Algo obsesivo y hostigador subsistió en la mente de Joseph, algo que subsistiría durante toda su vida. Recordando hasta el fin de sus días lo que Montrose le dijo, Joseph se hizo más despiadado sin comprender el motivo claramente. Que otros hombres hicieran también su elección y nadie podría acusarle a él, Joseph Francis Xavier Armagh. «Ningún hombre corrompe a otro. Se corrompe sólo a sí mismo, y por consiguiente no ha de suplicar compasión». En un solo día, Joseph se volvió más viejo y mucho más inexorable.
Cerca de la medianoche se detuvieron en Filadelfia. Sin abandonar el vagón, que fue conectado a otro tren, apenas vieron la nebulosa gris de la estación rebosante con tropa en movimiento, humo, banderas, músicas marciales, el clamor de voces y el aullido de otros trenes partiendo o entrando. Aguardaban, en la semipenumbra, bajo el oscilante pestañeo de las lámparas del vagón. Esperaban, en la lujosa quietud, aislados del bullicio exterior, observando a los grupos de muchachas y mujeres llorosas y a los varios jóvenes de uniforme azul. Montrose lo contemplaba todo con serenidad, fumando y leyendo, aislado, apenas vagamente interesado. Pensó, por vez primera, vívidamente, en el contrabando de armas en el puerto de Nueva York.
Se dijo a sí mismo, aunque no exento de una difusa protesta íntima: «Somos nuestro propio destino. Si somos víctimas o conquistadores, así nos hemos hecho en nuestras mentes y nuestras voluntades, o con nuestros juicios erróneos o nuestras ilusiones. Si permitimos que otros nos exploten, en la vida privada o en el gobierno, somos responsables. O cometemos el fatal error del consentimiento, y por esto deberíamos ser condenados. El mundo lo perdona todo, menos la debilidad y la sumisión. Perdona a todos menos a la víctima. Porque todo es una continua batalla, aunque mueras en ella, y en todo caso la muerte sobreviene a todos los hombres. Cómo mueres es algo de tu propia elección, luchando o sometiéndote».
Joseph pensó en la mujer que había visto en el vagón hospital y forzó su memoria para rechazar su recuerdo y pensó que ya la había abolido para siempre, ya que carecía de importancia para él y no había sitio para ella en su vida. No era su culpa o su elección el haber soñado con ella aquella noche, ansiosa, gentil, plena de compasión y pena, no sólo por aquéllos a quienes cuidaba sino también por él.
Llegaron a Nueva York por la mañana temprano. Joseph había contemplado la luz roja matinal sobre el apacible río Hudson y en las verdes Palisades con sus mansiones blancas y grises y los grandes jardines dominados por enormes árboles relucientes. El río estaba lleno de barcos de vapor, pequeños veleros y barcazas. Joseph esperó hasta oír a Montrose entrar en el comedor y fue a reunirse con él. Consumieron un anticipado desayuno ya que pronto llegarían.
—No me gusta Nueva York —dijo Montrose—. Se ha convertido en una ciudad políglota, mucho peor que Pittsburgh o Filadelfia. Al estar en una isla uno se siente apretujado entre la multitud, al igual que los habitantes, y las multitudes son siempre histéricas y afeminadas. Los neoyorquinos se sienten dichosos cuando tienen una oportunidad para el vocerío, y si esta oportunidad no se presenta con bastante frecuencia, la crean. ¿Has estado alguna vez allí?
—No —dijo Joseph, y pensó en el puerto años antes, los muelles húmedos y negros, la multitud de barcos bamboleantes, la lluvia, la nieve y la desesperación.
—Debido a que muchos de sus moradores han venido en barcos de ganado y de inmigrantes procedentes de las naciones medio esclavizadas de Europa, traen consigo una mezcla de odio y adulación hacia todo gobierno, aunque sea norteamericano. Ocasionalmente formarán algaradas como hicieron en sus países de origen, pero son tumultos instintivos y no basados en la conciencia de lo que realmente pasa. Al día siguiente se arrastrarán ante el más despreciable politicastro en solicitud de un favor, recordando al cacique de su aldea y su estaca, o al gobernador de su provincia, o a su enviciado alcalde. Vinieron a lo que sabían era una nación libre, pero sus impulsos siguen gobernándoles y corresponden a su nueva libertad con el viejo sometimiento astuto, llenos de miedo, recelo y tapujos.
