Joseph descubrió que Healey había sido, en cierto modo, modesto al referirse a sus propiedades, actividades, valor financiero y perspectivas. Había insinuado que sus intereses principales radicaban en Titusville, pero Joseph supo que Titusville era meramente su base de operaciones y que prefería no dirigir sus negocios desde Pittsburgh y Filadelfia debido a cierto hostigamiento por parte de la policía y de los enemigos políticos. Sin embargo, sus operaciones en Titusville eran únicamente una pequeña parte de sus negocios. En Titusville podía protegerse de las investigaciones impertinentes con ayuda de los hombres que empleaba. También era «propietario» del sheriff y de los alguaciles, algo que no podía hacer en Pittsburgh y Filadelfia, donde los ladrones eran de mayor envergadura que la suya y tenían mayores recursos financieros. No obstante, la mayor parte de su fortuna procedía de Filadelfia y Pittsburgh, y hasta de Nueva York y Boston.
—Todo consiste en organización, con pupila para las oportunidades, irlandés —solía decirle a Joseph, y éste pronto comprendió que era una profunda verdad.
En muchos aspectos era típicamente irlandés, pero no la clase de irlandés que conoció Joseph, que era reservado, frío, reprimido, melancólico, poderosa pero secretamente emocional, aristocrático, desdeñoso, orgulloso, inexorable, tenaz, austero, arrogante y poéticamente místico con renuencia. Healey comprendía, aunque humorísticamente, la clase de irlandés que era Joseph, pero Joseph nunca podría aceptar el estilo irlandés de Healey, pues lo consideraba vulgar, ostentoso, degradante y ruidoso.
Las cajas fuertes y las archivadoras de acero de Healey eran guardadas en un cuarto contiguo a su «serie de oficinas», como llamaba los sucios y oscuros cuartos que arrendaba o poseía. También allí había rejas en la ventana. Y un catre con mantas. En aquel cuarto, cada hombre de su personal dormía dos noches por mes, o por lo menos dormitaba, con pistolas y escopeta. Healey trataba con bancos de Pittsburgh y Filadelfia, y con el nuevo establecido de Titusville, pero siempre guardaba una gran cantidad de oro en el enorme cofre de hierro y acero que tenía en aquel arsenal céntrico que eran sus oficinas. Sus hombres tenían la orden de disparar a matar contra cualquier intruso y esto era más que sabido en la ciudad. Cada uno de sus hombres era un experto tirador de primera y practicaba por la comarca a intervalos frecuentes. Joseph no quedó exento de este entrenamiento. Su más inmediato consejero, Montrose, era su profesor, y Montrose informó a Healey que «este muchacho tiene la pupila de un halcón y nunca falló el blanco, desde un principio».
—No te preocupes por la ley si le tienes que disparar a alguien que intente entrar en este cuarto —le dijo Montrose a Joseph cuando éste hizo la sugerencia—. El señor Healey es la ley en estos contornos. Además, es legal matar a un ladrón en tu propiedad. ¿O tal vez no te agrada la idea de matar?
Joseph pensó en las desesperadas, criminales y sanguinarias batallas entre su pueblo y los militares ingleses, y replicó:
—No tengo objeción a matar. Solamente quería estar seguro de no ser ahorcado si lo hacía.
—Cuidadoso, ¿no es así? —indagó Montrose, pero sin rencor ni ridiculización—. Solamente un necio es descuidado y no se ocupa de las consecuencias antes de actuar.
Joseph pronto dedujo que Healey despreciaba la temeridad y los actos impulsivos y, como él también los desaprobaba, siguió cultivando su cautela natural.
