo las cejas rojo oscuro que habían descendido casi sobre las pestañas y su boca lívida era un tajo de rabia contenida. Montrose también notó que sus ojos habían adquirido la fijeza de una mirada amenazadora y pensó: «No me equivoqué. Es peligroso, pero posee un magnífico dominio de sí mismo».
Una honda y audible exhalación surgió del pecho de Joseph. Volvió la espalda al coronel, que había comenzado a sentir un leve escalofrío de alarma. Se encaminó hacia una silla cercana a la amplia mesa central y se sentó. Sólo miraba a Montrose, que asintió levemente. Entonces Joseph, ignorando al militar, le preguntó:
—¿Por qué se amotinaron los irlandeses en Nueva York, señor?
—Creo que no desean pelear en esta guerra. Quizá han visto lo suficiente de la miseria de la guerra en su propio país. Además, están hambrientos, viven en condiciones indigentes en chabolas apresuradamente construidas en el lejano norte de la ciudad, o en cuevas, y dependen para vivir de la caridad y compasión de los granjeros que habitan junto a Central Park o en el mismo Parque. Tienen muchas dificultades, aun en estos días de trabajo necesario para la guerra en las fundiciones para ganarse el sustento. Nadie quiere emplearlos. Es terrible para un hombre orgulloso y desesperado, que no puede encontrar trabajo, ver que sus padres, su esposa o sus hijitos se mueren de hambre o mendigan por las calles un mendrugo de pan. Ésta es, señor Francis, la condición de los irlandeses en este Año de Gracia de 1863 en Nueva York y otras ciudades, si existe una explicación lógica, aparte un insensato fanatismo, yo no logro encontrarla.
Joseph miró rápidamente en dirección al coronel, y dijo con mucha calma:
—Quizá no consideren a esta nación digna de pelear por ella, señor Montrose. No los censuro.
La diestra del coronel voló a la empuñadura de su espada. Joseph vio el ademán. Su labio superior se alzó en un gesto de desdén. Pero siguió mirando fijamente a Montrose, como en espera de que hiciese un comentario. Montrose se encogió de hombros y dijo:
—Los insensatos acuden a las guerras. Los hombres inteligentes se benefician con ellas… y las inventan. ¿No es así, coronel? ¿No fue usted quién dijo esto?
La cara del coronel se dilató por la tensión.
—No veo nada malo en aceptar una pequeña ganancia de cualquier cosa, señor.
—¡Ahora sí que nos comprendemos perfectamente! —dijo Montrose, con aspecto aliviado—. Todo lo demás fueron malentendidos. Nosotros tres nos hallamos aquí para conseguir beneficios, ya que somos hombres prácticos. No hicimos esta guerra, ni siquiera usted, coronel. Somos… eso es… víctimas de circunstancias que escapan a nuestro dominio. Ninguno de nosotros ama al señor Lincoln y a su guerra. El patriotismo no exige ceguera y sordera. Podemos… albergar proyectos más vastos para nuestro país, proyectos que van más allá de la guerra. Coronel, ¿no le gustaría acompañarnos en la mesa? Tengo whisky y vino, para que los gustemos.
Empujó hacia adelante una ancha bandeja de plata que tenía varias botellas. El coronel acudió de inmediato, rebozando buena voluntad y camaradería. Hasta tocó levemente el hombro a Joseph antes de sentarse. Joseph no se movió. Deseaba abandonar aquella estancia, pero se dio cuenta que era absurdo e infantil, y se avergonzó. El coronel servía a un propósito, Montrose y él servían a un propósito, y no podía permitir que un ultraje infantil se entrometiera en la cuestión. Pero su corazón seguía latiendo con impulso enfermizo y asesino en su enjuto pecho y sudaba por el mismo apremio de su odio hacia el militar que ahora representaba a todos los militares ingleses que había conocido.
El coronel alabó con exclamaciones placenteras la calidad del whisky y dejó que Montrose le escanciase otra copa. Reclinándose hacia atrás en su silla, se aflojó el prieto coleto azul, extendiendo sus cortas piernas macizas. Rebosaba una franqueza infantil. Incluía al silencioso Joseph en su voluble cháchara y reía casi constantemente. Montrose escuchaba, sonriente. Sostenía sobre las rodillas un maletín de piel cerrado que Joseph ya había visto. Bebía despacio, con fastidio, aunque saborease cada gota. Joseph bebía poco, ya que sabía que no hacerlo hubiese incitado nuevamente el sarcasmo del coronel, y temía su propia reacción al sarcasmo. El calor aumentaba en la estancia.
La voz de Montrose se hizo baja y confidencial. Le dijo al coronel:
—Se comportó usted excelentemente, señor, en el pasado y para el señor Healey cuando embarcamos lo… necesario… a cierto puerto. No tuvimos problema alguno, y por esta razón el señor Healey está muy agradecido y está dispuesto a ser todavía más generoso. Le transmito sus felicitaciones a usted, coronel.