—Los irlandeses también han sido perseguidos, vapuleados y matados —dijo Joseph—, pero aunque todavía formen dos bandos en Norteamérica, según he oído decir, no son aduladores, ni sumisos.
—Ah, es cierto, tú naciste en Irlanda, ¿no? —dijo Montrose—. Mi abuelo procedía de allá, del Condado Galway, según creo. Se instaló en… —interrumpióse mirando por la ventana—: Algunos hombres han nacido libres aun en ghettos, aun bajo persecuciones, y hasta en la esclavitud. Casi he llegado a creer que esto es una cuestión de espíritu y mentalidad.
La estación de Nueva York en la calle 26 y la Cuarta Avenida era todavía más tumultuosa que las estaciones de Pittsburgh y Filadelfia, y mucho más grande. El ruido de campanas, silbatos, voces y carros de cargas, y de trenes entrando y saliendo, era abrumador. Joseph vio un extenso andén de confusión, de hombres corriendo, de linternas, de luz de gas, y costados de vagones deslizándose ante su ventana, crujiendo y chirriando. Y el acostumbrado espectáculo de tropa trepando en los trenes, y hordas de muchachas y mujeres y viejos, sonriendo, dando gritos de ánimo, alargando las manos hacia las ventanillas, agarrando manos juveniles que posiblemente nunca volverían a tocar, intentando reír, bromear, despidiendo hijos, maridos, amantes y hermanos, con la frívola sensación de que se iban a una aventura, aunque pronto estarían de vuelta en el hogar.
Los andenes de la estación estaban atiborrados con cajas de madera y cartón, de equipajes, de hombres con basto ropaje de faquines[10] que sudaban cargando todo en vagones abiertos, bregando con los bultos más voluminosos. El vapor brotaba de las ruedas de los trenes, chillando débilmente. El humo de las chimeneas revoloteaba en negras bocanadas por la estación. En algún lugar resonó un clarín, después un redoble de tambores y en alguna parte se oyeron gritos agudos indominables o de mensajes vociferados. Por doquier colgaban los estandartes rojos, azules y blancos, y los fláccidos vuelos de banderas, removiéndose blandamente en el viento creado por el movimiento de trenes y de gente.
Tan indiferentes a todo el ajetreo como habitantes de otra tierra, Joseph y Montrose abandonaron el tren para ser acogidos de inmediato por un cochero de librea que tocó el borde de su sombrero y recogió sus equipajes. Su rostro estaba marcado en hinchazones granulentas por una antigua viruela. Montrose parecía dar por hecho que les aguardaría. Les precedió conduciéndoles al exterior, en la Cuarta Avenida, a un ambiente caluroso, resonante y deslumbrador de sol, con reverberaciones ardientes en las aceras de ladrillos y en las calles adoquinadas, multitudes de carruajes relucientes, carromatos, faetones, victorias, tílburis y carretelas, y agitadas masas interminables de gente que parecía trotar y casi correr más que caminar. Las calles laterales, compactas de casas de tres pisos color chocolate, eran apenas más tranquilas, y cada tramo de peldaños marrones bullía de señoras con atuendos a la moda, niños y hombres expectantes, y las esquinas y bordillos estaban sembradas de vehículos. El estrépito de carruajes y las voces de la gente y el traqueteo de ruedas formaba una vaharada[11] de confusión en el aire. Aunque cada calle tenía a ambos lados árboles recientemente retoñando y aunque verdeaban pequeños jardines y céspedes ante las casas parduscas, el aire en sus espirales estaba poblado de polvo amarillento y del dominante hedor de cloacas, estiércol y piedra recalentada. Los caballos iban al paso o al trote o escarbaban parados, sacando chispas con sus cascos de los ladrillos y adoquines, y los cocheros bramaban desde sus pescantes y restallaban los látigos. Joseph había visto otras ciudades pero ninguna tan cegadora, ruidosa, intensa y agitada como aquélla. Por todas partes colgaban banderas y pendones y de nuevo hubo un estallido de música marcial a escasa distancia.
Un vehículo elegante y cerrado esperaba a los dos hombres de Titusville. El cochero acomodó el equipaje y ambos subieron al carruaje. Las ventanillas estaban polvorientas aún a aquella hora temprana y el meticuloso Montrose las cerró del todo.
—Es preferible sofocarse en aire limpio y quieto que ser asfixiados insoportablemente —decretó.
