—Usted quiere mantener fuera de la recluta a trescientos hombres —dijo el personaje importante—. Esto será muy costoso, Ed. Tendrá que comprar sustitutos. El precio es elevado. Como mínimo cien dólares por persona. Esto es lo que piden ahora en Nueva York. Algunos reemplazantes hasta piden tanto como quinientos dólares y hallan cinco ofrecimientos. He oído decir que algunos millonarios están ofreciendo hasta cinco mil dólares para un sustituto de sus hijos. Sin embargo, usted ofrece solamente veinte dólares. Vamos, vamos, Ed, seguro que está bromeando.
Paladeó un sorbo del excelente whisky mirando a Healey humorísticamente:
—¿Para qué ahorra tanto? No tiene esposa ni hijos ni parientes.
—Yo fui pobre una vez —dijo Healey—. Usted nunca lo fue, y por consiguiente no sabe lo que significa. Yo, sí. Yo puedo comprender por qué hay hombres que ofrecen sus almas al diablo. Usted no.
Estaban sentados en la biblioteca de Healey. Las paredes doradas irradiaban en la luz tormentosa. Las ventanas estaban abiertas. Todo había adquirido una densa vida, llenando la estancia con el aroma de la hierba nueva, de la tierra entibiada y del viento vaporoso. En la larga mesa de Healey había un jarrón con jacintos que parecían cabrillear con irisaciones de heliotropo mientras impregnaban el aire con su perfume.
Admirando uno de los cigarros de Healey que sostenía entre sus dedos, dijo el personaje:
—Yo creo que todo hombre si pudiera y supiera cómo hacerlo, vendería su alma al diablo. Ésta es la razón por la cual el diablo es discreto. Tendría demasiados clientes si proclamase que está en la Bolsa para la compra de almas. Bien, Ed, ¿está dispuesto a entregar el dinero?
—¿A usted? ¿O a los sustitutos?
—Vamos, vamos, Ed, no hay necesidad de ser chabacanos.
—Me debe mucho —dijo Healey—. No quiero mencionar cuánto. Esto sería «chabacano», como lo llama usted, y descortés. Le ayudé. No era usted demasiado listo en algunos aspectos. En la presente ocasión yo no le pedí que viniese aquí para discutir sobre el dinero para los sustitutos. Yo pedía solamente su influencia en Washington.
El personaje inclinó la cabeza.
—El precio de mi influencia resulta alto, Ed. Tenemos que tratar con el señor Lincoln y él aborrece la realidad de los sustitutos, aunque tenga que aceptarla. El Ejército necesita hombres. Hemos sufrido pérdidas considerables. La recluta ya no basta para completar las filas. La gente está comprendiendo ahora que la guerra no es una francachela. Su precio es sangre y muerte. Cuando se compra un sustituto se compra la posibilidad de la vida de un hombre, y la vida es todo cuanto tiene un hombre. Llámela una vida sin valor…, pero sigue siendo la vida del hombre, y a ella se apega. Por favor, no se ponga malhumorado. Es cierto que tengo influencia, como la tienen otros. Pero éste es un asunto delicado y peligroso, Ed, y requiere el aplomo de muchos abogados de Filadelfia, sin mencionar sus tarifas. Si yo emprendiese este asunto por usted me colocaría a mí mismo en situación comprometida. Ya existen desagradables rumores acerca de otros en mi posición, y el señor Lincoln está retrayéndose para decirlo muy a la ligera. Si cae el hacha, no quiero que sea sobre mi cabeza. Estoy seguro que me comprenderá.
Healey le miró con insolente rudeza:
—¿Cuánto quiere?
—Doscientos mil dólares, en oro, no en billetes ni pagarés ni cheque.
—Está usted chiflado —dijo Healey—. Máximo cien mil.
—¿A cambio de toda mi carrera, si la cosa se descubre?
—Por toda su carrera…, la cual yo podría detener con una sola palabra.
El visitante rió suavemente.
—No es usted el único que tiene un Bill Strickland, Ed.
—Pero usted tiene algo más que yo para perder. Como dijo, yo no tengo ni esposa ni hijos.
Hubo una repentina frialdad tenebrosa en la biblioteca aunque la luz dorada aumentaba en intensidad contra las paredes.
Hasta que el visitante dijo con voz muy sosegada:
—¿Me está amenazando, Ed?