Ninguno de aquellos individuos conocía el historial de sus compañeros, y nadie confiaba en ninguno. Montrose poseía un suave acento del Sur, era cortés en su habla y sus modales eran naturalmente amables. Era también el más mortífero de los hombres de Healey, a pesar de su apariencia caballeresca, su fascinante voz, su aire de urbana consideración, su inalterable educación y las inequívocas señales de una crianza superior. Era siempre cortés, elegante y calmosamente patricio, por lo que Joseph supuso que procedía de una familia de caballeros y había elegido ser un bribón, debido a una súbita pobreza o a una inclinación innata. Las alusiones de Montrose eran las de un hombre bien educado y no las absurdas pretensiones de un plebeyo.
Era un hombre de alrededor de treinta y ocho años, muy alto y delgado, con felina gracia en sus posturas y movimientos. Vestía caro, pero con gusto. Joseph evocó el gato color jengibre que había sido propiedad de su abuela en Irlanda o, más bien, que era el dueño de ella, al estilo de los gatos. Montrose tenía los cabellos de un claro color jengibre, anchos ojos amarillos y refinados, pero era amanerado. Su cara era larga y cremosamente pálida, ilegible en sus expresiones, y su nariz era casi delicadamente hermosa, así como su boca y su magnífica dentadura. Rara vez fruncía el ceño, elevaba la voz, hablaba con tono insultante o mostraba cólera. Su actitud era disciplinada y, sin embargo, extrañamente tolerante. Un hombre puede cometer un error una vez, pero sólo una vez. Si reincidía, entonces Montrose era su enemigo. Joseph encontró algo de militar en él, aunque Montrose denegó, sonriente, haber estado en el ejército. Sin embargo, Joseph no le creyó del todo. La autoridad y la disciplina sobre sí y sobre los demás procedían del don de mando y Montrose, pese a su elegancia, era imperativo.
Sus compañeros le respetaban y temían, y era su superior. Sabían que resultaba aún más implacable y letal que ellos mismos. Recordaban que dos compañeros habían desaparecido inexplicablemente de la noche a la mañana, en un reciente pasado, y Montrose no había manifestado la menor sorpresa. Los dos fueron rápidamente sustituidos.
Todos aquellos hombres sentían devoción hacia Healey. Al principio Joseph pensó que solamente le temían, pero Montrose le aclaró la cuestión.
—El hombre al que temen y detestan y que es el tema de sus pesadillas no es el señor Healey, que es un caballero considerado. Saben que es humano, ellos mismos son humanos, y que con frecuencia es sentimental. Confían en él. Ciertamente, evitan cualquier oportunidad de enojarlo…, por diversas razones. Su odio y temor reales se concentran en Bill Strickland, esa basura blanca con alma de tigre. Era la primera vez que Joseph oía la expresión «basura blanca», pero comprendió inmediatamente su significado.
—Bill Strickland —prosiguió Montrose, y Joseph notó, por primera vez, que sus ojos brillaban— es atávico. Carece de mentalidad, como posiblemente ya habrás notado, Francis. Es un arma viviente, asesina y el señor Healey retiene el gatillo. Hay algo en el ser humano, Francis, que se horripila ante la bestialidad primitiva y el salvajismo irreflexivo, no importa lo despreciable y sin escrúpulos que pueda ser en sí un hombre. Si los hombres tienen enemigos, saben que estos enemigos son impulsados por algo que ellos mismos pueden comprender pues, ¿no somos todos hombres? Pero criaturas como Bill Strickland están fuera de toda humanidad, y son incapaces siquiera del raciocinio, por distorsionado que sea. Matan impersonalmente, sin cálculo, enemistad o furor, y esto es algo que ningún otro hombre puede comprender. Matan como las espadas, el cañón, o las pistolas, al simple impulso del gatillo del hombre que es su dueño. No hacen preguntas. Ni siquiera piden dinero por su matanza. Simplemente… funcionan. ¿He conseguido hacerme entender, Francis?
—Sí —dijo Joseph—. ¿Es idiota o débil mental?