Joseph ya estaba sudando, pero Montrose aparecía tan frío y sereno como una aromática gardenia en algún recoleto y sombreado jardín. Aparentemente el calor le era familiar.
El cochero bregó abriéndose paso hacia la Quinta Avenida con restallidos de látigo y la recia amenaza de sus dos enormes caballos negros. Montrose encendió un cigarro filipino reclinándose en el almohadillado de cuero carmesí. Los arreos de los caballos estaban tan pulimentados y brillantes bajo el sol que despedían hacia atrás lanzazos de luz dentro del vehículo. Penetraron en la Quinta Avenida, «tan famosa, a su modo, como el Strand de Londres», dijo Montrose. Aunque las ventanillas estaban cerradas, Joseph podía oír el incesante estrépito de la ciudad y su tráfico. Entonces pudo ver toda la extensión de la Quinta Avenida empedrada, y los interminables recuadros de árboles y pequeños jardines enclaustrados entre rejas de bronce, y las hileras de elegantes casas de piedra blanca y gris con destellantes ventanales y verjas y los amplios peldaños, y el constante tráfico entre esquinas y las aceras con guirnaldas, repletas de peatones presurosos. Por encima de todo ello brotaban los diversos campanarios de algunos templos, las más altas estructuras de la ciudad, sus cruces y sus puntiagudos torreones captando el sol casi tropical y penetrando en el cielo lívidamente ardiente. Tan altos eran que los edificios en torno quedaban disminuidos.
—La calle de los nuevos millonarios, los gloriosos contratistas, los afortunados y reverenciados ladrones, los verdaderos directores de Norteamérica, los capitanes que mandan a gobernantes, presidentes y gobiernos —dijo Montrose—. Los Vanderbilt, los Astor, los Gould, la nueva aristocracia del dinero, los nuevos patricios procedentes del arroyo. En Europa, debido a las empresas que manejan, serían ahorcados, pero en Norteamérica son adorados. Fíjate en la opulencia de sus mansiones, aptas para príncipes, repletas de sirvientes con antepasados mucho mejores, honrados por lo menos. Y no obstante, cuando visitan las capitales de sus orígenes en Europa son recibidos por reyes y emperadores. Esta guerra ¿ha moderado su codicia, aquietado su avidez, ensombrecido sus vastas y doradas habitaciones? En absoluto. Es únicamente una ocasión para provechosos beneficios, importancia y excitación. Sus hijos compran sustitutos para el campo de batalla, si bien reconozco que sus señoras se atarean en bazares y tómbolas, bailes y actuaciones teatrales para reunir dinero para aquellos que llaman «nuestros muchachos».
Montrose hablaba sin amargura y hasta jovialmente. Dijo Joseph:
—Oí decir que las ciudades están agobiadas por la carestía y los racionamientos de alimentos y ropas.
—No en Nueva York, señor Francis. Por lo menos, no en estas calles. Posiblemente hay sectores de los barrios bajos y de las moradas de los pobres y perpetuamente indigentes para quienes resulte casi imposible comprar pan, carne o legumbres dado lo poco que ganan. El clero insiste en que no es un delito ser pobre pero nadie se lo cree. Las guerras no devastan al adinerado. La devastación es para aquellos que no tienen dinero, tanto en las ciudades como en la batalla. Siempre fue así.
La respetuosa y vigilante policía estaba por doquier con sus largas chaquetas azules, cintos, cascos y mostachos, luciendo sus bastones abiertamente, ya que nadie sabía cuándo, ni siquiera allí, los motines contra el reclutamiento podían estallar y los bribones andrajosos pretendiesen asaltar aquellas grandes casas. Joseph pudo ver sus lustrosos y húmedos rostros enrojecidos y los identificó como irlandeses, bien alimentados, si no respetados, irlandeses. En Irlanda luchaban contra la arrogancia y el poder. En Norteamérica protegían ambas cosas. «¿Acaso voy a reprochárselo?», pensó Joseph. «¿No deseo vivir tras estas puertas de bronce cincelado y estas ventanas con sedosos cortinajes?».
Como Joseph no hiciera comentarios, Montrose le miró de soslayo y pensó: «Tengo un retoño de su misma edad. ¿Mi padre le vendió… y también a Luana? ¿O acaso mi madre, cosa increíble, abrió por una vez su necia boca y se enfrentó a mi padre? ¿Dónde estarán ahora mi hijo y mi Luana, mi querida Luana?». Sonreía como si sus pensamientos fueran placenteros y no trituradores.
