Healey había comprado un vagón particular para él y para uso de sus empleados más importantes y amigos, un año antes. Ahora que el Ferrocarril de Pensilvania efectuaba regularmente el trayecto entre Titusville, Wheatfield, Pittsburgh, Filadelfia y Nueva York, con paradas adyacentes a petición. Healey había decidido darse aquel capricho, si bien útil, dispendioso, alegando: «A mi edad, ya va siendo hora que disfrute ciertos lujos». Era un hermoso vagón, pintado de negro con retoques de carmesí y oro al exterior, y contenía dos elegantes alcobas, un cuarto con lavabo y una con cascada de agua y una bañera, un comedor asombrosamente amplio, cocina y salón, sin mencionar la «sala de conferencias» con su severo mobiliario para tratar de negocios. Todo esto se hallaba a un lado del vagón con un pasillo corriendo a lo largo y puertas instaladas para el discreto aislamiento. Estaba calentado por el vapor de la locomotora; todos los cuartos ostentaban un suntuoso mobiliario y decoración, de modo que el vagón era realmente tal como decía Healey con alegre satisfacción, un verdadero hotel ambulante. Los tabiques estaban recubiertos de paneles de caoba y roble, los suelos tapizados de alfombras orientales, por las paredes había bonitos cuadros y las lámparas de kerosén eran de cristal, con filigranas de oro y plata en diseños complicados. Las ventanillas eran anchas con cortinas de lujoso brocado. El amueblado y decorado fue hecho en Nueva York por ostentoso encargo de Healey. Era, para hacer uso de su propio adjetivo, «grandioso». El señor Vanderbilt y el señor Astor podían tener pero el señor Healey las tenía bien chapadas en oro sobre plata.
Joseph había oído hablar del vagón pero no lo había visto. Le pasmó todo aquel lujo, ya que no había prestado crédito a las descripciones plenas de color. Ahora, todo aquello iba a ser su aposento durante unas quince horas como mínimo. Le tenían sin cuidado todos los adornos de la alcoba que le había sido asignada y los estimó absurdos pero la cama era amplia y cómoda. Hasta había un armario para libros en la estancia, pero una ojeada a su contenido no suscitó su interés. Montrose llamó a la puerta y entrando fue a sentarse en un sillón de brocado cercano a la ventana, donde también se había instalado Joseph. La puerta fue cuidadosamente cerrada. El vagón estaba todavía en una vía lateral y no sería encadenado al tren, tras el vagón de cola, antes de una hora más o menos.
—¿Qué te parece todo esto? —indagó Montrose sonriendo.
—Recuerdo la noche que llegué por vez primera a Titusville. Desde entonces he viajado para el señor Healey, pero no en este vagón, sino en los nuevos «Pullman». Pero no creía que pudieran existir vagones como éste.
—Opino que son ridículos —dijo Montrose—, si bien no soy de los que desaprueban los lujos, comodidades y amenidades civilizadas, pero deberían ser más discretas, especialmente en tiempo de guerra. La gente menos afortunada, digamos, es propensa a volverse envidiosa, sin preguntarse, naturalmente, por qué otros tienen más que ellos y qué clase de ingenio, inteligencia y ambición desvelada produce tales lujos y cómo fueron ganados con sudores, férrea disciplina y superior inteligencia, o por soberbia villanía. Pero cada hombre que tiene que contar sus centavos siente que, de alguna manera, aquellos que le superan en talento, voluntad e ingenio, lo han «explotado» a él, y por sus riquezas le han quitado dinero de su propio bolsillo. Este sentimiento se percibe con insistencia en el Norte, aunque no en el Sur. Ha sido estimulado por el señor Lincoln, y los «hombres nuevos» en las universidades, que son, ellos mismos, envidiosos de mayor habilidad y energía que la suya propia. No hay nadie más peligroso que un hombre inferior que se ha convencido de que le han privado de lo que siente le es debido con razón o sin ella.
Montrose rió en breve carcajada y dijo de inmediato:
—No es asunto de risa. Hace cuarenta años un célebre francés dijo que Norteamérica está condenada porque no sabe distinguir entre aquellos que son preeminentes por naturaleza y aquellos nacidos para permanecer en el anonimato. Esto, por desgracia, es llamado «democracia», lo cual es el denominador común del patio de un corral.