Montrose sonrió, exhibiendo su preciosa dentadura:
—Ya te lo he dicho: es un atavismo. Según he leído, antaño todos los hombres eran así, antes de convertirse en verdaderos hombres, en «homo sapiens» Lo alarmante es que su número no es pequeño. Los hallarás entre los mercenarios y hasta en las mejores familias. Los encontrarás por todas partes, aunque frecuentemente van disfrazados de hombres.
Montrose fumó meditativamente, antes de añadir:
—Nunca, en mi vida, he temido a ningún hombre. Pero confieso temer a Bill Strickland… si está a mi espalda. Me hace cosquillas la carne.
—Y el señor Healey lo emplea.
Montrose rió, dándole a Joseph una ligera palmada en el hombro.
—Lo emplea como otros hombres emplean guardas o pistolas. Es un arma. Si el señor Healey llevase una pistola no lo censurarías, ¿verdad? Dirías que es un hombre que se preocupa por su seguridad. El señor Healey no lleva pistola. Tiene a Bill Strickland.
—¿Por qué un ser semejante es tan devoto del señor Healey?
Montrose encogió los hombros.
—Pregúntale esto a un perro que tenga un buen amo, Francis.
A Joseph le resultó mortificante que, habiendo alcanzado sus conclusiones acerca de Bill Strickland mediante su propio razonamiento, observación y los comentarios de Montrose, aquel jovencito de Haroun Zieff lo supiera todo sobre Bill por puro y certero instinto. Sin embargo, Haroun era el único del séquito de Healey que no sentía místico horror, instintiva repulsión o aborrecimiento hacia Bill.
—Nunca le irritaría y prefiero permanecer fuera del alcance de su morro —le dijo a Joseph, los grandes ojos negros brillando con un fulgor que Joseph no pudo interpretar—. Pero tampoco huiría de él. No se puede hacer esto…, con un chacal.
Por vez primera Joseph conoció el calmoso coraje y la peculiar ferocidad de los originarios del desierto, aunque por entonces no se dio cuenta de ello. Haroun añadió:
—Nunca te tengas miedo, Joe. Yo estoy aquí y soy tu amigo.
Joseph había reído, con su breve risa cínica que resultaba un sonido casi inaudible. Por vez primera estaba desagradablemente consciente de que empezaba a confiar en Haroun, que ahora contestaba al nombre de «Harry». Confiar era traicionarse a sí mismo. Intentó repetidas veces desconfiar de Haroun, hallar ocasiones en que el muchacho fuera ambiguo y tortuoso, o sorprender en sus ojos una expresión que revelaría la malicia de los hombres. Nunca las halló. No supo si por ello debía sentirse aliviado y emocionado o mortificado.
Haroun ocupaba ahora un pequeño pero cómodo cuarto sobre las caballerizas de Healey. Sus heridas habían cicatrizado, aunque a veces renqueaba. Aceptaba la vida con gran cordialidad y una sabiduría sencilla que estaban más allá de las capacidades de Joseph. Nunca estaba resentido ni guardaba rencor. Se prodigaba ampliamente con sus espontáneas y resplandecientes sonrisas y su alegría congénita. Parecía confiar en todos y no ocultar nada a nadie, lo cual era engañoso. Tenía sus pensamientos secretos, pero nunca delataba los más sombríos, excepto a Joseph quien, sobresaltado, le observaba fijamente; esto hacía estallar de risa a Haroun, cosa que desconcertaba a Joseph.
—Nunca eres serio y formal —le dijo una vez a Haroun.
—Yo soy siempre formal y serio —contestó el muchacho.
Pasarían años antes de que Joseph comenzase a asimilar que Haroun era sutil y no podía ser comprendido completamente por una mentalidad occidental. Haroun era orgulloso, pero no al estilo de Joseph Armagh. Su orgullo contenía una característica española: el pundonor.