Cuando llegaron al ostentoso edificio, grande y macizo, que era el Hotel de la Quinta Avenida en la calle 23, Montrose abandonó el carruaje con la agilidad de un joven y Joseph le siguió, inclinando su cuerpo anguloso desde la estrecha cintura. La grandiosidad ejercía una fascinación en él, aun la grandiosidad elaborada por hombres. Alzó la mirada hacia la blancura grisácea del edificio, y a la escalinata pululante[12] de sirvientes de casaca amarilla atareados con la descarga de algunos carruajes, parándose y ayudando a caballeros y señoras a poner pie en tierra. Las damas reían dándose aire con preciosos abanicos o pañuelos perfumados y los caballeros también riendo volvían a encasquetarse sus sedosos sombreros de copa. Los gorjeos agudos y las remilgadas risas eran totalmente extrañas a Joseph y aunque se odiase al sentirse como un paleto entre aquellos «dandy», aquellos elegantes y despreocupados jóvenes con bastones y joyas, aquellas criaturas aplomadas que nunca conocieron la necesidad ni la desesperación. Las radiantes faces de las mujeres eran todavía más estentóreas que sus sedas, rasos y multicolores capas. Entre ellos había airosos oficiales con uniformes exquisitamente cortados, llenos de galante cortesía, cotorreando como actores, con sus botones dorados destellantes. Cernían espada y sus piernas quedaban perfectas en sus ajustados calzones de montar y sus altas botas puntiagudas deslumbraban, y sus charreteras resultaban arrogantes en las anchas espaldas.
Parecieron súbitamente irritados cuando Montrose, murmurando disculpas, se deslizó a través de sus filas, pero una ojeada a su rostro les impulsó instintivamente a cederle el paso. Joseph le seguía mañosamente y pensó: «Esto es autoridad». Sin embargo, era también algo más. Era una intangible cualidad de educación; era una distante altivez como si aquellos hombres y oficiales fueran inferiores. Muchos le miraron con curiosidad, intriga o resentimiento, y las mujeres le ojearon con interés susurrando entre ellas: «¡Tan distinguido! ¿Quién es?». Y una dijo: «Posiblemente un diplomático, alguien importante». Joseph y Montrose la oyeron y Montrose le dedicó a Joseph una risa silenciosa, como ante algo burlesco, y volviéndose dedicó un elegante saludo a la joven dama que sonrojóse de placer en retozo de risa mientras su galán fruncía el ceño.
Por vez primera, ante su consternada sorpresa, Joseph se encontró simpatizando con Montrose, el hombre de ninguna parte, el estafador caballeroso y tahúr, el hombre sin familia ni hogar ni parentela, el hombre que muchos considerarían un delincuente.
Entraron en el vestíbulo y Joseph sintióse inmediatamente inundado por una enorme rojez y repentinamente el aire, por lo menos para sus sentidos, era más ardiente y más abrumador que en la avenida. Las paredes eran de caoba oscura y damasco rojo satinado bajo un techo abovedado de madera dorada. La alfombra era escarlata, los grandes sillones de caoba estaban tapizados del mismo color. Aquellas mesas monstruosas fueron seguramente creadas para gigantes y no para hombres, y rebosaban de flores primaverales y jarrones; estaban intrincadamente talladas con patas arqueadas y pies dorados en forma de garra. Todos los enormes retratos de las paredes representaban a hombres y mujeres vestidos en diversos matices de rojo, con ardientes fondos que sugerían fogatas. Entre ellos había anaqueles de bruñido bronce dorado sosteniendo altos candelabros blancos. A trechos había sofás, aptos para Goliat, recubiertos de seda carmesí. Ocho enormes arañas de candeleros con grandes gotas de cristal y globos tallados en facetas de destellante luz pendían del techo y cada una de ellas podría por sí sola haber iluminado un salón de baile. Allí aparentaban ser solamente de tamaño corriente. Al extremo del vestíbulo se movían tres jaulas de ascensor de bronce dorado, y cinco hombres de camisas acanaladas, levitas negras del mejor paño y discretamente enjoyados aguardaban tras un largo mostrador con servicial dignidad para acoger a los huéspedes. Sus bigotes estaban encerados hasta el fulgor; sus ojos lo veían todo y no pasaban nada por alto.