—He vivido en el campo, porque mi padre era granjero —dijo Joseph, que sentíase impulsado a ser menos renuente al hablar con Montrose—. Era fácil de observar que los animales establecían sus propias jerarquías de superiores e inferiores en carácter y mando. Siempre había una res, la reina, que controlaba la manada, y los caballos saben con precisión quién debe mandar, y los pollos tienen su orden para picotear. Los perros deciden pronto quién gobierna un determinado sector, y los pájaros en la primavera marcan sus áreas de nutrición y expulsan agresivamente a los intrusos. Éste es un mundo no sólo compuesto por hombres sino también por otros animales que se gobiernan por el instinto, desarrollado por la naturaleza. He llegado a un acuerdo con dicho mundo.
—No eres un idealista —dijo Montrose.
—El idealismo es para aquellos que no pueden llegar a un acuerdo con la realidad ni con el mundo tal como es.
Asintió Montrose, especificando:
—Tales hombres están locos. Pero la locura se extiende desde que Karl Marx promulgó su Manifiesto Comunista hace quince años. No soy profeta, pero sí puedo afirmar que desde la Comuna Francesa en 1795, el mundo ya comenzó a perder la razón —y encendiendo uno de sus cigarros filipinos, agregó Montrose—: En tu opinión, ¿dirías que Cristo fue un idealista?
Vio que el semblante de Joseph, nunca legible, habíase hecho aún más hermético, hasta que dijo Joseph:
—Recuerdo que Él le dijo a un joven: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie salvo Dios es bueno». Éste no es precisamente el comentario de un idealista.
—Es el comentario de un hombre sensato —dijo Montrose—. Si hay ángeles, yo creo que delatan más a los necios que a cualquier otra clase de delincuente. Yo pienso que en el futuro, y comenzando a partir de ahora, Norteamérica será gobernada —y últimamente destruida— por necios. No denigremos demasiado al señor Lincoln, aunque confieso que yo le desprecio. Dijo que Norteamérica nunca será conquistada desde el exterior sino por los vándalos que habitan en su interior. Me temo que tiene razón sobrada.
Montrose había traído consigo un maletín. Lo abrió mostrando a Joseph su contenido: billetes de Banco con garantía oro de numeración no inferior a cien dólares cada uno, y algunos de mil dólares. Vio Joseph aquella riqueza y no hizo comentario alguno. En palabras de su padre, equivalía al rescate de un rey, y aquello no incluía el dinero que él también llevaba.
Dijo Montrose:
—Si por cualquier circunstancia… no sobrevivo… conserva esto contigo defendiéndolo con tu propia vida y devuélvelo al señor Healey —y reclinándose en el sillón agregó—: Aprenderás mucho en este viaje. Tienes solamente que abstenerte de hacer preguntas. Tienes solamente que escuchar. Y actuar.
Joseph asintió. Montrose cerró el maletín y se puso en pie. El tren iba saliendo desde los talleres de revisión. Joseph vio las colinas y la ciudad deslizándose junto a su ventana. Atardecía y todo tenía una pátina de polvo dorado. Hacía un calor desacostumbrado para abril. Vio una larga columna de reclutas marchando fatigosamente por una estrecha calle y oyó tenuemente los ecos de músicas marciales. Vio las banderas. Encogió los hombros. Nada tenían que ver con él.
Joseph y Montrose se encontraron en el comedor para cenar. El tren aumentaba en velocidad y trepidaba a través de la campiña, ululando y machacando. Dos altos y jóvenes negros servían la cena, gravemente, con ojos vigilantes, silenciosos y rápidos. Había whisky y vino que no cató Joseph ante la íntima diversión de Montrose, que también se daba cuenta que Joseph no paraba mientes en la exquisitez de las carnes, de los panecillos calientes, de las legumbres bañando en mantequilla, los delicados pastelillos. Comía por necesidad, no hallando placer en ello. Un hombre que no discierne en alimentos, pensó Montrose, no es necesariamente un lerdo. Puede tener objetivos más severamente inflexibles. Sentíase levemente curioso con respecto a Joseph, pero no lo desaprobaba. Individuos así suscitaban respeto, aunque nunca admiración, ya que estaba por encima de todo placer, por encima de toda gratificación y de los habituales goces del mundo. «Este hombre es joven», pensaba Montrose, «pero hay simas vacías en su alma, y por consiguiente es, quizá, más peligroso que todo el resto de nosotros. No ha sido aún puesto a prueba. Ya veremos».