Los dientes del coronel destellaron de nuevo ante el halago, y Joseph sintió acentuarse su desagrado. Dijo el coronel:
—Le ruego transmita a su vez mis mejores saludos al señor Healey así como mi complacencia en servirle, señor. Deduzco que ahora se trata de otro embarque similar a los anteriores. ¿Dijo usted que el señor Healey está dispuesto a ser aún más generoso? —y en su rostro se dibujó la avaricia al inclinarse hacia Montrose.
—Mucho más generoso —dijo Montrose entre dos sorbos de whisky—. Hasta me atrevo a añadir que le dejará sin aliento, señor.
—¡Ah, ah! —clamó el militar jubilosamente, dando un manotazo sobre la mesa—. ¡Entonces el señor Healey por fin asimiló el peligro!
Montrose arqueó sus cejas.
—¿Fue tan peligroso, coronel, conceder el despacho de aduana libre al velero «Isabel» en el puerto? Después de todo, usted es la autoridad militar del puerto de Nueva York, ¿no es así?
Había ahora una leve contracción en la estrecha y sudorosa frente del coronel mientras especificaba:
—El «Isabel» es una nave comercial que opera entre Boston y Nueva York, y navega abiertamente, con la marea, de día o de noche. Cuando emprende un rumbo distinto, llamémoslo así, se requiere la máxima discreción y… estudio… para evitar las patrullas federales. Esto implica peligro.
—Pero más allá de los límites de los patrulleros —quienes creen que el velero está en singladura hacia Boston u otros puertos de la Unión— no hay mucha vigilancia.
El coronel golpeó otra vez la mesa con brusquedad.
—Usted no se habrá enterado. La vigilancia se ha vuelto muy estricta y constante lejos de la costa. No son ustedes los únicos interesados en este… comercio, señor Montrose. Y diferentes viradas de rumbo, frecuentemente observadas, son habitualmente sometidas a examen con documentos a la vista en el puerto de origen y minuciosamente fiscalizados. Hay quizás otra cosa de la cual no haya oído hablar. Barcos británicos que dejaban este puerto más o menos inocentemente, han sido vigilados por los patrulleros del zar ruso que está decidido a que los británicos no ayuden a la Confederación.
—¿Los rusos no se habrán atrevido a dar el alto a naves británicas, supongo? —dijo Montrose.
—No. No se atreven. Los barcos británicos poseen la más notable… protección. Los británicos son hombres de mar muy valerosos, señor, y yo estoy orgulloso de pertenecer a su raza —miró de soslayo a Joseph que se removió.
Con clara precisión, dijo Joseph:
—Los británicos, coronel, se componen de razas célticas: los irlandeses, los escoceses y los galeses, que son realmente una sola raza. Los ingleses, por el contrario, no son británicos. Son meramente anglosajones, que fueron traídos como esclavos a Inglaterra por sus dueños, los normandos —y con acento tan cándido como el del propio coronel, inquirió—: ¿Hasta la fecha han logrado ya olvidar el estigma de esclavos?
La faz del coronel se ensanchó volviéndose purpúrea. Sonriente, añadió Joseph:
—En tal caso, todavía hay esperanzas para el negro, de que pueda superar el estigma de haber sido esclavo. Después de todo, coronel, les bastará recordar a los ingleses que también fueron esclavos. ¡Contemplemos a lo que han llegado una vez conquistada su libertad! La Iglesia Católica, señor, fue la que logró este resultado.
«Diste en el clavo», pensó Montrose con silencioso regocijo. Joseph proseguía:
—¿Doy por hecho, señor, que cuando usted alude a los «británicos», se refiere a mis antepasados los celtas, y no a los antiguos siervos y esclavos de Su Germánica Majestad la Reina Victoria?
—Vamos, vamos —intervino Montrose sonriendo amablemente—, no iniciemos una discusión acerca de los orígenes raciales, pues, por otra parte es sabido que antaño la gran mayoría de nuestros antepasados fueron esclavos desde los principios de nuestra civilización, perteneciendo a unos pocos dueños —y dedicó a Joseph una ojeada significativa.
—No hay nada que me produzca mayor desagrado —dijo el coronel con un esbozo de mirada amenazadora— que la discusión de banalidades…
—Entre hombres de negocios —intercaló Montrose—. Prosigamos. Estábamos discutiendo, según creo, los leves contratiempos entre los rusos y los ingleses.
—Los rusos —dijo el coronel— han estado informando sobre rumbos irregulares tomados por barcos británicos, obviamente neutrales, en sus travesías entre puertos de la Unión. Esto ha conducido a ultrajantes capturas de barcos británicos por el Gobierno Federal, y a discusiones internacionales entre diplomáticos. Los rusos solamente desean poner en situaciones embarazosas a los británicos, ya que algún día anhelan disputarles el imperio mundial.
—Y también nosotros —dijo Montrose—. Esto es lo que sucede inevitablemente con los imperios. ¿Proseguimos? ¿A qué hora puede levar anclas mañana, el «Isabel»?
—A la medianoche —dijo el coronel que seguía enfurruñado—. El mismo cargamento, supongo.
Montrose reclinándose en su silla contempló el humo de su tabaco.
—Necesitaremos más hombres. Habrá sesenta embalajes de tablas muy voluminosos y aproximadamente doscientos de menor tamaño. Serán muy pesados.