El vestíbulo era un fluir de hombres y mujeres yendo y viniendo, riendo y charlando, saludándose y despidiéndose. Tenía aquello tal aire de festival que Joseph se preguntó si era un día de fiesta peculiar en Nueva York. Luego recordó que aquello era el alegre aspecto de la prosperidad de guerra, pese a los racionamientos de géneros y alimentos, y del nuevo impuesto sobre los ingresos que Washington había aplicado desesperadamente para pagar por el conflicto. Desde atrás de algunos biombos dorados acudían los suaves arpegios de violines y piano, recatados, pero añadiendo su propio y dulce comentario a la felicidad y alegría allí imperante, en el ambiente de bienestar, riquezas, importancia y animación. Todas las damas estaban bella y dispendiosamente vestidas, perfumadas, de modo que el vestíbulo parecía ser un cálido jardín de flores abriéndose bajo el pleno sol. Juvenil o no tan juvenil, cada semblante era bonito y cada mujer, aparentemente, intentaba parecerse a una graciosa actriz. Sus ademanes eran lindos y animados, sus voces eran como trinos. Sus abanicos revoloteaban; bolsos recamados oscilaban de sus muñecas enguantadas. Entre ellas no había ni una sola compostura triste o ansiosa. Sus caballeros eran igualmente esplendorosos, maravillosamente ataviados y fascinantes, y cuando no estaban hablando reían o saludaban a alguna dama o ponían de relieve unas piernas varoniles en ceñidos pantalones. Joseph nunca había visto tanta vivacidad y júbilo, y aunque había leído sobre ello en relación a suntuosos bailes, decidió que la realidad era mucho más vívida que cualquier palabra escrita. Los tintes floridos de cada cosa y los colores en las damas le hacían sentirse mareado y acalorado complementando el dominante susurro del parloteo ambiental.
Como si el vestíbulo estuviera vacío, Montrose se aproximó felinamente al mostrador donde por lo menos dos de los recepcionistas le reconocieron inmediatamente saludándolo.
—El señor Francis, mi socio, viene conmigo, señores, y ocuparé la serie acostumbrada de habitaciones.
Un recepcionista atrajo un grueso libro escribiendo en él rápidamente, inclinando respetuosamente la cabeza ante Joseph. Tras ellos esperaban dos hombres de uniforme amarillo a los que Joseph había visto afuera, empuñando sus equipajes.
Entraron en uno de los dorados y enrejados ascensores. El operador tiró con facilidad del cable y fueron ascendiendo.
—¿Qué te parece, señor Francis? —inquirió Montrose.
Joseph meditó, mirando hacia abajo, a través del enrejado, al enorme vestíbulo rojo y sus multicolores y remolineantes ocupantes.
—No creo que me guste —dijo.
—El señor Healey siente hacia todo esto una elevada consideración —dijo Montrose, esbozando una leve sonrisa.
—Los tiempos de guerra ya no son sombríos aquí —dijo Joseph.
—Nunca lo fueron y nunca lo serán, excepto para aquellos que combaten en las guerras, pagan contribuciones por ellas, mueren en ellas y lo pierden todo en ellas. Pero los combatientes, indudablemente, carecen de importancia.
El ejército del General Grant estaba entrando en Mississippi para el asedio de Vicksburg, y cada paso estaba siendo sangrientamente disputado. Caían a miles, en la matanza, bajo el relampagueo escarlata de los cañones y en la niebla mortal de la pólvora, y los rifles estaban abatiendo vidas juveniles y las ciudades ardían, y los campos verdeando y retoñando sólo horas antes, se ennegrecían chamuscados, y frondosos bosques humeaban bajo el cielo sonriente. Pero aquellos que estaban allá abajo en el vestíbulo que iba desapareciendo, rodeados por la cristalería, de dorados y maderas talladas, se despreocupaban totalmente del exterminio y la destrucción. Joseph sintió una profunda amargura y hasta odio hacia aquellos que gozosamente se aprovechaban de las guerras; un instante después se burló de sí mismo. Aquéllos, por lo menos, eran hombres realistas.
