XIII

Por un impulso de desesperada necesidad, Joseph se vio finalmente obligado a confiar en la primera persona que, con excepción de su madre, confiaría en su vida. Era una confianza que en realidad era desconfianza parcial, pero tenía que arriesgarse.

Necesitaba enviar dinero a la Hermana Elizabeth para su hermano y hermana. Sabía que existía sólo una remota posibilidad de que Squibbs pudiera descubrir que «Scottie» era, en realidad, un irlandés que tenía familiares en el Orfanato de St. Agnes, y que a través de ellos pudiera seguir el rastro del hombre que desapareció con su dinero. Pese a ello, tal posibilidad existía, la vida era lo bastante grotesca como para permitirla, y Joseph no quería correr el riesgo de tales bromas pesadas. Estaba ahorrando todo cuanto podía y pronto tendría suficiente para devolverle a Squibbs el dinero y los intereses. En el intervalo lo importante era Sean y Regina, y su inconmovible creencia de que en el caso de que la Hermana Elizabeth no recibiera el dinero, ellos serían separados y adoptados, o algo peor.

Reflexionó a fondo. Cada dos meses aproximadamente, Healey enviaba a Haroun y a dos hombres a Wheatfield a comprar equipo para sus pozos, a ver otras de sus empresas o a entregar mensajes. (Healey no confiaba en los Correos de Estados Unidos ni siquiera en los Expresos de la Wells Fargo). Joseph le sugirió que a él no le importaría efectuar ocasionalmente tal viaje, pero Healey argüyó que su permanencia en Titusville era mucho más valiosa. Por consiguiente, Joseph tuvo que recurrir a Haroun, cuya plena dedicación a él era frecuentemente embarazosa. («Te has conseguido tu propio Bill Strickland, ¿eh?», comentó Healey cierta vez, con gran regocijo).

Joseph escribió una carta a la Hermana Elizabeth en la cual decía que a veces «pasaba» por Wheatfield en viaje de negocios desde Pittsburgh, incluyendo en el sobre un año completo de pago para su familia en certificados oro y dinero extra para obsequios para las próximas Navidades y sus cumpleaños. Añadió que iba a sellar la carta con lacre rojo en tres sitios y que agradecería que la Hermana Elizabeth le informase si la carta había sido registrada o si algo faltaba en el sobre. Luego fue a los establos sobre los que Haroun dormía y vivía, en un cuartito que olía a heno y estiércol, y Haroun se puso contento al verle, ya que era la primera vez que Joseph lo visitaba. Con la carta en la mano, estudió a Haroun con la intensidad que siempre dedicaba a aquellos que estaba juzgando y sopesando.

Vio la radiante devoción del muchacho y el sagaz candor de los enormes ojos negros. Healey confiaba en Haroun hasta el pequeño límite de los deberes del muchacho, al igual que lo hacían los hombres con quienes trabajaba en los pozos y campamentos. Para Joseph era como si nunca hasta entonces hubiese visto al muchacho. No le veía con frecuencia y en las pocas ocasiones que se cruzaban, Joseph no se demoraba en ociosas conversaciones. Su indiferencia hacia Haroun no había disminuido y por semanas enteras ni se acordaba de su existencia. Si Haroun se hubiera esfumado misteriosamente, se habría encogido de hombros, olvidándole con rapidez. Pero debía sopesar a Haroun, ya que le resultaba necesario. El muchacho había perdido su aspecto hambriento debido a la comida sencilla pero abundante, al aposento razonablemente cómodo y a un poco de dinero. Su expresión siempre esperanzada y expectante se había acrecentado, al igual que su optimismo. Joseph se maravillaba ante la implícita vitalidad del muchacho, la innata exuberancia por la vida, su apetito de vivir y la risa que siempre tenía en los labios y rara vez abandonaba sus ojos. Su mata de espesos rizos negros se había vuelto reluciente de salud, su piel morena estaba más lisa y bronceada, la boca tan roja como la de una muchacha y casi siempre sonriente. Parecía un querubín vivo, aunque los ojos eran poco angélicos. Lo que hacía en su escaso tiempo libre era un misterio para Joseph, que nunca había pensado en ello. Haroun ya había cumplido los dieciséis años, todavía era pequeño para su edad, pero parecía vibrar con animación y vigor, como un joven potro piafando con anhelo sobre los verdes pastos. De repente Joseph tuvo conciencia de la existencia de Haroun, como un retraso altamente significativo e inesperado, y la idea no le gustó. Pero su simpatía o desagrado no debían interponerse con la necesidad.