—Yo opino que nos estamos amenazando el uno al otro. Seamos sensatos. Pago cien mil y ni un centavo más. Tómelo o déjelo.
El visitante frunció el entrecejo como acometido de pensativa pena, como reflexionando en la infidelidad de viejos y bienamados amigos que insinúan una traición. Sus facciones reflejaban tristeza. Healey sonrió rellenando las copas.
El visitante suspiró diciendo:
—Haré lo que pueda, Ed. De la mejor manera posible, pero no puedo prometer el éxito…
—Por cien mil dólares cualquier hombre degollaría a su esposa, se volvería traidor y asesino, haría estallar la Casa Blanca. Cualquier cosa. Yo no pago por promesas de hacer lo «mejor» que uno pueda. He sido robado demasiadas veces con lo «mejor» que un hombre sabe hacer. Pago contra entrega. Pagaré cuando todos mis hombres reciban la notificación de que un sustituto se ha ofrecido al ejército en lugar de ellos, y que el sustituto ha sido aceptado. ¿Está claro esto?
—Ed, usted siempre se ha hecho entender con fantástica claridad. Nunca ha sido oscuro.
—¿Trato hecho, entonces?
El visitante reflexionó, para después con aspecto de indulgente rendición y honda fraternidad y afecto, avanzar el busto por encima de la mesa y estrechar la diestra de Healey.
—Trato hecho, aunque Dios sabe lo que me costará.
—Quiere usted decir lo que va a costarme a mí, opino yo —rebatió Healey—. ¡Qué demonios! Me pregunto si mis mozos valen tanto.
Healey contempló a su amigo con penetrante agudeza:
—Algo sí que he aprendido. Cuando se compra a un político, no está comprado. Hay que seguir comprándolo siempre.
El visitante rió encantado.
—Pero vale la pena, ¿no es así? Trescientos hombres; le resultaría dificultoso reemplazarles en estos días tan desgraciados que vivimos. Apenas existe un hombre en el cual pueda confiarse.
—No es usted el que debería decírmelo —especificó Healey con una mirada significativa que produjo en su visitante la risa, una untuosa risa plena de melosidad.
Healey contempló después el delgado haz de delicado papel cercano a su codo. Había en los papeles unos finos dibujos a tinta, intrincados, numerados, explicados con meticulosa impresión. Los examinó Healey, así como los números de las patentes, con lentitud.
—Pues sí, opino que esto es excelente. Gracias por la copia. Debió resultar algo laborioso obtenerlos de la Oficina de Patentes.
El visitante volvió a reír, cínicamente.
—¿No estará usted volviéndose remilgado, Ed?
—Usted tiene un gran problema, señor. Cree que todo el mundo es como usted —Healey sonrió a su visitante sin ilusiones. Luego, ladeó su amplia cabeza sonrosada—: Creo que el buen mozo ha llegado. No es que usted pueda hacerme cambiar de opinión, pero me gustaría conocer la suya, honradamente, si no es pedir demasiado.
Llamaron a la puerta y Healey vociferó jovialmente:
—¡Adelante, adelante!
Al abrir la puerta Joseph, parado en el umbral, vio al visitante, tras su inmediata mirada a modo de saludo a Healey y la primera inclinación de cabeza.
Healey no percibió cambio alguno en Joseph, ni súbita tensión ni cambio de color. Tampoco los había esperado, pero siendo intuitivo y de gran percepción, captó una variación súbita y hasta drástica en Joseph como si hubiera recibido un enorme choque. Los ojillos de Healey se ensancharon sorprendidos y sintióse intrigado. En cuanto a su visitante tenía un aspecto meramente distante y de tenue cálculo estudiando al joven. Esto lo vio Healey, y un instante después su invitado iba lentamente envarándose en la silla y examinaba a Joseph agudamente, con progresivo fruncimiento de frente.
Dijo Healey:
—El aquí presente es mi mano derecha, Tom, Joe Francis Xavier, le llamo. Joe, presta atención: este caballero es nuestro estimado senador, Tom Hennessey, que ha venido a visitar a su viejo amigo.