El coronel silbó entre dientes y sus ojos miraron furtivamente a Montrose que sonriendo elocuentemente insinuó:
—Éste es un primer intento. Si tiene éxito habrá cargamentos mayores… y más ganancias para usted, coronel.
El coronel volvió a llenar su copa. Removió el dorado contenido mirando fijamente el líquido.
—Hay personajes más importantes que yo comprometidos en este asunto, señor Montrose. Puede que no les guste la novedad.
—Conozco la existencia de estos hombres más importantes. Con todo, hemos sido elegidos esta vez… por Barbour y Bouchard.
El coronel le miró fijamente:
—Pero Barbour y Bouchard han estado… transportando… cargamentos mucho más importantes desde el mismo principio de la guerra.
—Cierto. Pero sus operaciones van aumentando. Y aunque algunos de sus transportes han sido apresados, bajo cuerda. No han sido nunca procesados. Continúan. Barbour y Bouchard son hombres muy poderosos, coronel. No obstante que todavía hay senadores, diputados y otros políticos que son incorruptibles. Tienen a su servicio algunos senadores. Pese a esto, han de operar con discreción. Las familias de los soldados de la Unión no deben indignarse. Los otros transportistas de Barbour y Bouchard, aparentemente, han ido haciéndose un poco descuidados. En consecuencia, fuimos elegidos.
El coronel le miró sorprendido y con repentino respeto y estupor.
—Usted —susurró casi— y Barbour y Bouchard.
—Evitemos citar nombres inútil e indiscretamente —dijo Montrose—. ¿Queda ya decidido? ¿Habrá suficientes cargadores mañana a la noche?
—Nunca he dado despacho libre aduanero a esto… esto… antes de ahora —dijo el coronel.
—Ya es tiempo de que usted se vuelva más importante —dijo Montrose— y que se comprometa en transacciones que son mucho más lucrativas. Está usted preparado para equipararse al nivel de hombres muy poderosos que han estado dando despachos de libre navegación a diversos barcos, hasta en Nueva York.
—¿Cómo están marcados los embalajes? —quiso saber el coronel.
—Herramientas para Boston, Filadelfia y varios otros puertos. Están marcados «Barbour & Bouchard».
Escribió Montrose en un pedazo de papel.
—El muelle —dijo. El coronel leyó lo escrito y Montrose quemó el papel—. Verá que el número del muelle ha sido cambiado, coronel.
El coronel en silencio miraba el techo. Parecía anonadado. Por fin, dijo:
—Yo doy permisos de salida del puerto. ¿Es posible que… otros… hayan estado fraguando permisos legales, sin que yo lo supiera?
—Indudablemente —dijo Montrose—. Después de todo hay muchos distinguidos ciudadanos en Washington, con inversiones en el negocio. Está usted a punto de unirse a ellos.
—¿El señor Healey dispone de un senador?
—Dos —dijo Montrose—. Y varios diputados.
Dijo el coronel:
—La ejecución es el castigo por dar permiso para tal contrabando.
—Si es atrapado —puntualizó Montrose—. Un hombre inteligente rara vez es atrapado. Yo soy el señor Montrose, de Titusville, y él es el señor Francis, también de Titusville. Bajo ninguna circunstancia ha de ser mencionado ningún otro nombre. ¿Trato hecho, entonces? Habrá suficientes hombres para manipular los embalajes, y el «Isabel» se hará a la mar, mañana a la medianoche, plenamente legalizada su salida. No es asunto de la autoridad militar abrir y examinar cada uno de los embalajes. La caja número treinta y uno contiene solamente piezas de recambio para máquina, y los restantes embalajes están claramente marcados con el nombre de los respetables fabricantes. En resumen, éste es un asunto mucho más seguro que transportar alimentos, ropas y otras cosas esenciales, vitales. También, el pago es muchísimo mayor.
El coronel asumió una expresión grave y hasta digna:
—Es un asunto absolutamente distinto, señor, suministrar provisiones para inocentes mujeres y niños que contrabandear armas…
Alzó Montrose una mano delgada en advertencia.
—Ya dije que el pago es mucho mayor.
Joseph contemplaba el perfil del coronel con creciente repulsión.
—¿Cuánto más? —preguntó el coronel codiciosamente.
—Dos veces más.
—No es suficiente.
Montrose encogió los hombros. Alzó la cartera portafolios de sus rodillas dejándola sobre la mesa y la abrió; estaba llena de billetes bancarios de mucho valor y el coronel se inclinó hacia adelante para mirarlos: su rostro expresó un avaro deleite, y también una humilde adoración reverente. Lentamente Montrose retiró la mitad de los fajos de billetes que estaban atados con bramante colorado, y los depositó sobre la mesa.
—Cuéntelos —dijo.
Reinaba el silencio en la estancia, mientras el coronel iba contando los billetes. Sus dedos los acariciaban codiciosamente; dejó los crujientes fajos con renuencia. Su dura boca temblaba con una especie de histeria. Sus dedos empezaron a estremecerse. Montrose sonrió al quedar el último paquete sobre la mesa.
—La segunda mitad —agregó Montrose le será entregada a usted cuando el «Isabel» regrese a salvo. Llévese éstos ahora, coronel. Tengo otra cartera portafolios que me complace obsequiarle.