Joseph se sentó en el borde del estrecho catre de Haroun y éste se acomodó en la caja de madera que era su única silla y que contenía sus escasas pertenencias. A la luz de la lámpara de kerosén, el deleite de Haroun ante aquella visita, incomodaba a Joseph. Alzó la mano con la carta para la Hermana Elizabeth, miró fijamente a Haroun y dijo:

—Quiero que mañana pongas esta carta en el correo de Wheatfield, cuando vayas allí, a primera hora.

—¡De acuerdo! —dijo Haroun, tendiendo su menuda mano morena hacia la carta.

Pero Joseph seguía reteniéndola. ¿Iba a preguntarle Haroun por qué debía ser depositada en la oficina de correos de Wheatfield? Si preguntaba, entonces no podía confiarle aquella misión. Pero Haroun no hizo preguntas. Se limitó a esperar, tendida todavía la mano. Si Joseph deseaba algo, ya era suficiente, y casi palpitaba con el placer de pensar que podía serle útil a su amigo.

—No permitas que nadie más vea esta carta —dijo Joseph.

—¡Nadie! —exclamó Haroun sacudiendo sus rizos.

—La llevarás a la oficina de correos y allí arrendarás una caja postal para mí, a nombre de Joseph Francis. Te daré los dos dólares de arrendamiento por un año.

Por vez primera Haroun pareció perplejo.

—No comprendo eso referente a una caja. Debes explicármelo de modo que esté seguro.

Joseph lo explicó y Haroun escuchó con la misma intensidad y concentración habituales en un muchacho de más edad, y luego Joseph le hizo repetir dos veces las instrucciones. Después le dio la carta a Haroun, que la envolvió en un pañuelo y la guardó en el bolsillo de su única chaqueta. Joseph le escrutó atentamente pero el muchacho no demostraba curiosidad, reserva o especulación. Se sentía feliz porque Joseph estaba con él.

—¿Te gusta tu trabajo para el señor Healey, Harry? —preguntó Joseph no con interés, ya que no podía sentir ninguno, pero creyó que debían incluirse algunas afabilidades.

—Me gusta. Gano dinero ¿y no es ya bastante? —al reír relucieron sus blancos dientes—. Pronto seré un hombre rico como el señor Healey.

Joseph no pudo dejar de sonreír.

—¿Y cómo lo vas a lograr?

—Lo ahorro casi todo y cuando tenga lo suficiente compraré un juego de herramientas para mí. Uno de esos días —Haroun hablaba gravemente.

—Excelente —dijo Joseph.

No se dio cuenta que Haroun había dejado de sonreír y que le estaba contemplando con tensa atención, como si escuchara algo que no había sido dicho. Joseph miraba al suelo y pensaba, frotando el pie contra algunas pajas en la madera. Luego alzó la mirada hacia Haroun y quedó algo confuso ante la expresión del muchacho, porque a la vez era triste y muy madura, la expresión de un hombre que sabe todo sobre el mundo y no está rabioso por ello sino solamente enterado.

—Harry, aquí tienes dos dólares para ti, por hacerme este favor —Joseph tendió dos monedas, ya que siempre debía pagar por lo que recibía o se convertía en deudor, y nada salvo el dinero compraba la lealtad.

Hubo un repentino y hondo silencio en el mustio cuartito, como si alguien acabase de asestar un brutal manotazo en una mesa en un gesto de amenaza o cólera. Haroun miró el dinero que había en la mano de Joseph pero no lo cogió. Su rostro se hizo ausente, remoto. Después, con voz muy baja, con un tono que llamó la atención de Joseph, dijo:

—¿Qué te he hecho, Joe, para que me insultes a mí que soy tu amigo?

Joseph iba a contestar pero no pudo hallar palabras. Algo se removió en su fría rigidez interna, algo penoso y poco familiar, algo infinitamente melancólico y avergonzado. Se puso en pie, lentamente. Sentía un vago furor contra Haroun que lograba herirle tan agudamente, y presumía al llamarle «amigo», una palabra increíblemente necia.