Fueron juntos al pequeño pero suntuoso salón del tren, donde Montrose se atareó con ciertos archivos y Joseph observó el panorama del anochecer tras los bruñidos cristales. El cielo tenía el patético lustre de una densa aguamarina, sonrojada con rosa al oeste, y los árboles de la primavera eran de un brillante oro habiéndose tornado la tierra brillantemente verde. El ganado recorría los pastos tendiéndose junto al azul de arroyos y estanques, y las granjas se delineaban a la distancia, blancas y plácidas, con sus enormes establos rojos dominantes. Los setos aparecían salpicados de amarillo o con un suave verdor; a trechos, había charcos de pequeñas flores silvestres purpúreas. Más allá, se elevaban colinas de lavanda y heliotropo y bosques tan densos como junglas de color verde oscuro. Una inmensa paz se extendía por doquier, tan serena como el agua mansa. En aquel vagón ningún ruido del exterior podía entrar y, por consiguiente, había una sensación de radiante silencio por todo el campo.
En su contemplación, Joseph fue acometido por la vieja y oscura melancolía que conocía, que tanto odiaba. Si estuviera allí Daniel Armagh irrumpiría en recital poético, con su voz musical conmovida hasta el susurro. Hablaría de la perfección de la naturaleza que reflejaba la perfección de Dios. Pero Joseph sabía que, detrás de toda aquella radiante tranquilidad, de aquella beatitud verde, oro y púrpura, se agitaba una salvaje lucha por la vida, por la presa, por el alimento. No había siquiera una raíz, por frágil, roja o parda o tímidamente verde que fuera, en la cual no estuviera entablándose una batalla a muerte, de minutos quizás, pero tan letal como cualquier batalla entablada por el hombre. No había una hoja que no fuera atacada, ni una gota de agua en la cual no tuviera lugar un Waterloo. En la bóveda aguamarina, tan benignamente arqueándose en lo alto, los halcones estaban cerniéndose sobre indefensos pájaros, los buitres trazaban sus giros en corona, acechando en busca de carroña. Algunas de las reses paciendo, eran ellas mismas campos de batalla y agonizaban. Los retoños de los nuevos árboles estaban siendo infestados por insectos que bebían la resinosa sangre vital, y muchos de los árboles morirían antes del otoño. Los setos florecientes eran las flores de un cementerio. Daniel Armagh hubiese hablado de la celebración de la vida por la naturaleza. Joseph pensaba en ella como la celebración de la muerte eterna, siempre triunfante. «Poseemos este instante de respiración», se dijo a sí mismo. «Puede parar al instante siguiente. Nosotros, también, somos celebrantes de un funeral interminable».
Montrose apartó a un lado sus libros y dijo calmosamente:
—Ahora debemos sostener una charla antes de ir a la cama, ya que éste es un largo viaje y por ahora los vagones delanteros no están todavía repletos de oídos que escuchan, ni de gente curiosa.
Comenzó a hablar y Joseph escuchaba con su peculiar intensidad de concentración. Su semblante no se alteró; no era posible leer sus pensamientos ni hacer conjeturas sobre ellos Sentábase tan quieto como una roca junto a la ventana en su oscuro y nuevo ropaje distinguido —que el señor Healey había comprado— y ni por un instante una de sus negras y lustrosas botas crujió ni sus manos se crisparon nerviosamente. La última luz diurna se extinguió en su cabello rojo y su rostro quedó oculto.
—Ahora, como ya puedes juzgar, tenemos mucho que hacer, aparte de esta misión personal. El señor Healey deseaba que lo supieras. Ha depositado en ti una gran confianza —y sonriendo tenuemente añadió—: Tienes derecho a un par de preguntas.
—No —dijo Joseph.
—¿Lo has comprendido todo?
—He comprendido que debo aprender, vigilar y no mostrar la menor curiosidad.
—Excelente —aprobó Montrose.