Los dos viajeros y sus dos escoltas, con el equipaje, abandonaron el ascensor en el cuarto piso y avanzaron por un corredor alfombrado de rojo y flanqueado por paredes de caoba lustrada. Una puerta cincelada fue abierta y Montrose estaba a punto de entrar cuando un oficial del ejército, aparentemente apurado, salió del cuarto opuesto y chocó con la pequeña caravana. Era más bien bajo, de aspecto juvenil, de rostro completamente afeitado, voluntarioso, de inquieta y rápida inteligencia y ojos de un azul peculiar, penetrante.
Deteniéndose, inclinó con brusquedad la cabeza ante Montrose y dijo:
—Mis más rendidas excusas, señor.
—Aceptadas, señor —dijo Montrose correspondiendo al saludo.
El oficial miró a Joseph, inclinó de nuevo la cabeza, y continuó apurado por el corredor, en dirección a los ascensores.
—Estos militares —dijo Montrose— siempre se desplazan como si hubiera un campo de batalla a la vuelta de la esquina.
Su entonación era indulgente. Pero Joseph recordaba la inquisitiva y penetrante mirada que el oficial le dirigió, como si lo sopesara.
La espaciosa serie de habitaciones estaba sobriamente decorada en color gris tórtola, con suaves sedas y terciopelos verdes, sin un solo toque de rojo, por lo cual Joseph se sintió agradecido. Tres grandes ventanas estaban parcialmente abiertas y los cortinajes de terciopelo verde se arqueaban, recogidos en asidores de metal áureo grabado. Las sillas doradas eran de una bella forma, lo mismo que las mesitas y sofás, y los adornos eran costosos y de buen gusto. Un gran florero redondo, con tulipanes y narcisos, se hallaba en la mesa central. A un lado de la sala surgían dos alcobas muy grandes. Las camas tenían cortinas y colchas de encaje de Bruselas y satén verde. Entre las dos alcobas se hallaba un cuarto de baño de mármol, con grifos y apliques chapados en oro, y era la primera vez que Joseph veía un cuarto de baño. La bañera estaba empotrada en una estructura de caoba, la cómoda era de mármol, con un sillón de mimbre dorado, y el lavamanos también era de mármol. Había una ventana con cristal esmerilado, para la intimidad del sitio, y el cálido sol creciente la atravesaba, haciendo bailar pequeños arcoiris por todos aquellos mármoles blancos, el suntuoso despliegue de toallas y el suelo alfombrado.
Los uniformados asistentes procedieron, rápida y expertamente, a colocar el contenido del equipaje de los caballeros en los armarios y cajones de manijas doradas. Joseph fue a la ventana y miró hacia abajo el conglomerado de la Quinta Avenida con sus pequeños jardines delanteros, los árboles resplandecientes, el incesante movimiento del gentío y el tráfico densamente congestionado. Muchas señoras habían abierto sus multicolores sombrillas y le parecía estar viendo un estrepitoso jardín en medio de un alboroto. Repentinamente, Joseph se sintió al borde de la asfixia. Cerró la ventana y el ruido enmudeció. Notó la proximidad de Montrose y volviéndose, dijo con voz hosca:
—El señor Healey es cuidadoso consigo mismo.
Montrose alzó sus cejas amarillas. Se había servido agua fría de una jarra que se hallaba sobre una de las mesas y la saboreó pensativo. Después, dijo:
—¿Y por qué no iba a hacerlo así, señor Francis? ¿No se lo ha ganado con los únicos recursos a su alcance? ¿A quién debe rendirle cuentas? ¿Hay alguna virtud en la abstinencia, algún bello elogio para la austeridad cuando no se cuenta con ningún medio? Está menos corrompido y vemos que viven en las mansiones que ves desde esta ventana, pero la venalidad no es lo que está en discusión, ¿no es cierto? Es una cuestión de gusto. Si al señor Healey le gusta la opulencia, ¿por qué no va a gozar de ella? Si tú y yo tenemos gustos distintos, ¿acaso esto los hace superiores?
Joseph estaba mortificado. Montrose había hablado con amable entonación, como lo hacen un hermano mayor o un padre, pero la picardía de sus ojos denunciaba otra intención, algo que Joseph no pudo comprender.
—Lo siento —dijo con dureza.
Montrose denegó con la cabeza y dijo:
—Nunca te disculpes por tus propias opiniones. Esto equivale casi a sentir remordimientos. ¿No fue Spinoza quién dijo que un hombre que siente remordimiento es dos veces débil? En cuanto a opiniones, pueden ser más o menos valiosas que las opiniones ajenas, pero siguen siendo las tuyas y debes respetarlas. —Miró a Joseph directamente, pero con simpatía—: En determinados momentos sospecho que no te tienes en muy alta estima; esto es peligroso, para ti mismo, y algunas veces para los demás. Es un defecto que debes enmendar.