Ante la insistencia de Joseph, Healey le pagaba a Haroun diez dólares a la semana por transportar nitroglicerina de la estación de Titusville a los pozos más profundos. Healey observó con sonriente meditación a Joseph:
—Vaya, pues, su señoría está de pronto muy interesada con los vasallos, ¿es ésta la palabra adecuada? ¿No eres tú el que una vez me dijo que Harry no significaba nada para ti, y que deseabas verte libre de él? Sin embargo, ahora me dices que «un trabajador vale de acuerdo a su salario». Irlandés, eres un acertijo o, mejor dicho, eso que llaman un jeroglífico.
—Si usted le da un salario a Haroun, no será robado como lo ha sido durante toda su vida.
—¿Es tu tierno corazón irlandés el que te hace hablar así?
—Señor Healey, Harry podría obtener esta misma cantidad de dinero de otros perforadores. ¿Quiere usted conservarlo? Si no, le diré que se vaya. ¿Por qué no iba a ganar, por un trabajo tan peligroso, el mismo dinero que ganan otros hombres?
—O sea que se trata de honradez, ¿no es así?
—La honradez no tiene nada que ver. El dinero, sí.
Healey fumó en silencio unos instantes. Luego dijo:
—Irlandés, no eres tan duro como te figuras ser, opino yo. Tienes heridas y no cicatrizan, por lo cual montas guardia sobre ellas con tu pistola amartillada, por temor a que vuelvan a sangrar. Mozo, cada hombre tiene sus heridas, hasta yo. Y esto explica un montón de cosas acerca de la naturaleza humana que los sacerdotes ignoran. Cuando hablas de honradez para Harry, piensas en ti mismo, y ¡condenado quede si no pienso que esto también explica lo que son los santos!
Se sentía tan eufórico por su repentina intuición, que insistió para que Joseph se uniera a él en la sala para tomar una copa de coñac.
—Sí, señor —afirmó—, un hombre no quiere algo para alguien a menos que se piense a sí mismo metido alguna vez en un lío parecido. Bebe con fruición, irlandés. La vida no es tan amarga como te crees. ¡A tu edad! ¡Maldito sea yo, pero a los dieciocho años era un magnífico gallito, no un monje como tú!
Esto había sucedido hacía diez meses. Haroun ahora ganaba dieciocho dólares por semana y Joseph —que no lo consideraba sorprendente aunque sí sus asociados— percibía treinta y ocho dólares a la semana. En una ciudad donde un médico o un abogado se consideraban acomodados si sus ganancias llegaban a los treinta y cinco dólares semanales, aquello era notable. Joseph le pagaba a Healey cinco dólares a la semana por su pensión, algo que Healey encontraba hilarante, aunque Joseph no viera en ello motivo de diversión. Colocaba sus ahorros en el banco. No hubiera gastado un centavo en ropa a no ser por la insistencia de Healey, que decía que «no quería mendigos andrajosos trabajando para él». Por consiguiente, vistió sobria y limpiamente. No eran para su modo de ser las camisas rizadas ni las joyas de los hombres de las oficinas. Llevaba ropa oscura y modesta, camisas blancas sin el menor adorno y un reloj barato en el bolsillo de su chaleco liso. Sus botas no eran caras pero estaban bien lustradas. Su cabello rojo podía resultar más corto de lo que era la moda, pero estaba bien cortado. Sus mudas de pantalón y chaleco eran mínimas, pero su modo de vestir era meticuloso y económico. Nunca tendría la fácil gracia de su padre, pero poseía algo de la evidente disciplina de movimientos y parquedad de palabras de Montrose. Su aspecto era invariablemente grave y sin sonrisa, activo sin apresuramiento y enterado de lo que hacía y decía. Healey, acechándole solapadamente, cabeceaba con aprobación.
Healey no podía comprender la falta de alegría, la tristeza de Joseph. Bien saben los santos, pensaba Healey, que yo he recorrido un camino tan áspero como el de este joven mozo, pero nunca me quitó el apetito y mi goce de vivir. Hay un frenesí en este mozo, opino yo, pero el frenesí nunca se interpondrá en el camino de lo que él quiere. Arderá, simplemente, con mayor furia.