El paisaje se había vuelto gris y oscuro, más allá de las ventanas. Tras una llamada en la puerta, uno de los negros entró para encender una de las lámparas de cristal que colgaban del abrillantado lecho. Montrose recogió sus libros.
—Es hora de que me retire a dormir —dijo y miró a Joseph con sus amarillentos ojos—. Sugiero que también hagas lo mismo, porque estaremos muy ocupados apenas lleguemos a Nueva York.
Joseph permaneció sentado a solas durante un rato en el salón. Vio su propio reflejo sombrío en el negro espejo de la ventanilla. Aun a solas su semblante no demostraba emoción alguna. Pero un cansancio peculiar, no del cuerpo sino de la mente, empezó a pesar en su ánimo. Se levantó con una sensación de vejez y cansancio. Fue a su dormitorio, se desvistió y se acostó. Los rieles cantaban, las junturas chasqueaban como castañuelas. El dormitorio oscilaba como un barco.
En el compartimento hacía mucho calor. Joseph permanecía tendido sobre las blandas mantas y miraba vacuamente a la nada.
Pasó un largo tiempo y no lograba conciliar el sueño. Su camisón de noche era como un frío sudario contra su cuerpo, pese a todo el calor del compartimento. No era lo que llamaban los irlandeses un «dormilón» ni siquiera en las circunstancias más favorables. Aquella noche tampoco conseguía aletargarse. Oyó las suaves pisadas de los jóvenes negros por el pasillo, mientras patrullaban el lujoso vagón, inspeccionando las rebajadas lámparas que guiñaban en el techo. Un par de veces Joseph oyó sus amortiguadas voces, melodiosas y ligeras, y en determinado momento rieron de todo corazón, y él se preguntó brevemente cómo podían siquiera reír. El tren gemía a través de la noche y no obtenía respuesta.
Ahora el tren iba aminorando su marcha y Joseph se incorporó a medias para mirar a través de la ventanilla sobre la cual no había tirado las cortinas. Vio el brillo de muchos raíles a la luz lunar y más allá la débil luz de una pequeña estación desconocida. Y entonces entre su tren y la estación trepidó otro tren, iluminadas todas sus ventanillas, y casi todas ellas abiertas a la cálida y súbitamente opresiva noche. Joseph pudo ver claramente el interior de muchos vagones desplazándose con lentitud. Estaban repletos de jóvenes soldados, vendados, heridos, yaciendo desparramados en camas improvisadas y asientos de mimbre. Vio rostros de muchachos cegados bajo trapos sanguinolentos, rostros pálidos como sábanas y desprovistos de vida; vio brazos y piernas mutilados. No pudo oír los quejidos ni los gritos de angustia, pero los podía sentir. A través del sangriento hacinamiento de los sufrientes y moribundos se movían mujeres jóvenes con gorros y delantales blancos y entre ellas estaban los negros hábitos de monjas juveniles y sus blancas tocas. Llevaban jofainas y jarros de agua y toallas y esponjas. Se inclinaban sobre los muchachos, acariciando mejillas, sosteniendo manos húmedas, hablando suavemente, sonriendo, a veces llorando, abriendo o cerrando ventanas, dando agua a bocas febriles, animando, haciendo muecas risueñas para ocultar su pena, consolando, enjugando sangre con las esponjas.
Ambos trenes se habían parado torpemente, paralelos por unos instantes. Joseph sabía que aquél era un tren de tropa yendo a la cercana y anónima ciudad, un tren hospital. Una joven enfermera se irguió tras atender a un soldado: habían lágrimas en sus mejillas. Ella miró directamente, a través de la ventanilla, hacia el vagón oscurecido de Joseph y éste se apartó un poco de la ventana, aunque sabía que ella no podía verle. La he visto antes, pensó Joseph, pero no podía recordar.
