XIV

Joseph escribió la carta a la Hermana Elizabeth, incluyendo las escrituras por las opciones que había comprado cerca de Corland. Aclaró que las opciones debía guardarlas para sus hermanos y ofrecidas en venta, dentro de un año, al señor Healey, por la cantidad que apuntaba. Mencionó que en breve recibiría un cheque por valor de varios cientos de dólares, para la pensión de su familia. «Esto protegerá su porvenir», escribió, «ya que si usted recibe esta carta probablemente habré muerto». Selló la carta cuidadosamente con lacre y la envolvió en un papel duro, que también lacró.

Entonces escribió una breve nota para Haroun Zieff y también la selló, mientras por sus dedos goteaba la roja cera ardiente. La vela que había encendido con esta finalidad fluctuaba humeante. En el sobre escribió: «Abrir únicamente en caso de mi muerte». Apagó la vela de un soplo y la luz pálida pero más clara de su lámpara de mesa inundó el dormitorio. Un fuego quemaba quietamente en la parrilla de hogar. Era el primero de abril de 1863, un abril yermo y frío tras un intenso y desesperadamente cruel invierno. Joseph reunió los dos paquetes, los colocó en un cajón del escritorio de palo rosa, dio vuelta a la llave y la guardó en su bolsillo. Ambos paquetes serían entregados a Haroun el día en que se fuera a Nueva York.

Echó más carbón al fuego, abrió un libro y empezó a leer. Había señalado el punto en que dejó la lectura con la última carta de la Hermana Elizabeth. La leería otra vez, para quemarla después. Nunca dejaba tras él ningún objeto que pudiera implicarle. Había apartado de su mente su próxima misión a Nueva York y después a Virginia, ya que no era necesario pensar en ello por el momento. Los pensamientos innecesarios eran un impedimento que le hacían titubear demasiado acerca del futuro.

Había concedido un muy breve examen a lo que haría a su regreso, ya que ahora no debía nada a nadie y podría pedir nuevamente prestado, probablemente al señor Healey, para la compra de herramientas y la contratación de algunos hombres para que trabajasen en la propiedad sobre la cual tenía opciones. No obstante, cabía la posibilidad de que no regresase y no era inteligente hacer proyectos a menos que existiese una sólida seguridad tras cualquier plan. Hasta que regresase no desperdiciaría el tiempo, ni siquiera en calcular probabilidades. Dentro de una semana estaría en Nueva York. Ni siquiera intentó recordar Nueva York. Si una indefinible y molesta pena le acometía en ocasiones producida por los suprimidos recuerdos apenas se daba cuenta, aunque se removiera con inquietud en su mecedora de terciopelo verde. Había aprendido cómo habérselas con la aflicción; de eso estaba seguro. Uno tenía tan sólo que convencerse que nada en el mundo volvería de nuevo a lastimarse, ni siquiera los recuerdos, y esto era suficiente.

Si la natural aprehensión roía un poco el borde de su intensa concentración en el libro la ignoraba descartándola. No era el miedo lo que le hacía mirar fijamente la página sin verla. Lo que tenía que hacerse debería hacerse, y como su vida siempre había sido carente de goce y nada sabía de risas y alegría no encontraba nada de particularmente valioso en ella. Tenía dinero en el Banco de Titusville; tenía sus opciones. Todo sería empleado en el porvenir de su familia, combinando con la venta de las opciones al señor Healey, si él, Joseph, no regresaba. Las opciones, a un año vista, valdrían por lo menos el triple de lo que pagó por ellas, ya que las perforaciones habían comenzado en Corland y los pozos estaban apareciendo de modo muy satisfactorio. En conjunto, la familia quedaba protegida. No se le ocurrió a Joseph, que no confiaba mucho en nadie, ni siquiera en Haroun, que estaba confiando en la Hermana Elizabeth para hacer uso del dinero sensatamente en provecho de Sean y Regina. Recóndita en su oculta conciencia, yacía aquella confianza, aunque no lo supiera conscientemente.