Joseph no se movió; por unos instantes ni siquiera pareció respirar. No apartaba la vista del senador. Luego, tiesamente, como si se hubiese convertido en madera, cabeceó brevemente y murmuró un saludo respetuoso, al cual replicó el senador con una graciosa inclinación de cabeza y una sonrisa de gran simpatía. Pero ahora la expresión de su amplia y sensual cara era perpleja. Dijo con su entonación más melodiosa:
—Me alegra conocerle, señor Francis. He oído muy elogiosos comentarios sobre usted de nuestro querido amigo el señor Healey.
—¿Por qué te estás ahí parado como un badulaque? —dijo Healey cada vez más intrigado. Miraba alternativamente a uno y otro—. Aquí tienes una silla, Joe. Estamos sólo manteniendo una charla trivial. Aquí tienes la copa esperándote —y escanció whisky.
Joseph fue a sentarse. El senador pensó con sorpresa: «Bueno, tiene distinción de todos modos, y no parece tonto ni mucho menos. Pero yo le he visto antes en alguna parte. Estoy seguro». Joseph alzó su copa y paladeó un sorbo. Healey le contemplaba con afecto y el senador con creciente seguridad. Aquel Joe estaba tratando de soslayar su rostro, no abiertamente, no a las claras, pero el senador, sagaz en los comportamientos de los hombres como una prostituta, vio el disimulado desvío. Ahora bien, un hombre que intentaba evitar ser reconocido resultaba una persona interesante para el senador. Era joven, sí, pero el senador había conocido a individuos listos y peligrosos que eran jóvenes en años pero viejos en malicia y ardides. Era indudable que había conocido a aquel Joe antes de ahora; necesitaba solamente oír su voz y el senador rió pérfidamente para sí mismo porque Joseph no había todavía hablado con claridad. ¿El viejo Ed había sido víctima por fin, de un engaño, y por alguien tantos, años más joven que él?
El senador reclinó su todavía arrogante cuerpo en la silla, con negligente soltura, y sonrió a Joseph con todo su cautivador encanto.
—Señor Francis —dijo, y su voz era suave y acariciadora—, ¿no nos hemos conocido antes de ahora? Nunca olvido un rostro.
Joseph alzó su cabeza afrontando al senador ya que no le quedaba otro remedio.
—No, señor. Nunca nos hemos visto —y sus ojos tuvieron la misma rectitud penetrante que los del senador.
El oído del senador era aún más agudo que sus ojos y se dijo: «Yo he oído esta voz, no recientemente, pero la he oído. Es una voz irlandesa, y tiene el acento irlandés como el de mi madre, y es una voz sonora y tengo a la vez una impresión de árboles, en torno. Pero ¿dónde y cuándo?».
«Todo esto resulta muy interesante», pensó Healey acechando con aguda atención.
—¿Estuvo usted alguna vez en Winfield, señor Francis? —preguntó el senador, avanzando el busto como para no perderse el menor cambio de expresión en el rostro de Joseph, o el más leve titubeo en su voz.
—¿Winfield? —dijo Joseph. Se preguntaba si la salvaje palpitación de su corazón resultaba audible en la estancia. Todo su cuerpo sentíase frío, entumecido y hormigueante.
«Está asustado», pensó el senador. «Pero es un irlandés duro de pelar que no cedería ni siquiera si un Sassenagh le hincase un atizador al rojo vivo trasero arriba. Esto es él. Es como mi padre, que se liaba en una pelea con diez hombres en una taberna y ni se daba cuenta de si tenía una pierna rota o la nariz aplastada. Igual haría éste, aunque es flaco como un perro hambriento… igual que mi papá».
—¿Winfield no está cerca de Pittsburgh? —le preguntó Healey a Joseph.
—Creo que sí, señor Healey.
«Bien que lo sabes, condenado», pensó el senador, sin que su amable sonrisa de político se endureciese. Joseph contempló la rubicunda faz del senador, la larga boca irlandesa, la recia nariz, los estrechos ojos claros, el ondulado cabello castaño y las patillas rizosas. Todo en él era demasiado ancho, excepto los ojos; todo era estudiado, demasiado embellecido, la boca había conocido demasiadas mujeres y las compactas mandíbulas atestiguaban demasiadas cenas, demasiado vino, whisky y coñac, y seguía siendo tal como Joseph lo recordaba; potente, cruel y desprovisto de toda benevolencia. Por contraste, lograba hacer aparecer la peligrosidad del señor Healey tan leve como la travesura de un chiquillo, tan insignificante como una amenaza infantil. Porque detrás de él estaba el poder del autocontrol de un gobernante, y Joseph sabía que tal poder era lo que más debía temer un hombre, porque todo estaba oculto tras un aspecto de cándida bondad y caballeroso interés amigable. Ahora, el temor de Joseph estaba superado por su desagrado al recordar que este hombre había deseado convertirse en padre adoptivo de la pequeña Regina, y el senador vio la súbita tensión de las facciones del joven y vio que el miedo había huido de sus ojos. Vio ahora reto, no el reto de la juventud, sino el desafío de una integridad peculiar. Había visto antes aquel reto en los ojos de un par de hombres, y se dedicó con sonriente falta de compasión a destruirlos. Eran una amenaza para los hombres como Tom Hennessey aun cuando no hubieran insinuado el menor ademán de ataque.