El vagón de enfrente estaba incendiado con la luz amarilla de numerosas linternas y parecía exhalar vapor de ardores. Joseph olvidó la miseria y el sufrimiento que había visto y miró con fijeza a la alta joven que parecía estar agotada. Permanecía en una actitud vencida, con un vendaje sangriento en la mano, erguida la cabeza, y sus ojos conteniendo la expresión, lejana y remota, de alguien que ha contemplado demasiados padecimientos. Miraba el elegante vagón de Joseph con la indiferencia de los desesperados, con los ojos hundidos, contraída la nariz, su linda boca tan seca y blanca como el algodón. Pero su fatiga, su postura decaída, su manifiesto agotamiento, y el basto delantal y el gorro no podían ocultar el esbelto encanto de su cuerpo, la belleza de su semblante. Su suelto cabello tostado caía en bucles y húmedos rizos hasta sus espaldas, y sus ojos brillaban como ópalos oscuros sobre el delicado diseño de sus mejillas, con reflejos cambiantes destellando fuego, oscureciéndose luego para después matizarse con el ámbar de su cabello, expresando una intensa dulzura y recónditos fulgores. Su cuello era largo y grácil, suave como la seda, y sus manos, sosteniendo el vendaje, eran estrechas y finamente modeladas.
Parecía mirar directamente a Joseph con aquellos límpidos, inocentes y tiernos ojos tan vívidos, tan brillantes. Expresaban al mismo tiempo fuerza y delicadeza, valor y tristeza, y un frágil espíritu indomable. Lucía un anillo en su mano izquierda: un deslumbramiento de diamantes y esmeraldas.
Joseph se sentó más erguido, mirando profundamente el semblante de la joven. No tendría muchos más años que él, quizá dos o tres, y sin embargo le parecía tan joven como su hermana Regina. No cedería al agotamiento y proseguiría tras aquel respiro. Los vagones, aunque no se desplazaban, bamboleaban un poco. Un soldado le habló, fuera de visión, y Joseph la vio inclinar el esbelto cuerpo y vio la forma de un joven seno perfecto bajo el oscuro azul del vestido de algodón. La luz de la linterna formaba un charco trémulo en el hueco de su garganta. Su semblante rebosaba compasión, estremecido de misericordia y renovada preocupación.
El tren hospital se movió hacia el desviadero de la estación. Joseph seguía sentado, envaradamente. La joven se perdió en el fulgor de los siguientes vagones. Volvió a tenderse muy lentamente. Sabía que la conocía; casi podía oír su voz, suave y baja, suplicante. Y de pronto fue acometido por algo que nunca experimentó antes, y que ignoraba. Era un oleaje salvaje y apasionado dentro suyo, a la vez deseoso, extraviado y doloroso, fieramente devorador, haciéndole sentir como si nunca hubiera estado vivo antes, consciente de su propio cuerpo y del clamor de su mente. Empujó hacia abajo la ventanilla abriéndola. Vio cómo se atenuaban las luces del otro tren al aproximarse al desviadero y, súbitamente, sintió el impulso de saltar y correr. Tan ardorosos, tan exigentes y turbulentos eran sus pensamientos, tan hambrientos y enfáticos que perdió su sensatez, su frío aplomo y su disciplinado autodominio. Pese a su agitación pudo, ofuscadamente, preguntarse qué era lo que le había asaltado de ese modo con pasmo, maravillándose de esas emociones.
No era únicamente la belleza de la joven lo que le había abrumado, ya que había visto chicas más bonitas, más jóvenes y ciertamente más exuberantes en los burdeles del señor Healey. Y más alegres, ya que aquella muchacha carecía de toda alegría. La había conocido, pero no podía recordar dónde. Su nombre no acudía. ¿Fue en las calles de Boston, Nueva York, Filadelfia, en un carruaje? Era evidentemente una dama de buena cuna y educación. ¿Pasó cerca suyo en alguna parte? Por un instante pudo aspirar aroma de violetas y ver un rosal más carnoso que el perlado que acababa de vislumbrar. Sí, había visto mujeres más bonitas y más sensuales. Pero no significaban nada ni admitían la menor comparación con aquella joven que poseía un orgullo tan gentil, una compasión tan sin egoísmo, un deseo tan decidido de servir y consolar.