Estaba leyendo el ensayo de Macaulay sobre Maquiavelo y le vino a las mientes que él mismo no era del estilo de un Maquiavelo. El airoso y delicado arte de la suprema ironía —por contraste con la ironía acerca de los irlandeses— le interesaba y gustaba, como podía interesar y gustar un ballet lleno de gracia, sedosos ademanes, piruetas y un acopio de armonía. Habiendo leído mucho del propio Maquiavelo, Joseph encontraba la obra de Macaulay algo pesada y pedante, aunque Macaulay había captado que los más graves de los consejos de Maquiavelo dados a los príncipes fueron escritos burlonamente. Pero la chispeante mofa de Maquiavelo en nada se parecía a la de Joseph ya que éste comprendía que su ironía hacia los hombres y la vida procedía del odio y el sufrimiento, mientras que la de Maquiavelo era fruto de un divertimiento sofisticado. Joseph se daba perfecta cuenta de que él nunca podría reírse del mundo. Para ser un irónico completo uno tenía que poseer este don sin considerar las heridas que ocultaba la risa. Para ser un Maquiavelo, en consecuencia, uno tenía que ser objetivo, no con una objetividad que procediese del desinterés, como era su propio caso, sino la objetividad de un hombre que estaba a la vez apartado del mundo y subjetivamente involucrado en la actividad mundanal.

Pocos meses antes las tropas de la Unión, en las cercanías de Rosecrans, obligaron a los «rebeldes» sudistas a retirarse después de la batalla de Murfreesboro. En enero de aquel año, Lincoln había promulgado la Proclamación de la Emancipación, y pocas semanas después la Unión hizo circular una ley de reclutamiento que dio por resultado numerosos tumultos sangrientos por todo el Norte. El ejército unionista de Burnside quedó casi aniquilado en Fredericksburg. La Unión, aunque dolorosamente condolida por la muerte de sus hijos, estaba enzarzada en ganar dinero alegremente y una prosperidad de guerra que alborozaba a casi todos. Había constantes bandos, exhortaciones, movimiento de tropa y excitación en la Unión, y particularmente en Pensilvania, tan cercana al campo de batalla. No obstante, para Joseph eran acontecimientos que tuvieron lugar y que estaban sucediendo como si ocurrieran en otro planeta y no atraían en absoluto su interés. Ni siquiera era un ciudadano de los Estados Unidos de América ni consideraba la posibilidad de llegar a serlo. Si pensaba en la situación del modo más pasajero era con el pensamiento de que era un extraño en este mundo y sus asuntos no eran los suyos y que él no tenía ni patria ni fidelidades.

Miró la carta de la Hermana Elizabeth fechada diez días antes. La volvió a leer. Ella le daba las gracias por el dinero para Sean y Regina, que estaban ahora alardeando de tener un hombre rico por hermano, y sus maestras les habían aleccionado contra el pecado de orgullo, añadía la Hermana Elizabeth con un toque de humor. Sean seguía siendo de «constitución delicada, no quizá física, sino de una excesiva sensibilidad intensa que se hallaba rara vez en un mocito y que no era aprobada por las demás Hermanas». Regina, como siempre, era un poco taciturna pero todavía «un ángel, devota a la plegaria, recato, gentileza y de dulce temple, una verdadera hija de la Bendita Madre Nuestra».