En un esfuerzo para despertar en Joseph la alegría de vivir —Healey estaba convencido que yacía latente en todo hombre— le dio a Joseph una ficha de plata con extraños arabescos que le daría el acceso a cualquier burdel que desease visitar en Titusville, y a la más bonita de las muchachas, sin costo alguno.
—He conseguido las zorras más preciosas de toda la nación —expuso ufano Healey—. Ninguna tiene más de dieciséis años y la más joven anda rondando los doce. Nutridas desde pequeñas en las granjas, embellecidas con nata y mantequilla, rollizas como tórtolas. De las que hacen que un hombre mueva los labios. Se conocen todos los trucos. Tengo «madams» que las instruyen. ¡Nada de gatas de arroyo en mis casas! Todas limpias, perfumadas y sanas, y no son vulgares. Vete allá y pasa unos buenos momentos, mozo.
—No —dijo Joseph.
Healey frunció el entrecejo:
—¿Cómo es eso? ¿Por casualidad no tendrás una inclinación por los…? No, reconozco que no, aunque en este terreno uno nunca sabe ni puede predecir. Bueno, todavía tienes diecinueve años… ¡Diablos, no! Precisamente dicen que esta edad es la más ardorosa. Lo mismo pienso. Yo no podía apartarme de las rameras cuando tenía dieciocho, diecinueve. Casi quedé agotado.
Rió divertido al recordar.
—Guarda esta contraseña. Uno de estos días, tú, condenado fraile, vas a mirar esta chapa, escupirás en ella, le sacarás brillo y allá te irás exactamente igual que todo el mundo.
Tres noches por semana, tras tomar una especie de cena a las cinco de la tarde, Joseph iba al despacho de James Spaulding, un abogado que «pertenecía» a Healey. También iba dos horas los sábados por la tarde y media jornada del domingo, para estudiar leyes con Spaulding como profesor.
Spaulding era un hombre al cual la expresión «gelatinoso» podía serle aplicada con bastante exactitud. Era tan alto como Joseph, pero agradablemente macizo. Ninguna de sus expresiones era sincera, salvo la avaricia. Tenía cincuenta años y conservaba su largo cabello gris ondulado, que cubría su nuca, teñido de brillante color castaño. Afeitadas por completo, sus facciones eran anchas y elásticas como la goma, lo cual les daba movilidad. No había nada cortante, brusco o combativo en Spaulding y nadie, ni siquiera su esposa o sus rameras, adivinaron jamás su verdadera naturaleza. Al verle por primera vez, Joseph pensó en el blando y claro postre que elaboraba su madre, que temblaba levemente cuando era movido y no tenía ni características especiales ni sabor definido. Casi de inmediato tuvo que revisar su opinión, y para Joseph revisar su opinión era un suceso hondamente perturbador, pues rebajaba su propia y rígida estimación.