El pensamiento de que ella estaba atendiendo hombres sudorosos, sangrantes y apestando, que procedían de los campos de batalla, y que estaba curándoles con sus suaves manos, quitándoles la mugre y transportando pestilentes recipientes, le pareció un ultraje. ¿Dónde estaban su padre, sus custodios, que permitían aquella nauseabunda labor en los mataderos? Los odió. De nuevo ansió saltar del tren, ir en busca de la joven, y apoderarse de ella…
«He perdido la razón», pensó, esforzándose en yacer inmóvil. ¿Qué significa para mí, una mujer que nunca volveré a ver? Entonces, ante este pensamiento se sintió desamparado, lacerado de dolor, devastado por el anhelo, y, ante su propio horror, estremecido por el deseo. Se dijo que era un sentimiento vergonzoso mientras hundía el rostro en la almohada. En voz alta, dijo:
—La he visto. He oído su nombre. Algún día recordaré. Entonces la encontraré de nuevo, la encontraré…
«¿Y qué harás entonces?», preguntó la fría voz que en su cerebro siempre estaba preparada para amonestarle, burlándose de él, dominándole y aconsejándole.
El tren avanzó en la noche, traqueteando con creciente velocidad. Había sido apartado, por un breve momento, a otra vía, a fin de permitir el paso del tren hospital. Los ojos de Joseph se esforzaron en seguir el tren que ahora era, tan sólo, una parpadeante sombra en la lejanía. Ni siquiera conocía el nombre de la ciudad que acababan de dejar. Vio la campanilla en el tabique cerca de su cama y tiró de ella. Poco después entraba uno de los jóvenes negros, inquiriendo:
—¿Señor?
—La ciudad por la que acabamos de pasar… ¿cuál es su nombre?
El negro miró a través de la ventana.
—No lo sé, señor. Nunca paramos allí. Quizá sea solamente un cruce.
Su voz no poseía la melodiosa lentitud de la voz de Montrose, por lo que Joseph dedujo que nunca había vivido en el Sur. Proseguía el camarero:
—He oído decir que allí hay un campamento para los heridos del ejército.
—¿Lo sabría el señor Montrose?
Los ojos del negro expresaban perplejidad.
—No lo creo, señor. Nunca nos hemos detenido allí. Nos colocaron sencillamente en otra vía de modo que el tren de tropa pudiera hacer uso de la nuestra. ¿Desea algo más?
—No.
Joseph estaba coléricamente molesto; le enfurecía aquella prueba de su nueva vulnerabilidad. Intentó relajarse en su cama. Era un imbécil. La muchacha no era nadie para él; nunca la conocería; no quería conocerla. Su escueta vida le bastaba, austera y ordenada. No necesitaba de una mujer permanente, sino tan sólo de paso sin importancia ni significado.
Pero no podía suprimir aquel misterioso calor palpitante e incandescente en su interior, la extraña excitación quemante, el anhelo, la frenética ansiedad de asir y estrujar, el hambre desesperada e insistente. No encontraba la menor palabra para todo aquello, ni explicación alguna. Había sucumbido a un encantamiento que no contenía felicidad sino un terrible afán dominante.
Despertó en la grisácea semiclaridad que precede al amanecer. El tren estaba inmóvil y Joseph tuvo la sensación de que no se movía desde hacía algún tiempo. Estaban detenidos en una vía próxima a una estación y, súbitamente, vio el rótulo: WINFIELD.
Bajo aquella luz imprecisa la estación se hallaba casi desierta, aunque estaba adornada con guirnaldas y banderas agitadas por la tenue brisa de la aurora. En el terraplén había numerosas cajas de madera y barriles que algunos hombres somnolientos descargaban de los vagones de mercancías. Sus voces llegaban a Joseph, sofocadas. La locomotora humeaba con languidez, mientras el vapor se elevaba desde las ruedas.
Más allá de la estación, Joseph podía ver la lóbrega ciudad y algunas de sus empedradas callejuelas.
Joseph pensó: «No he visto a mi hermano y a mi hermana desde hace años. ¿Es posible que los pueda ver ahora?». Tocó la campanilla y entró el camarero.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos en esta ciudad? —preguntó Joseph.
—Calculo que vamos a irnos pronto, señor. Hemos estado aquí cerca de dos horas. Demora en las vías. Trenes de tropa, al parecer.