Joseph frunció el ceño, mirando fijamente las páginas cuidadosamente escritas, antes de proseguir. La Hermana Elizabeth continuaba relatando, con tristeza, acerca de los edificios públicos convertidos apresuradamente en improvisados hospitales para acomodar los malheridos y agonizantes soldados, y sobre el servicio de las Hermanas en estos hospitales, cuidando, alimentando, confortando, rezando, lavando heridas y escribiendo cartas a las madres y esposas. «Estamos escasas de recursos», escribía la monja, «pero damos gracias a Nuestro Señor por esta oportunidad de servirle a Él y consolar a los moribundos y fortalecer a los vivientes. Diariamente llegan trenes con sus cargamentos de heridos y sufrientes, y las señoras de Winfield dan parte de su dinero, sus corazones y sus manos auxiliadoras. Ricos o pobres, todas las divisiones son olvidadas en estos tiempos de prueba, y no somos sino sirvientes de los que padecen y no nos interesa si son del ejército de la Unión o del de la Confederación. Médicos prisioneros Confederados trabajan noblemente codo a codo con sus hermanos de la Unión, para salvar cuantos jóvenes les sea posible y se afanan en sus uniformes y no hay reproches, ni miradas crueles ni disputas. En verdad fue dicho que, en presencia del dolor y la desesperación, todos los hombres son hermanos, aunque desgraciadamente no sean hermanos en la salud, prosperidad y dicha. Ésta es una de las misteriosas y fatales imperfecciones de la naturaleza humana. ¡Ah, si esta perversa guerra terminase y fuera restablecida la paz! Por ello rogamos todos. Unionistas o Confederados, y nuestra pequeña iglesia durante la misa rebosa cada día de Grises y de Azules arrodillados unos junto a otros, y recibiendo la Sagrada Comunión. Sin embargo, mañana, restablecida la salud y reorganizados sus respectivos ejércitos, sólo buscarán matarse los unos a los otros. Nunca hubo una guerra sagrada, Joseph, nunca una guerra justa, a pesar de todas las proclamas y banderas. Pero los hombres aman la guerra y aunque lo nieguen vehementemente, como oigo a diario, está arraigada en sus naturalezas, por desgracia». Añadía ella: «Si puedes, reza cinco Ave Marías diarias por las almas de los enfermos y moribundos, ya que en mi corazón no puedo creer, que la hayas olvidado totalmente…».

Joseph le había enviado diez dólares extra en su última carta y de acuerdo con su petición, la Hermana Elizabeth le remitió un daguerrotipo de Sean y uno de Regina, algo subidos de coloración hecha a mano por el fotógrafo. Pero ni siquiera los retoques demasiado floridos podían ocultar la sonriente y poética faz de Sean Armagh, sensible y refinada y la brillante mirada y compostura inmaculada de Regina, frágil y, no obstante, exquisitamente fuerte y suavemente apasionada. Era el semblante de Moira Armagh, aunque no del todo, por cuanto en Moira hubo una dulce y tierna terrenalidad. No había expresión terrena en los luminosos ojos, intrépidos y azules de Regina, ni en la talla de su nariz y la firme inocencia de su bonita boca de niña. Por contraste, Sean era otro Daniel Armagh, pleno de gracia, luz y esperanzada dicha. Sean ya tenía ahora casi trece años, y su hermana siete.

Era el retrato de Regina el que retenía la atención de Joseph, aunque la oscura y sofocada pena siempre le acometiese, pese a la autodisciplina, al sólo pensar en ella. Estudió el negro lustre de sus largos bucles, la tersura de su blanca frente, la ancha quietud azul de sus ojos entre sus doradas pestañas y por algún motivo Joseph sintióse repentinamente atemorizado por algún presagio indefinible para su conocimiento, y sin forma. Se esforzó en contemplar el parecido de Sean y trató de experimentar el antiguo resentimiento amargo que había sentido hacia su padre. De pronto —y le producía incredulidad sólo el pensarlo— meditó que siempre tendría que proteger a Sean pero que Regina estaba más allá de su protección y no la necesitaba. Pensó con cierto enojo que aquello era un disparate. «Yo haré un hombre de mi hermano aunque tenga que matarlo para conseguirlo, pero Regina siempre me necesitará, mi querida, mi hermanita».

Levantándose fue a colocar ambos retratos en la cartera de bolsillo de su chaqueta, tratando de dominar con severidad la súbita turbulencia de sus absurdos pensamientos. Regresó a su silla examinando lúgubremente el fuego y después volvió a leer la página final de la carta de la Hermana Elizabeth.