Spaulding tenía un rostro ancho en proporción con sus medidas corporales, la faz de un canalla o de un político triunfante, y sus ojos eran del mismo color que su cabello. Su expresión era de comedida amistad y dulzura, reforzada por una tierna sonrisa y el hondo hoyuelo en su mentón y en su mejilla izquierda. Su voz era aterciopelada y pastosa como chocolate caliente, resonante y hasta musical, nunca vibrante ni apresurada y jamás hostil, ni siquiera con el más recalcitrante. Invariablemente llevaba pantalones negros a rayas grises, una larga levita negra, una camisa blanca con ancho cuello blando y corbatas de seda negra prendida con una perla de tamaño impresionante. Siempre suave, siempre considerado y cortés, siempre deferencial, hablando por períodos, siempre simpático, conciliador y atento, era un hombre listo y muy peligroso. La verdad era para él algo propio de gente inculta y un caballero nunca debía emplearla si podía, en su lugar, hacer uso de una mentira bonita; no tenía honor ni principios y estaba siempre en alquiler. Conocía profundamente las leyes y poseía una memoria que nadie podía superar. Admiraba solamente a dos categorías de hombres: los muy ricos que podían pagar bien y por consiguiente tenían poder y los inteligentes. Esto no significaba que le gustasen. Al abogado Spaulding no le gustaba nadie salvo él mismo y el amor era una palabra que solamente empleaba en las audiencias, ante el jurado, para suscitar en «los borricos» las lágrimas y un veredicto favorable. Su opinión sobre los jueces no era mucho más halagadora. Si podían ser comprados los respetaba. Si no eran sobornables los despreciaba. Tenía dos hijos que vivían en Filadelfia y que eran tan faltos de escrúpulos como él. Solicitaban su consejo en los casos más dificultosos y pagaban bien por el asesoramiento. Spaulding no tenía la menor propensión al sentimentalismo familiar, ni tampoco sus hijos. Ambos prosperaban, pero juntos no ganaban la mitad del dinero que Spaulding reunía en Titusville, y los intereses de Spaulding no se limitaban a la Ley. (Siempre hablaba en mayúsculas al recalcar determinados conceptos). Él y Healey eran todo lo amigos que dos hombres de sus condiciones podían serlo. Entre ellos había una simbiosis.
Cuando Healey presentó a Joseph a Spaulding, éste pensó: ¿Qué está tramando el viejo bastardo a mis espaldas? Sonrió pleno de dicha, entregándole a Joseph una mano carnosa y cálida para que la estrechase, y logró que en sus ojos hubiera un brillo paternal.
—Jim —dijo Healey—, este mozo aquí presente es Joseph Francis, que así quiere ser llamado, y que son nombres lo bastante buenos si le gustan. No tiene problemas con la policía; nadie le busca. Estoy enseñándole mis negocios. El señor Montrose cree que es listo. O sea que he pensado, ya que está aprendiendo a manejar mis negocios, que también debe aprender de leyes, y quién mejor para enseñar leyes que el viejo Jim, me dije a mí mismo.
Spaulding había deseado por largo tiempo «manejar» los negocios de Healey y también deseaba lo mismo uno de sus hijos. La sonrisa de Spaulding se hizo más reluciente y cariñosa mientras estudiaba a aquel joven novato de ascética vestimenta. ¿Estaba volviéndose chocho el viejo Ed? Spaulding recordó que Healey era menor que él en un considerable número de años. Condujo ceremoniosamente a los dos visitantes a dos de sus seis sillas de cuero negro de su despacho, se sentó tras su mesa de caoba, Cruzó sus manos como preparándose a rezar y bañó su rostro de amor y atención. Su despacho era amplio y tibio en el frío octubre, y un fuego crepitaba alegremente en la parrilla de la chimenea de mármol negro. Había varias acuarelas valiosas en sus paredes con paneles y una magnífica panorámica de las distantes colinas —resplandecientes en la llamarada de otoño— se dibujaba a través de su ancho ventanal. Era un día brillante con un cielo como pulido esmalte azul.
—Agudo como un rábano picante, este mozo —dijo Healey—. Esto es lo que dice el señor Montrose.
Con una nota de octava de órgano en su voz Spaulding replicó:
—Nadie tiene un mayor respeto por la opinión del señor Montrose que el que yo tengo. No, verdaderamente no.