No obstante, el senador reconocía algo en el joven que iba haciéndose cada vez más obvio: su parecido con el viejo Tom, su padre, el único hombre a quien el senador había amado, respetado y admirado. El viejo Tom no tuvo aquella ambigua integridad, aquella elusiva probidad, pero tuvo este orgullo, esta firmeza, esta negativa a cubrirse, a retraerse, a volverse y huir, a apaciguar, aun frente al peligro. Que Joseph le había identificado como no solamente peligroso para los demás sino para él, esto lo había comprendido el senador casi desde un principio.
«Ahora bien, ¿cómo puedo ser yo peligroso para un sujeto como éste?», pensó el senador. «¿Reconociéndole? ¿Desenmascarándolo? No puede tener más allá de veinte años, y creo que debió ser hace algunos años cuando le vi por vez primera».
—¿Nació usted en Irlanda, según creo, señor Francis? —dijo el senador.
—Sí, señor —y la voz era más fuerte que antes, y el reto alentaba también en ella—. En Carney.
—¿Carney? Mi padre habló una o dos veces de aquella región. Condado Armagh.
Se intensificó el interés de Healey y miró fijamente a Joseph.
De nuevo la aprehensión se apoderó de Joseph odiándose a sí mismo por haber sido tan indiscreto. Pero dijo con sosiego:
—Armagh, en efecto.
El senador le observaba, meditando. Armagh. ¿Dónde había oído él aquello antes de ahora y como un apellido? Pronto lo recordaría; siempre recordaba. También recordaría dónde había visto antes a Joseph. Sus ojos no se apartaban del mutuo examen y Healey les acechaba. Y sintióse sorprendido. El senador era un charlatán y podía asumir la expresión que quisiera, todas ellas embusteras e hipócritas, tal como lo exigiera la situación. Pero ahora la expresión en las facciones del senador era desprevenida y, por vez primera franca, y Healey la interpretó astutamente. Era como si estuviera recordando a alguien por quien hubiera sentido legítimo afecto, alguna emoción íntima, algún cariño inolvidable. Después, como consciente de su propia manifestación reveladora, la faz del senador casi inmediatamente cambió y pasó a ser otra vez un compendio de falsedad.
Levantándose, Joseph se volvió hacia Healey.
—Con su permiso, señor Healey. Debo asearme y mudarme antes de la cena.
Luego se volvió a medias hacia el senador inclinando un poco la cabeza y dijo:
—Celebro mucho haberle conocido, señor.
«Esto quisieras hacerme creer», pensó el senador, pero sin desdén y hasta con humorismo. «No creo que seas un ladrón ni un granuja o un fugitivo de la justicia. Pero te estás escondiendo, mozo, y sabré por qué, de qué y de quién». Inclinó la cabeza graciosamente:
—Y yo también celebro haberle conocido, señor Francis.
Observaron a Joseph abandonando la estancia y cerrando la puerta tras él.
—Bueno —dijo Healey—, ¿qué fue todo eso?
—Podría jurar que lo he visto y he oído su voz antes de ahora, Ed. Pero no puedo recordar.
—No nos hacemos más jóvenes, Tom.
El senador le asestó una mirada poco amistosa.
—Todavía no estoy senil, Ed. Sí, le he visto antes. Probablemente ya recordaré.
—¿No cree que pueda confiarse en él? Quiero su opinión, Tom.
—Quiere decir que necesita mi corroboración. Muy bien. Él no le acuchillará por la espalda, Ed. Pero es su propio dueño. Nunca se dejará dominar por nadie. Cuando llegue el momento en que quiera irse, se irá, pero antes se lo anunciará.