Trajo otra cartera similar, vacía, de su alcoba. El coronel lo observaba atentamente mientras él iba depositando dentro de ella los fajos contados, abrochando luego las correas. Empujó la cartera hacia el coronel. Con lentitud acercó el coronel las manos a la cartera, la tomó y como en un gesto automático las deslizaba sobre la misma como acariciándola.
—Quedo satisfecho —dijo, y su voz era ronca. Miró la cartera con el resto del dinero y sus fieros ojos se congestionaron.
—Los cargadores extra —dijo Montrose— serán pagados por nosotros. Esta vez no será necesario que usted ni ningún agente les pague. Ésta es otra garantía para usted, coronel. Y además, así todo el beneficio es suyo.
—Quedo satisfecho —repitió el militar. Su frente estaba copiosamente moteada de sudor.
Cerró Montrose la otra cartera.
—Esperamos que ésta no sea la última vez que usted quede satisfecho, señor.
Sólo Joseph vislumbró la leve fluctuación en la cara del coronel, y meditó en ello. El coronel dijo con entusiasmo:
—¡Confío en que no!
No aguardó a que Montrose llenase su copa, haciéndolo él mismo y la apuró de golpe, enrojeciéndose su semblante.
—Volveremos a reunimos aquí dentro de ocho días —dijo Montrose. Bebió una copita de vino—. Sugiero que regrese al instante a sus habitaciones, coronel. Ya no es sensato permanecer aquí por más tiempo.
El coronel se puso en pie, saludó y rió un poco atolondradamente. Montrose abriendo la puerta examinó cautelosamente arriba y abajo del corredor.
—¡Ahora! —dijo. El coronel recogió su cartera y salió corriendo de la sala. Montrose cerrando la puerta se volvió hacia Joseph—: ¿Qué opinas de nuestro bullicioso militar que nos resulta tan útil?
—No confío en él. Si fuera posible, le colocaría un detective.
Elevó Montrose las cejas.
—Hemos confiado en él por cerca de tres años y no ha dado ocasión de dudar de él —y saboreando su vino contempló por encima del borde del vaso a Joseph—: ¿No estarás hablando únicamente por natural antipatía, Francis?
Joseph reflexionó, frotándose una ceja con el índice. Dijo por fin:
—Creo que no. Nunca he permitido que la antipatía se entremezcle con los negocios o las conveniencias. Es tan sólo… quizá debería decir, intuición. Sonría si quiere, señor Montrose.
Pero Montrose no sonrió. Parecía más bien algo más grave.
—Respeto la intuición, Francis. Ningún hombre inteligente la desaprueba. Sin embargo, no debemos operar empíricamente. El coronel ha sido muy valioso para nosotros en el pasado. No hay razón para pensar que no continúe siendo valioso. —Miró interrogante a Joseph, y al no hacer ningún comentario Joseph, agregó—: No tenemos otra elección. No hay tiempo. Además, el coronel es la autoridad militar del puerto de Nueva York. ¿Qué harías si estuvieras a cargo de este asunto, Francis?
—Dejaría que el «Isabel» fuera provisto de los documentos de salida por el coronel, y entonces no zarparía. Esperaría unos días, y cuando él creyese que ya estábamos en alta mar, entonces zarparía.
—Pero él tiene informadores. Vamos, vamos… ¿Por qué iba él a privarse de futuros beneficios, Francis? Una traición, y se suprimiría él mismo toda fuente de ingresos. Estoy seguro de que no somos los únicos que hacemos uso de sus servicios. Una palabra, y ya no obtendría más dinero de nadie. La noticia se propagaría.
—No sé en qué me fundo —dijo Joseph—. Es simplemente una especie de presentimiento.
Montrose le observó en silencio. Luego pasó a su alcoba y regresó con una pistola extra y otra caja de munición, colocándolas sobre la mesa y empujándolas hacia Joseph.
—Carga la pistola. Es para ti. Como dije yo no menosprecio ni mucho menos la intuición, aunque debo confesar que ahora no la experimento. Tengo la mía propia y nunca me ha traicionado. Pese a todo, creo que te sentirás más seguro con esta protección complementaria.
—Así es —dijo Joseph, cargando expertamente la pistola—. Es un hombre detestable y un hipócrita. Nunca confié en un hipócrita —y sonrió tenuemente—: El señor Healey es a menudo un hipócrita, Montrose, pero nunca pretende que uno le tome en serio.
—Exacto —aprobó Montrose—. Es un juego para él. Es notable que te dieses cuenta.
No fue el cumplido lo que hizo que Joseph experimentase nuevamente un impulso de simpatía hacia Montrose, y casi un impulso de confianza. Esto le sobresaltó tanto que permaneció con la palma sobre las municiones meditando. Alzó súbitamente la mirada y vio a Montrose contemplándole con aquel inexplicable afecto que ya había vislumbrado antes. Pero Montrose dijo algo al parecer incongruente:
—Nunca ha estado en Virginia. Es una región preciosa —y alzando su copa de vino la miró al trasluz—. Es encantadora en esta época del año. Los algarrobos y la madreselva están retoñando. Los setos y los campos están llenos de flores. Los prados resultan infinitamente acogedores. Los caballos lucen su mejor pelaje que se estremece de alegría y los potrillos entablan carreras entre ellos. —Su voz sonaba tranquila y con despego—. Desgraciadamente no veremos todo esto.