Llevaba un anillo de sello, una estrecha cadena de reloj y todo en él era decoroso, sólido, como para inspirar confianza. La luz del sol se posaba en su imponente pared de libros de derecho y en su gruesa alfombra de denso color granate. Sus uñas anchas pero arqueadas, estaban tenuemente pintadas de rosa y brillaban al estar pulimentadas. ¿Qué diablos pasa?, pensó al mirar más atentamente a Joseph, que a su vez le estaba escrutando. Esto desconcertó un poco a Spaulding. No estaba acostumbrado a que los desconocidos, y especialmente inexpertos desconocidos, le estudiasen fríamente, sin mostrar señales de hallarse impresionados por su despacho o por su persona. Joseph le pareció hostil y esto era una verdadera desfachatez. ¿Quién se creía que era esta joven rata para mirar a James Spaulding de modo tan cínico? ¡Sopesándole, por Dios! ¡Mirándole de arriba a abajo como si fuera un lacayo solicitando, humildemente, trabajo! A Spaulding no le gustaban los ojos pequeños, hundidos y azules, y menos aún aquéllos que tenían una chispa más oscura que ardía en sus profundidades. No le gustaba el cabello rojo en un hombre, ni los pecosos, ni la firme palidez que insinuaba un incómodo ascetismo. Un golfo, pensó Spaulding, escoria de ciudad recogido quién sabe dónde por este majadero de Healey. Quizás un mozuelo sin juicio que creció en los bosques, seguía pensando Spaulding, y sonrió con bondad a Joseph, que no correspondió a la sonrisa.
Joseph pensaba: Un actor, un meloso delincuente, un embustero y un ladrón, en quien nunca confiar ni por un instante.
Arrellanándose cómodamente en su silla, Healey dijo:
—Puede venir un par de noches, y algunas horas los sábados y domingos. Enséñale rápido, Jim, y no lo lamentarás. Leyes criminales y cosas parecidas. Y un montón sobre política. Pretendo hacerle gobernador algún día —Healey sonrió—: Podría serme útil un gobernador en mis negocios.
Fue mencionada una cantidad, hubo apretón de manos, selección de cigarros y vasitos de coñac. Joseph aceptó su vaso, dando pequeños sorbos lentos, acechando a Spaulding abierta o solapadamente mientras continuaba sus rápidos pensamientos. A su vez, Spaulding acechaba a Joseph y de pronto se dijo a sí mismo, estupefacto: ¡Este fulano es más maligno que una serpiente!
Spaulding sentía una curiosa agitación que hacía años no experimentaba. Volvió a efectuar un nuevo examen mental de Joseph y ahora le pareció que no era un jovenzuelo inexperto, sino un hombre viejo y poderoso, tan lleno de experiencia y sabiduría como una roca incrustada de conchas. ¡Era increíble!
Esta impresión no disminuyó cuando Joseph pasó a ser su discípulo. Joseph no parecía disfrutar con el estudio de las leyes, pero proseguía con intensa concentración, como un medio para un fin, cosa que Spaulding adivinó casi de inmediato. Poco después Spaulding adquirió un odio respetuoso hacia el joven, ya que el entendimiento de Joseph aumentaba sin apuros y sin facilidad. Al estilo de un perro de presa, agarraba un problema legal con los dientes y lo sacudía insistentemente hasta que obtenía una solución; a menudo esta solución no se le había ocurrido al propio Spaulding. Su memoria era aparentemente tan prodigiosa como la de Spaulding.
En cierta ocasión, le dijo a Joseph:
—No es lo que dice la Ley lo importante. Lo importante es cómo se interpreta, cómo se hace uso de ella…
—Sí —dijo Joseph—. La ley es una prostituta.
Spaulding carraspeó, se aclaró la garganta y asumió una expresión escandalizada.
—No del todo, querido muchacho, no del todo. No, verdaderamente no. Pero la Ley, como se dijo, es un instrumento romo. Uno debe aprender a suavizar sus golpes o desviarlos, si es posible.
—Y está a la venta —dijo Joseph, señalando un caso que acababan de estudiar.
Spaulding apretó sus anchos y blandos labios. Pero no pudo dejar de sonreír y guiñar un ojo, replicando:
—Al mejor postor. Verás, es como la Constitución de los Estados Unidos de América. La Constitución garantiza que cada estado tiene el sagrado derecho de segregarse de la Unión, siempre que así lo desee, y ningún impedimento habrá de oponerse. Pero el señor Lincoln lo ha decidido de modo distinto, por sus propias razones, que espero sean justas. Solamente podemos tener esta esperanza. Si un presidente o el Tribunal Supremo de los Estados Unidos pueden decidir al azar lo que es constitucional o inconstitucional para acomodarse a sus caprichos, sus convicciones o su utilidad, a pesar de la fraseología expresada simple y explícitamente en la Constitución, entonces la Ley también puede ser determinada sobre la base de convicciones personales, utilidad o caprichos. Uno debe adaptar la Ley o la Constitución a la conveniencia del caso.