«Entre nuestros más devotos y queridos auxiliadores se halla la señora Hennessey, esposa de nuestro senador. ¡Una dama tan amable y graciosa, tan caritativa y tan incansable! Algunas veces trae consigo a su hijita Bernadette a nuestro orfanato ya que nunca es demasiado pronto para instilar un espíritu de caridad, amor y bondad en una criatura, y Bernadette, una criatura de lo más encantadora es tan considerada como su madre y trae regalos para los pequeños que no tienen a nadie que les recuerde. Ella y Mary Regina se han hecho amigas, a pesar de toda la reserva y reticencia naturales en Mary Regina. Es bueno para Mary Regina tener a veces a su lado un espíritu tan alegre ya que ella es a menudo demasiado seria. Cuando oigo reír a Mary Regina, su tranquila risita es música para mi corazón. La queremos profundamente».

Su primera reacción mortificada, cuando hubo leído la carta, fue la de exigirle a la Hermana Elizabeth que mantuviese apartada a su hermana de la hija del senador Hennessey, aquel hombre corrompido. Pero su realismo le convenció pronto de que su verdadero impulso eran los celos y le mortificó. No obstante, no podía suprimir aquellos celos ya que Regina era suya y le pertenecía solamente a él: el pensamiento de que otros podían verla y él no, le producía tristeza. Hacía ya varios años que no la veía, pero le escribía una breve nota que incluía en sus cartas a la Hermana Elizabeth. Ni una sola vez pensó en escribirle a Sean, aunque éste sí lo hacía.

Mientras contemplaba el fuego se dijo que el tiempo transcurría velozmente y que, cuando regresase de su misión, iría para los negocios del señor Healey a Pittsburgh y sostendría otra conversación con el hombre que había conocido. Después de tomar esta decisión, volvió a coger su libro de Ensayos, obstruyó su mente a toda otra clase de pensamientos, y leyó. El reloj de pie, de madera tallada, que estaba debajo en el vestíbulo, tocó la una, las dos, las tres. El fuego se extinguió y el cuarto fue enfriándose: Joseph todavía seguía leyendo.

Healey no fue a sus oficinas al día siguiente como era su costumbre. Ni estuvo presente en el desayuno con Joseph. La pequeña Liza informó con timidez, al ser interrogada de manera indiferente, que el señor Healey no estaba enfermo. Había ido a la estación para recibir a un importante personaje que sería huésped de la casa durante algunos días. ¿Un personaje muy importante? No, no sabía su nombre. (Joseph no lo había preguntado). Pero la señora Murray dijo ante ella, Liza, que el personaje ya había sido un frecuente visitante, aunque ahora era el señor Healey quien en cambio le visitaba. Joseph contempló a la muchacha y vio que estaba sonrojada por el importante honor de tener que ocuparse de un huésped importante, y el sonrojo hacía su simplicidad atractiva y hasta simpática. Acababa de cumplir los dieciséis años pero su escualidez, su figura sin formar, su aspecto de hembra antigua y la recordada crueldad así como su miedo crónico, seguían dándole la expresión de una niña maltratada. Tenía el lacio cabello castaño algo ralo pero sedoso bajo la cofia de tamaño mayor que su cabeza, y su tímida sonrisa poseía el patetismo de los sufrimientos que no se olvidan. Sus ojos grandes y avellanados tenían tendencia a extraviarse entre sus pestañas.

La señorita Emmy acudió bostezando al comedor, con su hermoso cabello desparramado a la espalda, con sus traviesos ojos nostálgicos que parecían evocar recientes deleites. Llevaba una bata mañanera de terciopelo azul oscuro abrochada con una cinta color cereza y su semblante tenía juvenil lozanía aunque la mirada que dedicó a Joseph era madura, sabia y tentadora. Al pasar junto a él camino de su silla le rozó el hombro con suavidad. Él bebió apresuradamente su café mientras se preparaba para irse. Emmy lo advirtió divertida. Un día de ésos, se prometió a sí misma, se olvidaría de ser indiferente y desinteresado. ¿No le había impulsado ella a ir a un burdel? Por lo menos, ésta había sido su conjetura cuando Healey le reveló esta incidencia. Ahora Emmy comenzaba a sentirse algo impaciente. Con sólo mirar a los demás hombres le bastaba para suscitar en ellos un estremecimiento, pero éste la miraba como si ella realmente no existiera, aunque a ella no la engañaba. Rara vez contestaba a sus más picantes comentarios y esto constituía un excelente indicio. Sagaz en su conocimiento de los modos de ser de los hombres, tarareaba muy tenuemente mientras Liza le servía y cuando Joseph estuvo a punto de caerse al tropezar con su silla en la prisa por abandonar la estancia, casi estalló en una carcajada que pudo reprimir. A continuación golpeó seca y dolorosamente la mano de Liza cuando la muchacha le escanciaba el café demasiado aprisa.