—Pero ¿usted lo ha visto?
Montrose no contestó. En su semblante había una expresión ausente. Por último dijo con indiferencia:
—Me agradaría hacerte conocer Virginia.
De nuevo se asombró Joseph. ¿Qué podía interesarle a Montrose enseñarle nada a su asociado? Los largos dedos de Joseph comenzaron a redoblar sobre la reluciente mesa. Contemplaba los inmaculados narcisos y repentinamente pensó en su hermana. Alargó la mano rozando un pétalo. Y se oyó decir a sí mismo con simultáneo horror y congoja:
—Sé que no debemos revelarnos nuestros apellidos. Pero me gustaría que usted conociese el mío.
—No es necesario —dijo Montrose.
Levantándose, llevó su cartera hacia su alcoba. En el umbral al volverse para mirar a Joseph sonreía como un hermano mayor, o un padre muy joven, y entre ambos alentó un compañerismo de profunda simpatía, implícita y mutua. Pero aun entonces Joseph sabía que si cometía un error estúpido e imperdonable, Montrose sería implacable con él, y sin lamentarlo.
—Esta noche —dijo Montrose— somos dos tranquilos caballeros en Nueva York, cuyos negocios han quedado satisfactoriamente conclusos. En consecuencia, cenaremos adecuadamente en el comedor de este hotel, y después acudiremos a la Academia de Música que presentará música de Chopin, un compositor de lo más delicioso, joven y famoso. ¿Supongo te agrada Chopin?
—Nunca he oído música alguna en mi vida aparte las baladas irlandesas —dijo Joseph. Titubeó—: Los cánticos en el coro durante la misa. Y la música bullanguera en los burdeles del señor Healey, aunque no debería llamarla música.
Asintió Montrose aprobador.
—Entonces vas a experimentar un gran placer. Chopin llega tanto a los jóvenes como a los de mayor edad. Yo mismo le tengo en gran aprecio —y miró a Joseph—. Naturalmente, tienes idea de Chopin.
—He leído sobre él. Murió en 1849 a la edad de treinta y nueve años.
—Sí. Desgraciadamente lo hermoso y lo indispensable muere joven.
—Y los bribones viven hasta una robusta ancianidad.
Montrose pareció molesto.
—Mi estimado señor Francis, los bribones son tan indispensables en este mundo como los hombres buenos. Aportan vitalidad y estímulo a lo que de otro modo sería una existencia muy tediosa. Aportan ingenio donde sólo habría estolidez. Dan colorido y animación a las ciudades. Tienen imaginación, de la cual carecen muchos hombres. Nunca he conocido un hombre de clase, virilidad y buen gusto que no fuera, en el fondo, un pícaro cabal. Ellos son los verdaderos románticos, los aventureros, los poetas. Yo creo que el Paraíso es un lugar más aburrido debido a la ausencia de Lucifer. Estoy seguro que cantó las más joviales y maliciosas canciones para la mayor ilustración de los ángeles. Dicen que es tétrico y tenebroso. Yo creo que ríe mucho. Después de todo, contemplar el mundo con algo de percepción debe convencer a cualquiera que todo es absurdo y los bribones lo saben.
Éste era un nuevo motivo de reflexión para Joseph. Pero, se dijo: «Yo no puedo reír. No puedo encontrar absurdo el mundo, sino tremendo». Dijo:
—He tenido, experiencias que no considero absurdas —y de nuevo su voz era áspera y defensiva.
Montrose pareció preocupado pero distante. Luego, dijo:
—¿Quién no? Es un gran error creer que nuestras experiencias son únicas y nunca fueron conocidas por otros. Ésta es la más peligrosa falacia engañosa de la juventud.
«No siempre acepto lo que dice», pensó Joseph, «pero es la única persona en toda mi vida que ha charlado conmigo, y yo con él». Entonces, comprendió Joseph la razón por la extraña simpatía que sentía hacia Montrose, y la renuente atracción así como la rara aunque cautelosa confianza. También supo que había omitido su verdadero apellido no solamente por su primer temor de Squibbs y sus matones, sino porque lo quiso ocultar también de todos los demás. El temor de Squibbs no fue realista durante largo tiempo, comprendía ahora, pero la desconfianza hacia los demás estuvo en él desde la temprana infancia. No sentía desconfianza hacia Montrose y reflexionó sobre ello, aunque no se hacía ilusiones con respeto a su actual acompañante.
—Aun así —dijo Montrose como si Joseph hubiera estado hablando— es siempre más discreto guardarse las propias experiencias para uno mismo. Ningún hombre fue nunca ahorcado o ridiculizado por su discreción.