Joseph había detectado un tono de advertencia en la voz de Montrose. Cuando contestó, en sus pómulos apareció de nuevo la estrecha y ardiente mancha:
—No soy tan ególatra como para pensar que jamás voy a cometer un error.
—Esto no es lo que quise decir, señor Francis. Si no tienes un soberbio amor propio, los demás no tendrán consideración por ti; en consecuencia, dudarán de ti, de tu palabra y de tus acciones, y titubearán o se rebelarán cuando les des órdenes. Primero debes convencerte de que estás por encima de todos los demás, aun cuando sepas que no es así, o por lo menos debes actuar como si tuvieras esta certeza. Los hombres tolerantes no son de fiar, ya que ellos mismos a veces dudan. Comprendo que esto sea una refutación de los manuales escolares, pero es una verdad absoluta. También puedes creer que esto es una paradoja, o algo muy sutil, pero te sugiero que reflexiones sobre ello. Contiene insinuaciones que van más allá de las meras palabras.
Joseph reflexionó. Después, dijo:
—¿Quiere usted sugerir que los hombres tolerantes son demasiado blandos?
Montrose alzó su delgado índice con expresión de complacencia.
—¡Exactamente! La tolerancia es el refugio de los pusilánimes. Se es tolerante únicamente con aquellos que pueden perjudicarle a uno y por ello se desea aplacarlos. Corre paralela con el altruismo y sabemos que éste implica la vanagloria y el propio servicio, además de ser un síntoma de temor.
Abrió la mano y observó un minúsculo trozo de papel que había guardado en ella.
—Exactamente dentro de cinco minutos llegará un visitante. Quizás desees asearte un poco.
Joseph pensó: «El tren se retrasó y nadie podía saber la hora a la que llegaríamos, por lo tanto, no podía existir una cita exacta y no fue entregado ni solicitado ningún mensaje en el mostrador de abajo. Tampoco vi un papel o un sobre en estas habitaciones. Sin embargo, un visitante estará aquí, dentro de cinco minutos».
Pasó al cuarto de baño para lavarse. Repasó la hora anterior en su pensamiento. Nadie le dio a Montrose un sobre; no habló con nadie excepto para solicitar aquellas habitaciones. Nadie le entregó subrepticiamente un papel, ni siquiera de paso…
Joseph se secó lentamente las manos. Evocaba al que chocó con Montrose en el corredor y le habló: el oficial del ejército. El uno presentó sus disculpas, el otro las aceptó, y se habían separado. Joseph sonrió. Fue de nuevo a la sala y miró a Montrose, que estaba tan tranquilo como si acabara de levantarse del lecho. Joseph titubeó. Se preguntó si Montrose esperaba que hiciese algún comentario, si lo aprobaría, o si le molestaría y le tendría en menos consideración si hablaba. Pero Joseph estaba algo picado por los comentarios del que le aventajaba en experiencia, por lo cual dijo:
—Seguramente el visitante es el oficial del ejército, ¿no?
Montrose alzó la mirada, alerta.
—¿Fuimos tan torpes o tan evidentes? —indagó, pero parecía caprichosamente complacido.
—No, en absoluto —dijo Joseph—. Sólo ha sido mi deducción de los acontecimientos de esta mañana.
—Siempre supe que eras listo, señor Francis, astuto, agudo e inteligente. Celebro que confirmes mi opinión. Y debo admitir que eres mucho más inteligente de lo que supuse. Pero lo mejor es que eres un magnífico observador, y éste es un raro don que nunca es lo bastante elogiado —miró a Joseph con un orgullo curioso que desconcertó al joven—. El coronel Braithwaite nos ha estado esperando desde anoche, pero el tren se retrasó y no se sabía con certeza la hora de nuestra llegada. Él tenía que hacerme saber cuándo podríamos sostener nuestra reunión. De otro modo, no lo habría sabido y hubiésemos perdido tiempo esperando.
Al no hacer Joseph comentario alguno, Montrose volvió a dar muestras de su complacencia. Alguien llamó a la puerta, por lo que Montrose se levantó y fue a abrir.