La mañana de abril habíase vuelto cálida y balsámica y Joseph, con el gabán al brazo, se encasquetó el alto y sencillo sombrero sobre las cejas. Entró la señora Murray en el vestíbulo y con su estilo hosco y detestable dijo que él no debía ir aquella noche al despacho del abogado Spaulding sino regresar a la casa a las cuatro y media. Había un visitante y un retraso por parte de Joseph sería descortés si no imperdonable. Joseph no replicó ni acuso recibo de este mensaje de Healey. Bajó a saltos los peldaños exteriores y comenzó a caminar rápidamente. La señora Murray se erguía en el umbral acechándole, y sus facciones tenían su habitual aspecto gris y malévolo cuando le miraba. Joseph sabía que ella le odiaba pero no se preguntaba por la razón, y sabía que Bill Strickland, a su estólido modo, se daba también cuenta de su presencia odiándole también. Pero Joseph había tropezado con demasiado odio en su vida como para que le preocupase el mismo hálito en la casa del señor Healey. Aceptaba la malignidad inmotivada como parte de la existencia humana.

Después de cerrar la puerta, la señora Murray, murmurando en voz baja y avinagrada, subió las escaleras hacia su diaria tarea antes de que Liza y la otra criadita comenzasen la suya. Entró en el cuarto de Joseph y rápida y cuidadosamente registró cada cajón de su cómoda, abriendo diestramente el cerrado escritorio con una llave similar y respingó al encontrar en el cajón un grueso fajo de billetes pagaderos en oro, una pistola nueva y una caja de balas. «¡Ah, ah!», exclamó victoriosa. Después y ante su inmenso desencanto vio la escritura del señor Healey en el fajín de papel que retenía los billetes y las palabras Joe Francis. Cerró nuevamente el escritorio y sus gruesos labios blancuzcos se abultaban y se hundían en vaivén resentido. El señor Healey debió habérselo dicho la noche anterior. Se dirigió al armario y registró bolsillo tras bolsillo, palpando cada costura, en la esperanza de hallar alguna prueba que convencería al señor Healey que su protegido era un ladrón o quizás un asesino, o cualquier otro tipo de delincuente. Pasó la mano por encima de todos los libros casi rezando por encontrar una olvidada e incriminatoria carta. Dobló el colchón para tantear por las tablas del somier y después miró esperanzada debajo de la cama. Palpó las almohadas examinando las costuras en busca de una abertura. Alzó las esquinas de la alfombra y tanteó detrás de un gran cuadro en la pared que representaba un suave escenario boscoso. Examinó la parte de atrás del marco. Buscó detrás de los cortinajes de la ventana y encima del reborde de la ventana Todo esto era familiar para ella y registraba con minuciosidad. Cada vez más decepcionada —aunque estaba convencida de que uno de esos días descubriría alguna prueba siniestra de su intuición con referencia a Joseph—, miró el frío hogar. ¡Había quemado otra carta, al igual que quemó otras, el muy zorro! Se acuclilló con pesadez removiendo las negras cenizas con el atizador. Contuvo el aliento cuando encontró un pedazo rasgado que solamente se había chamuscado en los bordes, un pedazo pequeño con una tersa caligrafía. Recogiendo el fragmento lo leyó: «Hermana Elizabeth».