—Lo siento —dijo con fría entonación—. No pretendía ofenderte, Harry. Pero me estás haciendo un gran favor, y por lo tanto…

—¿Y por lo tanto…? —reiteró Haroun cuando Joseph se detuvo. Joseph movió la cabeza con desasosiego.

—No ganas mucho dinero, Haroun. Yo… yo ni siquiera te he visto hace ya tiempo. Yo pensé que quizás el dinero… Yo pensé que podría comprarte algo para ti. Llámale un regalo, si así lo prefieres, y no un pago.

También se levantó Haroun. Su cabeza apenas llegaba al mentón de Joseph pero súbitamente estaba dotado de dignidad.

—Joe, cuando realmente quieras hacerme un regalo, me gustará y lo aceptaré. Pero ahora no quieres darme un regalo. Quieres pagarme por hacer algo por mi amigo, y los amigos no reciben pago.

Joseph experimentó otra emoción desacostumbrada: curiosidad.

—¿Qué diferencia existe entre un pago y un regalo, Harry?

Haroun meneó la cabeza negativamente.

—Quizás, alguna vez lo sepas, Joe. Si nunca logras entenderlo, entonces no intentes darme dinero.

Joseph no pudo encontrar nada más que decir, por lo cual dio media vuelta, bajó por la escalera de mano hasta los cálidos y oscuros establos, oyó el pataleo y los resuellos de los caballos y salió a la fría noche exterior, para permanecer varios minutos inmóvil sobre la apisonada arcilla del suelo, sin ver nada.

—¡No hay nada como una buena guerra para la prosperidad! —le dijo Healey a Montrose mostrándole un cheque.

Era un adelanto sobre un banco inglés por la entrega de cuatro mil rifles de repetición de ocho cartuchos que habían sido fabricados por Barbour y Bouchard, ilegalmente, habida cuenta de que los ingleses ya eran dueños por completo de la patente. (Barbour y Bouchard, fabricantes de municiones en Pensilvania, eran absolutamente realistas sobre la «apropiación temporal» de la patente, ya que también tenían una amplia participación financiera en Robsons y Strong, fabricantes ingleses de municiones y pertrechos, que eran dueños de la patente. Era sólo cuestión de tiempo, hasta que pudieran lograrse amigables componendas, ya que ahora no podían efectuarse en vista de la guerra entre los estados y el bloqueo contra todos los barcos, principalmente británicos, promulgado por Washington). Ningún nombre estaba reseñado en la orden de pago bancaria, pero Healey lo comprendía perfectamente. Los rifles tenían que ser entregados en un pequeño y casi inactivo puerto en Virginia donde Healey ya había hecho algunos negocios que no hubieran merecido la aprobación de la policía o de los militares de la Federación.

—Y esto es tan sólo el principio —añadió Healey con satisfacción—. ¿Qué son cuatro mil rifles? Apenas una picadura de pulga. Naturalmente, Barbour y Bouchard están haciendo su tráfico de armas y sus arreglos con la Confederación, ganándose millones. Quizás desean ser generosos y dejarme ganar a mí y a otros pececillos un honesto dólar —rió.

—Y quizás —dijo el elegante Montrose— Barbour y Bouchard nos están sometiendo a prueba para ver si podemos merecer plena confianza con el tráfico de armamento, y quizás oyeron decir que hasta ahora hemos sido lo bastante discretos para hacer otros tráficos y contrabandos con la Confederación sin haber sido atrapados ni una vez.

—Toquemos madera, y esto significa que B y B, si llevamos bien este asunto, nos proporcionará más trabajo. No falla —Healey chupó su cigarro, meditativo—. Cuando era más joven hice un poco de trata de negros. Después de todo, los salvajes negros eran mejor tratados y nutridos aquí que en sus selvas, donde eran esclavos de sus jefes caníbales. Pese a todo, se me ocurrió por último que también ellos eran humanos, y como fui criado como un estricto católico aquello iba en contra de la semilla que me implantaron de pequeño. Lamenté el dinero que dejaba de ganar, pero hay cosas que un hombre no siempre se obliga a hacer.