El comedor era casi tan chispeante como el vestíbulo y parecía aún mayor en su resplandor de cristal, sus brillos de dorados, sus tapices rococó y alfombrados. Hasta los tiesos manteles blancos brillaban y la pesada plata y cristalería destellaba. Allí, al ser ya de noche, la alegría habíase acrecentado en risas más altas y más febriles y en un constante murmullo de vivaz y excitado parloteo. Allí, también, surgía la misma música frívola desde detrás de un biombo, dando énfasis sin inmiscuirse en el deleite de los comensales y en su júbilo a pesar de la guerra. Los camareros vestían como lacayos ingleses, con pelucas empolvadas, casacas escarlata y calzones adornados de centelleantes botones de bronce, camisas acanaladas y medias blancas de seda. El maître d’hotel, reconociendo a Montrose, le precedió a él y a Joseph hacia una mesa retirada cerca de la pared de damasco rosa desde donde podían ver, y sin embargo estar algo aislados. Las damas en las mesas estaban suntuosamente vestidas de terciopelos llenos de colorido, encajes, sedas y rasos; sus hermosos hombros y senos semidesnudos brotando como porcelanas de Dresde de sus cimbreantes corpiños; sus cabelleras de variados matices y tintes elaboradamente peinadas, cayendo en largas guedejas y bucles muy abajo de sus delicadas espaldas; sus peinados fulgiendo con diamantes o delicadamente engarzados con flores naturales. Las flores también sobresalían en jarrones y cuencos en todas las mesas y su cálido aroma, y la brisa de perfumes que constantemente soplaba a través de la estancia. El dulzor de los polvos de arroz y cosméticos y los incitantes aromas diferentes entremezclados unidos a la música y la animación, casi subyugó al austero Joseph, pero Montrose reclinóse negligentemente en su silla de peluche felpa roja y lo escrutaba y saboreaba todo con una sonrisa de ostensible placer. Sus ojos vagaban de un lindo semblante a otro, detallando, rechazando, aprobando, admirando.
Además de la música y la confusión vocal y el tintineo de cubiertos y vajilla, podía oír Joseph un rítmico machaqueo y tenue pero insistente música, y después, al cesar brevemente la música, resonó un distante palmoteo de manos. Dijo Montrose:
—Hay un baile de oficiales esta noche, y están danzando con sus damas en la sala de baile que está justo encima de nosotros. Ilustres militares y otros personajes han acudido desde Washington. Es una gala.
—Nada como una guerra para inspirar fiestas de gala —dijo Joseph.
—Vamos, vamos, ¿qué quisieras que hiciesen? ¿Ser hipócritas y acurrucarse en un cuarto oscuro, simulando gimotear y sufrir, y privarse ellos mismos, cuando han hecho y están haciendo tantos montones de dinero? —y su rostro era placentero pero ambiguo—. Después de todo esta guerra fue planeada en Londres, en 1857, por banqueros, y todos ellos son hombres honorables, como creo que dijo Marco Antonio de los asesinos de Julio César. El señor Lincoln declaró tan sólo la semana pasada ante el Congreso: «Tengo dos grandes enemigos, el Ejército Sudista frente a mí, y la institución financiera a retaguardia. De los dos, el que está a mi retaguardia es mi mayor enemigo».
Encendió indolentemente un cigarro y Joseph le observaba con su habitual intensidad. Montrose continuó como si estuviera comentando algo trivial y divertido:
—Se da por seguro que los banqueros europeos y nuestra propia clase bancaria, sacarán cuatro billones de dólares de esta guerra, una cantidad que no puede ser descartada a la ligera.
—Si el señor Lincoln dijo lo que dijo, y si sabe que esta guerra fue planeada y finalmente ejecutada por hombres que solamente quieren dinero y poder, ¿por qué guerrea contra la Confederación?
Montrose le miró zumbonamente:
—Mi querido señor Francis, ¿quién crees francamente que dirige cualquier nación? ¿Los aparentes gobernantes, o los legítimos detrás del escenario que manipulan las finanzas de una nación en su propio beneficio? El señor Lincoln está tan imposibilitado como tú o como yo. Puede únicamente, el desdichado, dar a su pueblo consignas, lemas y más consignas, y al parecer, los «slogans» es lo que el pueblo quiere. Todavía está por verse que una nación haya nunca rechazado entrar en guerra.
Jugueteó con un cuchillo antes de proseguir:
—Mañana, conocerás a algunos de la clase acomodada de la que te he hablado, en su mayoría gente simpática y tolerante, que no tienen en absoluto prejuicios nacionalistas, y ningún vínculo ni siquiera con sus propios países, sino solamente entre ellos y hacia sus intereses bancarios. Son los únicos verdaderamente cosmopolitas, y ellos no gobiernan y deciden si hemos de vivir o morir. Algunos son amigos del señor Healey, pero él pudorosamente no habla de ellos ni de lo que hacen por él. No está en absoluto en las pequeñas transacciones financieras que puedas tú creer. Y toda actividad humana que produce dinero, interesa al señor Healey. ¿Por qué frunces el ceño? ¿Encuentras todo esto reprobable?
La voz de Joseph era algo displicente al decir:
—No tengo objeción alguna a que cualquier hombre haga dinero en cantidad, o cualquier grupo de hombres.
Rió Montrose afectuosamente:
—Entonces, ¿por qué te fastidias?