El rostro de Healey se puso tan rubicundo como el del senador, por la satisfacción y complacencia.
—Esto es lo que siempre supe, y siempre creí. —Miró los papeles delgados sobre la mesa y asintió—: Pero ya lo veremos, pronto. No siempre puede uno fiarse del propio juicio.
Pensó unos instantes hasta que por fin manifestó:
—No quiero que usted suponga que he sido duro, Tom, al hacerle aceptar solamente cien mil dólares, que no deja de ser un montón de dinero se mire por donde se mire. Añado al trato a la señorita Emmy. No la ha visto hace un par de años, pero ahora es una zorra aún más bonita, y usted ha deseado tenerla en propiedad exclusiva. Es suya. Llévesela a Washington. Como si la tuviera en el bolsillo.
—Estimo en todo lo que vale esta amabilidad, pero hay individuos por Washington que buscan cualquier pretexto para despellejarme. Saben que odio a este condenado Lincoln, por razones sólidas y suficientes. Y él me corresponde. Intenté ser decente con él, pero me miró fijamente y gruñó malhumorado, y nada más saqué de él. Ni siquiera me reconoce cuando nos encontramos.
Rió Healey.
—Tampoco es nada placentero para mí, Tom. Pero ¿qué tiene esto que ver con la señorita Emmy? Allá muchos de ustedes alternan con mozas de toda laya.
—Cierto. Pero no le gusta al señor Lincoln. Probablemente es bautista o quizá metodista libre. Haría un poco la vista gorda con otros. Pero no con Tom Hennessey. Está intentando hallar algún medio de librarse de mí. Creo que oyó algo acerca de que yo —y algunos otros— hemos estado acaparando el mercado del trigo y de la carne para sacarnos también un poco de ganancia de esta condenada guerra. Ahora bien, Ed, usted sabe que nunca intervendría yo en cosa semejante, ¿verdad?
Volvió a reír Healey.
—Especialmente en algo que subiría los precios perjudicando a las viudas, a los huérfanos y a los valientes soldaditos. Claro que no, usted no, Tom. O sea que no puede llevarse a la señorita Emmy.
—Dispongo de una preciosa mocita de mi propiedad en una casa discreta, Ed. Pero empiezo a cansarme de ella. ¿Qué le parece si me envía allá a la señorita Emmy dentro de unas cuatro semanas? ¿Se ha cansado usted de ella?
—¿De la señorita Emmy? Adoro el mismo suelo que pisa. Si no fuera así ya la habría empaquetado devolviéndola a la casa donde la conocí.
Resonó el gongo para la cena y ambos se pusieron en pie.
—Más de una ramera a la vez enojaría mucho al señor Lincoln si lo descubriera, y tiene oídos por todas partes —dijo el senador—. Pero la señorita Emmy está entrenada en permanecer en el retiro, y él no lo descubrirá. Ojalá alguien lo asesinase.
—Amén —dijo Healey sin real rencor.
Mientras se dirigían al comedor oyeron los tenues redobles y trompeteos de una música marcial, en la lejanía, acompañados por el animoso canturreo en coro:
Cuando Johnny venga
marchando de nuevo hacia su hogar.
¡Viva! ¡Viva!
El senador no pareció oír ni darse cuenta. Pero Healey sí. Su jovial semblante adquirió, por un breve instante una extraña melancolía.
Aquella noche, en la mesa, Joseph apenas si pronunció una docena de palabras y evitó las ojeadas directas hacia el senador. Pero la señorita Emmy se esmeró en coquetear con el senador, ya que sabía que él la admiraba. Tenía así la esperanza de que Joseph se diera cuenta. Joseph se limitaba a vigilar al senador de vez en cuando y de soslayo. O sea que el bastardo todavía no había recordado. Era posible que nunca recordase. Y dentro de pocos años ya no importaría si es que recordaba. Él, Joseph, estaría ya a salvo, ya no más vulnerable a la ociosa maldad, ya no más vulnerable a la ira de Healey por haber sido engañado, aunque sólo fuera por un apellido no mencionado.
Al término de la cena Healey posó su mano de modo paternal en el hombro de Joseph y dijo:
—Me agradaría charlar contigo unos minutos, Joe, en la biblioteca.