Barbour y Bouchard vendían los rifles de repetición de ocho cartuchos en cantidades enormes al gobierno federal de Washington. Si los cuatro mil rifles que ahora esperaban en Nueva York en un discreto almacén, etiquetadas las cajas como PIEZAS DE MAQUINARIA, eran o no eran rifles robados por partes interesadas de la asignación federal, o bien si Barbour y Bouchard habían entregado ellos mismos aquellas armas a aquel almacén, esto era algo en lo cual Healey ni por un instante se hubiese permitido especular. Esto habría sido descortés, desagradecido, poco realista e indigno de un hombre de negocios. Además, la orden bancaria de pago era únicamente para la entrega satisfactoria y no exigía inversión alguna por parte de Healey, más allá de las vidas o la libertad de sus agentes. No obstante, uno tenía que ser cuidadoso en la elección de estos agentes.

—Es hora de hacer entrar en acción al joven Francis —dijo Montrose—. Durante dos años he mantenido en reserva mi concepto sobre él, dándole a usted moderados elogios del muchacho, pero ahora estoy seguro de que no solamente estuvo acertado desde el principio al calibrarlo, sino que él ha mejorado hasta convertirse en un arma formidable, o secuaz, o como quiera llamarle. Rara vez doy mi plena confianza, pero creo que podemos confiar hasta el máximo en el joven señor Francis…, siempre y cuando sigamos pagándole bien.

Healey examinó la ceniza de su cigarro mientras él y Montrose se sentaban en la sala a tomar coñac.

—Quizá tienes razón —dijo Healey—. Le envié a Corland a comprar algunos arriendos, pero antes de partir me dijo: «Señor Healey, quiero comprar algunos arriendos por mi cuenta, cercanos a los arriendos que usted quiere. No tengo todavía el dinero. ¿Me prestaría dos mil dólares?». Bueno, pensé que esto era un atrevimiento por parte del mozo a quien le pago cuarenta dólares por semana, casi diríamos una coacción —Healey sonrió pero sin enojo—. Expuso frescamente la operación. Me devolvería veinte dólares por semana sobre su paga, con un seis por ciento de interés. Acepté.

—Lo sabía —dijo Montrose.

Healey no se sorprendió. Lo que Montrose no sabía era porque no tenía mucha importancia.

—Tuve una pequeña charla con él —agregó Montrose—. No, no me habló del préstamo. Le dije: «Todos los arriendos, para ser legales, deben estar extendidos a tu nombre completo y verdadero en el juzgado, o más tarde —bueno, los bribones— podrían litigar impugnando tu derecho». Me agrada el joven y deseé ayudarle para que no incurriera en un grave perjuicio. Esto pareció perturbarle un poco y para asegurarse visitó en persona el juzgado No confía en nadie y esto, en sí mismo, es de alabar. Descubrió que yo le había informado correctamente.

—Bien, ¿y cuál es su nombre completo y legitimo? —preguntó Healey, que conociendo demasiado bien a Montrose no inquirió cómo había obtenido esta información.

—Joseph Francis Xavier Armagh. Extraño apellido.

—¡Un encopetado apellido irlandés! —exclamó Healey, deleitado—. Condado Armagh. No como tu Condado Mayo o Cork o ésos. Muy encopetado. ¡Condenado me vea si no tengo un descendiente de señorío trabajando para mí!

Montrose, en su condición de aristocrático sudista de origen escocés-irlandés, quedó un poco impresionado, aunque no demasiado, ya que nació en una familia que pertenecía a la secta episcopal protestante.

—Hay muchos protestantes en el Condado Armagh, y entre los Armagh —dijo Healey de manera prejuiciosa—. Aunque tengo el pálpito de que Joe no es protestante.

—No, no lo es —dijo Montrose sonriendo tenuemente—. Como usted sabe, el registro del juzgado exige conocer el nombre de pila y bautismo al igual que el apellido que está… bueno, asumiendo por diversas razones y donde fue bautizado. El joven Joseph fue bautizado en la Iglesia de St. Bridget, en Carney, Irlanda. Su caligrafía fue casi ilegible cuando tuvo que dar con renuencia esta información y es probable que haya dicho la verdad después de mi advertencia. Pero nunca me han desagradado las escrituras ilegibles. Descifrarlas es, precisamente, una de mis aficiones.

—Ni siquiera tiene un rosario, una medalla santa o una imagen en su cuarto —dijo Healey.

—Tampoco en el suyo —dijo Montrose, sonriendo de nuevo.