O sea que tenía hermana, escondida a lo lejos, y probablemente en la cárcel, o quizás en un burdel. Sin embargo le había dicho al pobre y confiado señor Healey que no tenía familiares. Los hombres no ocultan la existencia de hermanas irreprochables ni niegan tener alguna. La ramera había sido mantenida a distancia, aunque probablemente aconsejaba y orientaba a su hermano en enredos y maquinaciones e ignominias. Y quizás en aquellos mismos instantes podían estar conspirando juntos para asesinar y robar al señor Healey mientras durmiese. ¿Por qué otro motivo ocultaría un hombre tal parentesco? Rebosante de triunfo y gozo envolvió cuidadosamente el fragmento de papel en su pañuelo y salió con rapidez del cuarto. Encontró a la señorita Emmy en el vestíbulo y se detuvo en seco.

Emmy le sonrió de un modo encantador, preguntando:

—¿Encontró algo hoy?

—No sé de lo que me está usted hablando, señorita Emmy —contestó la gobernanta con voz áspera—. Estaba simplemente asegurándome de que las chicas no descuidasen la limpieza. —Pero no se pudo contener por más tiempo y exclamó—: ¡Siempre supe que era un taimado cazurro, probablemente un ladrón o un asesino! ¡Encontré parte de una carta que quemó, pero le pasó por alto esto! ¡Vea!

Dio el fragmento a Emmy que lo examinó con curiosidad. Después la muchacha rió, devolviéndolo, y dijo:

—Pero, mujer, el señor Francis es irlandés y católico, me explicó el señor Healey, y «Hermana Elizabeth» es probablemente una monja. Las conoció lo mismo que el señor Healey conoce alguna en Pittsburgh. Hasta les envía dinero en Navidades para orfanatos y cosas así.

Viendo que la tosca faz de la señora Murray se tornaba cada vez más grisácea por la frustración, pestañeando rápidamente, la muchacha preguntó con agudizada curiosidad:

—¿Por qué odia tanto al señor Francis? La he visto mirarle, y parecía como si le quisiera hincar un cuchillo.

La señora Murray alzó una mano maciza sacudiendo el índice hacia la muchacha.

—He vivido mucho, señorita Emmy, y puedo reconocer a un criminal cuando veo uno. Recuérdelo, la verdad se hará uno de estos días, entonces usted lamentará haberse reído de mí.

Se alejó con su bamboleante pisada, las tablas del suelo crujieron y todo su grueso cuerpo expresaba odio y malevolencia. Al borde de las escaleras se detuvo, giró sobre sí misma con asombrosa rapidez y le dijo a la muchacha que todavía estaba parada observándola:

—Y no se figure, señorita, que no me he dado cuenta de cómo le mira. Y usted sí que no quiere hincarle un cuchillo a él, ni mucho menos.

«Vieja bruja horrorosa», pensó Emmy, mientras los ojos de ambas mujeres se estudiaban y la señora Murray hacía una mueca demostrando conocimiento de causa; dando media vuelta fue bajando pesadamente las escaleras. Emmy permaneció asustada por unos instantes mientras regresaba a su alcoba que era todo oro, azul y blanco. Sentóse en el borde de su espléndidamente guarnecida cama con sus mullidas almohadas. Tendría que andarse con cuidado, con mucho cuidado. Tendría que haber recordado que la señora Murray fue antaño una «madam» en uno de los lupanares del señor Healey y que, por consiguiente, lo sabía todo acerca de las miradas y ademanes entre hombres y mujeres y su significado. Tendiéndose en la cama, Emmy sonrió pensando en Joseph compartiéndola con ella alguna medianoche calurosa mientras el señor Healey estuviera en Pittsburgh o Nueva York o Boston. Sus eróticas fantasías fueron haciéndose más intensas y frenéticas: pronto estuvo anhelante y sudorosa. El señor Healey nunca había visto aquel semblante como estaba ahora con los ojos húmedos y lánguidos, henchida la roja boca.