Pero Joseph no pudo contestar, ya que no tenía respuesta excepto un hondo desasosiego indefinido. Expuso Montrose:
—El dinero, como la Biblia ha comentado, es la respuesta a todas las cosas. Deja que ésta sea la respuesta a tu conciencia, Francis, porque me temo que tienes una.
Joseph dijo con emoción desacostumbrada:
—No me resulta agradable ver a toda esta gente, en esta sala, ¡dichosos de que los hombres estén muriendo y la tierra destruida para que ellos puedan prosperar!
—Pero no tienes objeción en llevar las cuentas del señor Healey en materia de burdeles y otros asuntos.
—¡Yo no provoqué ni formé ninguno de estos burdeles, ni me empeñé en estos… otros asuntos! Las actividades del señor Healey no me conciernen personalmente.
—Lo mismo dicen esta gente aquí, que la guerra no les concierne, salvo en los beneficios que de ella sacan.
Joseph en silencio miró fijamente la mesa. Después alzó repentinamente la mirada y vio la expresión de Montrose y no pudo descifrarla. Sin embargo, se sonrojó.
Con afable inexorabilidad dijo Montrose:
—Supongamos que algunos de estos burdeles pasasen a ser de tu propiedad. ¿Los rechazarías?
La pálida boca de Joseph apretó los finos labios, pero mirando a Montrose replicó sin vacilar:
—No.
Alzó Montrose los hombros.
—Entonces, estamos de acuerdo. No debes criticar a otros. Todos somos hombres y pecadores, ¿no es así? No creo que realmente te guste el pecado, Francis, y preferirías hacer una fortuna sin él. En cuanto a mí, lo prefiero por lo que es en sí, y lo elegí libremente. Porque, después de todo, ¿qué es el pecado? Es el sentido común. Es la realidad. Sinceramente, es la única realidad en el mundo, y todo lo demás es confusión, mentiras, hipocresía, sentimentalismo, mojigatería, falsedad y engaño. Insinuaré que alguna vez llegaste a esta conclusión, tú mismo.
—En efecto, sí —dijo Joseph, y Montrose detectó en él la extraña probidad que subsistía tras su carácter—. Y sigo creyéndolo así. Pero no me gustan los medios que tenemos que emplear para ganar dinero. Preferiría ganarlo de… de otras maneras.
—Yo en cambio disfruto del modo en que se gana, por el modo en sí mismo. Ah, veo que se acerca nuestra sopa verde de tortuga. Elegiré el vino —y rió indulgentemente observando a Joseph—: Hay algo de calvinista en su naturaleza, algo cromweliano: las riquezas no son de despreciar, y si los escrúpulos han de ser sofocados en los medios para conseguirlas deberían ser abiertamente denunciados y públicamente deplorados. Bueno, no te pongas tan reprobativo. Disfrutemos nuestra sopa, oigamos la música y echemos el ojo a las lindas damiselas y recuerda que el peor crimen de la humanidad es la hipocresía. Es la madre de todos los pecados. Estoy seguro de que no existe un solo hombre que no incurra en ella, a sabiendas o no. Debemos aceptarnos tal como somos. Éste es el secreto de un cuerpo y una mente saludables.
Añadió, al seleccionar una pesada y brillante cuchara:
—La hipocresía no debería ser tan execrada. Sin ella no tendríamos civilización, ni los hombres podrían vivir juntos tan sólo una hora sin matarse unos a otros. Otros términos para designarla son la cortesía, la tolerancia y la consideración por el prójimo, y la represión de nuestro instinto y el autodominio. Hasta llegaría tan lejos como para afirmar que sin la hipocresía no tendríamos ni religiones ni iglesias.
La grande y amorfa inquietud se acrecentó en Joseph porque reconocía lo sofístico en aquella argumentación sardónica pero no sabía cómo combatirla sin parecer pueril y necio. También barruntaba que Montrose, sin maldad, estaba divirtiéndose a sus expensas. Joseph probó la sopa, un líquido pardo-verdoso con trocitos de carne de tortuga, y decidió que no le gustaba y que le producía leves náuseas. Observó a un grupo de vivaces y risueñas damas y elegantes caballeros y oficiales pasando junto a su mesa, y simuló interesarse en ellos, y Montrose sonriendo sacudió levemente la cabeza como en negativa.
Joseph vio de reojo aquel gesto y sintióse mortificado. ¿Por qué aquella guerra le producía un repentino y molesto interés a él que hacía largo tiempo se había apartado de los asuntos de los demás y de los intereses del mundo en general? Recordó que la guerra llevaba ya varios años en curso y no le había preocupado en absoluto ni le había dedicado meditaciones ni conjeturas, ya que él no estaba involucrado con la humanidad excepto cuando suponía un beneficio y una ventaja personal. Sólo de este modo podía preservarse de ser fragmentado y disperso, como lo eran los otros hombres, y sólo de esta manera podía él evitar ser herido, y los absurdos frenesís del emotivismo, y las humillaciones y derrotas que tal emotividad acarreaban. Su indiferencia a todas las cosas externas concerniendo la humanidad había sido su coraza inexpugnable.