—Bueno, yo soy… diferente —dijo Healey. Montrose vio que Healey parecía algo deprimido o agraviado, y esto le divirtió. Le encantaban las paradojas, especialmente las concernientes a la naturaleza humana—. Un joven pagano —agregó Healey y Montrose asumió una expresión grave—: Excomulgado, quizá.

—Indudablemente no debemos demostrar al joven señor Francis que conocemos su verdadero apellido y nombres. Esto sería de una gran vulgaridad por parte nuestra. No es asunto que nos atañe, como usted bien sabe, señor.

—Cierto, así es —dijo Healey, pero estaba aún levemente enojado—. Bien, yo nunca adopté un nombre falso, ni acorté el mío, salvo una vez, y esto fue cuando tuve un pequeño problema con la policía de Filadelfia, cuando era muy joven. Tuve un poco de orgullo, de verdad que lo tuve.

—No debemos poner en tela de juicio los motivos y razones del joven señor Francis —dijo Montrose.

Healey le observó con curiosidad. ¿Cuál sería el verdadero apellido de Montrose? Nadie se lo preguntó nunca. Montrose no poseía arriendos, no tenía tratos con los juzgados de registro. Trataba solamente con los bancos. Healey, aunque le resultase difícil, siempre reprimió su normal curiosidad irlandesa, porque en aquel caso podía resultar peligrosa.

Pasaron a ocuparse de negocios. El tráfico de armas hacia el sur en pie de guerra era bastante distinto a traficar en provisiones de boca, piezas de lana, herramientas y similares, operaciones a las que Healey se había dedicado a fondo y ventajosamente desde el comienzo de la guerra. Para el contrabando de armas, Washington había amenazado aplicar la pena de muerte. No obstante, por aquella época, el gobierno federal tenía serias dificultades con los frenéticos y caóticos tumultos del reclutamiento por todo el norte, las constantes amenazas contra la vida de Lincoln en el norte y las diversas victorias de la Confederación. (En el norte había tropeles de gente que portaban pancartas en torno a los juzgados, describiendo a Lincoln como «El Dictador», ya que había suspendido la ley del habeas corpus entre otras garantías constitucionales, y el pueblo norteamericano todavía desconfiaba del gobierno, al recordar que por lo general los gobiernos son los enemigos más mortales del hombre).

—No quiero que nadie sea matado ni apresado —dijo Healey—. Ni nadie que luego pueda hablar. Tienes razón, no falla. Mantendré una charla con Joe Francis Xavier, para sondearle.

—Quiero que hagas algo para mí —le dijo Healey a Joseph, tras haberle convocado en su sala—. Algo un poco… peligroso. Y nada de preguntas.

—¿Cómo es eso? —preguntó Joseph, frunciendo el ceño.

Healey alzó una mano con gesto tranquilo:

—Vamos, vamos, no te subas a la parra. Esta vez no te estoy pidiendo que mires en torno tuyo por Pittsburgh y traigas algunas lindas niñitas para mis pensionados, donde estarán bien alimentadas, protegidas y ganando buen dinero en efectivo. No te comprendo —se lamentó Healey—. Las muchachas que yo siempre he… protegido, sí, señor… proceden de míseros hogares o no tienen hogar, o se hallan sirviendo como esclavas, pasando hambre y otras calamidades. ¿Qué mal hay en que se ganen su buen dinero pasando alegres momentos con muchos lechuguinos? Pero tú no lo ves así, monje, Joe San Francis Xavier. No es moral, o algo parecido. Pero tengo orejas por todas partes, y hace poco no te pareció mal hacer uso de la contraseña que te di, ¿eh?

Joseph permaneció silencioso. Healey rió, se inclinó sobre la mesa y palmoteó una de las frías y delgadas manos de Joseph, que se apoyaban tensas sobre la madera.

—No le concedas importancia, Joe. Eres joven y lo que pasa es que te envidio. ¡Lo que es ser joven! Olvídalo. El trabajo que tengo pensado para ti, Joe, es algo que nunca soñaste, y en el que ni yo mismo me entremetí. No por razones de tu moralidad, farsante virtuoso, sino por falta de oportunidad. Y ahora, nada de preguntas. Se trata de contrabandear armas hasta un pequeño puerto de la vieja Virginia.

Joe le estudió, inmutable. Luego dijo:

—¿Y cómo me las compondré?