Joseph pensaba en la última carta de la Hermana Elizabeth y en su familia. Tras haber arrendado una caja postal en Wheatfield le había escrito anunciándole que «viajaba» y que no tenía una dirección permanente, indicándole que debía enviarle las cartas a su número postal. La Hermana Elizabeth había deducido entonces que era un «redoblante», «es decir», escribía ella, «un hombre que en Irlanda es llamado “viajante”, uno que vende cosas a domicilio repicando en puertas. Tengo entendido que es una manera muy precaria de subsistir, Joseph, pero rezo por tu éxito. También rezo para que no tropieces con gente ruda, descortés y áspera que pudiera herirte cuando rechacen tus ofertas. Es posible que Nuestro Señor cuando era carpintero, no encontrase siempre clientes para sus mercancías». Esto hizo sonreír a Joseph.

Siempre había recelado de la Hermana Elizabeth, en la creencia de que si él no enviaba fondos regularmente para su hermano y hermana serían separados o adoptados por desconocidos. Sin embargo, paradójicamente, también creía que al recibir la monja dinero para Sean y Regina haría todo lo mejor para ellos y así podía confiar en ella. Era siempre una cuestión de dinero, pensaba, cuando la paradoja emergía en su conciencia y pedía explicaciones para conciliar la contradicción. Dándose cuenta, aunque fuera brevemente, de la paradoja, fue asimilando más y más las paradojas entre aquéllos con quienes estaba obligado a asociarse, no por simpatía sino por un objetivo concreto para sí y sus familiares.

Cuando llegó a las oficinas de Healey le abordó Montrose invitándole a una conferencia en un cuarto desierto, donde le dijo:

—Nos vamos, como sabes, muy pronto. Tenemos que viajar en el vagón particular, por orden del señor Healey, ya que ¿acaso somos humildes y desconocidos viajeros? —y sonrió Montrose, con sus ojos de gato relucientes al mirar a Joseph—. Como empleados del señor Healey, somos caballeros de importancia. Cuando lleguemos a Nueva York nos alojaremos en el mejor hotel. Nuestro vestuario ha de ser irreprochable.

—Mi vestuario es más que suficiente —dijo Joseph pensando en su dinero ahorrado.

—No. ¿Qué fue lo que dijo Shakespeare? Creo que era algo referente al escaparate de la elegancia, suntuoso pero no llamativo. El señor Healey me ha encomendado que me asegure que vestirás así. No es «caridad», señor Francis, ya que yo también debo vestirme para la ocasión a todo lujo, a expensas del señor Healey.

—Yo creía que el trabajo peligroso exigía el anonimato.

Montrose le miró como quien contempla a un niño.

—Señor Francis, cuando viajamos por cuenta del señor Healey no estamos realizando un trabajo peligroso. Somos agentes viajando para sus muy respetables negocios y, por consiguiente, nos aposentamos en hoteles elegantes y nos comportamos respetable y notoriamente en Nueva York o donde quiera que sea. Conferenciamos con otros interesados en los asuntos del señor Healey; cenamos con ellos; conversamos con ellos y paseamos con ellos. El señor Healey no es desconocido en Nueva York, señor Francis. Cuando hagamos nuestras otras, digamos manipulaciones, las haremos sigilosamente y sin ser vistos, y, ¿quién sospechará de nosotros que estamos dedicados a importantes negocios en Nueva York, admirados y estimados, por encima de todo reproche o sospecha?

Joseph reflexionó sobre lo que acababa de oír con el ceño fruncido y después dijo:

—¿Será necedad de mi parte creer que aquéllos con quienes nos asociaremos tienen también una faceta peligrosa en sus «negocios»?

—En estos aspectos guardamos silencio porque sería zafio en nosotros sugerirlo, ¿no os cierto? Señor Francis, no existe un solo hombre vivo rico y poderoso que llegado a esta opulenta situación pueda soportar un escrutinio de su pasado. Pero, cuando alguien llega a tal condición, ¿quién podrá escudriñarle? ¿Tú? ¿Yo?

Joseph no dijo nada y Montrose estudió su hermético rostro con íntima diversión. Dijo:

—Te familiarizarás con el… bueno, el equipo y accesorios que el señor Healey te destina. Comprenderás, indudablemente, que debo familiarizarte con determinados aspectos de este nuevo trabajo, pero más tarde lo harás tú mismo.