«Si me hubiese despertado tan sólo una hora antes podría haberles visto», pensó Joseph. «Regina piensa en mí, pero no puede recordarme, casi seguro, como a un hermano y una persona. También he ido convirtiéndome en algo lejano y extraño para Sean». Su control interno se había quebrantado la noche anterior; ahora sentía que una vez más se agrietaba, y sonrió con desagrado contra sí mismo. Pero la nostalgia y el apremiante anhelo estaban torturándole y sintió horror y temor al ser asaltado por algo que pensaba haber enterrado y dominado hacía ya mucho tiempo.
Sentándose cubrió de nuevo su ventana con la cortina. Permaneció rígido, pugnando contra sí mismo, imprecándose íntimamente, ridiculizándose y maldiciéndose. El tren comenzó a moverse; tintinearon campanas; bufó el vapor; zumbaron los silbatos. Era demasiado tarde para ver a Sean y a Regina. «A Dios gracias», pensó Joseph. Se durmió cuando el tren adquirió velocidad.
Cuando despertó el sol primaveral estaba destellando a través de la cortina. Estaba empapado en sudores y temblando de debilidad. Pero crispó los maxilares y fue al cuarto de baño a lavarse y vestirse. No podía mirarse ni siquiera con indiferencia. Desviaba los ojos.
Montrose le esperaba en el comedor. Fue sorprendido por el aspecto del joven, ya que el rostro habitualmente terso y pálido de Joseph estaba moteado, como por magullamiento o presión, con una coloración carmesí estrecha y netamente delimitada sobre los duros pómulos. Montrose pensó que tenía la apariencia de quien ha pasado la noche con una mujer y tal idea le divirtió. Todavía le produjo más diversión ver que los dedos de Joseph mostraban un débil temblor y que su mirada era insegura, como si estuviera preso de malestar o hubiera sido humillado o hubiese incurrido en complacencia consigo mismo en modo indecible.
—Los viajes largos resultan cansinos —dijo Montrose—. ¿Dormiste bien?
—Muy bien.
—Estas demoras de tiempos de guerra son muy tediosas —dijo Montrose—. Hubo otro tren militar hace escasas horas. Mi camarero me trajo un periódico. Hay tumultos muy graves en Nueva York contra el reclutamiento. Se rumorea que más de ocho hombres resultaron muertos anoche en las calles por la policía y los militares. ¿Crees entonces que los alborotadores simpatizan con el Sur y por ello desean no servir bajo las armas?
—Nunca pensé en ello —dijo Joseph.
—Pues puedes tener la seguridad de que no era por simpatizar con el Sur, o se hubieran sublevado hace ya dos años, en protesta. Temen únicamente combatir, temen la muerte. Cuando los demás peleaban y morían, no les importaba a estos protestadores, pero cuando se les pidió servir se pusieron frenéticos. Y ahora gritan que es una guerra «injusta». Es la «Guerra de Lincoln». Vociferan que es un dictador y exigen su destitución. Es una guerra anticonstitucional, proclaman con pancartas. Lo que verdaderamente quieren decir es que no quieren servir a su país, que no aman a su país, y desean solamente que les dejen en paz para disfrutar los frutos de las muertes y sacrificios de los demás, y calentarse al sol de una prosperidad de guerra para ganar dinero y conseguir sus propios beneficios.
Joseph olvidó su propia agitación íntima y contempló con la primera curiosidad concentrada a Montrose. Titubeaba. Las preguntas no eran estimuladas por los hombres de Healey. Pero Joseph se oyó decir:
—Perdóneme, señor Montrose, pero siempre tuve la impresión de que usted era un sudista, por su acento y modales. Si estoy en lo cierto, ¿no siente simpatía por la Confederación?
Montrose elevó sus cejas amarillas. Cortó cuidadosamente la punta de uno de sus cigarros filipinos y lo encendió para estudiar reflexivamente el extremo encendido por algunos instantes. Luego exhibió su sonrisa felina, como si Joseph fuese un poco absurdo pero hubiera decidido seguirle la corriente.
—Señor Francis, no tengo vínculos de fidelidad ni nunca los tuve, con Dios, hombre o nación. No es que haya sido objeto de su famosa ferocidad, ni que haya sufrido a causa de ellos. Nunca quise, nunca fui robado, nunca traicionado, nunca me hicieron sufrir. En consecuencia, no soy vengativo. En consecuencia, no estoy indefenso. Elegí calmosamente mi manera de vivir. Nunca me permití deberle nada a otro hombre, ni he permitido que otros me adeuden. Vivo solamente mi propia vida y la disfruto inmensamente y no quiero tener otra. ¿Contesta esto a tu pregunta?