Healey, antes de replicar, abrió un cajón de su mesa y extrajo un paquete de billetes de oro, una pistola nueva y una caja de municiones.

—Esto es lo que emplearás para untar tu camino si las cosas se ponen un poco engorrosas, lo cual esperamos que no ocurra. Nunca he visto a un hombre cuyos ojos no reluzcan cuando atisba esto. Y esta pistola es para ti. Es tuya para siempre. Un arma preciosa, ¿eh? De lo mejor que fabrican Barbour y Bouchard, aquí en la nación. Ellos fabricaron los cuatro mil rifles con cargador de ocho balas que tendrás que entregar al Sur. El señor Montrose irá contigo. Ya es hora de que afrontes un pequeño peligro y tomes alguna de las responsabilidades que mis otros mozos han estado defendiendo, como sabes sobradamente bien. Pero has estado al abrigo en mis oficinas, como una pulga en la oreja de un perro, y el único riesgo que nunca has corrido han sido las dos noches que te pasaste en el cuarto blindado. Mis mozos van envejeciendo, tú eres joven y resulta dificultoso reclutar los hombres adecuados para los trabajos adecuados. No he encontrado ninguno salvo tú en tres largos años y pico, y esto es un piropo, señor.

Joseph pensó en su hermano y su hermana, y entonces cogió la pistola, sopesándola en su mano. Tenía un magnífico equilibrio, un excelente «toque», cierta tersura competente y cierta calidad de garantía mortífera.

—Usted ha dicho que nada de preguntas, pero yo necesito hacerle algunas.

—Adelante —dijo Healey con un amplio movimiento de la mano—. Pero esto no significa que tenga que contestarlas.

—¿Existe alguna posibilidad de que pueda ser matado o capturado?

Healey le escrutó intensamente antes de asentir.

—Seré honesto contigo. Sí. No es una gran posibilidad, pero cabe. Depende de lo que hagas, de lo que digas, de cómo te comportes y de tu buena suerte. Pero tienes la suerte de los irlandeses, ¿no?

Las manos de Joe acariciaron la pistola mientras miraba a Healey, en silencio, unos instantes. Dijo:

—¿Y cuánto va a pagarme por esto?

Healey simuló una incrédula estupefacción:

—Cobras tu paga, ¿sí o no? Una paga que mis otros mozos no lograron hasta que no trabajaron por lo menos diez años completos para mí y tú hace poco más de dos años que estás aquí. Ha sido culpa del pedazo de corazón tierno que tengo, y me estoy volviendo sentimental a mis viejos años. Olvidaré que siquiera me hiciste esta pregunta.

Joseph sonrió tenuemente:

—Todavía le debo mil ochocientos dólares. Usted me ha tratado honradamente y a carta cabal, tal como lo llama, señor Healey, y ha recogido su beneficio, lo cual es lo correcto. Por consiguiente, para abreviar, cuando regrese después de este trabajo, usted cancelará el saldo de mi deuda —alzó la mano para atajar protestas—: Yo me ocupo de sus libros, señor Healey. Cierto que paga a sus hombres un buen salario, pero para ciertos trabajos marrulleros les da una buena prima de recompensa. Lo sé. Yo mismo redacto los cheques para que usted los firme. Yo puedo ser sus ojos y sus oídos, tal como ha mencionado amablemente varias veces, pero también tengo ojos y oídos propios, aunque sé conservar quieta la lengua.

—Estás loco, esto es lo que estás, loco —dijo Healey.

Joseph se limitó a esperar en silencio.

—¡Tu primer trabajo importante, sólo Dios sabe si lo harás bien, y quieres cobrar mil ochocientos dólares!

—Señor Healey, existe la posibilidad, y lo sé, de que pueda no regresar jamás. Dejaré una carta a… alguien… que entregará mis opciones a otra persona en otra ciudad, si me matan o hacen prisionero. No debe tener la menor preocupación. No le diré a… este alguien… dónde voy ni lo que voy a hacer. Simplemente le diré que en caso de que no regrese bastará que él se presente y usted le dará el documento de deuda cancelada, para que lo mande a otra persona. Como puede apreciar, señor Healey —Joseph exhibió la fría mueca que era su sonrisa—, le estoy demostrando que tengo absoluta confianza en que usted actuará honorablemente.