—Lo comprendo —dijo Joseph—. He oído decir que usted sólo permite un error.

—Muy cierto —dijo Montrose con sonrisa amistosa.

Apretó Joseph los dientes al pensar en el señor Healey, el benévolo, el generoso y hasta sentimental, el paternal y jocundo. Pensó en Bill Strickland.

—Eres joven —dijo Montrose—, pero no demasiado joven para aprender. Únicamente los estúpidos creen que los jóvenes deben ser mimados y sus errores perdonados. Señor Francis, tus errores nunca serán perdonados.

Joseph pasó el resto del día en el estudio y análisis de los informes entregados por los hombres que trabajaban en las diversas empresas del señor Healey. Los burdeles de Titusville y vecindad habían producido en los últimos diez días, descontados ya los gastos, ocho mil dólares. El juego ilícito era otra enorme fuente de ingresos, y había discretas anotaciones a los efectos de que los «suministros de bebidas» estaban aumentando ampliamente, al igual que los ingresos y rentabilidad de las cantinas. Todo esto no incluía los beneficios obtenidos en Filadelfia, Pittsburgh, Nueva York y Boston, que eran materia separada y guardada bajo llave y cerrojo, ni tampoco el ingreso de los pozos de petróleo. Joseph compendiaba y resumía los ingresos del sector de Titusville en su escritorio; era una tarea mensual.

El salario del pecado, pensó Joseph, no es el infierno. Es una cómoda ancianidad, el respeto universal, la admiración y, al final, un funeral impresionante. Pensó en la Hermana Elizabeth y todos los religiosos que había conocido y sonrió para su fuero interno. Sus salarios fueron tumbas humildes e ignotas después de vidas de adversidad y servicio, recordadas por nadie, ni siquiera por el Dios en que creían. «Yo no hice este mundo», pensó Joseph, «pero debo llegar a un acuerdo con el mundo tal como es».

Abandonó el despacho a hora temprana, recordando el mensaje de Healey. El sol era más brillante, más amarillo, más vívido que por la mañana, porque el cielo oriental se había tornado púrpura y ominoso. Todas las cosas, edificios, calles, gente, aceras y polvorientos caminos, estaban bañadas de una luz peculiarmente hiriente. Hasta Joseph se dio cuenta de ello, aunque habitualmente ignorase lo que le rodeaba. Vio los estandartes patrióticos ondeando en las ventanas, enhiestos junto a puertas, las estrellas y las barras que vio por vez primera en aquella áspera mañana amarga en el puerto de Nueva York. Oyó músicas marciales en la lejanía. Pasó junto a un pequeño vendedor de periódicos, que no debía tener más de seis años, y que estaba vendiendo sus ejemplares con el urgente apremio del hambre. Había visto al niño muchas veces pero ahora se dio cuenta de su existencia. El chiquillo le tendió un periódico. Denegó Joseph con la cabeza y, buscando en su bolsillo, encontró una moneda de cincuenta centavos que dejó caer sobre la pila de periódicos que en grandes titulares negrísimos proclamaban las últimas noticias de la guerra. El niño miró fijamente, estupefacto, la moneda, y luego a Joseph. Éste prosiguió su camino, pero vio que el chiquillo había mordido la moneda para cerciorarse que era buena manteniéndola después en el cuenco de sus manos como seguramente nadie nunca sostuvo la hostia. Joseph alzó la vista hacia las altas colinas y vio que estaban engalanadas con el oro de la primavera temprana. Sobre ellas se cernían las oscuras nubes púrpura de la tormenta próxima y por el contraste resaltaba más su apacible coloración. Joseph no pudo comprender por qué sintió un súbito y dolorido anhelo, una inmediata y abismal tristeza, y por qué pensaba en el pequeño vendedor con agudizada comprensión.

La señora Murray le salió al encuentro en el vestíbulo con expresión de rencorosa repulsa.

—Llega usted tarde —dijo—. Ha tenido a los caballeros esperándole.

El reloj tintineó. Joseph llegaba con cinco minutos de adelanto.