Por un momento Joseph se envaró, pero no había nada en el semblante de Healey que trasluciera falsedad ni hostilidad, y le siguió hasta la biblioteca.
Sentándose tras su mesa, Healey daba frente a Joseph, y fumaba contemplativamente, mientras decía, como si se tratase de una pregunta banal:
—Joe, ¿quién es la Hermana Elizabeth?
De nuevo el corazón de Joseph repicó en su pecho. Miró a Healey, y ahora toda su cautela había regresado.
—¿La Hermana Elizabeth? —repitió. Lo que diría a continuación Healey revelaría lo que realmente sabía.
—Vamos, Joe, sabes perfectamente quién es la Hermana Elizabeth.
—Si usted conoce el nombre, señor Healey, ¿por qué me pregunta? ¿Dónde lo oyó, y a quién?
Ahora comprendía Joseph que de alguna manera se había enterado Healey del nombre, pero que no sabía nada más. El pensamiento de Joseph voló hacia Haroun, pero lo descartó. Repentinamente recordaba haber quemado anoche la carta. No había estado nunca fuera de sus manos ni bolsillo desde que Haroun se la había entregado, completamente sellada. Joseph veía imaginativamente el hogar. ¿Había quedado un trozo de papel sin quemar? Mantuvo inexpresivo el semblante. Aguardaba.
—Veamos, Joe, ¿no confías en mí?
«O sea que no sabe otra cosa salvo el nombre, ¿y cómo pudo esto suceder?».
Recordó entonces lo que Emmy le dijo hacía unas semanas acerca de la señora Murray registrando su cuarto cada mañana por algún motivo ignorado. Pudo ella haber encontrado un pedazo de la carta en la parrilla de la chimenea, y maldijo su descuido al no cerciorarse de que no quedaban restos como siempre solía hacer. Le replicó a Healey:
—Recordará nuestra conversación de anoche, señor Healey. Le conté de una monja que conozco y a quien le será entregado mi dinero si no regreso de mi… misión. Es la Hermana Elizabeth.
—¿Dónde vive y dónde está su convento?
Simuló Joseph una honda sorpresa:
—¿En qué puede esto interesarle, señor Healey? Es asunto mío. Pero le contaré algo. Ella fue bondadosa conmigo cuando yo era un chico recién desembarcado de Irlanda y estaba muy necesitado.
El rostro de Healey ya no era tan agradable.
—Muy bien, Joe, creo esta parte. Todavía no te he pillado en una mentira. Pero aquí tú no has de recibir cartas. Yo las he de leer el primero.
Procuró Joseph que su entonación Fuera muy apacible.
—Digamos que tengo una caja postal como dirección mía en otra ciudad. También es asunto mío, señor Healey. No tiene en absoluto nada que ver con usted. Sé, por los documentos que reviso en las oficinas que usted tiene también cajas postales en otras ciudades. No es asunto mío. No hago preguntas. No siento curiosidad alguna.
La mirada de Healey seguía acechándole entre los parpados entornados y añadió Joseph:
—Si usted siente que ya no puede confiar en mí, señor Healey, le presentaré mi dimisión… si así lo desea.
Healey consideró la cuestión. Aquella maldita puta vieja, la Murray, y su mensaje susurrado esta misma noche, y su triunfal exhibición de aquel pedacito de papel chamuscado. Ahora podía perder a Joe, aquel condenado orgulloso irlandés, y de repente, ante su perplejo estupor, Healey experimentó una sensación de tan hondo desamparo que le reprodujo casi temor.
—¿No tiene nada que ver conmigo, eh, Joe?
—Nada en absoluto, señor Healey.
—Nunca me dijiste tus verdaderos nombres.
—Me llamo Joseph Francis. No es ninguna mentira.
Sonrió Healey casi esbozando una risa.
—Joe, siempre estás encaramado en tu blanco corcel altivo. Apéate un poco. Olvida cómo supe lo de la Hermana Elizabeth. Será nuestro secreto compartido, ¿eh? Y uno de esos días quizá me cuentes todo lo referente al caso… en plan confidencial.
O sea, pensó Joseph por vez primera, el senador no recordaba cuándo y dónde se conocieron. De haber sido así se lo hubiera dicho a Healey y éste no estaría ahora tan paternal y amable, casi anhelante. Aquella ávida curiosidad la había visto antes en el rostro de su padre, allá en Irlanda, y tampoco entonces pudo comprender.