Healey se sentía alarmado. Se sentó más erguido, con el rostro congestionado.

—¿Y quién es, si es lícito preguntarlo, esta otra persona en otra ciudad?

La sonrisa de Joseph casi se hizo risa silenciosa.

—Solamente una monja, señor, solamente una monja.

—¡Una monja!

—Sí. Una inofensiva monja anciana… que cierta vez me hizo un gran favor.

—Yo creo que estás chiflado —decretó Healey con pasmo—. ¡Una monja! ¡Tú! Y quién diablos es tu mensajero aquí, el que llevará los papeles a esta monja, aunque no vayas a suponer que creo una palabra.

—Harry Zeff.

Exasperado y anonadado, Healey se asestó una palmada en la frente.

—¿Y él conoce a esta monja?

—No. Ni siquiera necesita conocerla o verla. Únicamente tendrá que enviarle los papeles cuando lea la dirección en la carta que le dejaré.

—Dios santo, ¿para qué todos estos secretos?

—No hay secretos, señor Healey. Una monja no es ningún secreto y además, nosotros los irlandeses, tenemos una propensión hacia los religiosos, ¿no es así?

—¿Qué es esta… esta prop…?

—Digamos que viene a ser lo mismo que debilidad.

—¡O sea que quieres ser caritativo con una vieja monja que probablemente nunca vio juntos veinte dólares!

—No. No soy caritativo. Simplemente un… recordatorio, para llamarlo de algún modo.

—Yo creo que estás chiflado —repitió Healey, masticando furiosamente su cigarro. Escupió antes de mirar irritado a Joseph—: Eres más profundo que un pozo. Hasta diría más profundo que el propio infierno. ¿Es parienta tuya esta monja?

—No.

—No creo una sola palabra de todo eso.

—Nadie, señor, está intentando obligarle a creer nada. Sólo quiero tener su palabra de honor, para saber que le entregará el cancelamiento de deuda a Harry Zeff para que sea enviado a esta monja, si yo no regreso.

—Piensas en todo, ¿eh?

—Sí.

—¿Qué es lo que te hace pensar que puedes confiar en Harry?

—¿Qué es lo que le hace pensar a usted que puede confiar en Bill Strickland?

—¡Ah, ah! Yo salvé a Bill de ir a la horca.

—Y yo salvé la vida de Harry, o por lo menos su pierna.

—Pero Harry es listo, y en cambio Bill es un dogo.

Joseph no replicó. Healey le observó atentamente.

—O sea que finalmente decidiste confiar en alguien, ¿eh?

—Lo sometí a prueba y no hizo preguntas.

—Podrías haber aprendido esta lección de él —dijo Healey de malos modos.

Como Joseph no hizo ningún comentario, Healey dijo airado:

—¿Por qué no puedes dejarme a mí la carta en vez de a Harry? ¿No confías en mí? Empiezo a pensar que tu sonrisa no me gusta.

—Señor Healey, una vez me dijo que cuanta menos sea la gente en que uno necesite confiar, tanto mejor. He confiado en Harry. Además, usted es un hombre importante, atareado y no quiero importunarle con menudencias como ésta.

—Ya, ya… ¿Intentando engatusarme, eh? Tienes una boca verdaderamente sarcástica, irlandés, pese a tu forma cortés de hablar.

—Yo no proyecto dejarme matar ni atrapar, señor Healey. La carta es solamente para cubrir cualquier emergencia imprevista, que espero no se presentará. Puedo confiar en que Harry me devolverá esta carta sin haberla leído en el caso de que yo regrese. Ya antes confié en él. No me gustó hacerlo, pero me vi obligado.

—Todo lo que sé —rebatió Healey— es que de un modo u otro me has ganado en mañas, haciéndome decir que puedes llegar a quedarte con el dinero que te presté. No pensaba hacerlo. Bueno, de acuerdo, ganaste. Lárgate de aquí.

Joseph se levantó y dijo:

—Gracias, señor Healey. Es usted un caballero.

Healey contempló al joven mientras abandonaba la estancia y cerraba suavemente la puerta al irse. Rumiaba. Comenzó a sonreír, y era una sonrisa apesadumbrada y afectuosa. Después meneó la cabeza como si se burlase de sí mismo. Dijo en voz alta:

—¡Condenado irlandés! Al fin y al cabo, no nos puedes engañar.