—Prólogo al caos —silabeó Joseph.
—¿Qué dijiste?
—Nada. Estaba hablando conmigo mismo —dijo Joseph.
Spaulding recitó:
—«La cualidad de misericordia no es forzada. Cae como la amable lluvia del cielo, y bendito sea quien da y quien recibe». La Biblia.
—Shakespeare —rectificó Joseph—. Porcia, en El Mercader de Venecia.
—Eres muy despabilado. Te estaba sometiendo a una prueba —el abogado le dedicó a Joseph una sonrisa de amorosa malevolencia—. Joseph, ni tú ni yo hicimos la Ley. Ahora bien, cualquier necio puede coger un código de leyes y leer lo que dice la Ley y cuál es su aparente intención pero ¿servirá esto para algo ante el tribunal? No, señor, no siempre. Es la función del abogado convencer al juez y al jurado de que la Ley no siempre significa exactamente lo que manifiesta, que quizás significa todo lo contrario. Sólo los idiotas se rigen por una interpretación estricta. Un abogado inteligente puede hacer con cualquier ley pajaritas y cucuruchos del color que más le guste.
—La raza del diablo —dijo Joseph.
—¿Qué farfullas? Desearía, Joseph, que perdieses este fastidioso hábito de murmurar para ti mismo. No les gusta a los jueces. Prosigamos: la Ley es sólo aquello que la gente acepta que es, principalmente los jurados después de que han sido persuadidos por un abogado listo, aunque al día siguiente estén de acuerdo en que es algo completamente distinto, cuando están en manos de otro abogado. Ésta es la belleza de la Ley, Joseph. Su flexibilidad. La misma Ley puede acusar a un hombre de ser un asesino y la misma Ley puede declararlo inocente. Puede ahorcar o liberar empleando las mismas palabras. Por consiguiente, siempre debes decidir qué es lo que deseas que la Ley haga para ti y para tu cliente, convencerte a ti mismo de que ésta es la única solución. Todos mis clientes —remachó Spaulding— son inocentes.
Joseph descubrió pronto la razón por la cual Spaulding le era tan necesario a Healey. La evidencia se hallaba en los archivos del cuarto custodiado. Con frecuencia se sintió asqueado ante las pruebas de la convivencia entre Healey y Spaulding. Healey debía mucho a los jueces y todo ello era presidido y arbitrado por el aplastante realismo de Spaulding. Cierta vez en un excepcional momento de vulgaridad, Spaulding le dijo a Joseph:
—Es el caso, querido muchacho, de tú rascándome la espalda y yo rascándote la tuya; ¿qué hay de malo en un poco de rascamiento adecuado en el momento apropiado y el sitio oportuno? No siempre llegas al lugar del escozor, necesitas ayuda, y en cierto modo esto es reciprocidad cristiana. Joseph, si todos nos ajustásemos a la letra de la Ley, aunque creo que el mismo Cristo la condenaría, habría muy pocos fuera de la cárcel y escasa felicidad o provecho en este mundo.
Los meses fueron pasando y Joseph aprendió en las oficinas de Healey y en la más provechosa de Spaulding; lo que aprendió hizo su naturaleza aún más dura de lo que era por nacimiento y más amarga de lo que jamás hubiese imaginado. Cada vez estaba más convencido de que como habitante de este mundo, por el cual no era culpable, debía vivir según sus leyes y exigencias si quería sobrevivir y salvar a su familia. Su última oportunidad para conseguir la felicidad personal se extinguió y una dominante oscuridad se instaló en su espíritu.