Sintióse coléricamente perplejo ante su nueva preocupación. Entonces adivinó la razón, en un acceso tan poderoso de emoción que le sacudió. Había visto a una joven exhausta y manchada de sangre, sin nombre para él, en la ventanilla de un tren de soldados, cuidando a los heridos, y la había amado no solamente por su belleza sino por su devoción y dedicación sin reservas a los demás, y algo que nunca sospechó alentase en él quedó patéticamente conmovido y marcado. «La he colocado fuera de mi pensamiento», pensó, «pero no puedo olvidarla, y esto no logro comprenderlo ni tampoco por qué lo que ella estaba haciendo deba interesarme en lo más mínimo. Ella me ha obligado a darme cuenta de la existencia de un mundo que desprecio y rechazo, y debería odiarla».
Depositó la cuchara en la mesa. Tocó un minúsculo papel blanco doblado que no estaba allí antes y se hallaba cercano al plato de Montrose y Joseph se preguntó cómo habría llegado allí y quién lo habría dejado. Montrose vio los ojos de Joseph dirigidos al papel y lo cogió, desdoblándolo y leyéndolo. Al dárselo a Joseph, dijo calmosamente:
—Al parecer nuestros planes han cambiado. Debemos, desgraciadamente, abandonar el concierto, antes de tiempo, y esto es enojoso, porque una de mis normas, muy valiosa, es que uno nunca debe atraer la atención.
Joseph leyó el trozo de papel: «Cambiado planes. Esta medianoche, no mañana». Montrose recuperó el papel quemándolo con el extremo de su cigarro y depositó las cenizas en un platillo removiéndolas. Ante la mirada interrogante de Joseph, dijo:
—Nunca debemos poner en tela de juicio el modo en que los mensajes son entregados. Puede parecerte melodramático pero el melodrama es un aspecto natural de la vida, por más que lo deploren los pragmáticos.
Suspiró antes de agregar:
—Ahora debo dejar mi propio mensaje a nuestros amigos banqueros esta noche, lamentando la demora de unos cuantos días. Es un fastidio. Puedes pensar que soy excesivamente cauteloso, Francis, pero las demoras pueden ser peligrosas. Hemos de ir al concierto, ya que las butacas están a mi nombre y son las habituales, y la ausencia sería notada y comentada. Sugiero que no conversemos en el concierto y saldré momentos antes que tú, esperándote fuera. —Escanció el vino que acababan de traer a la mesa y saboreó un poco de su copa—. Excelente. Un rosado espléndido.
Joseph supo que no debía hacer preguntas. Contempló el pato silvestre que acababan de colocar ante él, con su salsa exótica, y cogió su cuchillo y tenedor. La carne era demasiado sazonada para sus gustos ascéticos y encontraba la salsa desagradable. Pero se había disciplinado hacía tiempo en aceptar alimentos de cualquier clase, recordando sus años de hambre. Se esforzó en comer, y beber vino moderadamente. El murmullo casi histérico de charlas y risas en torno era insoportablemente intruso y su honda melancolía irlandesa, sin un motivo que él pudiera sondear, volvió a acometerle. La música del distante salón de baile reforzó su tristeza.
En un esfuerzo para dispersarla y debido a algo que constantemente le preocupaba, dijo:
—Con referencia al coronel, usted le mencionó que el señor Healey me había elegido, y por consiguiente implicaba que él debía tratarme con consideración. Sin embargo, apenas nos conocimos, me insultó y en consecuencia insultó al señor Healey. ¿No demuestra esto una desconsideración hacia el señor Healey que nunca demostró antes?
Montrose bebió lentamente estudiando a Joseph por encima de la copa. Al dejarla en la mesa, comentó:
—Es muy astuto por tu parte, esto. ¿Qué conclusiones sacarías?
—Que intenta traicionarnos, tal como dije antes.
Le sorprendió a Joseph ver relucir los ojos de Montrose a la idea de un peligro y se dijo que aunque él nunca retrocedería ante un peligro si había alguna ventaja en ello nunca le gustaría ni complacería dicha perspectiva. Pero sospechó que Montrose amaba el peligro por sí mismo y hasta lo cortejaría, a pesar de su aparente cautela.
—¿Crees entonces que el coronel ha tenido un arrebato de conciencia en la cabeza o en el corazón? —indagó Montrose.
—No, no lo creo. Es otra cosa, que no tiene nada que ver con nosotros personalmente.
—Ya… Resulta interesante. Puedes estar equivocado, como no ignoras, y puedes tener razón. Siento un considerable respeto por tus intuiciones. Creo que iré doblemente armado y haré algunos cambios por mensajero en los muelles.
Alzó de nuevo su copa.
—¿No es delicioso este pato? Disfrutemos el momento presente.
Sonrió, y Joseph observó una sutil excitación en su sonrisa y una tensión, felina, en su cuerpo. Entonces, Joseph, con su penetrante intuición irlandesa, comprendió que en muchos hombres existe un anhelo suicida, no carente de deleite, y esto podía aplicarse a muchos de los que trabajaban para el señor Healey. Él, Joseph, no figuraba entre éstos aunque no amase la vida como ellos, obviamente, la amaban.