Joseph no replicó. Estaba considerando cada una de las palabras de Montrose y estaba un poco confundido. Repentinamente comprendió que había creído que los hombres de Healey estaban, como él mismo, en guerra contra el mundo por tristes y desastrosas razones, motivaciones en cierto modo similares a las suyas. «¿Es posible», pensó, «que si yo hubiera tenido la vida que este hombre ha insinuado, fuese el que soy, o sería alguien enteramente diferente? ¿Son siempre las circunstancias nuestro conductor, nuestro carcelero, nuestro móvil, y somos moldeados desde fuera o desde dentro? ¿Elegimos convertirnos en lo que somos… o nos vemos obligados a esta conversión? ¿Somos víctimas o agentes de nuestro destino?». Otra vez se sentía mortificado por no haber pensado antes en esto, pero había aceptado como verdadero que los hombres eran víctimas de la calamidad y que la respuesta no consistía en admitir que podía tratarse de su propia culpa o de su elección, y que si alguien tenía que ser recriminado era «Dios» o los hombres más fuertes y arrogantes.
Montrose, con su estilo elegante, estaba en guerra con el mundo que nunca le perjudicó, torturó, maltrató o ridiculizó. Era soberbiamente compacto. Nunca sería atormentado por trastornos ni lacerado por las circunstancias. Nadie sería jamás capaz de conmoverle. No conocía el miedo ni nunca lo conoció. Si devolvía golpe por golpe al mundo no lo hacía impulsado por la ira o por la injusticia, sino por propio interés y en legítima protección. Y lo haría sin el menor impulso vengativo, sin odio y sin emoción.
Como si hubiera oído cuanto Joseph pensaba, Montrose dijo:
—Todos elegimos lo que deseamos ser. Nadie nos empuja ni obliga. Podemos embaucarnos a nosotros mismos pensando que es así, pero no lo es. El mismo viento que impulsa una nave contra las rocas pudo impulsarla hacia un refugio seguro. En pocas palabras, no es el viento, sino la colocación de las velas. Un hombre que niega esta verdad es un débil que desea echarle la culpa a otros por el rumbo de su vida.
Sonrió. Hizo una breve pausa y añadió:
—Cuando yo era un muchacho un viejo negro analfabeto me dijo: «Mi joven amo, recuerde esto siempre: el ángel que lleva las cuentas de nuestros actos no aceptará su excusa de que otros le hicieron como es, y que usted no tiene culpa». Nunca lo olvidé, señor Francis.
Joseph, impulsivamente, dijo:
—Pero existen aquellos que nacieron en la esclavitud, aquellos que nacieron en la desgracia…
Montrose meneó la cabeza en negativa:
—Y también existen los que se niegan a ser esclavos en sus corazones, en sus pensamientos y en sus almas, como sea que quieras llamarlo, y aquellos que se sirven de la desgracia para instruirse y elevarse. Sigue siendo tu elección, señor Francis. Si yo creyese en cualquier deidad le agradecería y bendeciría por esta libertad de elección, ya que de otro modo seríamos ciertamente esclavos.
—Yo no elegí… —empezó a decir Joseph.
Montrose arqueó nuevamente sus cejas:
—¿Verdaderamente no, señor? Cuanto antes te hagas a ti mismo esta pregunta más rápido te salvarás de la esclavitud del mundo. Un centenar de opciones están a diario al alcance de todo hombre, y nosotros hacemos nuestra elección. Nadie, por ejemplo, te obliga a seguir en esta misión, señor Francis. Ninguna fuerza ha sido impuesta en ti; no estás desvalido. Si lo deseas, puedes abandonar este tren en la próxima parada y nadie te lo impedirá.
—¿Y si otros dependen de uno, señor Montrose?
—Entonces ya desciendes al terreno de los sentimentalismos —dijo Montrose—. Un hombre verdaderamente fuerte nunca es sentimental. Nunca toma en consideración a los demás. Considera y lucha únicamente para sí mismo. Todo lo demás es debilidad.